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Su tradición y la nuestra

Traducción: Valentín Huarte

Los conservadores dicen defender la tradición, pero en realidad defienden la desigualdad social y las jerarquías heredadas. Los socialistas, en cambio, tenemos la tarea de realzar la tradición de resistencia de la clase obrera.

La derecha política suele definirse como defensora de la tradición, es decir, de esas normas, valores y rituales que tanto apreciamos y de las comunidades que los sostienen. A veces con razón, se considera que estos elementos están conectados: las normas y los valores no pueden durar a menos que estén anclados en comunidades estables. Y, a la vez, la comunidad es importante precisamente porque transmite a los miembros de una comunidad determinada toda una serie de hábitos y rituales, una experiencia profunda de reciprocidad.

La derecha comprende que para la mayoría de las personas, estos fenómenos tienen un valor inmenso y se presenta constantemente como su defensora ideal. Por el contrario, la izquierda suele ser considerada como una fuerza que desdeña la tradición. Dada su crítica del statu quo, su asociación con las fuerzas del cambio y su defensa de los derechos individuales, la izquierda suele ser percibida como una tendencia que busca destruir esos «modos de vida» gracias a los cuales las personas logran dotar de sentido a su existencia. De esta manera, se afirma que la derecha defiende a la comunidad y la izquierda es partidaria de un individualismo iconoclasta.

Evidentemente hay algo de cierto en esta descripción. Es verdad que la derecha intenta realzar algunos elementos importantes de la cultura tradicional. La izquierda, por su parte, efectivamente busca terminar con muchas instituciones heredadas de un pasado lejano. Los himnos socialistas suelen representar adecuadamente esta temática. «La Internacional» habla de cambiar el mundo de base, mientras que «Solidarity Forever», uno de los himnos sindicales más famosos de Estados Unidos, afirma que podemos hacer un nuevo mundo de las ascuas del antiguo. Pero aunque es posible, hasta cierto punto, contentarse con esta polarización tradicional, es probable que distorsione más de lo que explica.

En primer lugar, la izquierda nunca fue completamente hostil a la tradición y a la comunidad. De haberlo hecho, su fuerza política se hubiese agotado casi inmediatamente. De hecho, los socialistas y los sindicalistas siempre pusieron un gran esfuerzo en recuperar y fortalecer las prácticas de resistencia de las regiones en las que se organizan. Esas prácticas no son más que una cultura, una tradición de lucha. Cada vez que los socialistas lograron organizar a los trabajadores en las ciudades mineras, en la industria textil, en las plantas siderúrgicas, en las madereras, en los puertos y en los muelles, se apoyaron en antiguas tradiciones de resistencia y de lucha colectiva.

De nuevo, la música de la izquierda ilustra bien esta situación. Los Trabajadores Industriales del Mundo, conocidos como los Wobblies, fueron uno de los movimientos obreros más importantes de la historia estadounidense y estuvieron a la cabeza del sindicalismo revolucionario de comienzos del siglo veinte. Utilizaban la música folk para desarrollar la conciencia de clase y el sentimiento de comunidad en los piquetes. De esta manera, estuvieron detrás del surgimiento de figuras como Joe Hill, que a su vez tuvo una gran influencia en las generaciones futuras de músicos de izquierda, como Woody Guthrie y Pete Seeger.

Una buena parte de su material más popular está en el Pequeño cancionero rojo. Pero las canciones no eran nuevas. De hecho, casi todas eran himnos que remitían a tradiciones bíblicas. No se trató simplemente de un caso de apropiación de música religiosa: estos himnos habían sido muy importantes en épocas de lucha anteriores, desde la abolición de la esclavitud a la guerra de secesión, pasando por los primeros círculos obreros. En algunos casos, ni siquiera se modificaron mucho las canciones originales. En los años 1930, cuando el movimiento obrero organizó a los trabajadores negros del sur de Estados Unidos, adoptó la canción «We Are Climbing Jacob’s Ladder» y cada nuevo peldaño de la escalera representaba un nuevo trabajador que se unía a la causa.

 

 


 

La izquierda nunca fue hostil a la tradición y a la comunidad.

 


 

 

Estas tradiciones de lucha y resistencia en las que suele apoyarse la izquierda, se consolidaron a lo largo de muchas décadas con el fin de sostener a las familias obreras en tiempos difíciles y en su lucha contra los patrones. Es un fenómeno multidimensional. En algunos casos, se trata de redes informales que sirven de apoyo a las familias en épocas de escasez, de distintos tipos de asistencia mutua para sobrellevar episodios de desempleo y de instituciones religiosas o culturales que brindan apoyo moral. Luego están las distintas representaciones simbólicas y literarias que codifican ciertas tradiciones de resistencia, como las que discutimos antes: las canciones, los poemas y los mitos típicos de las comunidades obreras.

