El artículo que sigue es una adaptación de Overtime: Why We Need a Shorter Working Week, de Kyle Lewis y Will Stronge (Verso Books, septiembre de 2021)
La semana laboral de lunes a viernes que muchos de nosotros vemos como normal o natural es, en realidad, un logro social e histórico, y sigue estando distribuido de forma desigual: los trabajadores de muchas partes del mundo trabajan las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, a cambio de casi nada. Mientras tanto, el tiempo libre que se disfruta en gran parte del Norte Global es el resultado de las victorias conseguidas por los trabajadores en los siglos XIX y XX.
Fueron los albañiles australianos los primeros en conseguir la jornada de ocho horas en 1856. Mientras construían una Melbourne en constante expansión, James Stephens y sus colegas estaban hartos de las agotadoras jornadas de diez horas, por lo que en una reunión de compañeros de la construcción concluyeron que «ha llegado el momento de introducir el sistema de ocho horas en los oficios de la construcción».
Sin embargo, esta exigencia requirió algo más que simples palabras. El 21 de abril, Stephens y sus compañeros abandonaron el trabajo en la Universidad de Melbourne para marchar hasta el Hotel Belvedere, recogiendo a otros trabajadores de la construcción en el camino para unirse a su esfuerzo. Su demostración de fuerza terminó con un banquete en el propio hotel, donde los trabajadores manuales pudieron deleitarse con su posición colectiva. Tras meses de conversaciones con sus empleadores, su demanda fue satisfecha, como informó el Herald local:
[Los albañiles] han conseguido, al menos en todos los oficios de la construcción, imponer [la jornada de ocho horas] sin esfuerzo. Los empresarios se han visto obligados a ceder y sin lucha; aceptando, creemos, pagar la misma cantidad de salarios que antes por diez horas de trabajo.
La celebración de esta histórica victoria de los trabajadores –conocida inicialmente como la «Procesión de las Ocho Horas»– se conmemoró durante noventa y cinco años y acabó sincronizándose con las celebraciones internacionales del «Día del Trabajo» [Labor Day, en inglés].
El ejemplo de los albañiles –junto con otras muchas luchas por el tiempo de trabajo a lo largo de la historia– puede enseñarnos al menos dos cosas: en primer lugar, que nuestra libertad frente a las penurias del trabajo rara vez, o nunca, nos es dada; hay que exigirla y luchar por ella. En segundo lugar, sugiere que la reducción del tiempo de trabajo es una aspiración de los trabajadores en cualquier forma de empleo, en cualquier época del capitalismo.
Aquellos albañiles tenían claro entonces –como lo tenemos claro ahora– que poder relajarse, pasar tiempo con los seres queridos, dedicarse a una actividad autodirigida y liberarse de un jefe son partes esenciales de lo que significa ser humano. Al fin y al cabo, el tiempo es la vida.
El tiempo de trabajo sigue siendo el problema
Sin embargo, esta lucha por el tiempo que pasamos en el trabajo no es algo que haya quedado relegado al pasado. Una vez más, la lucha por una semana laboral más corta vuelve a estar en la agenda política.
Políticos de todo el Norte Global han reavivado el debate en los últimos años, entre ellos la congresista Alexandria Ocasio-Cortez en Estados Unidos, la primera ministra Sanna Marin en Finlandia, John McDonnell en el Reino Unido y la primera ministra Jacinda Ardern en Nueva Zelanda. Sindicatos como IG Metall [Industriegewerkschaft Metall, Sindicato Industrial de Trabajadores del Metal] en Alemania, el Sindicato de Trabajadores de la Comunicación en el Reino Unido y Fórsa, en Irlanda, estaban en plena campaña de reducción de horas antes de que la pandemia del COVID-19 provocara un desempleo masivo. Y desde entonces se han sumado al coro aún más sindicatos.
La semana laboral más corta ya no es una campaña marginal, sino un aspecto central de la renovación de la política socialista que ha tenido lugar en la última década.
El renovado impulso que experimentan actualmente las campañas a favor de una semana laboral más corta ha surgido en el contexto de un mercado laboral degradado. Si el «trabajo duro» en el puesto de trabajo garantizaba alguna vez una mejora de la situación, esto está ahora lejos de estar asegurado. En las últimas décadas, la proporción de la renta nacional que se destina a sueldos y salarios ha disminuido, mientras que la proporción que se destina al capital ha aumentado, lo que significa que la simple posesión de activos como acciones o viviendas es una vía más expedita para el éxito económico; «ganarse la vida» es un término anacrónico.
La investigación ha demostrado que, a lo largo del tiempo y en todo el mundo, una mayor proporción de capital (y una menor proporción de trabajo) está relacionada con una mayor desigualdad en términos de distribución de los ingresos personales. En el Reino Unido, alrededor del 12% de la población posee el 50% de la riqueza privada. No es de extrañar que algunos llamen a esta nueva economía «capitalismo rentista», en el que prosperan los que heredan la riqueza o simplemente poseen activos y en el que «el trabajo no es rentable» para la mayoría.
