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Manual para encender El Capital

¿Qué cosa es El capital? ¿Un manual de economía? ¿Un arma contra la burguesía? ¿Un testimonio histórico de la sociedad industrial de mediados del siglo XIX? Nada de eso, sino que mucho más.

El texto que sigue es un fragmento de El desciframiento del mercado. Brillo, automatismo y lógica en Karl Marx (Prometeo Libros, 2021).

 

En las calles más animadas de Londres cada tienda se estrecha a la otra, y tras sus huecos ojos de vidrio (Glasaugen) resplandecen todas las riquezas del mundo, chales indios, revólveres estadounidenses, porcelana china, corsés parisinos, pieles rusas y especias tropicales, pero todas esas cosas mundanas portan en sus frentes las fatales etiquetas blancuzcas, donde las cifras arábigas con los lacónicos caracteres £, sh. y d. fueron grabados. Tal es la imagen de las mercancías que aparece en la circulación. (Karl Marx, 1859, Contribución a la crítica de la economía política)

Un gadget expresa el hecho de que, en el momento en que la masa de mercancías se desliza hacia la aberración, lo aberrante mismo deviene una mercancía especial. (Guy Debord, 1967, La sociedad del espectáculo)

 

Karl Heinrich Marx nació en 1818 en Tréveris, Prusia, y fue hallado muerto en su sillón en 1883 en Londres, Inglaterra. En su adolescencia, fue como todo el mundo: fumó demasiado, tomó demasiado y se compró un arma (recuerdos de esa época es una cicatriz de balazo que arrastra en el ojo izquierdo). Además de ser uno de los mejores insultadores y provocadores del siglo XIX —tenía veinticuatro anos cuando el zar Nicolas I de Rusia exigió su destierro—, Marx fue un escritor ambicioso. Empezó de joven, cuando compuso algunas poesías olvidables, una tragedia inconclusa y una novela absurda, Escorpión y Félix, visiblemente la obra de un loco o un borracho. Exigente en su labor, si la prosa perdía fuerza y belleza, interrumpía el trabajo para releer a Shakespeare, Dante y Goethe, sus campos intensivos de entrenamiento. Tradujo a Ovidio, Tácito y Aristóteles, y aprendió inglés leyendo a Charles Dickens y ruso con Nikolái Gógol. En su escritura intercala el análisis matemático, la antropología evolucionista y la literatura fantástica; el autómata de Hoffmann, el hombre sin sombra de Chamisso, el monstruo de Mary Shelley, los vampiros de Polidori y Rymer, la licantropía y los cuentos de hadas son integrados al teatro universal de su escritura.

Lector omnívoro, proyectó varias historias de carácter histórico y teórico, como una historia de la tecnología, variados tratados sobre ciencias naturales, una historia de la lógica, otra de la filosofía, una obra crítica sobre Honoré de Balzac, una introducción a la dialéctica de Hegel, una explicación de los griegos tardíos y una obra sobre cálculo diferencial, que algunos consideraron perdida y otros inexistente. Y también, por supuesto, «un libro sobre economía política».

En 1867, Marx fue personalmente a llevar a su editor la única copia existente de su obra maestra sobre la economía política, un compendio del universo que llevó el título El capital y el subtítulo Crítica de la economía política. Cinco años después aparece una reedición en que retocó sustancialmente los primeros capítulos para alcanzar la «totalidad artística» a la que aspiró. Le llevó, en total, treinta años ponerla «en buen estilo» —desde 1844 a 1872—, con lo cual tardó el triple que la Guerra y paz de Tolstoi y Ulises de Joyce juntos. El resultado material fue una saga dilatada que incluyó precuelas (textos preparatorios) y secuelas (reediciones), que sumaron unos miles de páginas en total.

Pero… ¿Qué cosa es El capital? ¿Un manual de economía? ¿Un arma contra la burguesía? ¿Un testimonio histórico de la sociedad industrial de mediados del siglo XIX? Nada de eso, sino que mucho más.

