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Una foto del campamento climático de Ende Gelände, en Alemania, en 2016. Foto: Ende Gelände

El movimiento climático debe radicalizarse más

Traducción: Valentín Huarte

Aunque la evidencia sobre la catástrofe climática no deja de acumularse, las empresas de combustibles fósiles siguen operando con normalidad. El movimiento contra el cambio climático debe interrumpir sus rutinas y forzar a los Estados a tomar cartas en el asunto.

* El texto que sigue es un fragmento del libro de Andreas Malm, How to Blow Up a Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire (Verso, 2021) *

 

Los tres ciclos de protestas contra el cambio climático del siglo XXI terminaron girando en torno a una idea cada vez más extendida: las clases dominantes harán oídos sordos ante cualquier argumento. Es imposible persuadirlas. Todo indica que cuanto más fuerte suenan las alarmas, más material tiran al fuego. Por lo tanto, es necesario imponerles un cambio de dirección. El movimiento debe aprender a interrumpir los negocios de las empresas.

El repertorio de medidas es importante: bloqueos, ocupaciones, sentadas, desinversiones, paros en las escuelas, apagones en los centros de las ciudades (táctica insignia de los acampes contra el cambio climático). Los últimos ciclos de lucha aprendieron de los anteriores. Hacia el final del segundo, inspirado en buena medida por las luchas estadounidenses contra los oleoductos y los gaseoductos, el movimiento alemán reinventó la fórmula y la llevó a un nuevo nivel: así nació Ende Gelände, que significa más o menos «fin del asunto, hasta aquí llegamos».

Curva ascendente

Los activistas de Ende Gelände montan campamento alrededor de un área central donde instalan las carpas más grandes y las cocinas. Participan de grupos de formación, se organizan, se cubren con sus overoles blancos y parten hacia una mina de lignito. Llegan a su objetivo por distintas direcciones, en columnas denominadas brigadas o «dedos», rompen, con sus finos cuerpos, los cordones policiales, dejan atrás a los guardias, un poco desconcertados, y atraviesan los carros hidrantes y los vallados hasta llegar a la cantera.

Una vez ahí bajan a los cráteres polvorientos y trepan a las excavadoras —que inmensas, imponentes como edificios o enormes buques, devoran la tierra a su paso—, o se acuestan sobre las vías que transportan el carbón a los hornos. La producción se interrumpe, a veces durante varios días. El combustible no sale mientras los activistas ocupan el lugar.

Ende Gelände representa hoy en Europa la etapa más avanzada de la lucha contra el cambio climático, acumula varios ciclos de lucha y crece año tras año. En el verano de 2019, seis mil personas bloquearon la fuente más importante de emisión de carbono de Alemania, con el respaldo de otras miles que acamparon cerca del lugar y cerca de cuarenta mil que participaron de la manifestación Viernes por el Futuro. Ende Gelände logró colocar el tema del lignito en el centro de la agenda y precipitó la creación de una comisión nacional que establecería plazos para eliminar gradualmente la explotación del carbón. No pasó mucho tiempo hasta que anunciaron una fecha tentativa: 2038.

Dos décadas más de carbón. Ende Gelände prometió seguir marchando, crecer y crear réplicas en toda Europa. En 2019, de Polonia a Portugal, organizaron decenas de acampes. La curva de aprendizaje creció bruscamente.

Los ciclos no reinician desde cero, sino que trazan un proceso de acumulación y crecimiento por saltos, análogo al de la crisis climática. Las secciones estadounidenses y europeas aprendieron unas de otras y los dirigentes acumularon muchísima experiencia. También hubo «pequeñas conquistas» —un oleoducto cancelado por aquí, una planta de carbón que cierra por allá— y grandes derrotas, que, sin embargo, parecen alimentar al movimiento, pues el fuego hace que se comprometan cada vez más personas.

