A poco más de veinte años de su primera emisión en Canal 7, de la mano de Netflix, vuelve a estrenarse Okupas. Serie de culto, mítica, por años relegada de la televisión por problemas de derechos pero nunca olvidada. La sombra del menemismo y la antesala a la explosión social de la crisis argentina de 2001 laten en cada fotograma.
Creada por Bruno Stagnaro y producida por Ideas del Sur, la entonces productora de Marcelo Tinelli, Okupas configura un improbable punto de encuentro entre una nueva forma de representación iniciada en los 90 por la rama realista del Nuevo Cine Argentino (NCA) —con Pizza, birra, faso (1998) del propio Stagnaro y Adrián Caetano como punta de lanza— y un medio masivo como la televisión. A priori, esta tensión interna de la obra se renueva hoy con la aparición de un nuevo agente: Netflix. La dimensión de la más cruda representación de lo popular se entrecruza con la cara más mercantil y mass-media del audiovisual. Pero, además de esto, una pregunta se vuelve necesaria: ¿por qué volvemos a Okupas? O, mejor: ¿qué se cifra tras su vigencia?
El argumento de la serie es tan simple como efectivo: Ricardo Riganti (Rodrigo de la Serna) es un joven de clase media peleado con su lugar de privilegio en la sociedad que no trabaja ni estudia. El nombre de su banda de la adolescencia, «Los mantenidos», es una gran definición de sí mismo. El mundo de Ricardo cambia cuando una puerta nueva se abre: Clara (Ana Celentano), su prima, necesita que alguien se instale en una casa hace poco tiempo desalojada violentamente por la policía hasta encontrar un comprador. Ricardo acepta el llamado y da un primer paso dentro del mundo marginal y sórdido que conforma el hábitat de los personajes.
El joven mantenido no está solo: llama para vivir con él al Pollo (Diego Alonso), un amigo de la infancia, ahora delincuente y habitante del Docke, espacio literal y metafóricamente situado al margen de una Buenos Aires gris, bulliciosa y siempre trasnochada. El Chiqui (Franco Tirri), un creyente en situación de calle, y Walter (Ariel Staltari), un «rollinga» paseador de perros, completan el grupo de jóvenes errantes que, tras el primer episodio, conviven en la casa. Cuarteto de protagonistas desparejo pero complementario: el ingenuo joven porteño agrandado y clasemediero, el sabio conocedor de los códigos de la calle, el inocente candoroso y el hablador socarrón.
Episodio a episodio, Ricardo ingresa progresivamente en el mundo de la calle, los excluidos y la delincuencia. Sofía (Rosina Soto), hija de otros okupas de la cuadra y amorío de Ricardo, describe la aventura del joven como unas «vacaciones raras» de las cuales puede salir y entrar a su gusto, lo cual es cierto: las puertas de la casa de su abuela y de sus padres en la zona norte y rica de la ciudad parecen siempre abiertas para Ricardo. Un turista de los márgenes, de lo ignoto, de aquello que en su cruda realidad se opone a la vida de «pancho» y «paparulo» que parece prometer la clase media argentina.
Ricardo aprende, paso a paso, los códigos y las leyes de la calle; encuentra un antagonista, el Negro Pablo (Dante Mastropierro), antiguo compañero en armas del Pollo; y halla también un mentor, alguien dispuesto a llevarlo más allá de los límites que desea imponerle el Pollo, Miguel (Jorge Sesán), un antiguo okupa de la casa. Junto a Ricardo, el espectador es conducido a través de este periplo interno que empuja minuto a minuto los límites de lo conocido para quienes no miran hacia donde se supone no hay que ver.
¿Una obra militante?
Otros dos ejes se entrecruzan a lo largo de Okupas: por un lado, la serie constituye un cuasi documental de la calle porteña y bonaerense, de sus habitantes y sus costumbres durante el cambio de milenio; por otro, la obra de Stagnaro pone en escena las idas y vueltas, los choques y los encuentros que forjan una amistad entre cuatro jóvenes. A fin de cuentas, Okupas es una serie sobre las posibilidades de conformar lazos entre personas dentro de un contexto adverso.