Por su contenido es la más brillante exposición escrita acerca de nuestra sociedad mundial, el domo totalitario en que las diversas naciones, las capacidades humanas y el maní empaquetado conviven en una extraña armonía de equivalencias. Das Kapital es, ante todo, una presentación del mercado mundial, el ‘ojo de vidrio’ en que las naciones del mundo ingresan bajo el rótulo de mercancías exóticas: chales de la India, revólveres norteamericanos, porcelana china, corsés de París, pieles de Rusia y especias tropicales, la sociedad de las naciones en tanto «Made in». Es lo que Marx, al detenerse ante el vulgar escaparate, vislumbró como una maqueta de la globalización.

Por su diseño formal, El capital es un mamotreto prodigioso, un artefacto literario que procesa el estúpido azar de la historia para devolverlo bajo la forma de páginas consistentes: «Soy una máquina —escribió en abril de 1868—, por cierto, condenada a devorar libros y luego expulsarlos con su forma alterada en la pila de estiércol de la historia». Me arriesgaría a decir que El capital, correctamente manipulado, es un Google que viene acumulando entradas desde la era victoriana.

¡Pero veamos! La mejor demostración de cualquier máquina explicativa es su puesta en funcionamiento. Para encender El capital hay que atenerse a una regla muy sencilla, enunciada por su programador desde 1857 como «lo más desarrollado es lo posterior». Esto significa que su mejor versión siempre apunta al futuro, comienza —dice Marx— post festum, después de los acontecimientos. A cada lector histórico —ustedes o yo— se le impone la tarea de la descarga de actualizaciones para obtener una imagen del mercado mundial a la altura de su presente. Para esto no hay más que abrir este libro, ubicar el primer párrafo de la primera página, y sincronizar la sociedad de mercado de mediados del siglo XIX con la del XXI del siguiente modo:

La riqueza de las sociedades en las que señorea el modo de producción capitalista aparece como un «enorme cúmulo de “gadgets”», y el «gadget» individual como la forma elemental de esa riqueza. Nuestra pesquisa, por consiguiente, se inicia con el análisis del «gadget».

Este modo práctico de resolver los anacronismos –el détournement que ya había sido puesto en práctica hace medio siglo por Guy Debord en su Sociedad del espectáculo– es la tontería que preludia la severidad de una constatación, basada en el hecho de que el análisis marxista de la mercancía mejora con cada nuevo autómata brillante que es arrojado en la esfera del mercado. Y cuando digo «autómata» digo bien, porque —como se verá— en El capital las cosas perdieron el carácter instrumental propio del mundo artesanal para adquirir una autonomía tecnológica. Y cuando digo «brillante» también digo bien, porque —como se verá— en El capital las mercancías valen por sus cualidades refractantes y no por su trabajo oculto.

Lo que intento decir, en definitiva, es que en la anatomía del gadget se leen de modo prístino todas las características de las mercancías del siglo XIX: el brillo luminoso de la seducción, la autonomía funcional de la máquina y la presencia de una red internacional de mercaderías. El smarthphone, por ejemplo, es la materialización del ojo vidriado del que hablaba Marx y, por lo tanto, una de nuestras ventanas para acceder al alma artificial del mercado mundial.

Es cierto que para Marx las cosas no fueron tan fáciles, porque tuvo que ejemplificar El capital con cosas salidas de su miserable entorno, como un trozo de lienzo, su chaqueta de invierno y la mesa que oficiaba de escritorio, objetos cotidianos y llenos de polvo sobre los cuales era muy difícil descifrar toda la metafísica, teología y magia del mercado mundial. No le quedó otra que hacer meditar a la mesa, poner a hablar al lienzo y revelar a la chaqueta como un Jesucristo en formato de trapo. «Marx patina», dijo Louis Althusser cuando leyó estos capítulos salidos de una mala película de Disney, mierda metafísica y literaria donde el mobiliario se pone a bailar y parlotear. Sin embargo, nada de esto hubiera sucedido, quiero decir, El capital no habría pasado por esta ignominia, si Karl Heinrich hubiera metido la mano en el bolsillo del saco y hubiera palpado el pellejo sedoso de un teléfono inteligente. Le habría bastado, para disolver la crítica roedora de los ratones, con señalar la pantalla del smarthphone y decir: «he aquí el brillo sensual de los autómatas, Hic Rhodus, hic salta», aquí está Rodas, lector, salta aquí.