Pacifismo estratégico

Pero, al menos hasta ahora, el movimiento siempre se detuvo ante un modo particular de acción: la fuerza física ofensiva (y, de hecho, también defensiva). Deliberada y escrupulosamente, evita cualquier cosa capaz de calificar como violencia. De hecho, el compromiso absoluto con la no violencia salió fortalecido de cada ciclo: su ética es universal, su disciplina es notable.

Un ejemplo: a fines de agosto de 2018, alrededor de setecientos activistas nos reunimos en un complejo gasífero en Groninga, ciudad de los Países Bajos. Sede de una de las explotaciones de gas fósil más grandes de Europa, la zona sufrió varios terremotos, pues la extracción de gas compactó y hundió la tierra, que terminaron destrozando varios hogares y construcciones y empeorando la calidad de vida de la población local. Entonces, improvisamos un acampe frente a las instalaciones y bloqueamos el transporte. La policía formó filas entre las puertas y nosotros. Nos separaban el montón de piedras acumuladas sobre las vías.

Cuando cayó la noche, cerca de trescientos trabajadores agrícolas marcharon contra Shell y Exxon hasta encontrarse con nosotros en el campamento. La multitud desbordó sobre las vías y la policía empezó a descargar golpes y a disparar gases lacrimógenos: muchas personas se desmayaron y tuvieron que ser retiradas del lugar, otras resistieron y gritaron de dolor. Pero nadie tiró ni una piedra. El material era abundante —caminábamos sobre miles de proyectiles con los que podríamos habernos defendido de la policía—, y después de un ataque de ese tipo, casi cualquier otra multitud hubiese respondido. Pero el movimiento contra el cambio climático no lo hizo.

La restricción de la violencia también abarca la destrucción de la propiedad. En Groninga, el «consenso de acción», aceptado por todos los participantes, establecía solemnemente que «no dañaremos maquinaria ni infraestructura». Un año después, la imitación sueca de Ende Gelände dio sus primeros en Gotemburgo, contra la construcción de una terminal de gas, nodo de la nueva infraestructura de combustible fósil desplegada en todo el continente. A cargo de la obra estuvo una empresa llamada Swedegas, que proyectaba la construcción de ocho terminales más a lo largo de la costa sueca. A través de su nueva red de gasoductos y en beneficio de un consorcio global de inversores, Suecia empezaría a bombear directamente gas líquido importado de todo el mundo.

Entonces nos movilizamos con nuestros overoles blancos al puerto de Gotemburgo, tres «dedos», quinientas personas —la acción de desobediencia civil más grande de la historia moderna de ese país somnoliento— y bloqueamos los camiones que debían cargar combustible y gas ese día. El consenso establecía que «mantendremos la calma y seremos cuidadosos», antes de afirmar: «Nuestro objetivo no es destruir ni dañar ninguna infraestructura». Pasamos todo el día sentados en el asfalto. En fin, hasta ahora, el movimiento que pretende evitar la catástrofe climática no solo fue civilizado: fue excesivamente dulce y amable.

Dos escenarios

No cabe duda de que esta posición rindió buenos frutos. Dotó al movimiento de una serie de ventajas. Si hubiese apelado a tácticas de bloque negro desde el principio —vestir máscaras aterradoras, romper ventanas, armar barricadas, enfrentarse a la policía— nunca hubiese logrado reunir a tanta gente. Los certificados de paz hacen que sumarse a las intervenciones sea más fácil. Dejarnos golpear por la policía en Groninga hizo que nos ganáramos la simpatía de la prensa holandesa: no pudieron acusarnos de terroristas.

Si hubiésemos pasado por encima de las vallas o utilizado hondas contra los camiones, la escena hubiese sido caótica. Nos hubiesen acorralado y detenido; no hubiese podido llevar a mis hijos, con quienes jugué allí durante horas.

La autodisciplina colectiva —someterse a las órdenes de la dirección operativa, desarrollar la acción de acuerdo a los planes— es una virtud. La decisión de asumir desafíos cada vez más importantes, que apunten a interrumpir los negocios recurriendo a acciones de este tipo, es incuestionable: definitivamente es el camino que hay que seguir. Que florezcan cien acampes de Ende Gelände y el capital fósil sentirá la presión.

