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Credito: d3sign / Getty

El capitalismo nos vuelve solitarios

Años de estudios han mostrado una creciente crisis de soledad en la sociedad, mucho antes del COVID-19. El problema no son las redes sociales, la cultura popular o la vida en la ciudad: es el capitalismo.

La soledad es una crisis mundial. Según la Campaña Británica para Acabar con la Soledad, el 45% de los adultos se sienten «ocasionalmente, a veces o a menudo solos en Inglaterra». En una encuesta realizada en 2019, el 22% de los millennials declaró no tener «ningún amigo». La Organización Mundial de la Salud ha descubierto que la soledad afectaba al 20-34% de las personas mayores en lugares que van desde Europa hasta la India y América Latina. El antiguo Cirujano General de Estados Unidos, Vivek Murthy, calificó el problema de «epidemia» en 2017, incluso antes de la pandemia de COVID-19 y sus consiguientes cierres, que han empeorado todo el asunto.

El problema de la soledad no es únicamente emocional. Un estudio longitudinal de casi ochenta años de la Universidad de Harvard ha descubierto que la familia, la amistad y la comunidad son los factores más decisivos cuando se trata de la salud y la felicidad humanas. «Cuidar de tu cuerpo es importante, pero atender tus relaciones es también una forma de autocuidado» afirma el doctor Robert Waldinger, director del estudio y profesor de psiquiatría de la Facultad de Medicina de Harvard.

En un estudio de 2015, la psicóloga Juliana Holt-Lunstad descubrió que la soledad es un factor de riesgo para la hipertensión arterial, las enfermedades coronarias, los accidentes cerebrovasculares y la depresión. Un dato muy repetido del estudio sostiene que la soledad es tan mala para uno como fumar quince cigarrillos al día.

Teniendo en cuenta estos datos, la crisis de soledad es especialmente alarmante.

Algunos culpan a las redes sociales. A principios de 2010, empecé a ver que circulaban artículos en los que se preguntaban si el hecho de pasar tiempo en Facebook, YouTube y otros sitios estaba provocando que la gente dejara de cultivar sus amistades en la vida real. Aunque el uso excesivo de las redes sociales puede ser perjudicial, un uso moderado puede ayudar a la gente a mantenerse conectada, especialmente en momentos únicos como los cierres del COVID-19. Además, hay un impedimento mayor para la intimidad: el capitalismo.

En un sistema capitalista, muchas personas no tienen tiempo para ver a la familia y mantener las amistades existentes, y mucho menos para crear y alimentar otras nuevas. Es difícil sacar tiempo para ver a la gente cuando, por ejemplo, se trabaja en varios empleos (a menudo con turnos irregulares), se viaja al trabajo, se cuida de los niños y de los miembros de la familia y se hacen tareas básicas como cocinar, ir al supermercado y lavar la ropa, a veces todo a la vez. El tiempo social suele quedar relegado al final de la lista de tareas. También son cada vez más escasos los espacios públicos en los que pasar el tiempo social de forma gratuita o barata, y cuando el dinero es escaso, las necesidades tienen prioridad. Estos factores hacen que la vida social ocupada esté cada vez más reservada a quienes pueden permitírsela.

Por supuesto, hay muchas formas de aumentar el tiempo que se dedica a socializar. Puedes mejorar tu capacidad de gestión del tiempo, fijar fechas concretas para ver a la gente y hacer siempre un seguimiento para reprogramar cuando los planes no se cumplen. Puedes conocer gente nueva si te involucras en un deporte, un grupo religioso o una organización política. Alguna variante de «apúntate a un club» es un estándar en las listas de formas de sentirse menos solo.

Pero se trata de soluciones individualizadas para lo que suele ser un problema colectivo. La realidad es que solo hay un número determinado de horas al día, y para la mayoría de las personas, la mayor parte de esas horas están ocupadas por alguna forma de trabajo, lo que deja poco tiempo —y menos energía— para la amistad. Los años de recortes en los presupuestos de los ayuntamientos han provocado el cierre de espacios como los centros juveniles a un ritmo alarmante, dejando cada vez más reducidos los espacios para los «clubes».

Otro problema tiene que ver con la forma en que los flujos de capital han perturbado los antiguos vínculos comunitarios. En los pueblos rurales y las ciudades postindustriales, el capital ha huido. Los jóvenes de estos lugares se ven arrastrados a centros de capital como Londres o Nueva York para encontrar buenos empleos.

Mudarse a la gran ciudad no significa necesariamente alienación. De hecho, para muchas personas LGBTQ, los grandes centros urbanos siguen siendo lugares donde pueden buscar una verdadera comunidad por primera vez. Pero las salidas masivas de población suelen ser alienantes, tanto para las personas que se van como para las que se quedan.

En otros casos, la desintegración de la comunidad se produce a la inversa. Las personas que crecieron en el centro de la ciudad se ven empujadas por el aumento de los alquileres y se dispersan hacia lugares más baratos. Puede que conozcan a gente nueva en sus nuevas comunidades, pero los lazos construidos a lo largo de años, décadas y generaciones nunca pueden ser reemplazados.

Más allá de los problemas de tiempo y espacio, la desigualdad extrema dificulta las relaciones auténticas. En The Inner Level, los epidemiólogos Kate Pickett y Richard Wilkinson escriben que los seres humanos reaccionan con fuerza a la «amenaza social-evaluativa», también conocida como el miedo a lo que piensan los demás. Cuanto mayor es el nivel de desigualdad económica, más luchamos por el estatus social y nos preocupamos por nuestra posición en la jerarquía. Pero las relaciones sanas exigen vulnerabilidad y confianza mutuas: todo lo contrario.

Si queremos tener una sociedad menos solitaria, tenemos que poner las necesidades humanas —y las relaciones humanas— en el centro. Con el sistema actual, eso no sucederá.

 

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Publicado en Artículos, Crisis, homeIzq and Salud

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