El uso de locaciones reales, vestuarios de cualquier hijo de vecino, y la utilización de caras frescas para el gran público constituyen maniobras similares a las propuestas en Pizza, birra, faso. La identificación del espectador con la serie depende de la relación entre los gestos y los materiales representados con una idea de lo real y, por lo tanto, en tiempos del auge del Nuevo Cine Argentino, lo nuevo.
En el año de su estreno, la única cara conocida del elenco era la de Rodrigo de la Serna, justamente el personaje turista, aquel que emprende un viaje iniciático dentro del mundo marginado. Y allí, en esta decisión de casting se cifra una tensión: lo mercantil, el elegir a un actor medianamente conocido para atraer espectadores, se cruza con un grado de justicia estética que demandaba la modernidad audiovisual de principios de los años dos mil. El rubio carilindo famoso no puede encarnar la otredad de aquella nueva imagen que se quiere retratar, éste debe estar en igualdad de condiciones que el espectador y ser allí, cuanto menos, un turista, un viajero o un expatriado de clase.
La diferencia entre el lenguaje cinematográfico y el lenguaje televisivo se puede apreciar, en líneas generales, por dos vías: primero, a través del uso del diálogo, que en la televisión suele acopiar la responsabilidad de ser el hilo conductor de la narración y una herramienta para mantener informado a un espectador que, se supone, es más disperso que el de cine.
La segunda diferencia viene dada por las distintas concepciones del espacio: si en la televisión priman los «planos de establecimiento» que muestran el contexto como un marco para el desarrollo de las acciones, en el cine el uso de «planos generales» crea una relación más estrecha entre los personajes y sus contornos, permitiendo que el espacio pase a ser un elemento más de lo que se cuenta. Por supuesto, esto no es una ley; pero existe cierta regularidad en los lenguajes de ambos medios: la televisión expone más a través de lo dicho que el cine, y este último privilegia más lo que los contextos pueden narrar y sugerir. Lo interesante aquí es que Okupas se encuentra en una suerte de intersección entre ambas formas de concepción audiovisual.
La apertura de la serie se da con la secuencia del violento desalojo de los antiguos habitantes de la casa. Este inicio está construido mediante breves planos (en su mayoría cerrados y desde distintos puntos de vista) que fugazmente configuran el espacio principal donde se desarrolla la serie. Si esto fuese una ecuación, la sumatoria de estas imágenes que retratan la represión policial sobre los okupas de la casa y las breves apariciones en otro espacio de Ricardo en su vida de mantenido daría como resultado, en menos de cinco minutos, el mapeo de un contexto, la presentación de un universo conflictivo y la sugerencia de posibles lecturas sociohistóricas.
Así como la casa ocupada parece un palimpsesto donde sus paredes escritas, sus habitaciones maltrechas y los objetos dejados atrás ponen de relieve el rastro de sus antiguos habitantes, la serie da constancia a través de su estética, su modernidad y su voluntad de atrapar una verdad latente en las calles y un vínculo con cines del pasado.
Uno puede pensar en la Generación del 60, aquel primer Nuevo Cine Argentino de mediados del siglo XX que puso en pantalla una imagen crítica de la sociedad del país —Rodolfo Kuhn, David José Kohon y José Martínez Suárez son algunos de los nombres que fueron parte de esa renovación—. Pero allí los sectores populares ocupan un rol secundario y muchas veces suelen ser telón de fondo de dramas de una juventud existencialista de clase media sin referencias. Por esto, a la hora de pensar en una tradición, también se puede invocar al cine militante argentino de los 70, donde la focalización se corre de las problemáticas pequeñoburguesas para mostrar la imagen de la marginalidad, de los relegados y los oprimidos —Raymundo Gleyzer y Fernando Solanas son referentes de dos líneas de esta vertiente—.
Pero Okupas no es una obra militante. Comparte con estos movimientos algunas voluntades e intereses y, principalmente, un oído para la lengua del día a día y una atracción por caracteres eminentemente populares que son mediados a través del realismo.