Todo esto, naturalmente, puede parecer una invención mía. No obstante, Karl Marx es el maestro en el arte de la reducción de los grandes dramas sociales a la vida interior de las pequeñas cosas y si en este libro se verán aparecer tablets, algunos electrodomésticos y otros anacronismos igual de agresivos es porque soy un buen imitador de la prepotencia de Marx. Y, especialmente, de la prepotencia de El capital, esa obra que no sabe absolutamente nada del materialismo histórico, pero que sabe absolutamente todo del dinero y las mercancías (¡y precisamente Marx! ¡Ese muerto de hambre! «No creo —le comentó a Engels— que alguna vez se haya escrito sobre el dinero careciendo a tal punto de él»). Por eso, para captar el sistema mundial del mercado tal como relampagueaba en la mente de Marx, para comprender los engranajes de su máquina explicativa, el mejor método ahora es ir hacia sus pequeños objetos.

Más específicamente, dos cosas y nada más que dos.

La piedra brillante

«¡Pero qué tontería! Dios puede ser cualquier cosa. Solamente se le tiene que nombrar». Se dio la vuelta hacia el muchacho que estaba más cerca de él, uno pelirrojo. «Un animal no. Huye. Pero una cosa, te das cuenta, se queda. Entrás en la habitación, de día o de noche, y siempre está ahí, por eso puede ser perfectamente Dios». Paulatinamente fueron convenciéndose todos los demás. «Pero necesitamos un pequeño objeto que se pueda llevar encima, sino no tendrá sentido. ¡Vacíen sus bolsillos!». (Rainer Maria Rilke, 1904, De cómo un dedal llegó a ser el Buen Dios)

 

La primera cosa es el oro. Gracias a una anécdota que leyó en 1842 en Bonn, cuando tenía unos veinticuatro años, Marx comprendió rápidamente que la cosa dineraria es un fetiche en todo su sentido religioso. La anécdota le salió al encuentro en una de sus aventuras intelectuales, su lectura de un libro titulado Del culto de los dioses fetiches, y se remonta a un hecho violento sucedido en la isla La Española, allá por 1511, de la que fue testigo y narrador Bartolomé De las Casas.

La historia es la que sigue: un cacique taíno viene huyendo de los españoles desde Haití, en una canoa con dirección a Cuba. Acaba de ser testigo de una masacre nunca vista en la historia del continente. Cuando llegó a la otra orilla, organizó rápidamente una famosa conferencia entre los caribes, puesto que había resuelto el gran enigma de la invasión: «¿Sabéis quizá por qué lo hacen?», preguntó Hatuey, en referencia a la violencia radical e inédita que incluyó arcabuces, violaciones, perros furiosos y viruela española. Y señalando una canasta llena de oro respondió: «Veis aquí el dios de los cristianos». Acto seguido, los caribes, recuerda Marx, «celebraron una fiesta y cantaron para él, y luego lo arrojaron al mar».

Marx  reconoció,  en  esta  sinceridad  extranjera  de  Hatuey,  que la oscura pasión del alienígena occidental por las piedras no es algo que pueda deducirse. El oro en tanto Fetisch der Spanier es una pura contingencia. Y es que desde el punto de vista de Hatuey y de los caribes el hecho de que Cristo fuera una piedra brillante es tan inoportuno y sorprendente como si se hubiera tratado de cucharas de madera o cortinas color mate. La piedra se la percibe, pero no se la infiere, y de ahí que el conferenciante Hatuey llevara prudentemente material didáctico a la charla caribeña.

Por eso Karl Heinrich se fastidia, una y otra vez, cuando la economía política apela a las «propiedades naturales» de este mineral para explicar su rol de dinero: es fraccionable, fundible, escaso, purificable, transportable, grabable, duradero, etcétera. En realidad, es el resultado de un caprichoso accidente, similar al «¡vacíen sus bolsillos!» de los niños de Rilke. Los economistas políticos, avergonzados por su recaída en el mercantilismo, se comportan como el disoluto que es sorprendido masturbándose con una media usada: se defiende de la mirada alegando las indudables cualidades naturales y ergonómicas que hacen de la media preferible a los zepelines alemanes o los mazos de cartas. Podrá ser cierto, pero eso no explica la media.

