Arahuacos hombres y mujeres, desnudos, con sus pieles leonadas y completamente asombrados, salieron de sus aldeas hacia las playas de la isla y nadaron contra el mar para mirar de cerca esa embarcación, tan enorme y extraña a la vez. Cuando Colón y sus marineros orillaron con sus espadas, los arahuacos corrieron a saludarlos y los agasajaron con comida, agua y regalos. Poco tiempo después, el navegante escribió en su diario:
[N]os traían papagayos e hilo de algodón en ovillos y azagayas y otras cosas muchas, y nos las trocaban por otras cosas que nos les dábamos, como cuentecillas de vidrio y cascabeles. En fin, todo tomaban y daban de aquello que tenían de buena voluntad. […] Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. Deben ser buenos servidores […] con cincuenta hombres los tendrán todos sojuzgados y les harán hacer todo lo que quisieren.
Estos arahuacos de las Islas Bahamas se parecían bastante a los indios del continente, pues se destacaban —los observadores europeos no se cansaban de repetirlo— por su hospitalidad y su disposición a compartir. Esos rasgos no sobraban en la Europa del Renacimiento, dominada como estaba por la religión de los papas, el gobierno de los reyes y la locura dineraria que definió a la civilización occidental y a su primer mensajero en las Américas, Cristóbal Colón.
La pregunta que movía a Colón era clara y sencilla: ¿Dónde está el oro? Había persuadido al rey y a la reina de España de financiar una expedición a tierras lejanas bajo el supuesto de que encontraría grandes tesoros del otro lado del atlántico: traería oro y especias de la India y de Asia. Al igual que otra gente culta de su tiempo, sabía que el mundo era redondo y que navegando hacia el oeste llegaría al lejano este.
La unificación de España era reciente: el país se había convertido en un nuevo Estado nación, como Francia, Inglaterra y Portugal. Su pueblo, compuesto fundamentalmente de campesinos pobres, trabajaba para la nobleza, que representaba el 2% de la población y poseía el 95% de la tierra. Como otros Estados del mundo moderno, España estaba en busca de oro, esa nueva insignia de la riqueza, mucho más útil que la tierra, pues permitía comprar cualquier cosa.
Había oro en Asia, pensaban, y también seda y especias. No hacía tanto tiempo, Marco Polo y otros habían traído al continente cosas maravillosas. Ahora que los Turcos habían conquistado Constantinopla y las regiones orientales del Mediterráneo, los caminos que pasaban por Asia estaban bajo su control y era necesario encontrar rutas marítimas. Los portugueses habían llegado al extremo sur de África. Entonces, España decidió jugársela en un largo paseo sobre un océano desconocido.
A cambio de traer oro y especias, los reyes católicos prometieron premiar a Colón con el 10% de las ganancias, el gobierno de las tierras descubiertas y la fama que acompañaría su nuevo título: Almirante de la Mar Océana. Colón era un comerciante de la ciudad italiana de Génova, tejedor de medio tiempo —hijo de un maestro en el oficio— y experto marinero. Zarpó con tres carabelas, entre las que destacaba por su tamaño la Santa María, de casi treinta metros y con una tripulación de treintainueve miembros.
Colón nunca hubiese llegado a Asia, situada muchos kilómetros más lejos de lo que indicaban sus cálculos, fundados en el imaginario de un mundo pequeño. La amplitud de los mares lo hubiese condenado a la muerte. Pero tuvo suerte. A un cuarto de camino se topó con una tierra inexplorada y desconocida, que separaba a Europa de Asia: las Américas. Fue durante la primera mitad de octubre de 1492, treintaitrés días después de que Colón y sus marineros hubieron abandonado las Canarias, archipiélago situado en la costa atlántica de África. Entonces vieron ramas y palos que flotaban en el agua. Vieron bandadas de pájaros.
Eran signos de que estaban acercándose a tierra. El 12 de octubre, un marinero llamado Rodrigo contempló el brillo de la luna mañanera sobre las arenas blancas, y lloró. Era una de las islas caribeñas de las Bahamas. Se suponía que el primer hombre que avistara tierra obtendría una pensión anual vitalicia de 10 000 maravedís, pero Rodrigo nunca cobró. Colón juró que había visto una luz la noche anterior. Así obtuvo la recompensa.
