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Una reunión de trabajadores en Petrogrado, julio de 1920. Wikimedia Commons.

El Estado y la revolución de Lenin

Traducción: Valentín Huarte

El ensayo decisivo sobre el clásico texto de Lenin.

Se sabe que Marx proclamó la necesidad de “destruir” el Estado burgués ¿Pero qué significa esto en términos prácticos? Si nuestra meta es un socialismo no burocrático y democrático ¿por qué tipo de Estado deberíamos luchar?

Aquellos que buscan una respuesta se han remitido con frecuencia a El Estado y la revolución de Lenin, en donde el afamado revolucionario habla con confianza de transformar un “Estado de burócratas” en el “Estado de los obreros armados”.

En el siguiente ensayo, Ralph Miliband, el legendario marxista británico, ofrece una valoración crítica del texto de Lenin y explica por qué “el ejercicio del poder socialista sigue siendo el talón de Aquiles del marxismo”. Publicado por primera vez en 1970, y hasta ahora inédito en español, este ensayo sigue siendo la lectura más aguda disponible de El Estado y la revolución.

El Estado y la revolución es considerada con razón una de las obras más importantes de Lenin. Aborda cuestiones de enorme interés para la teoría y la práctica socialistas, ninguna de las cuales ha perdido relevancia. Más bien sucede lo contrario. Como resumen de la teoría marxista del Estado, tanto antes como especialmente después de la conquista del poder, ha gozado –por haber sido escrita por Lenin– de un estatus de autoridad para sucesivas generaciones de socialistas. Esto es todavía más cierto en los años recientes, dado que su espíritu y sustancia pueden fácilmente ser invocados contra la experiencia híper-burocrática de los regímenes de tipo ruso, y también contra los partidos comunistas oficiales. En síntesis, se trata, por razones circunstanciales e intrínsecas, de uno de los “textos sagrados” del pensamiento marxista.

Sin embargo, los “textos sagrados” son ajenos al espíritu del marxismo, o al menos deberían serlo; y esta es por sí misma una razón suficiente para someter El Estado y la revolución a un análisis crítico. Pero hay también otra razón más específica para desarrollar un análisis de este tipo, a saber, que comúnmente se sostiene, al interior de la tradición marxista, que este texto de Lenin provee una solución teórica y también práctica a las cuestiones de suma importancia que plantea el ejercicio del poder socialista.

Valga lo que valga, mi propia lectura sugiere más bien una conclusión diferente: El Estado y la revolución, lejos de resolver los problemas de los que se ocupa, solo sirve para destacar su complejidad, y para enfatizar algo que, en cualquier caso, la experiencia de más de medio siglo ha venido a confirmar abundante y trágicamente, a saber, que el ejercicio del poder socialista sigue siendo el talón de Aquiles del marxismo. Este es el motivo por el cual, en un año que será testigo de tanta celebración legítima del genio y de los logros de Lenin, tal vez no venga mal una valoración crítica de El Estado y la revolución. Puesto que es solo interrogando las lagunas en el argumento que despliega como podrá avanzar la discusión de algunos asuntos que son fundamentales para el proyecto socialista.

El punto básico sobre el cual descansa todo el argumento de Lenin, y al cual vuelve una y otra vez, proviene de Marx y Engels. Este punto es la afirmación de que, mientras que todas las revoluciones anteriores han “perfeccionado” (i.e. reforzado) la máquina del Estado, “la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines”; en cambio, debe destruirla, quebrarla, arrasar con ella.

La importancia cardinal que Lenin otorga a esta idea ha sido tomada frecuentemente como si implicara que el propósito de El Estado y la revolución es contraponer la revolución violenta a la “transición pacífica”. Pero no es así. La contraposición es ciertamente importante y Lenin efectivamente creía (mucho más categóricamente que Marx, dicho sea de paso) que la revolución proletaria no podía alcanzarse más que por medios violentos. Pero como ha notado recientemente[8] Lucio Colleti,

la polémica de Lenin no está dirigida contra aquellos que no buscan tomar el poder. El objeto de su ataque no es el reformismo. Por el contrario, se dirige contra aquellos que desean tomar el poder sin destruir el viejo Estado en el mismo movimiento.

