En septiembre de 2000, el think tank neoconservador Project for the New American Century publicó un documento en el que esbozaba su visión de la política exterior. En él se pedía que Estados Unidos utilizara su fuerza militar para hacerse con el control de la región del Golfo Pérsico, para “mantener la preeminencia global de Estados Unidos… y [para] conformar el orden de seguridad internacional de acuerdo con los principios e intereses estadounidenses”.
Este objetivo, añadía el informe, iba a tardar algún tiempo en hacerse realidad “a falta de algún acontecimiento catastrófico, como un nuevo Pearl Harbor”.
El 11 de septiembre de 2001 se produjo tal acontecimiento, en un momento en que el ala neoconservadora de la política exterior ocupaba posiciones de poder en la administración de George W. Bush. La crisis del 11-S situó a los neoconservadores en una posición que les permitía hacer realidad su visión y proyectar el poder de Estados Unidos a escala mundial.
Los atentados de ese fatídico día crearon un acuerdo unánime en el establishment de la política exterior de que la guerra contra el terrorismo enmarcaría en lo sucesivo la política exterior estadounidense. Tres días después de los atentados, se aprobó la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar contra los Terroristas, poniendo en marcha una guerra global indefinida y perpetua que ha continuado hasta hoy.
Apenas se habían asentado las cenizas de las Torres Gemelas cuando empezaron a resonar en la esfera pública las fuertes proclamas de que los “terroristas islámicos” representaban una amenaza existencial para Estados Unidos. Desde entonces, la política exterior e interior de Estados Unidos ha estado marcada por la rúbrica del “terrorismo” y las correspondientes medidas de seguridad necesarias para mantener supuestamente a salvo a los estadounidenses. El terrorista racializado, una amenaza a la seguridad nacional y global, ha formado parte de la práctica imperial desde finales de los años 60; el 11-S lo puso en primer plano y estableció los términos de lo que vendría en las décadas posteriores. Fue la base a partir de la cual se elaboró una nueva infraestructura del imperio.
El profesor de política internacional G. John Ikenberry captó la dinámica posterior al 11-S en la revista Foreign Affairs:
Por primera vez desde los albores de la Guerra Fría, una nueva gran estrategia está tomando forma en Washington. Se presenta más directamente como una respuesta al terrorismo, pero también constituye una visión más amplia sobre cómo Estados Unidos debe ejercer el poder y organizar el orden mundial. Según este nuevo paradigma, Estados Unidos va a estar menos vinculado a sus socios y a las normas e instituciones mundiales, al tiempo que da un paso adelante para desempeñar un papel más unilateral y anticipatorio a la hora de atacar las amenazas terroristas y enfrentarse a los Estados rebeldes que buscan armas de destrucción masiva. Estados Unidos utilizará su incomparable poder militar para gestionar el orden mundial.
El imperialismo estadounidense se vio reforzado tras el 11-S. Los atentados proporcionaron a los políticos un enemigo temible –el “terrorismo islámico”– contra el que era necesaria una guerra global. Aprovechando la superioridad moral de una nación atacada, el establishment de la política exterior resucitó el imperio, como argumentó el historiador Rashid Khalidi en su libro Resurrecting Empire: Western Footprints and America’s Perilous Path in the Middle East. Las guerras de Afganistán e Irak llegaron poco después. De hecho, en las dos primeras décadas de la guerra contra el terrorismo, como señala el prefacio, cientos de miles de personas han muerto y decenas de millones han sido desplazadas.
En mi libro Islamophobia and the Politics of Empire: Twenty Years After 9/11, esbozo la política exterior de las administraciones de Bush, Obama y Trump. Estudio varios documentos políticos, así como artículos y declaraciones influyentes de políticos para argumentar que, aunque Trump representó una ruptura con el consenso bipartidista en torno a la hegemonía liberal con un giro hacia el nativismo y la política de “América primero”, también hay continuidades entre las tres administraciones.