Sin embargo, lo que sí podemos preguntar es: ¿la no violencia absoluta será el único camino, la única táctica admitida en la lucha por la abolición del combustible fósil? ¿Estamos seguros de que será suficiente contra un enemigo de esa magnitud? ¿Debemos atarnos a su mástil hasta llegar a un lugar más tranquilo?

Es posible plantear la misma pregunta de muchas formas. Imaginemos que las movilizaciones de masas del tercer ciclo crecen tanto que es imposible ignorarlas. Las clases dominantes se sienten tan amenazadas —tal vez hasta llegan a conmoverse con esas pancartas juveniles— que su obstinación empieza a mermar.

Votamos nuevos políticos, sobre todo de partidos verdes, que resultan estar a la altura de sus promesas de campaña. La presión por abajo se mantiene. Logramos imponer moratorias sobre toda la infraestructura del combustible fósil. Aprobamos leyes que recortan las emisiones de carbono a un ritmo de 10% por año; ampliamos el uso de energías renovables y transporte público; promovemos dietas basadas en vegetales; nos preparamos para prohibir completamente los combustibles fósiles. Está bien que el movimiento cuente con la posibilidad de imaginar un escenario de ese tipo.

Pero imaginemos uno distinto: pasan unos años, los niños de la generación Thunberg despiertan un día y comprueban que, a pesar de todas las huelgas, la ciencia, las solicitudes, las millones de personas movilizadas, todo sigue igual. Imaginemos que la rueda grasienta del petróleo sigue girando más rápido que nunca. Entonces, ¿qué hacemos?

Ensanchar la brecha

Mientras tanto, en la economía mundial capitalista realmente existente, en paralelo al caudal por el que corre el movimiento climático, el dinero no deja de fluir hacia la construcción de nuevas chimeneas. En mayo de 2019, dos semanas antes de la «primavera» de XR en Londres, la Agencia Internacional de Energía (AIE) publicó su informe anual sobre tendencias de inversión de la economía mundial. Los capitalistas conocen sus fuentes de ingresos.

Dos tercios del capital colocado en proyectos de generación de energía en el año 2018 fueron a parar al petróleo, al gas y al carbón —es decir, a la creación de nuevas instalaciones de extracción y combustión, que se añadirán a las existentes—, contra menos de un tercio de capital invertido en energía eólica o solar. Ninguna tendencia hacia las energías renovables. De hecho, las inversiones globales en el rubro cayeron un 1% (y no en función de la caída de precios).

Por otro lado, la inversión en carbón creció, por primera vez desde 2012, un 2%, es decir, que la inversión en nuevas plantas de carbón no solo se mantiene, sino que crece (aunque no tan rápido como el petróleo y el gas). Por tercer año consecutivo, la cantidad de dinero invertida en infraestructura para extraer petróleo y gas creció un 6%: año tras año, se puso 6% más de capital en la excavación de nuevos pozos y en el montaje de nuevas plataformas; solo la inversión dedicada a exploración se disparó un 18% en 2019. La llama volvió a encenderse.

En ningún lugar del horizonte de la acumulación capitalista actual apreciamos una transición hacia energías renovables (a pesar de que Forbes, el pasquín de los multimillonarios, asegura que las últimas son «más baratas»). La AIE tuvo suficiente tacto como para anunciar «una notable disparidad» entre las tendencias actuales y el objetivo de limitar el calentamiento global a 1,5 o 2°C. Puesto en otros términos, la economía capitalista mundial opera en completa desconexión de la percepción y la ciencia de un planeta en llamas, por no mencionar el deseo de enfriarlo. Y esta desconexión es cada vez más grande.