La expresión “por el contrario” en la cita es demasiado fuerte: Lenin también argumenta contra el reformismo. Pero es absolutamente cierto que su principal preocupación en El Estado y la revolución es atacar y rechazar cualquier concepto de la revolución que no tome literalmente la perspectiva de Marx según la cual el Estado burgués debe ser destruido.

Lenin pronuncia un discurso en el funeral de Sverdlóv, 1919. Foto Wikimedia Commons.


 

La cuestión obvia y crucial que esto plantea es qué tipo de Estado post-revolucionario sucederá al destruido Estado burgués. Puesto que uno de los principios básicos del marxismo, y una de sus diferencias básicas con el anarquismo, es que, mientras que la revolución proletaria debe destruir el viejo Estado, no abole el Estado en sí mismo: algún Estado sigue existiendo, e incluso dura por un largo tiempo, aun si empieza inmediatamente a “extinguirse”. Una de las cosas más remarcables acerca de la respuesta que da Lenin a la cuestión de la naturaleza del Estado post-revolucionario es lo lejos que lleva el concepto de “extinción” del Estado en El Estado y la revolución: tanto es así, de hecho, que el Estado, al día siguiente de la revolución, no solo ha comenzado a extinguirse, sino que ya se encuentra en una etapa avanzada de descomposición.

“El ejercicio del poder socialista sigue siendo el talón de Aquiles del marxismo.”

Debe notarse inmediatamente que esto no significa que el poder revolucionario deba ser débil. Por el contrario, Lenin nunca deja de insistir precisamente en que este debe ser fuerte, y en que debe seguir siendo fuerte durante un extenso período de tiempo. Lo que significa es que este poder no debe ser ejercido por el Estado en el sentido usual que tiene esta palabra, i.e. como un órgano de poder separado y distinto, aunque sea “democrático”; sino que el “Estado” se ha convertido de un “Estado de burócratas” en “el Estado de los obreros armados”. Se trata, dice Lenin, “de una máquina (…) todavía estatal,” pero “bajo la forma de las masas obreras armadas, como paso hacia la participación de todo el pueblo en las milicias”. De nuevo, “todos los ciudadanos se convierten en empleados a sueldo del Estado, que no es otra cosa que los obreros armados”; y otra vez, “el Estado, es decir, el proletariado armado, organizado como clase dominante”. Formulaciones idénticas o similares se suceden a lo largo de todo el trabajo.

En “La Revolución proletaria y el renegado Kautsky”, escrito luego de que los bolcheviques tomaran el poder, Lenin rechaza con firmeza la idea de Kautsky según la cual una clase “solo puede dominar, pero no gobernar”. Lenin escribió: “Totalmente inexacto es también eso de que no puede gobernar una clase: semejante absurdo solo puede pronunciarlo un ‘cretino parlamentario’ que no ve nada más allá del parlamento burgués, que no advierte nada más que los partidos gobernantes”.

El Estado y la revolución se basa precisamente en la noción de que el proletariado puede “gobernar”, y no solo “dominar”, y de que debe hacerlo si la dictadura del proletariado ha de ser algo más que una consigna. Lenin también escribe que: “La revolución debe consistir, no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande, gobierne con ayuda de otra nueva: este pensamiento fundamental del marxismo se esfuma en Kautsky, o bien este no lo ha comprendido en absoluto”. Esta nueva “máquina”, tal como se presenta en El Estado y la revolución, es el Estado de los obreros armados. Lo que esto implica, a todas luces, es el dominio de clase sin mediaciones, una noción asociada mucho más estrechamente con el anarquismo que con el marxismo.

Esta idea debe ser matizada. Pero lo que es sorprendente acerca de El Estado y la revolución es cuan poco debe ser matizada, tal como me propongo demostrar.

Lenin ataca enérgicamente a los anarquistas, e insiste en la necesidad de retener el Estado durante el período de la dictadura del proletariado: “Nosotros no somos utopistas. No ‘soñamos’ con cómo podrá prescindirse de golpe de todo gobierno, de toda subordinación”. Pero luego continúa:

Pero a quien hay que someterse es a la vanguardia armada de todos los explotados y trabajadores: al proletariado [las cursivas son mías]. La ‘administración burocrática’ específica de los
funcionarios del Estado, puede y debe comenzar a sustituirse inmediatamente, de la noche a la mañana, por las simples funciones de ‘inspectores y contables’, funciones que ya hoy son plenamente accesibles al nivel de desarrollo de los habitantes de las ciudades y que pueden ser perfectamente desempeñadas por el ‘salario de un obrero’.
Organizaremos la gran producción nosotros mismos, los obreros, partiendo de lo que ha sido creado ya por el capitalismo, basándonos en nuestra propia experiencia obrera, estableciendo una disciplina rigurosísima, férrea, mantenida por el Poder estatal de los obreros armados; reduciremos a los funcionarios del Estado a ser simples ejecutores de nuestras directivas, ‘inspectores y contables’ responsables, amovibles y modestamente retribuidos (en unión, naturalmente, con técnicos de todas clases, de todos los tipos y grados)

Claramente, algún tipo de funcionariado sigue existiendo, pero, claramente también, se desempeña bajo supervisión estricta y continua, y bajo el control de los obreros armados; y los funcionarios son, como Lenin dice repetidamente, revocables en todo momento. Los “burócratas”, desde este punto de vista, no han sido del todo abolidos; pero han sido reducidos completamente al rol de ejecutores subordinados de la voluntad popular, tal como es expresada por los obreros armados.

En cuanto a la segunda institución principal del viejo Estado, el ejército permanente, ha sido reemplazada, según las palabras citadas antes, por obreros armados que proceden a formar una milicia de todo el pueblo.

De esta forma, todo lo que concierne a las dos instituciones que Lenin considera como las “más características” de la maquinaria de Estado burguesa ha sido resuelto: una de ellas, la burocracia, ha sido drásticamente reducida en tamaño y lo que queda de ella ha sido completamente sometido a la supervisión popular directa, respaldada por el poder de la revocabilidad instantánea; mientras que la otra, el ejército permanente, ha sido de hecho abolida.

Pero aun así, Lenin insiste, el Estado centralizado no ha sido abolido. Solo toma la forma de “un centralismo voluntario, una unión voluntaria de las comunas en la nación, una fusión voluntaria de las comunas proletarias para aplastar la dominación burguesa y la máquina burguesa del Estado.”

Aquí también, la cuestión obvia concierne a las instituciones a través de las cuales la dictadura del proletariado podría expresarse. Puesto que Lenin habla en El Estado y la revolución del “cambio gigantesco de unas instituciones por otras de un tipo distinto por principio.” Pero El Estado y la revolución tiene realmente muy poco para decir acerca de las instituciones, salvando algunas referencias muy breves a los Soviets de diputados obreros y soldados.

Lenin reserva algunos de sus mejores epítetos para una forma de institución representativa, a saber, “el parlamentarismo venal y podrido de la sociedad burguesa”. Sin embargo, “la salida del parlamentarismo no está, naturalmente, en la abolición de las instituciones representativas y de la elegibilidad, sino en transformar las instituciones representativas de lugares de charlatanería en corporaciones ‘de trabajo’”. Las instituciones que dan cuerpo a este principio son, tal como notamos más arriba, los Soviets de diputados obreros y soldados.

En una ocasión, Lenin habla de “la simple organización de las masas armadas (como los Soviets de diputados obreros y soldados…”; en otra ocasión, habla de “la transformación de todos los ciudadanos en trabajadores y empleados de un gran ‘consorcio’ único, a saber, de todo el Estado, y la subordinación completa de todo el trabajo de todo este consorcio a un Estado realmente democrático, el Estado de los Soviets de diputados obreros y soldados”; y la tercera referencia de este tipo se encuentra bajo la forma de una pregunta: “Kautsky revela una ‘veneración supersticiosa’ de los ‘ministerios’, pero ¿por qué estos ministerios no han de poder sustituirse, supongamos, por comisiones de especialistas adjuntas a los Soviets soberanos y todopoderosos de diputados obreros y soldados?”.

Debe notarse, sin embargo, que los Soviets son “soberanos y todopoderosos” en relación con las “comisiones” de las cuales habla Lenin. En relación con sus electores, los diputados están por supuesto sujetos a la posibilidad de ser revocados en cualquier momento: la “representación” debe ser aquí concebida como si operara en el marco de los estrechos límites determinados por el gobierno popular.