En lugar de la autorepresentación estándar de Estados Unidos como una fuerza de libertad y benevolencia en las relaciones internacionales, la administración Trump marcó un giro hacia lo que se ha llamado “hegemonía antiliberal”. A diferencia de sus predecesores republicanos, Trump no operó a través de formas encubiertas de racismo; adoptó formas abiertas de racismo consistentes con las de la red islamofóbica de extrema derecha. Además, si los neoconservadores de gobiernos anteriores eran intervencionistas liberales con esteroides, como afirmaba Stephen Walt, Trump era un neoconservador con esteroides sin una cobertura liberal de derechos humanos. El racismo imperial liberal fue sustituido por un racismo descarado durante un tiempo.
Con la elección de Joe Biden y Kamala Harris en 2020, el imperialismo liberal multicultural volvió a estar en la agenda. Ya sea empaquetado en términos liberales o de derecha, las políticas racistas han sido centrales en todas las administraciones desde el 11 de septiembre.
El 11 de septiembre y la doctrina Bush
Casi inmediatamente después del 11-S, la administración Bush empezó a buscar formas de atacar a Irak. Como revela Richard Clarke, entonces “zar antiterrorista”, en su libro Against All Enemies, el presidente Bush se llevó a unas cuantas personas aparte y les dijo: “Sé que tienen mucho que hacer y todo eso… pero quiero que, en cuanto puedan, repasen todo, todo. Vean si Saddam hizo esto. Vean si está vinculado de alguna manera.”
Este esfuerzo por apuntar a Irak formaba parte de la estrategia más amplia de los neoconservadores de desestabilizar Oriente Medio. Desestabilizar la región también significaba transformar los valores culturales de Oriente Medio y el Norte de África (MENA) para hacerlos menos hostiles a las potencias occidentales, menos solidarios con la causa palestina y más neoliberales. La Doctrina Bush, como llegó a conocerse, expuesta en el documento de la Estrategia de Seguridad Nacional (NSS) publicado en 2002, consagró la política exterior neoconservadora.
El elemento clave de la Doctrina Bush era que proclamaba el derecho unilateral de Estados Unidos a emprender una guerra preventiva, es decir, a atacar a otra nación soberana no porque amenazara directamente a Estados Unidos, sino porque podría suponer una amenaza. Daba al presidente discrecionalidad para determinar qué constituía una amenaza. Así, si una nación “albergaba terroristas”, desarrollaba armas de destrucción masiva o actuaba de alguna otra manera en contra de los intereses de Estados Unidos, sería objeto de ataque e invasión.
Otro aspecto clave de la Doctrina Bush era el imperativo de acabar con el surgimiento de cualquier rival que pudiera desafiar la hegemonía estadounidense. El documento de la NSS afirma: “Nuestras fuerzas serán lo suficientemente fuertes como para disuadir a los potenciales adversarios de perseguir una acumulación militar con la esperanza de superar, o igualar, el poder de Estados Unidos”. Esto se tradujo en la presencia militar estadounidense en Oriente Medio y Asia Central, considerados “puntos calientes” debido a sus recursos de petróleo y gas natural, así como a su cercanía a potenciales rivales como China, India y Rusia.
Las guerras de Estados Unidos en Afganistán e Irak fueron diseñadas para cumplir ambos objetivos: acabar con las posibles amenazas y disuadir a los potenciales adversarios. La administración Bush tenía la intención de llevar a cabo un cambio de régimen en Irán y Siria después de haberlo hecho en Irak. Con la región bajo su control, Washington podría entonces dictar las condiciones a las demás potencias que dependen del petróleo de Oriente Medio, especialmente China.
El informe filtrado Wolfowitz Defense Planning Guidance de principios de los años 90 –el informe tan rotundamente despreciado por el establishment político– se ponía ahora en práctica con la tragedia del 11-S como telón de fondo. Los neoconservadores, así como otros que simpatizan con su visión, comprendieron la oportunidad histórica que suponían los atentados del 11-S. Condoleezza Rice, asesora de seguridad nacional de Bush y posteriormente secretaria de Estado, lo expresó de forma sucinta cuando, poco después del 11-S, dijo a sus altos cargos de seguridad nacional que pensaran en cómo “capitalizar estas oportunidades”, que estaban “cambiando las placas tectónicas de la política internacional”, en beneficio de Estados Unidos.