No es sorprendente que todo esto se traduzca como una defensa de la comunidad obrera. Esto es así al menos en dos sentidos. El primero es defensivo: los socialistas intentan proteger y fortalecer las tradiciones colectivas y las instituciones compartidas que supieron crear los trabajadores. Comprenden que cuando los patrones dejan a miles de personas en la calle, cuando atentan contra los salarios y se llevan el capital a otra parte, no solo destruyen los empleos, sino todo un modo de vida. Desgarran comunidades enteras, y la lucha por el empleo no es más que una defensa de esa comunidad contra el capital. Entonces, los socialistas se insertan en esas comunidades, se vuelven parte de ella y se unen a la lucha para sostenerla.

La otra forma en la que la izquierda promueve la comunidad es construyéndola de cero allí donde no existía. Los socialistas comprenden que el efecto más poderoso y destructivo del capital es arrojar a las personas al mercado de trabajo para que compitan unas con otras. En esa lucha constante por empleo y seguridad, se fuerza a los trabajadores a enfrentarse a sus pares como si fuesen una amenaza, como si fuesen rivales en la lucha por el sustento. Si la organización clasista pretende ser efectiva, es necesario contrarrestar las fuerzas que dividen a los trabajadores, mediante la creación de organizaciones que sirvan para unirlos: sindicatos, organizaciones vecinales, partidos políticos, clubes de trabajadores y otras iniciativas similares.

Como dije antes, estas organizaciones suelen apoyarse en las culturas de solidaridad y lucha existentes. De hecho, uno de los ejemplos más importantes es la Liga de los justos: la organización cristiana que terminó siendo la base de la Liga comunista de Marx y Engels. Pero muchas veces es necesario crear ese sentimiento de mutualidad en lugares donde no existía previamente. Los sindicatos y los partidos cumplen un rol fundamental a la hora de forjar nuevas identidades políticas y, consecuentemente, nuevas comunidades políticas, sin las que los movimientos sencillamente se derrumbarían.

Estos son algunos de los aspectos más importantes en los que la izquierda empalma con la tradición, contra la acusación de que solo buscaría destruirla. Pero entonces, ¿qué diferencia esta defensa de la tradición de la que emprende la derecha? Lo cierto es que ninguno de los dos bandos adopta la posición de una defensa o de una condena de la tradición en general. Cada uno selecciona ciertos elementos de la cultura que encajan con sus objetivos políticos y es más bien hostil o indiferente frente a aquellos que no lo hacen. Cada lado busca fortalecer esas partes de la cultura que se alinean con sus objetivos y debilitan a su oposición. Para la izquierda esto significa realzar las tradiciones que fortalecen al trabajo frente al capital.

Pero subyace a todo esto un principio más profundo: los elementos de la cultura que deberían preservarse son aquellos que socavan cualquier tipo de poder ilegítimo. En la actualidad, el poder del capital sobre los trabajadores es el ejemplo más importante en este sentido. Pero el mismo principio aplica a otras formas de dominación: género, raza, identidad étnica y nación. De esta manera, los socialistas supieron celebrar las tradiciones de resistencia de las comunidades campesinas contra las élites rurales, las de las luchas nacionales contra el poder imperial y las de las mujeres en la defensa de sus derechos reproductivos. Muchas veces fueron más allá: después de todo, la Liga Espartaquista de Rosa Luxemburgo tomó ese nombre de una revuelta de esclavos contra el Imperio romano ocurrida dos mil años antes.

La izquierda reconoce que las culturas de todo el mundo tienen tradiciones de resistencia similares. Sin importar si se trata de Medio Oriente, de Asia, de África o de las Américas, los grupos que enfrentan las distintas formas de dominación social, crearon culturas de resistencia muy ricas, y ese es el motivo por el que la izquierda, en cada región, siempre fue capaz de integrar sus principios básicos a las prácticas locales con el fin de fortalecerlas. Cada izquierda se transforma así en una izquierda local, respetuosa de las tradiciones de lucha de cada territorio, sin dejar por ello de ser parte de un movimiento mundial, que despliega un principio general contra la dominación social. Lo general y lo específico no se oponen: se sostienen entre sí.

 

 


 

Los elementos de la cultura que deberían preservarse son aquellos que socavan cualquier tipo de poder ilegítimo.

 


 

 

Consideremos ahora el caso de la derecha: ¿cómo se vincula con la tradición? No cabe duda de que se presenta como su defensora. Pero, ¿qué aspectos realza? Hubo una época, durante la infancia del capitalismo, en la que era posible identificar a los conservadores como críticos de la fuerza brutal del mercado, es decir, como grupos que luchaban por preservar principios comunitarios y modos de vida antiguos frente a la incursión de las fuerzas mercantiles. De este modo, el horror que sentía Edmund Burke frente al fomento exclusivo de la ganancia capitalista era genuino, y defendía consecuentemente las viejas costumbres frente a las fuerzas corrosivas del capital.