El “Estado” del que habla Lenin en El Estado y la revolución es por lo tanto uno en el cual el ejército permanente ha dejado de existir; en el cual lo que queda de la burocracia ha sido completamente subordinado a los obreros armados; y en el cual los representantes de estos obreros armados están subordinados a ellos de una forma similar. Es este “modelo” el que parecería justificar la afirmación, anticipada más arriba, según la cual el “Estado” que expresa la dictadura del proletariado se encuentra, desde el día siguiente a la revolución, en una etapa de descomposición avanzada.

Los problemas que esto plantea son numerosos; y el hecho de que sean ignorados por completo en El Estado y la revolución no puede dejar de ser notado en una apreciación realista de esta obra.

El primero de estos problemas es el de la mediación política del poder revolucionario. Con esto me refiero a que la dictadura del proletariado es obviamente inconcebible sin al menos algún grado de articulación política y liderazgo, lo cual implica organización política. Pero lo que es extraordinario, considerando el pensamiento de Lenin en su totalidad, es que el elemento político que en general ocupa un lugar crucial en él, a saber, el partido, reciba tan escasa atención en El Estado y la revolución.

“El elemento político que en general ocupa un lugar crucial en el pensamiento de Lenin, a saber, el partido, recibe escasa atención en El Estado y la revolución.”

Hay tres referencias al partido en la obra, dos de las cuales no tienen relación directa con el tema de la dictadura del proletariado. Una de estas es una indicación incidental concerniente a la necesidad del partido de comprometerse en la lucha “contra el opio religioso que embrutece al pueblo”; la segunda, igualmente incidental, dice que “cuando revisemos el programa de nuestro Partido, deberemos tomar en consideración, sin falta, el consejo de Engels y Marx, para acercarnos más a la verdad, para restaurar el marxismo, purificándolo de tergiversaciones, para orientar más certeramente la lucha de la clase obrera por su liberación”. La tercera referencia, la más importante, es la siguiente: “Educando al Partido obrero, el marxismo educa a la vanguardia del proletariado, vanguardia capaz de tomar el poder y de conducir a todo el pueblo al socialismo, de dirigir y organizar el nuevo régimen, de ser el maestro, el dirigente, el jefe de todos los trabajadores y explotados en la obra de construir su propia vida social sin burguesía y contra la burguesía”

No está del todo claro en este pasaje si se trata del proletariado que es capaz de asumir el poder, liderar, dirigir, organizar, etc.; o si se trata de la vanguardia del proletariado, i.e. el partido de los trabajadores, al que se hace referencia. Ambas interpretaciones son posibles.

En el primer caso, la cuestión del liderazgo político queda por completo en suspenso. Debe recordarse que fue dejada en este estado también por Marx en sus consideraciones sobre la Comuna de París y sobre la dictadura del proletariado. Pero, me parece a mí, no es algo que pueda ser dejado en suspenso en la discusión sobre el gobierno revolucionario (salvo en los términos que propone una teoría de la espontaneidad, que constituye una evasión del problema más que una resolución).

Por otro lado, la segunda interpretación, que encaja mejor con todo lo que sabemos acerca de la valoración que hace Lenin de la importancia del partido, solo sirve para plantear la cuestión sin afrontarla. Esa cuestión es por supuesto absolutamente fundamental para definir el sentido del concepto de dictadura del proletariado: ¿cuál es la relación entre el proletariado cuya dictadura se supone que establezca la revolución, y el partido que educa, lidera, dirige, organiza, etc.?

Es solo sobre la base del supuesto de una relación orgánica, simbiótica, entre ambos, que la cuestión desaparece por completo; pero mientras que una relación de este tipo puede haber existido entre el Partido bolchevique y el proletariado ruso en los meses que precedieron a la Revolución de octubre, i.e. cuando Lenin escribió El Estado y la revolución, el supuesto de que este tipo de relación puede ser tomado como un hecho automático y permanente pertenece a la retórica del poder, no a su realidad.

Sea que se trate, en el pasaje citado arriba, del partido o del proletariado como de aquel que está designado para conducir a todo el pueblo al socialismo, lo cierto es que Lenin reivindicó el rol central del primero una vez que los bolcheviques habían tomado el poder. En efecto, en 1919 reivindicaba su dirección política exclusiva: “¡Sí, dictadura de un partido! Nos asentamos en ella y no podemos abandonar este terreno, porque este partido ha conquistado a lo largo de decenios la situación de vanguardia de todo el proletariado fabril e industrial.” De hecho, “la dictadura de la clase obrera es puesta en práctica por el partido de los bolcheviques, el cual desde 1905 o antes se ha unido con todo el proletariado revolucionario.”