Ya instalado en París, en sus manuscritos de 1844 Marx da por sentado que la materia del dinero es el fetiche de Occidente. Y le viene a la memoria el Fausto de Goethe —finalizada hacía poco más de una década—, para quien este dios cósico, material y portátil, el oro, ante determinadas fórmulas del deseo hace realidad los sueños, porque «si puedo pagar seis caballos, ¿no son mías las fuerzas de ellos?». Al respecto, comenta Marx:

Eso que yo soy y puedo no está determinado de ningún modo por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Así, no soy feo, porque el efecto de la fealdad, su fuerza disuasoria, es anonadada por el dinero. Yo –por mi individualidad– soy lisiado, pero el dinero me asegura veinticuatro piernas, entonces no soy lisiado (…) [El dinero] transforma mis deseos a partir de la esencia de la representación, traspone su ser pensado, representado y querido en su ser sensible, real; de la representación a la vida, del ser representado al ser real. Como mediación, es la fuerza verdaderamente creadora.

Al igual que los talismanes, los amuletos y los oráculos, las «cosas dotadas de una virtud divina», el oro tiene un valor de uso sobrenatural. Y, lo más importante, su portador rompe todos los lazos medievales de la sangre y se eleva por encima de la habilidad y la destreza del artesano para instalar una potencia basada en la simple posesión de una cosa: «eso» (das) define lo que soy y lo que puedo. En contraste con el modelo artesanal del trabajador, el maestro de obras que demuestra su superioridad sobre la abeja al anticipar en su mente lo que va a construir, el portador del dinero es como Aladino con su lámpara, que pasa del proyecto a la realización sin tener que pasar por el camino cuesta arriba del trabajo.

En 1857 la cuestión sigue palpitando en su cabeza. Marx se clarifica a sí mismo el siguiente punto: que, si el portador del dinero tiene «el dominio absoluto sobre la sociedad, sobre todo el mundo de los goces, de los trabajos, etcétera», es porque cada cosa que existe como mercancía es una metonimia material del oro. Esto quiere decir que la sociedad mundial del mercado no solo está fascinada por la roca sagrada, sino por cada una de sus pequeñas mercancías que, de algún modo, evocan el oro con esa «envoltura cósica» (Dinglicher Hülle) que las hace adorables, como si las rodeara una película brillante. El oro es la «fuerza (Kraft) galvano-química de la sociedad», la «materia general» en que las cosas «deben ser sumergidas, doradas y plateadas para ganar su libre existencia como valores de cambio». Según esta metáfora, cada mercancía es sumergida en la enorme fondue del dinero para adquirir el finísimo enchapado del valor, lo único que acredita, ante la mirada, que hay valor en esa porción de naturaleza.

Pero habrá que esperar hasta El capital para que Marx revele los detalles de ese rito secreto que, correlacionando los términos de determinada manera, convierte a las simples cosas en dioses sobre la tierra. Como prolegómeno, digamos que es la única teoría moderna del mercado que da por sentado que la adoración primitiva es el fundamento de la economía capitalista. De la teoría del fetichismo surge el anuncio horroroso de que la historia de la humanidad ingresó, sin darse cuenta, a una fase gobernada por las cosas, dando a la curva histórica de miles y miles de años de progreso material e intelectual un remate jocoso: el fin de la historia humana culmina en las sociedades prehistóricas. Este es el único sentido en que puede hablarse de materialismo para interpretar el capitalismo, como un modo de nombrar una nueva época, una era mineral en que, de algún modo, las cosas inorgánicas tomaron el control de la sociedad: como los portadores del smartphone, nosotros, sus súbditos, inclinamos ligeramente el cuello ante el mundo de las mercancías.

El reloj mecánico

No entienda el lector que siento temor alguno de las máquinas que hoy en día existen; probablemente éstas no sean más que un prototipo de la futura vida mecánica. Las máquinas actuales guardan la misma relación con las del futuro que los primeros saurios guardan con el hombre. Es probable que las más grandes disminuyan de tamaño. Algunos de los vertebrados más primitivos tenían gran tamaño, si bien sus descendientes actuales, mejor organizados, han disminuido de tamaño. De forma similar, las disminuciones de tamaño de las máquinas a menudo suponen avance y progreso. Tomemos un reloj de bolsillo, por ejemplo. (Samuel Butler, 1872, Erewhon o al otro lado de las montañas)

 