Los trabajadores también se ven perjudicados de forma más sutil. Hacen grandes cantidades de horas extra de trabajo no remuneradas, se desplazan durante más tiempo que hace diez años, ganan menos en términos reales que hace más de una década y sufren niveles notables de pobreza laboral. El número de empleos precarios –aquellos que no pueden garantizar un medio de vida seguro- ha aumentado bruscamente este siglo, con más de un millón de contratos de cero horas desplegados en 2017 y falsos «trabajos por cuenta propia» que arrebatan derechos básicos a los trabajadores.
Hay indicios de que la pandemia del COVID-19 no hará sino exacerbar este aumento del trabajo «no estándar». Deliveroo y Amazon –ambos notoriamente malos empleadores– han anunciado la creación de miles de nuevos puestos de trabajo, en parte como consecuencia del cierre de comercios minoristas y de alimentación en la calle. Además de la escasez de trabajo decente para algunos, hay una abundancia de agotamiento laboral para muchos otros. Según estadísticas del gobierno británico, más de la mitad de las ausencias por enfermedad en el Reino Unido se deben al estrés, la ansiedad o la depresión relacionados con el trabajo, siendo la carga de trabajo la razón número uno aducida para estas aflicciones.
Tradicionalmente, el papel de los trabajadores organizados ha sido evitar la degradación del trabajo y presionar por un mundo laboral mejor. No es casualidad que durante el periodo en el que se produjo una importante reducción del tiempo de trabajo –los años de entreguerras tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos– la afiliación a los sindicatos fuera elevada y sus cometidos fueran radicales.
Durante la década de 1980, hubo un proyecto político sostenido en gran parte del Norte Global para aplastar el poder colectivo de los trabajadores. A raíz de esto, el espacio en el que los trabajadores podían opinar sobre cómo se gestiona el mercado laboral, y en interés de quién, se ha reducido considerablemente. Una legislación laboral consecutiva y regresiva en el Reino Unido, como la Ley de Empleo (1980) y la Ley de Sindicatos (1984), así como la actual incapacidad para tomar medidas contra el falso autoempleo promulgado por plataformas como Uber y Deliveroo, han contribuido a neutralizar la reforma progresiva del mercado laboral, y han hecho que las demandas sindicales, antes tradicionales, de reducción del tiempo de trabajo se hayan alejado cada vez más de la agenda principal.
Se ha estimado que el Reino Unido es ahora el país con el segundo nivel más bajo de cobertura de la negociación colectiva en Europa. Hoy en día, la cobertura podría ser tan baja como el 20%, en comparación con más del 70% en las décadas de 1960 y 1970. Este declive se ha visto facilitado en gran parte por una política hostil: incluso Tony Blair comentó en una ocasión que la legislación británica sobre sindicatos es la «más restrictiva del mundo occidental».
En resumen, el trabajo moderno –en particular, pero no exclusivamente, en Estados Unidos y el Reino Unido– ha alcanzado nuevos mínimos en cuanto a las condiciones laborales, los tipos de puestos de trabajo disponibles y el poder de decisión que tienen los trabajadores en el lugar de trabajo. Tal vez, en este sentido, estemos de nuevo más cerca de La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Friedrich Engels, de 1845, una devastadora investigación sobre la pobreza extrema y las privaciones sociales que sufría la clase obrera en la Inglaterra victoriana, obra que fue trágicamente reflejada en 2018 por un informe de las Naciones Unidas que examinaba la pobreza extrema y los derechos humanos en el Reino Unido.
El autor del informe, el profesor Philip Alston, expuso la forma en que el mercado laboral, y el sistema de seguridad social que lo sustenta, han dado lugar a niveles extremos de pobreza y privación social:
14 millones de personas, una quinta parte de la población, viven en la pobreza. Cuatro millones de ellas están más del 50% por debajo del umbral de la pobreza, y 1,5 millones son indigentes, incapaces de permitirse lo esencial. El respetado Instituto de Estudios Fiscales prevé un aumento del 7% de la pobreza infantil entre 2015 y 2022, y varias fuentes predicen tasas de pobreza infantil de hasta el 40%. Que casi uno de cada dos niños sea pobre en la Gran Bretaña del siglo XXI no es solo una desgracia, sino una calamidad social y un desastre económico, todo en uno.
Muchas de las desgarradoras historias esbozadas en la descripción de Engels sobre la vida en la Gran Bretaña victoriana se reproducen en los relatos de Alston sobre el trabajo de salario mínimo y el «apoyo» de la asistencia social, personificado en el despliegue del pago de prestaciones del Crédito Universal. En lugar de aliviar la pobreza y proporcionar libertad y seguridad a sus ciudadanos, el trabajo en la Gran Bretaña del siglo XXI se define por contratos inseguros, vigilancia punitiva y un salario que no satisface las necesidades básicas de la vida:
Los bajos salarios, los trabajos inseguros y los contratos de cero horas significan que, incluso con un desempleo récord, todavía hay 14 millones de personas en la pobreza… Un párroco dijo: «La mayoría de las personas que utilizan nuestro banco de alimentos tienen trabajo (…) Las enfermeras y los profesores acceden a los bancos de alimentos».