Una vez que un inversor construye una planta alimentada por carbón, un gasoducto o cualquier otra infraestructura de ese tipo, no querrá desmontarla. La demolición al día siguiente de la construcción representaría un desastre pecuniario. Se necesita mucho capital para sacar el oro negro del suelo y pasa bastante tiempo antes de que la inversión inicial empiece a rendir frutos. Además, una vez que las ganancias empiezan a brotar, el propietario tiene más interés todavía en mantener funcionando esa unidad durante el mayor tiempo posible.

¿Cómo puede ser que los capitalistas sigan actuando de esa manera? En realidad, todavía sienten que el mundo les pertenece. El capital fijo de esa magnitud suele estar sujeto a riesgos y es sensible a la anticipación del «contexto político». Dada la cantidad de dinero que está en juego, es imprudente emprender inversiones así bajo amenaza de alteraciones o cambios susceptibles de generar una devaluación prematura, por no mencionar una pérdida completa. Pero resulta que estos capitalistas no perciben ninguna tormenta en el horizonte. Piensan que no tienen nada que temer.

Más allá de toda expectativa

En 1995, durante la COP 1, primera conferencia sobre el cambio climático de las Naciones Unidas, pocos hubiesen pensado que dos o tres décadas después las economías del mundo estarían descargando un gigatón de carbono por mes, mientras las empresas planean diligentemente quemar más combustibles fósiles y los gobiernos presiden todo el proceso (orgullosa o pasivamente).

La zona norte de permafrost es una reserva de carbono congelada hace cientos de miles de años. Cuando el planeta se calienta, el suelo empieza a derretirse, los microbios empiezan a trabajar la materia orgánica y descomponerla, liberando dióxido de carbono, pero sobre todo metano (un gas de efecto invernadero, que calienta alrededor de ochenta y siete veces más que el carbono durante sus dos primeras décadas de existencia en la atmósfera).

Los incendios forestales tienen consecuencias similares. El carbono atrapado en los árboles y en el suelo se libera cuando avanzan las llamas, como suele suceder cada vez con más frecuencia, durante períodos más largos, de forma más intensa y sobre superficies más amplias. Estos incendios secundarios, que se extienden desde Kamchatka al Congo, son otra consecuencia de la quema de combustibles fósiles. Los científicos quedan rezagados frente a estos mecanismos de retroalimentación y enfrentan grandes dificultades para capturarlos en sus modelos. –

Entonces, estamos como atrapados entre los dos filos de una tijera: por un lado, un negocio que sigue operando como siempre, que aumenta las emisiones y alimenta esperanzas confusas a la vez; por el otro, ecosistemas delicados que se vienen abajo. Es decir, la inercia extraordinaria del modo de producción capitalista frente a la reacción de la tierra. Es un dilema frente al cual el movimiento contra el cambio climático debe encontrar una estrategia.

El veredicto de la ciencia está claro. Perdimos demasiado tiempo, tan irrecuperable como valioso: los activos deben congelarse. Las inversiones deberían perderse completamente en un plazo demasiado rápido para el gusto capitalista; según una estimación, la suspensión inmediata de todas las tuberías de gas y petróleo se acercaría al objetivo de 2°C, solo si fuera acompañada por el desmantelamiento de un quinto de todas las plantas de energía que funcionan en base a combustibles fósiles. Eso es mucho capital perdido.

Ahora bien, uno de los motivos por los que la estabilización del clima parece un desafío tan abrumador, es que ningún Estado está preparado para si quiera plantear la idea: la propiedad capitalista tiene el estatuto de una realidad intocable y sagrada. ¿Quién se atreve a tirar todo eso a la basura? ¿Qué gobierno está dispuesto a utilizar la fuerza para garantizar una confiscación de bienes de esa magnitud?

Romper el hechizo

Y, aun así, alguien tiene que romper el hechizo. Refinerías desprovistas de electricidad, excavadoras destruidas y oxidadas: después de todo, abandonar las empresas es siempre una posibilidad. La propiedad no está por encima de la tierra: no hay ninguna ley técnica, natural ni divina que diga que es una realidad inviolable frente a una emergencia de este tipo. Si los Estados no son capaces de tomar la iniciativa ni traspasar las vallas, otros tendrán que hacerlo en su lugar. Si no, la propiedad terminará costándonos la tierra.