La segunda cosa en cuestión es el grano de arena que desquició la relación del hombre con la naturaleza, y que en la biografía de Marx tiene el efecto de un trauma diferido. Esta historia comienza a principios de julio de 1850, durante una cena con Wilhelm Liebknecht y Friedrich Engels en Londres, cuando Marx declaró, cerveza en mano, que una nueva revolución se aproximaba y que iba a ser perpetrada por las ciencias naturales. Como prueba del futuro, Marx les confió que en Regent Street hay un trencito eléctrico en exhibición. Y «todo sonrojado y excitado» exclamó lo siguiente:

Ahora el problema está resuelto. Las consecuencias son imprevisibles. En la estela de la revolución económica la política debe necesariamente seguirla, porque la última es solo expresión de la anterior.

Liebknecht, que narra los detalles de este encuentro en su memoria biográfica de 1896, comenta que a la mañana siguiente fue corriendo y efectivamente estaba allí «la locomotora y el tren dando vueltas alegremente». Detrás de la vidriera, estaba la chispa eléctrica que iba a reorganizar el universo como antes lo hizo la locomotora a vapor. La burguesía, sin advertirlo, iba a autodestruirse al introducir a este «moderno caballo de Troya de la sociedad civilizada» en la industria.

Al año siguiente, en 1851, saturado con la lectura de la «mierda de la economía» —palabras de Marx—, emprende otro camino, buscando el marco conceptual correcto para el toy eléctrico inglés. Lee y extracta obras como las de Andrew Ure, curioso personaje al que nos referiremos más adelante, y la monumental Historia de la tecnología en tres tomos —publicadas entre 1807 y 1811— de Johann von Poppe. Este matemático y físico, nacido en Gotinga y que ofició de catedrático en la universidad, escribió la primera historia de la tecnología ligada al desarrollo económico. Y como Poppe es un aficionado de los trabajos artesanales, introdujo a Marx en el arte de la relojería, cuyos engorrosos detalles técnicos ocupan buena parte del tomo segundo.

Pese a que a Marx se le escapan las cuestiones prácticas —se confiesa a sí mismo como un genio de las matemáticas y un imbécil de los mecanismos—, comprende la esencia del reloj: la mayor complejidad e inteligencia reposa en su sistema de escape (échappement), el mecanismo que administra la fuerza para obtener un movimiento regular y homogéneo. La clave está en este diseño que traduce la tensión de un resorte o la caída vertical de un peso en una oscilación uniforme, cuyo éxito se adivina bajo el mundialmente famoso «tic-tac». Marx anota en este cuaderno de extractos, el número XVII: «Solo en los tiempos modernos, cuando se conocieron los relojes de resorte, se despertó nuevamente el interés de los artesanos por los autómatas…».

Los tiempos modernos de la máquina, que Marx fecha en el siglo XVIII, fueron testigos de una singularidad tecnológica cuyos efectos serán sentidos un siglo más tarde, cuando las mercancías despierten de su letargo inmóvil e inorgánico para tomar el control absoluto de la producción. En 1858, en su famoso Fragmento de las máquinas, Marx afirma que la producción ya no sigue la rutina del proceso de trabajo, sino que obedece al tic-tac de las máquinas: es un Productionsprocess que desplaza al Arbeitsprocess. En el reloj de resorte de los artesanos, Marx va a descifrar una inconsciente y constante necrológica del factor obrero en el capitalismo, puesto que trabajar va a quedar reducido cada vez más a una única actividad: supervisar y dar cuerda.

El 28 de enero de 1863, mientras redactaba algunas partes para El capital, le comunica a Engels un descubrimiento traumático cuando releía sus anotaciones de la década pasada sobre Poppe: la filosofía de la máquina industrial, que es hegemónica en la Inglaterra contemporánea, nació en el siglo pasado al meditar una «manualidad semiartesanal»:

El reloj es el primer autómata utilizado con fines prácticos; toda la teoría de la producción del movimiento uniforme se desplegó por él (…). No hay duda de que, en el siglo XVIII, el reloj dio la primera idea de usar autómatas (Automaten) (a saber, movidos por resortes) en la producción. Los experimentos de este estilo que hizo Vaucanson, como es históricamente demostrable, impresionaron de modo extraordinario la fantasía de los inventores ingleses.