Lenguaje
El lenguaje y el humor son elementos prodigiosamente integrados por Stagnaro en Okupas, con una habilidad especial para tratar aquello que vibra en la esfera popular sin caer en un costumbrismo estetizado o forzado. Los «códigos» de la calle son leyes tan explícitas como conocidas e inquebrantables. Toda transgresión a este sistema de valores —tal como en un melodrama— trae aparejadas consecuencias directas y castigos.
Los personajes hablan mucho pero cuentan poco. Ricardo aprende, a cuentagotas, tropezones mediante y a través de las palabras que sus amigos van deslizando, las reglas del juego en el que decide meterse. Si los lenguajes son los hogares de los seres humanos, aprender uno nuevo es aprender a habitar un nuevo espacio. Y esto no es tan fácil como manejar un argot, sino que es una herencia a la que ningún turista tiene título y, por eso, Ricardo nunca termina por adaptarse a este nuevo mundo que pretende adoptar como propio.
A su vez, el uso atento del lenguaje a lo largo de la serie sugiere más que lo que explicita: puede problematizar sobre tensiones de clase invisibilizadas —«-¿Quién es Patricia? -La chica que ayuda a mi mamá en la casa -¡La doméstica!» (episodio 6)—; inducir un malestar popular tangible en las calles —«-¿Hiciste guita hoy? -Ni una moneda, por la marcha de los jubilados hay mala onda con la gente» (episodio 4)— o mostrar mediante salpicaduras una sociedad argentina completamente historizada y consciente, al menos en los estratos populares, de sí misma —«Recién parecías Videla, ahora tenés un miedo bárbaro» (episodio 8), o «-¿Severino se llama [el perro]? -Sí, Di Giovanni. Severino Di Giovanni, anarquista, mi mentor ideológico» (episodio 2)—.
Okupas se ubica dentro de un estado de las cosas para fluir y filmar en él. No fuerza lecturas ni se esfuerza por ser testimonial, sino que corre dentro del contexto y la historia del audiovisual argentino que la contiene. La autoconciencia está: «Che, ¿no estaremos metidos adentro de una película argentina nosotros?» pregunta en chiste Walter ante la solemne y burlona insistencia de Ricardo para irse de la ciudad por un tiempo.
Música
Y si hablamos de lenguaje, debemos hablar de música. Una de las novedades que trajo este reestreno de la mano de Netflix, además de la restauración de la imagen y pequeñas e inentendibles censuras de algunos diálogos, es una nueva aproximación musical. Muchas de las canciones originales, en su mayoría las de rock nacional, pudieron conservarse, pero otras de derechos más difíciles de costear fueron reemplazadas por músicas originales de Santiago Motorizado y otras de su banda Él mató a un policía motorizado.
En una crítica negativa de la serie publicada en el año 2000 en la revista El Amante, usina de críticos y periodistas de derecha, Silvia Schwarzböck, la mejor y más desmarcada pluma de esa revista, señalaba un didactismo en la serie que «se repite en el nivel de la banda sonora, donde todas las canciones comentan la acción». Esta idea, que tomando la versión original de la serie puede ser discutida, se vuelve en gran parte una certeza frente a la nueva musicalización.
El subrayado a partir de las canciones emerge, por ejemplo, en la llegada a Quilmes de los amigos en el segundo episodio, donde «Vienen bajando», de Él mató, comenta con su lírica la misma acción que se despliega en pantalla, aplanando y encorsetando lo narrado. Pero eso no es lo único: hay algo de la melancolía juvenilista característica de la banda de Motorizado que en ningún momento de la serie termina por maridar con la crudeza cuasi documental de las imágenes: es como si se generase una disonancia sin tensiones o como si una bebida áspera se rebajara con una soda sin gas.
