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La lógica del libre mercado —explotadora, extractiva, externalizadora, monopólica, colonial— no es una «falla», es una característica del sistema. (Foto: Max Bohme / Unsplash)

Los capitalistas no pueden salvarnos del capitalismo

Desde Otto von Bismarck hasta Joe Biden, los políticos capitalistas han intentado «curar» los males del sistema sin transformar la sociedad. Fracasaron, y lo seguirán haciendo. Para hacer del mundo un lugar mejor lo que se necesitan son socialistas.

El liberalismo pretende ser un sistema político universal. Cualquiera que sea el reto organizativo al que se enfrente el Estado, el liberalismo ofrece un conjunto de soluciones que prometen ser adecuadas para cualquier período o lugar histórico. El libre mercado, los derechos individuales y el gobierno representativo constituyen la santa trinidad de la ideología.

Pero esta visión armoniosa pasa por alto el hecho de que el mercado socava la realización práctica de los derechos individuales. Al producir una desigualdad estructural en la que quedan atrapadas vastas franjas de la población, los mercados capitalistas niegan a la gente empobrecida la oportunidad de ejercer las libertades que le promete. Y la visión liberal del mundo también ignora hasta qué punto los beneficiarios de la explotación económica pueden capturar el gobierno representativo y ponerlo al servicio de la acumulación de capital.

El problema fundamental del liberalismo es que está anclado en un sistema económico que crea patologías que no tiene medios para resolver. Así, para superar las crisis que crea el capitalismo, el liberalismo ha debido recurrir a menudo a medios no liberales. La reciente ola de intervencionismo económico en los países del Norte Global como respuesta a la pandemia del COVID-19 es el último intento de la ideología de autopreservarse mediante la adaptación.

Fue el canciller conservador alemán Otto von Bismarck quien introdujo por primera vez los sistemas de bienestar social que, de forma atenuada, siguen siendo habituales en el mundo desarrollado. Entre 1883 y 1889, Bismarck introdujo en Alemania programas de seguros de salud y de accidentes junto con la protección de las pensiones de vejez e invalidez. El objetivo de estas reformas era, según el Kaiser Guillermo I, «cortarle las alas a la socialdemocracia».

Bismarck no era un liberal. Era imperialista, nacionalista y conservador, pero entendía el arte de gobernar y sabía que la estabilidad de las naciones dependía de su capacidad para mantener su legitimidad evitando la desintegración social. La creación de un Estado de bienestar sirvió para evitar el surgimiento de opositores, como los socialistas y los sindicalistas, que pretendían rehacer radicalmente el orden nacional.

Los sucesores liberales del Canciller tienen objetivos similares. Al igual que los socialistas de la Alemania del siglo XIX, debemos reconocer tanto las oportunidades como los límites que plantean los «nuevos Bismarck».

Bismarck y sus herederos

En sus conferencias de Massey de 1964 (The Real World of Democracy), el teórico político C. B. Macpherson analizó la democracia liberal, el comunismo y la democracia del «Tercer Mundo». Contra la idea de que el Estado liberal se había convertido en un Estado de bienestar como «resultado de la extensión del derecho de voto», argumentaba:

La amplia prestación de servicios sociales se habría producido de todos modos, al margen del derecho de voto democrático. Habría surgido de la mera necesidad de los gobiernos de aplacar el descontento de la clase trabajadora, que era peligroso para la estabilidad del Estado.

Las crisis del siglo XX dieron lugar a numerosas reformas estatales que igualaron a las de Bismarck en términos de escala y ambición. En Estados Unidos, durante la Gran Depresión, el presidente Franklin Roosevelt emprendió el New Deal para controlar la industria y el capital y apoyar a los estadounidenses que habían caído en la miseria por los fallos del mercado. En las últimas horas de la Segunda Guerra Mundial, los vencedores crearon el sistema de Bretton Woods para gestionar un mundo cada vez más globalizado, interdependiente y financiado.

Retrato de Otto von Bismarck pintado por Franz von Lenbach en 1890. (Imagen: Museo de Arte Walters / Wikimedia Commons)

Décadas más tarde, durante los años setenta y ochenta, la lógica de la autopreservación del Estado cambió cuando los presidentes y primeros ministros del Norte Global hicieron suya la causa de la desregulación y los recortes fiscales. Los economistas neoclásicos afirmaban que estas reformas conducirían al crecimiento económico para todos.