Marx está vinculando esa explosión que nosotros reconocemos como «revolución industrial» a la figura de un relojero del siglo XVIII, Jacques de Vaucanson, el «Prometeo moderno» que con sus autómatas desquició la imaginación de su siglo. Una de sus maravillas mecánicas fue el Pato con aparato digestivo, que, aunque resultó ser un fraude —el ano estaba cargado—, dejaba boquiabiertos a los espectadores cuando procesaba alimentos que entraban por su boca y luego eran mecánicamente expulsados por el culo. Sin embargo, este no fue su único robot, ni el más inquietante, sino otro conocido con el nombre de El Flautista. De tamaño natural y apariencia de flautista, lo sorprendente era el modo en que hacía música, mediante un sistema de fuelles, tubos verticales y una boca mecánica que era capaz de imitar el soplo de la vida. Es la primera máquina que suspira.

Los tres autómatas de Vaucanson, el flautista, el pato y el tamborillero en el afiche que anunciaba al público la exposición de las «obras mecánicas».

Estos inventos significaron, obviamente, no solo la humanización de las máquinas, sino también una maquinización de los humanos, que poco a poco van a empezar a ser percibidos como máquinas imperfectas, costosas y huelguistas. Al fin y al cabo, la voz, que para la filosofía preindustrial de Hegel es el alma convertida en cosa audible, no es más que el silbido que produce el vapor a presión (y el anatomista Antoine Ferrein, al que le debemos la metáfora musical de «cuerdas vocales», lo demostró en un experimento espeluznante en que generó un hermoso canto soplando la laringe de cadáveres humanos, y manipulando la glotis con los dedos). En consonancia, solo entre 1770 y 1790, el abate Mical, Christian Kratzenstein, Wolfgand von Kempelen y Erasmus Darwin construirán máquinas cuya voz no remite a un ser pensante, sino que se presenta como un objeto.

Vaucanson, como lo advierte Marx, fue esencial para la fundación de la fábrica moderna y la liquidación del mundo artesanal: Luis XV de Francia, en 1741, puso al relojero a cargo de la fabricación de la seda dando origen a un telar con fuelles sobre los mismos principios mecánicos que El Flautista, una máquina que superó en efectividad, calidad y velocidad a los mejores artesanos de su época (y a raíz de esto, estos artesanos lioneses insultaban a gritos a Vaucanson cuando se lo cruzaban). El «relojero» James Watt, el inventor de la máquina a vapor, no hará más que sustituir los fuelles por cámaras condensadoras: el «mecanismo de transmisión» (Transmissions mechanismus) no sufre ninguna revolución, mientras que la «fuerza motriz mecánica» (Mechanische Triebkraft) del aire es sustituida por el vapor.

Al final de cuentas, en el mecanismo de escape del reloj se adivina el esquema formal y permanente de todas las revoluciones tecnológicas del capitalismo. Siempre se trata de correlacionar fuerzas (Kräfte), primero gracias al resorte, luego por medio del vapor y más tarde a través del milagro de la «chispa eléctrica». Esto implica una concepción peculiar de la naturaleza entendida como campo de fuerzas y al mismo tiempo una antropología específica del ser humano, que de golpe y porrazo es reconocido socialmente como fuerza, capacidad o energía de trabajo (el «Arbeitskraft» de Marx). La fábrica es la que socialmente administra estas fuerzas: la voluntad humana y sus modos variados de cooperación social son suplantados por la secuencia mecánica de engranajes, a las que el apéndice humano presta servicios de palanca lúcida u «órgano consciente» (bewußtes Organ).

Cuando redacte El capital, Marx advertirá que esta cosa, el reloj de resorte, es la clave ya no únicamente del maquinismo, sino del mercado mundial, el más vasto sistema de relojería luego del cosmos. ¿Y si el mercado fuera un gran mecanismo de escape universal? ¿Y si el mercado fuera un gran artefacto ubicuo que procesa fuerzas de todo tipo? ¿Y si el ojo de vidrio fuera una compleja trampera que captura energía del entorno material? Marx nombrará al mercado como «sujeto automático», «gran autómata» y «perpetuum mobile de la circulación», e identificará la colaboración humana en una fórmula inolvidable: «No lo saben, pero lo hacen».