Fue en ese momento, cuando se acercaban a la costa, que los indios arahuacos nadaron a saludarlos. Los nativos vivían en aldeas comunales y contaban con una agricultura bastante desarrollada de maíz, batata y mandioca. Sabían hilar y tejer, pero no tenían caballos ni animales de trabajo. Aunque no tenían hierro, de sus orejas colgaban pequeños adornos de oro.
Las consecuencias del detalle fueron terribles: luego de secuestrar a algunos habitantes, Colón los torturó para que lo condujeran hacia la fuente del oro. Navegó hasta la actual Cuba y luego hasta La Española (hoy dividida entre Haití y República Dominicana). Allí, las diminutas partículas de oro que brillaban en los ríos y una máscara del mismo metal, que el jefe de una tribu puso ante los ojos de Colón, generaron la visión delirante de inagotables campos auríferos.
En su informe a la Corte de Madrid, Colón exageraba. Insistía en que había desembarcado en Asia —estaba en Cuba— y en una isla en la costa de China (La Española). Sus descripciones eran en parte verdad y en parte ficción:
La Española es maravilla: las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar […]. [H]ay muchas especierías y grandes minas de oro y de otros metales.
Los indios, informaba Colón, «son tanto sin engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creería sino el que lo viese. Ellos de cosa que tengan, pidiéndosela, jamás dicen que no, antes convidan a la persona con ello […]. Concluía su informe con un pequeño pedido a su Majestad, a cambio del cual «yo les daré oro cuanto hubieren menester […] y esclavos cuantos mandaren cargar […]».
Las promesas y los informes de Colón lograron que su segunda expedición contara con diecisiete barcos y más de doscientos hombres. El objetivo estaba claro: esclavos y oro. Desde su base haitiana, Colón empezó a enviar a una expedición tras otra hacia el interior. No encontraron campos de oro, pero aun así tenían que llenar los barcos que volvían a España con algún tipo de dividendo.
En 1495 acometieron una redada esclavista: rodearon a 1500 arahuacos —hombres, mujeres y niños—, los metieron en jaulas vigiladas por españoles y perros y eligieron a los 500 mejores especímenes para subirlos a bordo. De esos 500, 200 murieron en el viaje.
Fueron muchos los que murieron en cautiverio. Entonces Colón, desesperado por devolver los dividendos anticipados, tuvo que honrar su promesa de llenar los barcos de oro. En la provincia haitiana de Cicao, donde el conquistador y sus hombres pretendían encontrar los campos auríferos, ordenaron que todas las personas mayores de 14 años recolectaran cada tres meses una cierta cantidad del metal precioso. Cuando cumplían la directiva, los colonizadores colocaban un identificador de cobre alrededor de sus cuellos. A los indios que no tenían el cobre, les amputaban las manos y los dejaban morir desangrados.
La tarea que los colonizadores imponían a los indios era imposible. El único oro que había alrededor era el polvo que surcaba la corriente de los ríos. Entonces los nativos intentaron huir, pero fueron cazados por los perros y asesinados. Cuando se hizo evidente que no había más oro, los indios fueron sometidos al trabajo esclavo en el marco de grandes Estados, conocidos más tarde como encomiendas. Se los forzaba a trabajar a un ritmo insoportable y morían de a miles. En 1515 quedaban, con suerte, 50 000 indios. En 1550 quedaban 500. Un informe de 1650 muestra que no quedaba en la isla ni un solo arahuaco nativo. Tampoco habían sobrevivido sus descendientes.
La fuente principal —y, en muchos casos, la única— de información sobre lo que sucedió en las islas después de la llegada de Colón es Bartolomé de las Casas, quien, cuando era apenas un joven cura, participó de la conquista de Cuba. Durante un tiempo gobernó una plantación de indios esclavos, pero renunció y se convirtió en un crítico apasionado del maltrato español. Las Casas transcribió el diario de Colón y, cuando cumplió cincuenta años, empezó a escribir los múltiples tomos de su Historia de las Indias.
