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Gobernar la utopía

Planificar no significa alisar el futuro ni reducir la heterogeneidad social. Tampoco concierne solo al problema técnico-económico de la relación entre socialismo y mercado. La idea de planificación nos arma de una imaginación estratégica capaz de hacer de la discordancia y el abigarramiento los elementos centrales de una articulación política que recoja los desarrollos desiguales y combinados del capitalismo actual.

El texto que sigue es una reseña de Gobernar la utopía. Sobre la planificación y el poder popular, de Martín Arboleda (Buenos Aires: Caja Negra, 2021).

Martín Arboleda es una joven figura emergente en el marxismo latinoamericano. En 2020 publicó Planetary Mine (Verso), un original estudio sobre las geografías de la extracción minera en Chile y las redes logísticas del capitalismo avanzado

Ahora lanza su primer libro en castellano, de la mano de Caja Negra, en el que realiza un aporte significativo para la reinvención del pensamiento y la acción de izquierdas en Latinoamérica. Y ello por varias razones. Apelando a una nutrida biblioteca, que va de los estudios feministas a la relectura marxiana por Moishe Postone y de las ideas de Mark Fisher sobre el realismo capitalista hasta las tesis de Silvia Rivera Cusicanqui en torno a la modernidad ch’ixi, este original investigador logra navegar a través de algunas dicotomías infructuosas del pensamiento emancipatorio (o de aspiraciones emancipatorias) contemporáneo. 

Con un ojo en lo más actual de las teorías críticas y otro en las militancias populares, las luchas sociales y los activismos, Arboleda nos propone superar (o, a lo mejor, articular creativamente) algunos dualismos heredados que arrestan la imaginación emancipatoria del presente, como neodesarrollismo contra decrecimiento, modernización contra romanticismo, localismo contra estatalismo, saberes expertos contra saberes populares, planificación técnica contra conflictividad democrática.

Tres tesis fundamentales subyacen al argumento libro. Primero, la planificación democrática en múltiples escalas es necesaria para la dotación de forma del poder popular. A contrapelo del imperante realismo capitalista, Arboleda asume en el punto de partida que lo popular, o si se quiere la clase trabajadora, en su complejidad abigarrada, marcada por la colonialidad y el género, puede gobernar el mundo

Segundo, el proceso por el que lo popular puede dotarse de forma para gobernar el mundo requiere un arte del contratiempo y el contraterritorio, que combine dimensiones discordantes en una figura compleja, multiescalar, barroca y abigarrada. Tercero, la acción emancipatoria necesita ser a la vez realista y utópica, aspirar a transformaciones sociales globales y radicales, pero también asumir los desafíos técnicos y políticos de la implementación concreta en situaciones dadas. 

Volver sobre el problema de la planificación económica es, entonces, hacer un trabajo de arqueología del porvenir donde la cita descontextualizada de una idea casi caída en desuso, alumbrada bajo los desastres burocráticos del socialismo del siglo pasado, se revela en un nuevo contexto como pletórica de futuro y cargada de potencialidad. La planificación democrática aparece como un engranaje conceptual principal para superar el divorcio de realismo y utopía en la teoría y la práctica contemporáneas, produciendo una perspectiva acompasante y multiescalar que articule trayectorias espaciotemporales divergentes en un proyecto común.

¿Es técnicamente factible el autogobierno popular?

La expresión en el subtítulo, «poder popular», no es retomada demasiadas veces en el libro y, sin embargo, insiste en ella como nodo conceptual fundamental. El poder popular no es, para Arboleda, solamente el «trabajo de base», ubicado en ese lugar subalterno que las izquierdas estatistas llaman «lo social». Es, por el contrario, el fundamento de un proyecto democrático socialista, fundado en la activación política autónoma de las masas trabajadoras. 

La acción autónoma popular es el fundamento, principio y fin de la política emancipatoria. «El fin último de la fuerza expansiva y avasalladora que emerge del pueblo organizado (potentia) es dictar las normas fundamentales que organizan y dan forma a los poderes del Estado (potestas)» (p. 15-16). La tesis estratégica central dice, entonces, que lo popular, en su condición múltiple y precaria, fragmentada y compleja, debe a la vez dar forma a los poderes del Estado y constituirse en principio de su propia actividad.

El punto de partida fuerza una segunda pregunta por las posibilidades técnicas, institucionales, informáticas y logísticas del autogobierno popular. Arboleda intenta recuperar lo que podríamos llamar el indispensable utopismo de las luchas populares para asociarlo a una imaginación estratégica fundada en un estricto realismo político que no reniega de la inteligencia técnica. 