Culminando en la ortodoxia neoliberal de Reagan y Thatcher, estas reformas de libre mercado han sido dominantes durante décadas, precipitando las crisis económicas y políticas de los años 70, 80 y 90 y la crisis financiera mundial —la Gran Recesión— de finales de la década de 2000. Recientemente, el G20, un foro de cooperación económica internacional, se reunió para garantizar la estabilidad financiera internacional y protegerse de futuras crisis. Los principales actores del G20 son las mismas élites y aparatos financieros a los que la Gran Recesión pilló por sorpresa.

Hoy en día, la preocupación por una recesión democrática mundial es el telón de fondo del aumento de las figuras autoritarias populistas, del crecimiento salarial débil o estancado, de la reacción antiglobalización, de la pérdida de confianza y de la crisis climática. Los «nuevos Bismarck» han llegado ofreciendo una ortodoxia liberal más amable y gentil que sigue presuponiendo la democracia política sin la democracia económica. Insisten en la necesidad de que el modelo de mercado privado persista más o menos como está, respaldado únicamente por una nueva decoración: programas sociales ad hoc o renovados, estrategias de inversión específicas y regulación.

Un capitalismo «amable y gentil»

En Estados Unidos, Joe Biden ha tomado el manto de Bismarck con una estrategia climática influenciada por el Movimiento Sunrise y el apoyo a la Ley PRO. En Canadá, Justin Trudeau desempeña el mismo papel con la fijación del precio del carbono, la «prestación infantil canadiense» para hacer frente a la pobreza infantil y los recientes acuerdos sobre el cuidado de los niños en un puñado de provincias.

El presupuesto de primavera de su ministra de Finanzas, Chrystia Freeland, está repleto de compromisos de gasto diseñados para mitigar las afiladas aristas de la vida bajo el capitalismo de mercado. Incluye aumentos en la seguridad de la vejez, un salario mínimo federal de 15 dólares y fondos para una recuperación «verde».

Mientras Trudeau y su partido se preparaban para las elecciones de otoño, apareció un nuevo nombre como posible futuro candidato liberal o incluso aspirante al liderazgo. Mark Carney, exgobernador del Banco de Canadá y del Banco de Inglaterra, surgió para representar la futura cara del capitalismo. Carney ha hecho rondas promocionando su nuevo libro, Value(s): Building a Better World for All, en el que aboga por un cambio en la concepción de los mercados. Pide que pase de centrarse en las «sociedades de mercado» a las economías de mercado. Estas últimas están respaldadas, en su opinión, por valores como la equidad, la inclusión, la resiliencia, la solidaridad, la compasión y la sustentabilidad.

Estas cualidades, afirma Carney, no solo tienen un valor intrínseco, sino que nos protegerán a nosotros y a nuestro planeta ahora y en el futuro. Además, analiza las crisis pasadas y presentes (como la crisis financiera mundial, la pandemia del COVID-19 y el cambio climático) para evaluar en qué se equivocó el mercado y ofrecer un plan integral para hacer las cosas bien la próxima vez.

Pero el mero «valor» del mercado en forma de beneficio no nos sostendrá; de hecho, la mercantilización desenfrenada trabaja para desvincularnos de los valores humanos. A las empresas les interesa reconocer esto, dado que la inestabilidad causada por el cambio climático amenaza tanto los beneficios como las vidas. Los esfuerzos de Carney se leen como un intento de buena fe de hacer las cosas bien, pero sus empresas caen en una vieja trampa.

En los últimos años se ha producido un limitado aunque notable aumento de la popularidad del socialismo. En Estados Unidos, la popularidad del autodenominado socialista Bernie Sanders coincide con el ascenso de los demócratas de izquierda en el Congreso y la creciente popularidad de los Socialistas Democráticos de América.

La concepción popular norteamericana contemporánea del «socialismo» se centra menos en quién posee los medios de producción y más en la intervención del gobierno en la vida económica para apoyar a las personas. En consecuencia, la palabra «socialismo» se ha convertido en algo más corriente y aceptado. Al mismo tiempo, la forma de entender la palabra se ha desvinculado de su significado original, más nítido, y se acerca ahora a la socialdemocracia. Sin embargo, los capitalistas están notando el cambio, al igual que notan las crisis estructurales generadas por el mercado.