Más adelante, tal como nota a su vez E. H. Carr, Lenin describe el intento de distinguir entre la dictadura de la clase y la dictadura del partido como la prueba de una “confusión del pensamiento increíble e inextricable”; y en 1921 afirmaba sin rodeos contra las críticas de la Oposición obrera que “la dictadura del proletariado sólo es posible a través del Partido comunista”.

“¿Cuál es la relación entre el proletariado cuya dictadura se supone que establezca la revolución, y el partido que educa, lidera, dirige, organiza, etc.?”

Este bien puede haber sido el caso, pero debe ser obvio que se trata de un “modelo” de ejercicio del poder revolucionario completamente diferente de aquel que es presentado en El Estado y la revolución, y que transforma radicalmente el sentido que debe atribuirse a la “dictadura del proletariado”. En el mejor de los casos, esto plantea de la forma más nítida posible la cuestión de la relación entre el partido gobernante y el proletariado. Ni siquiera es el partido lo que está en cuestión aquí, sino más bien la dirección del partido, de acuerdo con la magnífica dinámica que Trotsky esbozó proféticamente luego de la ruptura de la Socialdemocracia rusa entre bolcheviques y mencheviques, a saber, que “la organización del partido [el caucus] primero sustituye al partido como un todo; luego el Comité Central sustituye a la organización; y finalmente un único “dictador” sustituye al Comité Central…”

Por un tiempo luego de la revolución, Lenin fue capaz de creer y afirmar que no había conflicto entre la dictadura del proletariado y la dictadura del partido; y Stalin iba a hacer de esa afirmación la base y legitimación de su propio gobierno total. En el caso de Lenin, muy pocas cosas son una medida tan significativa de su grandeza como el hecho de que, aun en el poder, terminaría por cuestionar esa identificación, y por obsesionarse con el pensamiento de que no podía simplemente considerársela como algo garantizado. Podría haber intentado en cambio, como lo hicieron sus sucesores, ocultarse a sí mismo la magnitud del abismo existente entre la consigna y la realidad: que no lo haya hecho y que haya muerto como un hombre profundamente preocupado no es una parte menor de su legado, a pesar de que no sea la parte de este legado que suele ser evocada, ni mucho menos celebrada, en el país de la revolución bolchevique.

Por supuesto que es muy tentador atribuir la transformación de la dictadura del proletariado – tal como es presentada en El Estado y la revolución– en la dictadura del partido, o más bien de sus líderes, a las circunstancias particulares de Rusia luego de 1917 (el atraso, la guerra civil, la intervención extranjera, la devastación, la gran miseria, la desafección popular y el fracaso de los otros países en acatar el imperativo de la revolución).

La tentación, creo yo, debe ser resistida. Por supuesto, las circunstancias adversas con las cuales debieron lidiar los bolcheviques eran suficientemente opresivas y reales. Pero yo argumentaría que estas circunstancias solo agravaron, sin dudas de una manera extrema, un problema que en cualquier caso es inherente al concepto de dictadura del proletariado.

El problema surge porque esta dictadura, incluso en las circunstancias más favorables, es irrealizable sin una mediación política; y porque la introducción necesaria de la noción de mediación política en el “modelo” afecta considerablemente, cuando menos, el carácter de este último. Este es particularmente el caso si la mediación política es concebida en términos de un gobierno de partido único. Dado que este gobierno, incluso si el “centralismo democrático” se aplica de una forma tan flexible como nunca ha existido, hace mucho más difícil, y puede impedir, la institucionalización de lo que vagamente podría denominarse como pluralismo socialista.

Este es excepcionalmente difícil de alcanzar e incluso sea tal vez imposible en la mayoría de las situaciones revolucionarias. Pero debe reconocerse también que, a menos que se estipulen de manera adecuada canales alternativosde expresión y articulación política, excluidos por definición del concepto de gobierno de partido único, cualquier discurso sobre la democracia socialista es pura cháchara.

El gobierno de partido único postula una voluntad proletaria revolucionaria sin divisiones, de la cual es expresión natural. Pero este no es un postulado racional sobre el cual asentar la “dictadura del proletariado”: en ninguna sociedad, sin importar cómo se haya constituido, existe una voluntad popular única e indivisible. Este es precisamente el motivo por el cual surge el problema de la mediación política. No debe pensarse que se trata de un problema insuperable. Pero su resolución requiere, para comenzar, que sea al menos reconocido.