El anhelo utópico del autogobierno popular no solo aparece fugazmente, como un fantasma que pasa, en los momentos intensos de autoactividad de las masas, sino que puede informar los largos plazos, los planes de gobierno y las múltiples formas de la política estatal y no estatal. La planificación aparece entonces como una «forma mediada de la existencia del futuro» (p. 19, cursivas originales), en la que problemas técnicos de realizabilidad y factibilidad se combinan con aspiraciones utópicas, en el sentido de emancipatorias y radicales, de autogobierno popular.

El autor retoma el debate del «cálculo socialista» que tuvo lugar en los años 1920-30. Entonces, economistas como von Hayek y von Mises intentaron demostrar que las agencias gubernamentales serían constitutivamente incapaces de recoger y procesar adecuadamente toda la información necesaria para administrar las economías nacionales, con su heterogeneidad y complejidad. Para estos economistas, la idea de economía planificada sería simplemente técnicamente inviable, con independencia de consideraciones morales o políticas. 

Dos grandes elementos nuevos modifican las condiciones de la discusión en la actualidad. El primero, más estrictamente técnico, recupera las posibilidades abiertas por la revolución microelectrónica, los sistemas informáticos y las redes computacionales. Dialogando con los mejores elementos de las izquierdas tecnoutópicas, Arboleda sostiene que hoy el cálculo socialista es ampliamente viable gracias a la posibilidad de «hackear, refuncionalizar y reestructurar las transformaciones técnicas traídas a colación por el propio capital» (p. 44-45). 

Emporios capitalistas como Wallmart, Google o Amazon desarrollan, en el interior de sus masivas cadenas de logística y suministro, formas de planificación centralizada que darían envidia a cualquier burócrata soviético. Esta especie de «Gosplan 2.0», que ya existe en los entramados funcionales del capital, sitúa la discusión sobre el cálculo socialista en un nuevo piso de factibilidad técnica. Como la tradición marxista ha señalado en múltiples ocasiones, el capital despierta potencias sociales de escala y coordinación que expresan, en forma invertida y alienada, las potencias de una transformación social emancipatoria fundada en el autogobierno popular.

El segundo elemento que subyace al libro son las dinámicas sociales y económicas en curso. El neoliberalismo se encuentra en una crisis profunda y multidimensional, de la que el capital no parece encontrar salida de 2008 a esta parte. A esa crisis «objetiva» se suma la cadena de estallidos populares que han sacudido al mundo, casi sin un año de respiro, a lo largo de la última década. La política de masas y la crisis del capital están de vuelta, como agentes durmientes que despiertan tras la fantasía del fin de la historia para redefinir el horizonte de lo posible y las condiciones de lo actual. 

Este escenario de crisis multidimensional es más abierto e incierto que simplemente optimista o prometedor, pero ha bastado para poner en cuestión seriamente el dogmatismo del laissez faire económico. El consenso neoliberal «comenzó a fisurarse seriamente tras la crisis financiera global de 2008, cuando quedó en evidencia que los diversos gobiernos alrededor del mundo emplearon sumas fiscales astronómicas para rescatar a varias de las entidades financieras» (p. 42). Si la «mano invisible del mercado» supuso siempre un estatalismo de los de arriba que garantizara su efectividad y continuidad, desde 2008 nombra más una fantasía diurna de los agitadores libertarios que una política realista. 

En el capitalismo actual, pareciera, la discusión no es si vamos a planificar la economía o no. La discusión parece ser cómo y a favor de quiénes vamos a planificar: si democráticamente para dar forma a la autoactividad popular, o plutocráticamente, para rescatar a la estupidez insolvente de los mercados.

Lo anterior significa que el problema de la planificación no es «meramente» técnico, o mejor, es técnico en tanto que político, porque supone la combinación de racionalidades formales y sustantivas en las que siempre están implicadas valuaciones, órdenes de prioridades y decisiones contingentes que solo pueden definirse políticamente. En ese sentido, cierto apresuramiento tecnoutópico en torno al socialismo digital carece, a veces, de una visión adecuada sobre el Estado y la estrategia. Esto lleva a confundir las gigantescas potencialidades emancipatorias de las nuevas tecnologías, con sus determinaciones actuales como modos de existencia del capital y por lo tanto vehículos de la dominación y la desposesión. 