Hacer valer las reformas de los «nuevos Bismarck»

Los «nuevos Bismarck» tratan de impedir el progreso socialista pues reconocen en este una amenaza al orden liberal. Por muy «buenas intenciones» que tengan, su defecto fundamental es la creencia de que el mercado puede resolver los problemas que ha creado. Las medidas que proponen —extender una modesta ayuda estatal a los que la necesitan y atenuar las aristas más agudas del mercado— son bienvenidas en la medida en que promueven los esfuerzos para movilizar a las poblaciones en favor de la justicia económica.

Sin embargo, en última instancia, estas medidas son insuficientes. Siempre lo serán. La lógica del mercado es la lógica del mercado; el capitalismo se basa en la propiedad privada de los medios de producción, la extracción de riqueza de los trabajadores y su concentración en manos de los capitalistas. La ganancia es el punto: más es siempre mejor.

Las reglas, formales e informales, que hacen posible el mercado privado garantizan que aquellos que pueden extraer riqueza de los trabajadores y del Estado maximizarán la cantidad que pueden acumular. Esto impulsa la producción —y el consumo— en aras de la acumulación, por cualquier medio que sea más eficaz para producir bienes lo más barato posible (especialmente cuando se trata de costes laborales).

También significa externalizar tantos pasivos como sea posible, asegurando la mercantilización de sus propios activos. Por ejemplo, Carney se esfuerza mucho en debatir las formas en que el mercado puede abordar el cambio climático. Por supuesto, este es el mismo mercado global que permitió a 100 empresas de combustibles fósiles, estatales y no estatales, producir «casi un billón de toneladas de emisiones de gases de efecto invernadero», más del 70% de las emisiones desde finales de los años ochenta.

También es el mismo mercado que acaba de empezar, demasiado tarde, a aceptar remedios insuficientes basados en el mercado, como las compensaciones de carbono y la fijación de precios del carbono, dentro del paradigma defectuoso e insuficiente del cero neto. No es un mercado que vaya a ceder su hegemonía.

Los problemas creados por el libre mercado —como la explotación, la extracción, la externalización, el monopolio y el colonialismo— no son un secreto bien guardado. Adam Smith reconoció muchos de ellos en el siglo XVIII y Karl Marx los anatomizó en el XIX. Los intentos de frenar y reformar el libre mercado dentro del paradigma capitalista, y de socavar a los socialistas y comunistas que pretenden rehacer el sistema, existen desde hace siglos.

A lo largo del siglo XX hemos visto importantes reformas que mejoran y salvan vidas, pero los problemas fundamentales de desigualdad, explotación y catástrofe medioambiental han permanecido. Estos problemas existen ahora a escala mundial. ¿Por qué va la solución de mercado sí funcionaría ahora? ¿Por qué sería diferente esta vez?

A pesar de los mejores deseos e intenciones —genuinas o cínicas— de unos pocos, simplemente no va a suceder. No de manera sustantiva, al menos. No lo hará porque no puede.

La lógica del libre mercado —explotadora, extractiva, externalizadora, monopólica, colonial— no es una «falla», es una característica del sistema. Un mercado capitalista amable y gentil, basado en valores constructivos, dejaría de ser un mercado capitalista.

A pesar de los esfuerzos de Bismarck, los socialistas y sindicalistas de Alemania siguieron ganando terreno después de que el canciller introdujera programas de bienestar. En este siglo, debemos asegurarnos de que las reformas de los «nuevos Bismarck» tengan efectos similares. Las reformas liberales deben marcar el inicio de cambios estructurales más amplios que pongan fin al capitalismo y den paso a la democracia económica, desplazando el poder de unos pocos a la mayoría.

Solo las reformas políticas y económicas socialistas radicales respaldadas por instituciones democráticas participativas serán suficientes para abordar las desigualdades de riqueza y poder, el declive democrático y el cambio climático. Estas transformaciones tendrán que producirse junto con la política electoral, a veces en colaboración y a veces en tensión con ella.

No debemos rechazar los esfuerzos en las urnas mientras luchamos por introducir nuevas instituciones, prácticas y normas. El trabajo de respetar, realizar, extender y defender los valores que los «nuevos Bismarck» dicen apoyar pero que no pueden alcanzar ni defender exige un conjunto de estrategias y lugares de compromiso. Debemos usar sus reformas a modo de trampolín al tiempo que nos protegemos de ser flanqueados por izquierda por estos guardianes del orden liberal.

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