Pero así como las sufragistas torcieron el brazo del Estado —por su cuenta, pues no podían votar su derecho a voto—, el objetivo es forzar a los Estados que declaren la prohibición y empiecen a retirar el stock. En última instancia, serán los Estados los que fuercen la transición, pues nadie más tiene el poder de hacerlo.

Sin embargo, los Estados mostraron suficientemente que no están dispuestos a dar el primer paso. La cuestión no es si la acción directa de un ala militante contra el cambio climático resolverá la crisis por sí misma —vana quimera—, sino si es posible hacer temblar realmente los negocios sin recurrir a ese tipo de intervención.

Debemos aceptar que la destrucción de la propiedad es violencia, pues ejerce la fuerza física intencionalmente, con el fin de infligir un daño sobre un objeto que está bajo la propiedad de otra persona. Pero al mismo tiempo, debemos insistir en que es un tipo de violencia distinto del que implica golpear a un ser humano (o a un animal) en la cara: es imposible tratar cruelmente a un auto o hacerlo llorar.

En 1967, en una apología de la movilización callejera, Martin Luther King respaldó esta distinción: «Violentos fueron sin duda. Pero su violencia, que alcanzó niveles alarmantes, apuntó contra la propiedad, no contra la gente». Y en el género de los actos violentos, esa diferencia es fundamental: «Una vida es sagrada. La propiedad está llamada a servir a la vida, y sin importar los derechos y el respeto con que la protejamos, carece de existencia personal».

Pero, ¿por qué los manifestantes eran tan violentos con la propiedad? «Porque la propiedad representa la estructura del poder blanco, que ellos atacan y quieren destruir».

Otro ejemplo contrastante, esta vez de fines de 2019: Los estudiantes chilenos, que reaccionaron al aumento de las tarifas del transporte público —en defensa del transporte como un derecho libre y universal—, organizaron saltos de torniquetes masivos, ataques contra las máquinas de la boletería, supermercados y oficinas empresariales, proceso que culminó en un levantamiento nacional contra la sofocante desigualdad de la patria del neoliberalismo. Mientras tanto, el movimiento contra la catástrofe climática se mantiene amable y sosegado.

Momento de acampar

Pero si debemos resistir a la tentación de fetichizar un tipo de acción, lo mismo aplica, por supuesto, en el caso de la destrucción de propiedad y otras formas de violencia. Es probable que la táctica más potente en este caso sea distinta. Tal vez sea el acampe.

Los acampes ofrecen la posibilidad de aprender, acumulan experiencia sobre cómo luchar contra el capital fósil en el territorio y se esparcen horizontalmente. A diferencia de Occupy Wall Street y otros acampes similares, que brotaron como hongos en 2011, aun si están emparentados, los acampes del movimiento contra el cambio climático se organizan con mucha anticipación, con fechas fijas. No son ni espontáneos ni reactivos. Alimentan una especie de escalada planificada.

Todavía debemos esperar para hacer el balance de esta inversión militante. Por el momento, Ende Gelände reúne cada vez más gente y logra superar con astucia a la policía. Pero ese éxito es difícil de replicar en otros lugares. Aun siendo menos que los cinco o diez mil activistas organizados en Renania, en otras partes de Europa el movimiento descubrió que un acampe preanunciado deja suficiente tiempo a las empresas como para que movilicen el equipo y el combustible necesarios para resistir un bloqueo.

Limitado el problema en ese sentido, la policía deja pasar a los militantes sin ningún problema. En el movimiento está planteada la posibilidad de combinar los acampes con golpes más pequeños, secretos y sorpresivos, que generen una interrupción real. Sea cual sea el resultado, el acampe contra el cambio climático es el laboratorio incuestionable de esta lucha.

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