Es por eso que, demostrada la viabilidad técnica y contextual de la planificación democrática, es preciso pasar a un segundo campo de problemas político-institucionales. Planificar, entre otras cosas, significa proyectar la articulación de instancias discordantes, entre la planificación y el mercado, lo estatal, lo local y lo internacional, pero también lo que apunta al pasado y al futuro.

Entre mercado y plan: organización para el conflicto

Existe un viejo debate acerca de compatibilidad o no entre socialismo y mercado. Para algunos teóricos, se trata de formas sociales fundamentalmente incompatibles. Una sociedad postcapitalista de mercado, compuesta por cooperativas independientes vinculadas por el intercambio generalizado, no rompería con algunas determinaciones formales de la dominación social capitalista, dejando intacta la lógica social que subordina la producción y el consumo al imperativo fetichizado de la valorización. Cierta forma de planificación democrática centralizada y de gran escala, que interrumpa las valuaciones monetarias y la socialización mercantil, es indispensable para dar forma a la autoactividad popular. 

Sin embargo, existen «lecturas más matizadas» (p. 74) que permiten integrar elementos de mercado y planificación central en un diseño societario mixto. Retomando profusamente a Ernest Mandel, Arboleda busca un proyecto de socialismo que articule elementos de mercado con formas de transacción no monetarias, que puedan determinarse directamente en especie (p. 72) o que prescindan de las «señales de precios» mercantiles. Estas formas no mercantiles podrían estructurar grandes planes de macro escala, sin perjuicio de que se mantengan formas de mercado en otros niveles de la articulación social: «una institucionalidad postcapitalista debería estar en capacidad de encauzar todos aquellos mercados que no presupongan efectos desintegradores propios a su operación» (p. 80). 

Antes que una compartimentación definida de antemano entre ámbitos planificables y de mercado, Arboleda propone una planificación heterogénea atenta a la coordinación de lo discordante, que articule sin homogeneizar tiempos y formas diversos, irreductibles e incluso contradictorios en un proyecto común.

La articulación propuesta arriba se parece a lo que Daniel Bensaïd llama la contemporaneidad de lo no contemporáneo, que hace posible una imaginación estratégica de izquierdas como arte del contratiempo, y que Arboleda piensa también como arte del contraterritorio, en el sentido de la articulación de espacios sociales heterogéneos que no se subsumen en una única dinámica. Nos propone, entonces, planificar para el conflicto: «no pretender neutralizar las instancias antagónicas de lo social, sino más bien brindarles un cauce institucional» (p. 129), a contrapelo de la planificación estalinista que buscaba anular el conflicto subsumiéndolo bajo un comando centralizado. Dar forma al poder popular significa también dotar de articulación institucional a los tiempos discordantes y complejos de la transición democrática socialista.

La discordancia de formas y tiempos es doble. Existe una primera discordancia interna al sujeto popular, que hoy sabemos complejo, múltiple y fragmentado. «[La planificación] sería abigarrada, no solamente en su capacidad de combinar formas institucionales estatales y extraestatales (…) sino también públicos heterogéneos en cuanto a su composición de género, raza y clase» (p. 26). La segunda discordancia remite al antagonismo de clases. Retomando a Trotsky, Arboleda piensa la transición al socialismo democrático como un «turbulento devenir» (p. 126) en el que se combinan tareas políticas divergentes, ligadas a la autoconstitución del sujeto popular heterogéneo, pero también a la continuada —digámosle permanente— lucha contra la clase dominante. 

Planificar para el conflicto significa darle un cauce institucional a una sucesión escalada de reformas no reformistas que vayan arrinconando a la clase dominante, arrebatándole iniciativa y margen de maniobra hasta desposeerla de su capacidad para actuar y, al fin, destruirla como realidad social. Esto implica planificar la articulación de tiempos discordantes entre el corto y el largo plazo, preparando al poder popular para enfrentar las formas de boicot de las clases dominantes, desde las huelgas de inversiones y la fuga de capitales hasta las intentonas golpistas y las respuestas ultraconservadoras. 

Planificar no significa alisar el futuro ni reducir la heterogeneidad social, sino ampliar la contingencia y aumentar la inestabilidad en el doble proceso de autoconstitución de lo popular heterogéneo y lucha contra la burguesía siempre presta a la reacción violenta. «Entre más definida y determinada sea la política del proletariado en el poder, más inestable será el terreno sobre el cual esta se asienta» (Trotsky citado por Arboleda, p. 132).