Era un conservadurismo que todavía estaba atado a los valores feudales. Pero a mediados del siglo veinte, la posición de clase del conservadurismo cambió. En esa época los conservadores y la derecha dejaron de representar la posición de las élites agrarias frente al creciente mercado capitalista. Ahora intentaban sostener el capitalismo, y la clase a la que servían era la clase del capital en su lucha contra el ascenso de los movimientos obreros de todo el mundo. Lejos de intentar preservar el viejo orden, ahora batallaban a favor del capitalismo contra las demandas de redistribución y contra el socialismo.

Este realineamiento, que afectó el basamento de clase de la derecha, complejiza su vínculo proclamado con la tradición. Siendo representante del capital, es difícil comprender que llegue a percibírsela como defensora de la comunidad y de sus principios. Tal como señalaron los primeros conservadores, el capitalismo debilita la comunidad y, con ella, todas las tradiciones más o menos respetadas. Es un sistema que prioriza sobre todo la ganancia, y, en la búsqueda de incrementar sus ingresos, los inversores no dudan ni un minuto a la hora de destruir las prácticas del pasado, destrozar las comunidades, cortar todos los lazos sociales o lanzar a millones de personas al mercado de trabajo.

En este caso, es la derecha la que atenta contra las «viejas costumbres», no la izquierda. Pero, al igual que en el caso de la izquierda, esto no significa que los conservadores tengan un desprecio absoluto por todas las prácticas heredadas. Aunque sea imperfecto y sus fuerzas busquen ocultarlo por todos los medios, la derecha también aplica un principio de selección. Es simple: realza las tradiciones que ayudan a sostener la sacralidad de la propiedad privada.

Entonces, los aspectos de la cultura que fortalecen a los trabajadores, los mismos que busca fortalecer la izquierda, son los que la derecha, o bien ignora, o bien busca debilitar activamente: la idea, tan común en las economías feudales, de que los individuos tienen derechos sobre los bienes comunes, la tradición del apoyo mutuo, las instituciones de lucha colectiva, y todos los aspectos de la tradición que podrían integrarse en esta serie, son directamente atacados por la derecha contemporánea.

Además, en su defensa de la propiedad, la derecha es la partidaria más vigorosa del individualismo. Pues, ¿qué es la propiedad privada, sino la afirmación fundamental del individuo sobre la comunidad? Los derechos de propiedad dotan a los capitalistas de un poder tremendo sobre el resto de la población.

Es un poder que determina quién sobrevive y quién no, quién tiene seguridad y quién no, cuál es el estándar de vida de miles de millones de personas, en síntesis, un poder capaz de disponer de la fuerza de trabajo y, consecuentemente, de la vida de las personas durante casi todas sus horas de vigilia. Y este poder se sostiene y se defiende contra todas las reivindicaciones colectivas que buscan compensarlo: es un poder del individuo contra la comunidad, afirmado y realzado frente a cualquier ideal comunitario. Ese mismo poder es el que se despliega luego para desgarrar el tejido social con una lógica fría y despiadada.

Los socialistas siempre fueron críticos acérrimos de la tradición, pero no plantean un antagonismo indiscriminado contra las viejas costumbres: atacan los componentes de la cultura que sostienen la dominación social del capital, es decir, los que inhiben el impulso de las personas hacia la autodeterminación. No inventaron este principio, simplemente supieron articularlo. Lo encontraron en las luchas cotidianas de los trabajadores por no sucumbir ante un sistema mercantil implacable.

Estas luchas fueron motivadas por el mismo impulso de autonomía y libertad de toda dominación que la izquierda utilizó para construir una teoría y una ideología. Aun si la izquierda desaparece mañana, ese impulso seguirá motivando a los trabajadores. La larga historia de crítica que define a la izquierda no debería llevar a considerar que esta fuerza es un grupo de iconoclastas compulsivos y cosmopolitas despiadados. Esa definición aplica mejor a los defensores del capital. Como escribió alguna vez Tony Benn, «Soy tradicionalista. Hay dos tipos de tradición. Está la tradición de la obediencia, la sumisión, la jerarquía y la disciplina; y, luego, está la tradición que nosotros celebramos: la de la independencia, los derechos humanos, la democracia y el internacionalismo».

A medida que la izquierda siga fortaleciéndose, sabrá integrarse —como hicieron todas las generaciones anteriores— en la vida cotidiana de los trabajadores. También sabrá desenterrar y fortalecer tradiciones de lucha, defender la comunidad contra las fuerzas del mercado y crear comunidad en esos sitios en que los fue destruida. Y, por supuesto, combatirá otras tradiciones: las que se presentan como un obstáculo para que las personas tengan vidas seguras y dignas.

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Publicado en Artículos, Cultura, Ideología and Sociedad

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