En el segundo, Las Casas, quien al principio había instado a reemplazar a los indios por esclavos negros, convencido de que eran más fuertes y sobrevivirían, pero luego terminó rindiéndose ante la evidencia de los efectos que provocaba la situación en los negros, narra el trato que recibían los nativos de parte de los españoles. Por ejemplo, pasado cierto tiempo, los españoles se negaban a realizar cualquier trecho caminando. Entonces, si estaban apurados, montaban las espaldas de los indios o las hamacas que ellos cargaban corriendo. También obligaban a los indios a cubrirlos del sol con grandes hojas y a abanicarlos con plumas de ganso.
El control total condujo a la crueldad total. Las Casas cuenta que los españoles no hacían otra cosa que apuñalar decenas de indios y cortarlos en pedacitos para probar el filo de sus espadas. Todos los intentos de defensa fracasaron. El cura informa que los indios sufrieron y murieron en las minas o realizando otros trabajos forzados, en un silencio desesperado, sin nadie a quien recurrir para pedir ayuda. Luego, describe el trabajo en las minas:
Enfermaban en las minas por las susodichas causas: no los curaban, sino dábanles un poco de cazabí y ajes, y enviábanlos a sus tierras a que se curasen, los cuales se iban cuanto más podían durar, y cuando el mal les crecía o la comida les faltaba, echábanse en un monte o arroyo donde se acababan; yo los vide algunas veces y digo verdad.
Ved el escarnio de las leyes, y cuán llenas de iniquidad. Otra ley hobo que mandó que ninguna mujer preñada, que pasase de cuatro meses la preñez, no la enviasen a las minas, ni a hacer montones, sino que las tuviesen los españoles en sus estancias y se sirviesen dellas en las cosas de por casa, que son de poco trabajo, así como hacer pan y guisar de comer y desherbar. Véase qué crueldad e inhumanidad, que hasta cuatro meses pudiese trabajar la mujer preñada en las minas y hacer montones, que son trabajos para gigantes, como queda declarado, y que hasta que eche la criatura sirva en casa de hacer pan, que es no chico, sino grande trabajo, y mayor el desherbar las labranzas.
Cuando llegó a La Española en 1508, Las Casas declaró que había 60 000 personas en la isla, contando a los indios, de donde es posible concluir que entre 1494 y 1508 habían muerto más de tres millones de personas a causa de la guerra, la esclavitud y las minas.
Lo mismo que hizo Colón con los arahuacos de las Bahamas, hicieron Cortés con los aztecas de México, Pizarro con los Incas del Perú y los colonos ingleses de Virginia y Mssachusetts con los powhatanos y los pequot. Usaron las mismas tácticas y por los mismos motivos: la locura del oro, típica de los primeros Estados capitalistas europeos, el hambre de esclavos y de materias primas, destinados a pagar a los bonistas y accionistas de las expediciones, a financiar a las burocracia monárquicas de Europa occidental, a acicatear la nueva economía dineraria que surgía de las ruinas del feudalismo, en fin, a participar de lo que Marx denominó acumulación originaria. Fueron los violentos inicios de un intricado sistema que supo combinar la tecnología, los negocios, la política y la cultura para garantizar su dominio mundial durante los cinco siglos siguientes.
¿Qué tan seguros estamos de que todo lo destruido era inferior? ¿Quiénes eran esas personas que salieron de la playa y nadaron con regalos para Colón y su tripulación y que invitaron a Cortés y a Pizarro a cabalgar en sus campos? ¿Qué sacó el pueblo español de todas las muertes y la crueldad provocadas contra los indios de las Américas? En su libro, Columbus: His Enterprise, Hans Koning sintetiza bien la respuesta esta última pregunta:
Pues todo el oro y la plata robados y enviados a España no enriquecieron al pueblo español. Solo sirvió para otorgarles una ventaja a sus reyes en el equilibrio de fuerzas de la época, es decir, representó una oportunidad de contratar más mercenarios para sus guerras. Pero, en cualquier caso, fueron guerras perdidas, y lo único que quedó fue una inflación monstruosa, una población hambrienta, ricos más ricos, pobres más pobres y una clase campesina arruinada.
Así comenzó la historia de la invasión europea a los asentamientos indígenas de las Américas.