La idea de una planificación multiescalar, en suma, no concierne solo al problema técnico-económico de la relación compleja entre socialismo y mercado. Nos arma de una imaginación estratégica capaz de hacer de la inestabilidad, la discordancia, la heterogeneidad y el abigarramiento los elementos fundamentales de una articulación política capaz de recoger los desarrollos desiguales y combinados del capitalismo actual.

Ni desarrollismo ni decrecimiento

¿Qué perspectiva político-económica puede informar la sucesión escalar de transformaciones capaces de conducir al autogobierno popular? Aquí Arboleda, otra vez, desafía las coordenadas constituidas del pensamiento político de la izquierda latinoamericana, por momentos dualizada entre proyectos neodesarrollistas y decrecionistas. 

Para los primeros, los países de la región necesitan una nueva ronda de desarrollo periférico que logre integrar a las masas excluidas a la vida asalariada y dar solvencia fiscal a Estados ampliados capaces de desplegar políticas de incorporación de demandas populares. Necesitaríamos, dicen los desarrollistas de izquierdas, mucho capitalismo ahora, mientras preparamos el camino para las tareas socialistas, siempre aplazadas a un futuro indeterminado. 

Del otro lado, sobre todo desde las militancias antiextractivas, se nos habla de resistir al (mal)desarrollo, frenar los proyectos de modernización capitalista y buscar formas de articulación social signadas por lo local, el escaso impacto tecnológico y a veces el dececimiento material y energético. 

Arboleda no ahorra en críticas punzantes hacia ambas perspectivas y propone una modernidad alternativa como horizonte de cambio social profundo, que no sea ni desarrollista y modernizante ni decrecionista y antimoderna.

Empecemos por el segundo campo. Arboleda pertenece a una generación política (que es también la de quien escribe) formada con ideas de autonomía local, de apuesta a lo comunitario contra lo estatal y de rechazo de los grandes proyectos políticos totalizantes. Su trabajo conlleva un intento de superación y balance crítico (aunque no completamente negativo) de esas políticas. «En años recientes, el pensamiento y la política radical empezaron a comprender —todavía tímidamente— que su apuesta de las últimas tres décadas por una política localista e identitaria, ha sido incapaz de ofrecer una alternativa coherente y viable al actual modoelo socioeconómico» (p. 53). 

Estas políticas «locales e identitarias» han tenido aportes y aciertos, en términos de denuncias de las formas de opresión y diversificación del «rango de sujetos posibles (más allá del proletariado asalariado, masculino y blanco)» (p. 53). Pero han sido incapaces de aunar realismo y utopía para traer al presente una política radical de transformación social, que sea capaz de sostener y desplegar el espectro de las luchas, profundizar las confrontaciones en un desarrollo espiralado y plantear una alternativa civilizatoria al capitalismo.

Para salir del impase de las lógicas identitarias-localistas, el autor propone redefinir «la arquitectura misma del aparato del Estado» (p. 59), disputando y pluralizando ese espacio estratégico. Esta disputa exige una «planificación contrahegemónica» que articule nuevas formas de institucionalidad revolucionaria capaces de aunar lo comunitario y lo estatal. Esto parece acercar a Arboleda a las versiones de izquierdas del neodesarrollismo, que confían la transformación social a una combinación de métodos de poder popular y disputa estatal, en una estrategia de pinzas que sintetice luchas «desde abajo» y «desde arriba». Sin embargo, el autor se opone por el vértice a las propuestas neodesarrollistas, que son intrínsecamente normalizadoras en términos sociales y ecocidas en términos ambientales. El autogobierno popular, como dice el capítulo 4, supone «planificar más allá del crecimiento infinito y el trabajo asalariado» (p. 89) y por lo tanto contra y más allá del desarrollismo.

Las pretendidas alternativas keynesianas y neodesarrollistas montan su dinámica temporal sobre la del capital, a la que amplían y profundizan. Por eso apuestan, generalmente, a salarizar exhaustivamente a la sociedad, en el sentido de hacer del trabajo capitalista, «alienado» y abstracto, la forma fundamental de integración social. El neodesarrollismo no es una política transformadora del contratiempo, sino una política de inclusión subordinada de las masas populares en la lógica del capital. Ningún horizonte de permanentismo revolucionario o de reformas no reformistas puede surgir de la profundización de la acumulación de capital o la integración subalterna de las masas al mundo asalariado. 