El primer robo de Ricardo y la persecución que le da el Pollo a uno de los colegas del Negro Pablo son musicalizados respectivamente por «La otra ciudad» (canción original) y «Día de los muertos» (de Él mató); ambos momentos narrativos por demás tensos se ven inundados por una nostalgia apática que impone una distancia entre las partes: espectador, pantalla y personajes se desligan casi insalvablemente por unos minutos. No por nada ya circulan entre grupos de fans versiones de la serie editadas caseramente con las nuevas músicas reemplazadas por las originales y con las escenas censuradas restituidas.
Teniendo en cuenta las otras músicas nacionales que suenan en la serie —que también refuerzan las vinculaciones de Okupas con la historia— cabe preguntarse: ¿Por qué funciona mejor una canción nacional treinta años más antigua que la serie que una canción nacida diez años en dirección opuesta? No se trata de invocar una superioridad estética de Sui Géneris, Manal, Pescado Rabioso o Vox Dei, sino indagar en sus relaciones históricas.
Las canciones de estas bandas parecen beber de una misma vena popular que Okupas, mientras que las otras, nacidas con posterioridad a la crisis de 2001 y la Tragedia de Cromañón, son traccionadas por otros intereses y referencias que poco se acercan a lo que la serie despliega.
Vigencia
Una idea se repite a lo largo de los textos y las entrevistas que este revival de la serie ha despertado: la vigencia de Okupas. Algo que también podría decirse de la película Pizza, birra, faso. Indudablemente, ambas obras calan hondo en la cultura argentina. Pero ¿qué sucedió entre el trágico final de la serie, con el entierro del Chiqui y los amigos tomando caminos separados bajo una lluvia torrencial, y nuestros días?
En los años que siguieron a Okupas la idea de la repetición como farsa es palpable, su ostensible actualidad ilumina un problema en el cine y la televisión argentina. Luego de la emergencia del realismo del NCA y el consecuente éxito de Okupas, muchas series, tiras diarias e incluso películas, con mayor o menor éxito, intentaron retomar desde modelos de producción industriales el camino de la representación de la calle argentina, pero ninguna pudo acercarse a la vara dejada por los dos hitos de Stagnaro.
A su vez, de una manera casi paradójica, los caracteres de la vanguardia pasaron a ser agenda y fórmula del éxito comercial: de Tumberos (2002) a El marginal (2016-), pasando por El puntero (2011), el horario central de la televisión argentina se llenó de representaciones zoológicas de la marginalidad protagonizadas por estrellas y grandes figuras. Okupas fue un cimbronazo, una sacudida, una cachetada que aún resuena, pero, desgraciadamente, no cambió nada, ni a la televisión ni al cine, su vitalidad se consumió en sus propios fuegos.
Jorge Sesán, protagonista de Pizza, birra, faso y quien encarna a Miguel en Okupas, reflexiona en una entrevista dada a Rumbeando TV sobre estos temas: «Okupas pasó hace veinte años y todavía está puesta como la mejor serie que hubo, y es una lastima que en veinte años no haya algo superador». El umbral de una nueva representación realista en medios masivos ya está abierto, pero caminar por esa misma superficie parece ser incurrir en la repetición o directamente en un atajo para llenar los bolsillos de alguna productora.
Desde otro lugar, José Celestino Campusano, César González e incluso Raúl Perrone, cineastas plebeyos con modelos de producción periféricos, son algunas honrosas excepciones que han puesto durante estos años la imagen de los márgenes en pantalla, unos con modernidad otros apuntando al clasicismo, pero con justicia. Las pibas (Perrone, 2012), Fantasmas de la ruta (Campusano, 2013) o ¿Qué puede un cuerpo? (González, 2014) configuran un paso más allá de ese umbral, pero poco se conocen y menos se discuten.
Quizás el final de Okupas, un tópico poco explorado y un balde de agua fría inmiscuido en el embotado catálogo de Netflix, tenga algunas claves, como un guante tendido esperando a ser recogido: ¿a dónde van esos jóvenes atravesados y castigados por su tiempo? ¿Dónde están hoy aquellos hijos diseminados del menemismo, a los que aún les aguardaba el 2001? ¿Y los hijos de los hijos? ¿Por qué tras veinte años los conflictos de estos jóvenes resuenan tan fuerte, tan cerca?