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El presidente peruano Pedro Castillo llega para dirigirse a la reunión anual de la 76ª sesión de la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York el 21 de septiembre (Mary Altaffer - Pool/Getty Images).

Pedro Castillo en el filo de la navaja

Hoy, 4 de noviembre, el Congreso del Perú deberá decidir si otorga o no el voto de confianza al nuevo gabinete de Pedro Castillo. Es un momento decisivo para un Perú que vive cambios tanto históricos como inciertos.

Hoy, 4 de noviembre, coincidiendo con el aniversario del levantamiento de Túpac Amaru II, el Congreso del Perú deberá decidir si otorga o no el voto de confianza al gabinete encabezado por Mirtha Vásquez, del gobierno de Pedro Castillo.

El bloque de la derecha extrema ya anunció que votará en contra, lo cual es lógico.

Lo que no resulta tan lógico es el anuncio de Perú Libre –el partido que llevó al poder al propio presidente– de hacer lo mismo. Una reacción «en caliente» a la destitución de su congresista Guido Bellido como presidente del Consejo de Ministros, todavía falta ver si la decisión de Perú Libre será revertida. Pero, puesto que el secretario general de Perú Libre Vladimir Cerrón insistía ya el 30 de octubre en negarle la confianza al gabinete de Vásquez –según él, «toda crisis es una oportunidad»–, el pronóstico sigue pesimista.

Los resultados electorales de abril y junio

El primer malentendido de la izquierda peruana tiene que ver con la lectura de los resultados de las últimas elecciones. Se equivocan quienes atribuyen al «programa revolucionario» de Perú Libre (frente al «programa reformista» de Verónika Mendoza) el 19% obtenido en las elecciones generales. Sin duda Pedro Castillo supo conectar con las poblaciones rurales centro y sur andinas (que fueron las que lo catapultaron al primer lugar). Pero ello fue más atribuible a la imagen que a lo discursivo, y a que Castillo supo llevar adelante una campaña más audaz y aguerrida –pueblo por pueblo, puerta por puerta– que la de Mendoza.

Castillo, el maestro-campesino-sindicalista, canalizó un descontento popular provinciano contra el centralismo, la pobreza y el abandono, agravados por la crisis de la pandemia. Pero también  estos sectores se sintieron más cercanos a su visión conservadora sobre temas que Verónika Mendoza había levantado de la agenda de derechos, como el del aborto, el matrimonio igualitario y otros.

Lo que es más serio: se pierde de vista que Castillo ganó la segunda vuelta ajustadamente, teniendo como eje principal de polarización el rechazo a Keiko Fujimori. Buena parte de esos votantes (quienes incluso hicieron campaña) fueron esos «caviares» que los «radicales» de Perú Libre desprecian. Y esos votos (40 000 fue el escaso margen de diferencia entre Fujimori y él) hicieron que Pedro Castillo fuera ungido presidente.

Se olvida que en la batalla estratégica por defender el resultado hubo apoyos inesperados, pero decisivos, como el del Departamento de Estado de los EE. UU. (y su instrumento político, la OEA de Almagro), así como el de la Unión Europea. Esta «ayuda», que nunca es imparcial ni desinteresada, fue fundamental para hacer comprender al fujimorismo y sus aliados (reales y potenciales, dentro y fuera del aparato estatal) que habían perdido la contienda. Es importante recalcarlo para quienes simplifican la complejidad.

Entre el Pedro Castillo «candidato chico» de la primera vuelta y el que tuvo que disputar la segunda vuelta se produjo una mutación inevitable. El discurso radical –e improvisado– que le hizo obtener el 19 % en la primera vuelta no le servía para la segunda. Primero porque había perdido el factor sorpresa que le permitió pasar inadvertido, mientras las baterías se enfilaban contra Verónika Mendoza; segundo, porque en una elección entre dos candidatos afloran de manera más notoria las virtudes y defectos de cada quien; y, tercero, porque necesitaba ganar los votos de un electorado que no lo apoyó al principio (sea porque no lo conocía, sea porque no le convencía), y tenía que hacerlo en medio de una feroz ofensiva mediática.

La izquierda a gobernar

El Pedro Castillo presidente afronta una responsabilidad enorme y está sujeto a las más diversas presiones e influencias. Su primer desafío es demostrar que la izquierda puede hacer un gobierno honesto y eficiente, capaz de afrontar los problemas dramáticamente urgentes: la vacunación, la reactivación económica y la generación de empleo, la reforma tributaria, la recuperación del gas. Estos temas son la agenda impostergable desde el 28 de julio en que asumió el mandato. La Asamblea Constituyente tiene otro ritmo y debe trabajarse desde abajo, desde la sociedad y no desde el Estado, entre otras cosas porque es la derecha la que tiene la mayoría parlamentaria –amén de la fuerza mediática, económica– y controla la mayoría de los aparatos de poder, institucionales o no.

Pedro Castillo proviene del mundo campesino. Es un maestro rural, representante de los trabajadores de la educación, un hijo del pueblo con todas las potencialidades –y limitaciones—que ello supone.  Ha tenido la audacia y el coraje de lanzarse a la batalla, pero no es un ideólogo, un estratega ni un gran comunicador. Se ha visto encumbrado a las posiciones de poder en gran medida por el alineamiento de las circunstancias, pero precisamente por ello es que no se le debería dejar abandonado en la jungla a merced de las fieras.

La izquierda entera, incluido Perú Libre, que fue quien lo llevó como su candidato, tiene la responsabilidad política de sostenerlo, apoyarlo y abrirle horizontes, de manera crítica, en unidad y lucha si hubiese diferencias; pero en modo alguno puede abdicarse a seguir siendo parte del espectro de fuerzas antineoliberales, democráticas, progresistas y de izquierdas que llevaron a Castillo al Palacio de Gobierno.