La idea de que necesitamos primero una larga acumulación de fuerzas en el marco del capitalismo para luego proyectar tareas socialistas o de ruptura reitera los peores idearios etapistas de los viejos Partidos Comunistas estalinizados. El ideario «progresista» o neodesarrollista necesita de la espera popular, del aplazamiento indefinido de las confrontaciones decisivas, mientras se amplifica la direccionalidad lineal-expansiva del capital. Además, se trata de una dinámica social profundamente destructiva de la naturaleza, cuyos tiempos de reposición son incompatibles con la «mala infinitud» del crecimiento capitalista. 

La planificación estratégica, en cambio, «debería reemplazar esta infinitud falsa por un control democrático del proceso de crecimiento económico, poniéndolo al servicio de las necesidades sociales y ecológicas, no de la autovalorización abstracta de la riqueza» (p. 90-91).

Con todo, Arboleda tampoco abona por una salida decrecionista frente al neodesarrollismo, como hacen varios activistas y teóricos del campo antiextractivista. El decrecimiento, allende su «valiente intento por deconstruir la ideología moderna del progreso» (p. 92) aparece como un mal horizonte de cambio social. Esta perspectiva sería inviable y catrastrófica en países periféricos, donde hay grandes necesidades básicas insatisfechas que exigen más —y no menos— consumo popular. 

El decrecimiento tiende a centrarse en una visión cuantitativa más que cualitativa del cambio sociotécnico, asumiendo implícitamente que el único patrón de desarrollo imaginable es el capitalista, lo que «asfixia la imaginación política y sociotécnica» (p. 94). Finalmente, el decrecimiento exige una crítica de orden libidinal. Esta corriente es «síntoma de la tendencia alientante y deslibidinizante que Mark Fisher veía en una izquierda posmoderna que es intrínsecamente conservadora en términos estéticos y formales» (p. 95). 

Si la disputa contra el capitalismo es también una disputa desde y por las formas de deseo populares, no hay proyección de alternativas políticas vibrantes y deseables fundadas en la culpa blanca por el consumo desmedido.

Ni desarrollista ni decrecionista, ni modernizante ni antimoderno, Arboleda (en este punto un atento lector de Postone y de Bolívar Echeverría) nos propone una idea de modernidad alternativa que no profundice ni simplemente frene la dinámica del capital. De lo que se trata, en cambio, es de reapropiarse en términos emancipatorios de las posibilidades sociales y técnicas creadas en forma alienada por el capital. 

Por eso la autoactividad popular como horizonte estratégico es más postcapitalista que anticapitalista. No busca solo resistir al capital desde una perspectiva reactiva, pero tampoco expandirlo en la ilusión del capitalismo inclusivo. Busca, en cambio, apropiarse subversivamente de los logros técnicos y sociales del capitalismo, remodulándolos para abrir sus potencialidades liberadoras, contenidas y bloqueadas en sus formas actuales. La autoactividad popular y los idearios de hackeo, rediseño y refuncionalización de los entramados técnicos del capital no son incompatibles, sino que pueden conectarse internamente en el arte estratégico del contratiempo y la planificación para el conflicto.

Modernidad ch’ixi y deseo poscapitalista

Para cerrar, diremos que el libro articula la exploración en las formas de deseo con la búsqueda de una modernidad ch’ixi o barroca. Si el neodesarrollismo es normalizador porque monta la política popular sobre las lógicas de la reproducción ampliada del capital, el decrecimiento es un primitivismo ascético incapaz de generar entusiasmo en las masas populares. 

Para salir de este doble impase, Arboleda propone un tercer paradigma que se mueve hacia «estados psíquicos de bienestar, pero también hacia lo hedonista, lo extraño y lo nuevo (…) hacia un socialismo ch’ixi o cyborg que no busque en el baúl del pasado un (imposible) equilibrio místico, sino que pueda integrar lo orgánico y lo industrial, lo urbano y o rural, lo ecológico y lo tecnológico» (p. 96). 

De vuelta, frente a las tesis unilaterales, un arte del contratiempo y la articulación heterogénea, que integre la noción de límite (ecológico) con el deseo transgresor, mutante y hedonista que encontramos en las vidas queer, los horizontes tecnoutópicos y los anhelos de lo extraño levantados por corrientes como el xenofemnismo o, más ampliamente, por las múltiples herencias de la nueva izquierda de los años 60. Esta política del deseo exige un «hedonismo alternativo» (p. 29) que rompa con las ideas de placer del capital, incluido su estilo de vida apresurado y «cronocéntrico», pero que también logre desplegar formas proliferantes, mutantes, queer (o cuir) del deseo que vayan más allá del ascetismo bucólico decrecionista.