La cuestión del partido, sin embargo, nos lleva de vuelta a la cuestión del Estado. Cuando Lenin dijo, en el caso de Rusia, que la dictadura del proletariado solo era a través del Partido comunista, lo que suponía al mismo tiempo era que el partido debe infundir su voluntad y asegurar su dominación sobre las instituciones que, en El Estado y la revolución, habían sido designadas como representantes de los obreros armados.

En 1921 notó que “como partido gobernante, no podíamos menos de fundir las ‘altas esferas’ del Partido con las de los Soviets –están fundidas y lo seguirán estando–”; y en uno de sus últimos artículos en Pravda, escrito a comienzos de 1923, también sugería que “la flexible unión de los organismos del Soviet con los del Partido [que fue] una fuente de extraordinaria fuerza (…) en nuestra política exterior (…) será, por lo menos, tan conveniente (y yo creo que lo será mucho más) para toda nuestra administración pública”.

“En ninguna sociedad, sin importar cómo se haya constituido, existe una voluntad popular única e indivisible.”

Pero esto significa que si el partido debe ser fuerte, también debe serlo el Estado que le sirve como órgano de gobierno. Y de hecho, tan pronto como en marzo de 1918, Lenin estaba diciendo que “en este momento nosotros estamos absolutamente por el Estado”. Y respondía a la cuestión que él mismo había planteado: “¿Cuándo empezará a extinguirse el Estado? Tendremos tiempo de reunir más de dos congresos antes de poder decir: miren cómo se está extinguiendo nuestro Estado. Hoy por hoy es demasiado temprano. Proclamar prematuramente la extinción del Estado, significaría alterar la perspectiva histórica”.

 

Lenin y Trotsky celebran el segundo aniversario de la Revolución de Octubre en Moscú. Wikimedia Commons

Hay un sentido en el cual esto es perfectamente consistente con El Estado y la revolución; y hay otro sentido, más importante, en el cual no lo es. Es consistente en el sentido de que Lenin siempre previó que existiría un poder fuerte luego de que la revolución hubiera triunfado. Pero es inconsistente en el sentido de que también, en El Estado y la revolución, previó que este poder sería ejercido, no por el Estado tal como se lo concibe comúnmente, sino por un “Estado” de obreros armados. Lo cierto es que el Estado del cual estaba hablando luego de la revolución no era el Estado del cual estaba hablando cuando escribió El Estado y la revolución.

Aquí también creo que atribuir simplemente la inconsistencia a las condiciones particulares que enfrentaron los bolcheviques en Rusia es insuficiente. Puesto que me parece que el tipo de gobierno popular total pero sin mediaciones que Lenin describe en su obra pertenece de hecho, cualesquiera que sean las circunstancias en las cuales ocurra una revolución, a un futuro bastante distante, en el cual, tal como Lenin afirma, “desaparecerá toda necesidad de violencia sobre los hombres en general, toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se habituarán a observar las reglas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación”. Hasta ese momento el Estado seguirá existiendo, pero probablemente no se trate del tipo de Estado del cual habla Lenin en El Estado y la revolución: se trata de un Estado cuya mención no necesita ir entrecomillada.

En el tratamiento que Lenin hace del asunto, al menos en El Estado y la revolución, dos “modelos” de Estado son contrapuestos de la manera más nítida posible: o bien existe el “viejo Estado”, con su aparato represivo, militar y burocrático, i.e. el Estado burgués; o bien existe un tipo de Estado “transicional” de la dictadura del proletariado que, tal como he argumentado, es apenas un Estado en absoluto. Pero si, tal como yo lo creo, este último tipo de “Estado” representa, el día siguiente a la revolución y por un largo tiempo después, un atajo que la vida real no permite, entonces las formulaciones de Lenin sirven para evadir más que para ocuparse de la cuestión fundamental, que está en el centro del proyecto socialista, a saber, el tipo de Estado, sin comillas, que es congruente con el ejercicio del poder socialista.