En circunstancias como ésta, el exceso de trabajo se convierte en una condición necesaria para la supervivencia, ya que en el Reino Unido se trabaja el tercer número de horas más alto de Europa. Gran parte de nuestra devoción por el trabajo depende de una determinada norma cultural, y de una imaginación política restringida, según la cual el trabajo se considera no solo un bien en sí mismo, sino también una condición para la salud individual y el bienestar social. David Frayne llama a esto el «dogma del empleo», que a menudo establece un vínculo entre el empleo y la buena salud como algo natural o innato al florecimiento humano. Sin embargo, la historia ha demostrado que, sin una organización colectiva y una regulación política significativas, el mercado laboral no consigue ofrecer un mecanismo sólido de seguridad económica y libertad para todos.
Por lo tanto, debemos reconocer que el mero empleo no puede considerarse una condición suficiente para proporcionar salud individual y seguridad económica por sí solo. La capacidad del trabajo para ayudar al florecimiento humano sólo debe considerarse suficiente si puede proporcionar las condiciones sociales que permitan a todos los seres humanos cooperar, estructurar su tiempo, alcanzar un sentido de dignidad y obtener los medios materiales necesarios para vivir en un entorno seguro.
Una política de «multidividendos»
Al abogar por una semana laboral más corta, Rutger Bregman plantea la siguiente provocación: «¿Qué resuelve realmente trabajar menos? Quizá sea mejor darle la vuelta a esta pregunta y preguntar: ¿Hay algo que no resuelva el hecho de trabajar menos?» En nuestro nuevo libro, Overtime: Why We Need a Shorter Working Week, destacamos cómo la reducción de la semana laboral tendría múltiples efectos beneficiosos en nuestras sociedades.
Una semana laboral más corta no es solo una intervención sobre el trabajo: también es una cuestión feminista –ayudando a igualar la distribución del trabajo remunerado y no remunerado, generalmente feminizado, en el hogar–, así como una política ecológica: trabajando menos podemos proporcionar un pilar para la rápida descarbonización de nuestra economía, y podría tener efectos profundos en muchas otras áreas también.
Sin una organización colectiva significativa y una regulación política, el mercado laboral no consigue ofrecer un mecanismo sólido de seguridad y libertad económica para todos.
Los ejemplos de los albañiles y los trabajadores de las fábricas de ropa del siglo XIX y principios del XX nos muestran que las luchas por el tiempo de trabajo son comunes al capitalismo; también nos muestran que las victorias en la reducción del tiempo de trabajo pueden tener efectos duraderos que ahora damos por sentados. La misma lucha por la libertad está ahora ante los trabajadores del siglo XXII: los auxiliares de administración, los trabajadores de los centros de llamadas, los profesores, los cuidadores, los operarios de los almacenes y los que todavía trabajan en la industria.
Han pasado más de ochenta años desde que el New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt estableció límites de horas en la legislación de Estados Unidos y más de setenta desde que el Reino Unido estableció la semana laboral de cuarenta horas como la nueva norma. Desde entonces, el mundo ha cambiado rápidamente. Las nuevas tecnologías y estrategias empresariales han moldeado nuestros lugares de trabajo y nuestras vidas, las ideologías económicas se han sustituido unas a otras y, sin embargo, nuestras horas de trabajo se han mantenido en gran medida igual o incluso han aumentado.
Este largo retraso en el progreso nos indica que la reducción del tiempo de trabajo no se produce de forma natural, ni es posible gracias a la brujería de la automatización ni a los hombros de los gigantes de la industria. Por el contrario, el tiempo de trabajo es, y siempre ha sido, una cuestión política relativa a la distribución de la riqueza y el poder en la sociedad. Una vez que nuestras formas de trabajo se han desnaturalizado –un proyecto al que este libro pretende contribuir– y tenemos mayor capacidad de decisión sobre la finalidad de nuestras economías, se nos plantea la cuestión de cómo trabajamos –y durante cuánto tiempo–.
¿Debemos aceptar que el trabajo siga dominando nuestras vidas? ¿Podemos imaginar formas de trabajo diferentes y más igualitarias para nosotros? Y, lo que es más importante, ¿cómo llegar a ello? En Overtime nos ocupamos de estas cuestiones, argumentando que es hora de dar el siguiente paso para priorizar la libertad sobre el trabajo y nuestras vidas sobre nuestros empleos, y acortar la semana laboral una vez más.
Sobre los autores:
Kyle Lewis es candidato a doctor en la Universidad del Oeste de Londres y consultor a tiempo parcial en el think tank Autonomy.
Will Stronge es investigador en política y filosofía de la Universidad de Brighton y codirector del think tank Autonomy.