Castillo empezó a gobernar en medio de una feroz ofensiva mediática y en un clima de incertidumbre que llevó a los empresarios a refugiarse en el dólar (un mecanismo de presión que provoca su disparada). Han intentado alentar el caos y el desgobierno, con el descarado propósito de la extrema derecha de precipitar la vacancia presidencial a la primera oportunidad.

El primer gabinete, con Guido Bellido al frente, introdujo las provincias al gobierno y eso fue un viento nuevo. Su presentación en el parlamento y su speech en quechua fueron una maniobra táctica de gran factura. El problema es que la mejor táctica se diluye si no hay claridad estratégica (que Héctor Béjar fuera «renunciado» a las tres semanas de haber asumido la Cancillería y nombrado en su lugar a Maúrtua, da idea de la falta de rumbo). Si hay una palabra que resume los inicios del gobierno de Pedro Castillo es «improvisación». El gobierno les cayó, como reconoce con honestidad Vladimir Cerrón en su texto del 30 de octubre, por azar, y, evidentemente no estaban preparados para semejante reto.

El cambio de gabinete

Para quienes estamos distantes de las alturas del poder es difícil saber los términos en que se pactó la alianza entre Pedro Castillo (y su grupo de profesores radicales) y Perú Libre. Pero no había que ser muy zahorí para darse cuenta que la relación entre ambos no sería fácil, que se requeriría mucho tacto y sentido estratégico para que hubiera una inteligencia común de largo plazo, que resistiera los eventuales desacuerdos, que inevitablemente surgen en los contextos políticos complejos más aún cuando su pacto electoral era un compromiso de última hora.

También sería necesaria mucha firmeza y mucho equilibrio para resistir la presión que venía desde los medios de comunicación, cuya estrategia era demonizar a Cerrón y presentar a Castillo como su marioneta, creando las condiciones para la vacancia presidencial, es decir, el golpe de estado blando desde el parlamento.

Esto se veía facilitado por el afán protagónico del líder de Perú Libre, quien desde su cuenta de Twitter dictaba la línea al presidente de la República, sin considerar que cuanto más agrandaba su imagen, más se encogía Pedro Castillo en su sombrero. Esto no podía sino envenenar la relación y abría el espacio para que otros personajes comenzaran a influir en el ánimo y el rumbo presidencial. Tampoco ayudó que el premier Guido Bellido, cuadro de Perú Libre, tuviera desacuerdos abiertos con el presidente.

Entonces la crisis estalló y Pedro Castillo decidió reestructurar su gabinete prescindiendo de su principal aliado, en una movida arriesgada que desguarnece su soporte parlamentario y muestra desorden y una fractura profunda en el bloque político que llegó al gobierno.

Sin duda que el perfil del nuevo gabinete no es el mismo, pero el gobierno de Pedro Castillo y el gabinete de Mirtha Vásquez sigue siendo popular y de izquierdas, una apuesta por el cambio. Mirtha Vásquez puede parecer moderada, pero, si en nombre de la «radicalidad» y de la «consecuencia» se lanzan misiles contra Castillo, a la par que se anuncia que se votará en contra de la confianza del gabinete Vásquez, se estará pavimentando el camino de la vacancia, que es el objetivo proclamado abiertamente por la derecha extrema.

La trayectoria política de la nueva premier hace que no esperemos audacia, empuje y vocación de confrontación con el status quo. Pero si es capaz de liderar un gobierno que combata el poder de las mafias dentro y fuera de la administración pública, si asume un talante de diálogo y apertura a las organizaciones sociales y sus reivindicaciones, si impulsa una recuperación del sentido de lo público y el bien común frente al desenfreno privatista, si logra la reforma tributaria y la recuperación del gas de Camisea para los peruanos, habrá logrado mucho.

Empezar a hacer historia

Perú se encuentra en uno de esos momentos históricos en que estrategia y táctica tienden a fusionarse: nunca antes la izquierda fue gobierno y nunca antes la crisis política creó tales fracturas en la clase dominante como para permitir que se filtrara una alternativa popular. La izquierda en el gobierno tiene que recorrer un complejo y peligroso camino para que se convierta en la izquierda en el poder. Ese avance no será producto de acomodos o cubileteos en las alturas, sino del despliegue de conciencia, organización y movilización de los de abajo.

Pedirle a un gobierno cercado y jaqueado que resuelva todos los temas de la agenda nacional de una vez por todas es absurdo. De lo que se trata es de generar dinámicas que empujen desde abajo el proceso político. En lo posible con el gobierno, o, de ser necesario, a pesar de él.

Recién se empieza a salir de la larga noche de la total hegemonía neoliberal, que no fue solamente económica, sino también ideológica y cultural, y que estuvo asociada al proyecto contrainsurgente de Alberto Fujimori. Estamos ante el enorme desafío de construir nuevos consensos, de establecer una nueva hegemonía (tal como la entendía Gramsci, de superioridad intelectual y moral), derrotando los propósitos golpistas desatados.

La política estratégica no puede ser autorreferencial, tiene que considerar cómo actúan todas las fuerzas de la sociedad y, a partir de ello, construir el más amplio bloque nacional popular, aislando y derrotando a los fachos que están desaforados y rabiosos.

Socavar a este gobierno—precario y con enemigos de sobra—con la idea de que toda crisis es oportunidad es desear un terremoto grado 9, con la ilusión de que, sobre los escombros, podría construirse una mejor ciudad.

Recobrar la sensatez en medio de las pasiones desatadas será signo de madurez y responsabilidad ante la historia.

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