A este respecto debe decirse que el legado de Marx y Engels es todavía más incierto que lo que Lenin admite. Ambos consideraban sin dudas que una de las tareas fundamentales, en efecto, que la tarea fundamental de la revolución proletaria es “destruir” el viejo Estado; y también es absolutamente cierto que Marx dijo acerca de la Comuna de París que era la “forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo”. Pero no es irrelevante notar que, diez años después de la comuna, Marx también escribió que “además del hecho de que se trató simplemente del levantamiento de una ciudad bajo condiciones excepcionales, la mayoría de la comuna no era de ninguna manera socialista, ni podría haberlo sido.”

También es cierto que Marx nunca describió a la comuna como la dictadura del proletariado. Fue Engels quien lo hizo, en la “Introducción de 1891” a La guerra civil en Francia:

Últimamente, las palabras “dictadura del proletariado” han vuelto a sumir en santo horror al filisteo socialdemócrata. Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!

Pero en el mismo año, 1891, Engels también dijo en su “Contribución a la crítica del proyecto de programa socialdemócrata de 1891”, hablando del Partido socialdemócrata alemán, que “está absolutamente fuera de duda que nuestro partido y la clase obrera solo pueden llegar a la dominación bajo la forma de la república democrática. Esta última es incluso la forma específica de la dictadura del proletariado, como lo ha mostrado ya la Gran Revolución francesa”

Comentando esto, Lenin afirma que “Engels repitió aquí de una manera particularmente impactante la idea fundamental que se encuentra a lo largo de las obras de Marx, a saber, que la república democrática es el acceso más próximo a la dictadura del proletariado.” Pero el “acceso más próximo” no es “la forma específica”; y puede dudarse de que la noción de la república democrática como el acceso más próximo a la dictadura del proletariado sea una idea fundamental que recorre todas las obras de Marx. En el prefacio a La guerra civil en Francia, Engels también dijo del Estado que

en el mejor de los casos, es un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase. El proletariado victorioso, lo mismo que hizo la Comuna, no podrá por menos de amputarinmediatamente los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.

Es sobre la base de estos pasajes que el dirigente menchevique, Julius Martov, siguiendo a Kautsky, escribió luego de la revolución bolchevique que al hablar de la dictadura del proletariado, Engels no usa el término para “indicar una forma de gobierno, sino para designar la estructura social del poder del Estado.”

Desde mi punto de vista, esta es una malinterpretación de Engels, y también de Marx. Puesto que ambos ciertamente pensaban que la dictadura del proletariado implicaba no solamente “la estructura social del poder del Estado” sino también y bastante enfáticamente “una forma de gobierno”; y Lenin está mucho más cerca de ellos cuando habla en El Estado y la revolución del “cambio gigantesco de unas instituciones por otras de un tipo distinto por principio”.

Sin embargo, la cuestión es que, incluso teniendo plenamente en cuenta lo que Marx y Engels tienen para decir acerca de la comuna, ambos dejaron en suspenso la definición de estas instituciones de un tipo distinto por principio para que sea elaborada por generaciones posteriores; y, más allá de El Estado y la revolución, lo mismo hizo Lenin.

De todas formas, esto no le quita importancia a su obra. A pesar de todas las cuestiones que deja irresueltas, es portadora de un mensaje cuya importancia el paso del tiempo solo ha venido a acentuar: que el proyecto socialista es un proyecto anti-burocrático, y que en su centro se encuentra la concepción de una sociedad en la cual

por primera vez en la historia de las sociedades civilizadas la masa de la población se eleva para intervenir por cuenta propia no sólo en votaciones y en elecciones, sino también en la labor diaria de la administración.

Esta era también la concepción de Marx; y uno de los méritos históricos de El Estado y la revolución es haber devuelto esta concepción a la posición que merece en la agenda socialista. Su segundo mérito histórico es haber insistido en que esto no debe convertirse en una esperanza que titila en la distancia, y que podría ser ignorada prudentemente en el presente; sino que su actualización debe ser considerada como una de las partes fundamentales de la teoría y de la práctica revolucionaria.

He argumentado aquí que Lenin sobreestimó enormemente en El Estado y la revolución qué tanto podría forzarse al Estado a “extinguirse” en cualquier situación post-revolucionaria concebible. Pero bien podría ser que la integración de esta sobrestimación al pensamiento socialista sea la condición necesaria para trascender la “practicidad” burocrática que ha infectado tan profundamente la experiencia socialista del último medio siglo.

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