Dos cosas entonces, la piedra brillante y el reloj mecánico, el oro y el trencito eléctrico. Lo cual me lleva a una breve advertencia final, de orden metodológico.

La perversión como episodio metodológico

Tontos quienes lamentan el declive de la crítica. Porque su hora hace ya tiempo que expiró. La crítica es una cuestión de la distancia correcta. Estaba como en su casa en el mundo donde importaban las perspectivas y las visiones, y donde era todavía posible conquistar un punto de vista. Mientras tanto, las cosas se han acercado muy vivamente al cuerpo de la sociedad humana. La «imparcialidad», la «mirada libre» son mentiras, cuando no la expresión totalmente ingenua de una llana incompetencia. (Walter Benjamin, 1928, Calle de mano única)

 

El estado de la cuestión sobre el fetichismo, resumido por Walter Benjamin en 1928, expresa la desesperante incapacidad de la filosofía para emanciparse del mercado y de la proliferación infinita de mercancías. La dificultad mayor para el pensamiento que se dirige al mercado está en que cada una de estas mercancías aparecen y desaparecen en una «totalidad fluida (flüssiges Ganze) de compras y ventas», en una dinámica tal que hasta los martillos parecen estar en sleep mode. Se mueve, como todo automatismo, en círculos, pero siguiendo esa forma asombrosa que equilibra la repetición con la expansión, al modo de, dice Marx, «una línea en espiral, una curva que se amplía, no un simple círculo».

Los críticos objetivos, atrincherados en la frontera exterior del mercado, por la lógica misma de los espirales no podían existir para siempre. Para ser crítico hay que asegurar una distancia con este vórtice y su campo gravitacional, las publicidades, esos condotieros de las mercancías que invadieron el siglo XX y usaron «como tablones de anuncios hasta los umbrales de nuestra conciencia» (Karl Kraus). Pero, como anotó Benjamin —por cierto, un siglo antes de que se inventara Netflix—, ya es demasiado tarde para simular entereza.

Para evitar la impostación científica, la única salida posible es la entrega, el gesto de resignación estratégica que admite que, efectivamente, yo soy otro fetichista más. En favor de esta epistemología perversa, podemos recordar aquí a Michael Taussig que en The Nervous System de 1992 puso en práctica esta táctica ritual cuando recuperó al maleficium como método sociológico. Si la afirmación de Émile Durkheim de que los hechos sociales deben ser tratados como cosas supone, como se preocuparon por subrayar sus críticos, una divinización de los hechos, la respuesta de Taussig fue aceptar esta crítica y declararse devoto de una sociología fetichista, admitiendo que efectivamente las cosas (res) son dioses (deus). En otros términos:

… la tarea no es resistir ni amonestar la cualidad de fetiche de la cultura moderna, sino más bien reconocerla, incluso entregarse a sus poderes-fetiche y procurar canalizarlos en direcciones revolucionarias. ¡Adelante! ¡Ponte en contacto con el fetiche!

El rechazo del fetichismo, fundándose en su carácter supersticioso o ridículo, lejos de fundar una sociología crítica, es el motivo de un reproche baladí, que se contenta con señalar que, en realidad, la sociedad no existe. En nuestro caso, la metáfora de Marx del Glasaugen —y si, como dicen, una metáfora es una teoría en miniatura— señala la vía perversa para acceder al «enorme cúmulo de mercancías» de El capital; no hay más que adoptar el punto de vista postizo que ofrece el escaparate. Solo sincronizando nuestra mirada con la del peatón frente al «hueco ojo de vidrio» hallamos el ángulo visual desde el cual es posible captar, en una instantánea sin movimiento, la riqueza mundial bajo la forma visible de Bild (imagen). En efecto, la homogénea «sustancia del valor» y la fluctuante «magnitud del valor», dos verdaderos rompederos de cabeza para la economía científica, aparecen aquí como simples y vulgares imágenes en el escaparate, texturas de un único collage o Hieroglyphe donde se mezcla la silueta del carácter £ con los dobleces de las muselinas, las cifras numéricas y los maniquíes decapitados.

Una vez aceptada esta superficialidad provisional o perversión episódica, quiero decir, luego de condescender a este ojo ortopédico como implante universal, podremos entonces atravesar el vidrio e ir más allá de la imagen de las mercancías en dirección a la estructura.

Cierre

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