Este deseo de lo extraño, situado en los contratiempos de la técnica, la subjetividad y la política busca, finalmente, una complicación temporal que no es puramente romántica (en el sentido de orientada al pasado), ni puramente aceleracionista (en el sentido de orientada al futuro), sino ambas cosas a la vez. Esto lo pone en la estela del «romanticismo revolucionario» pregonado por Michael Löwy o Walter Benjamin, pero también lo constituye en un pleno marxista latinoamericano, al modo de José Carlos Mariátegui o Bolívar Echeverría. 

El autogobierno popular no es un ideal modernizador, pero tampoco es una rémora del pasado que haya que preservar. La oposición entre una izquierda orientada al futuro y una orientada al pasado «clausura trayectorias civilizatorias complejas, barrocas y heterogéneas, en las que la vida social siga siendo moderna, pero al mismo tiempo radicalmente alternativa» (p. 96).

Lo barroco, lo abigarrado, lo ch’ixi cimientan de diferentes modos una modernidad alternativa desde Latinoamérica según los planteos de Bolívar Echeverría, René Zavaleta y Silvia Rivera Cusicanqui, respectivamente. La idea de modernidad alternativa, que apunta a la vez al pasado y al futuro, es desarrollada más extensamente en el libro anterior del autor, Planetary Mine. Siguiendo a Postone y la tesis de la refuncionalización emancipatoria de los resultados sociotécnicos del capital, Arboleda nos propone un ideario cyborg centrado en el hackeo de los entramados tecnológicos capitalistas. Pero, siguiendo a estos pensadores latinoamericanos, nos propone que esa política cyborg de refuncionalización técnica implica también cierto retorno a las formas de comunidad precapitalistas, con sus lógicas de producción para el valor de uso, respeto por la naturaleza y construcción de tecnologías más conviviales y menos agresivas con la naturaleza. 

Lo moderno y lo antiguo, lo aceleracionista y lo romántico, lo futurista y lo comunitario se combinan entonces en la idea de modernidad ch’ixi o barroca, que, nuevamente, acompasa tiempos y momentos heterogéneos para una política que no es, de modo simple, ni modernizante ni de restitución del pasado. Esa política, finalmente, tiene más posibilidades de producir un deseo poscapitalista, superando la dicotomía entre un aceleracionismo tecnoutópico y modernizante (con su desprecio por lo comunitario y por el pasado) y un decrecionismo ascético y bucólico (con su desprecio por la tecnología y los deseos mutantes surgidos con la modernidad). La combinación de elementos heterogéneos permite restituir los derechos del pasado en medio de una política futurista y tecnológicamente afirmativa.

Estas formaciones de impugnación sociopolítica, señala Rivera Cusicanqui, evidencian los primeros indicios de lo que ella denomina modernidad ch’ixi: la combinación estructural de elementos dispares que se unen sin hibridar o fusionar, de la misma manera que el gris jaspeado aparece a los sentidos como un color distinto pero es una amalgama de puntos blancos y negros (Planetary Mine, p. 175).

La atención a las temporalidades arremolinadas permite inscribir a Arboleda en la herencia de Mariátegui, que buscaba en el ayllu andino los elementos de un socialismo práctico capaz de producir un futuro poscapitalista. También lo pondría en diálogo con los estudios del Marx tardío sobre la comuna rural rusa como posible germen de una transición socialista en medio del capitalismo moderno. Esta modulación de temporalidades marca tal vez la mayor originalidad del pensamiento de Arboleda, que trastoca y supera la oposición entre una izquierda romántica, nostálgica, carente de proyectos de futuro emocionantes, y una izquierda futurista que desprecia al pasado y no puede dialogar con las formas heredadas de lo popular y lo comunitario.

Siguiendo el hilo de las temporalidades múltiples, acompasadas pero discordantes, Arboleda despliega en múltiples planos las lógicas del contratiempo y el contraterritorio. Con esto busca, una y otra vez, superar la dicotomía fundamental del presente, entre una política realista sin tensión utópica, de un lado, y un utopismo abstracto sin chequeos de racionalidad práctica y realizabilidad concreta, del otro. La recuperación de la racionalidad estratégica, como articulación tensa y abigarrada de lógicas múltiples en constante proliferación, constituye sin dudas un aporte clave para la reinvención estratégica de la izquierda continental y también mundial.

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