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Los últimos resultados electorales evidencian el malestar generalizado y representan una crítica implacable a todo el sistema de partidos y una acusación a los puntos ciegos de la transición democrática. Foto de The Times.

La reinvención de la acción colectiva en Chile

El ciclo de manifestaciones de masas de 2019 abrió un genuino momento constituyente en Chile. Nuevos actores políticos han ocupado el campo institucional y ahora reescribirán la Constitución. Para entender el éxito de la confrontación con los escombros autoritarios de la dictadura neoliberal de Pinochet, es esencial observar el ciclo de luchas que implicó las protestas estudiantiles, indígenas y feministas.

Bajo la atenta mirada de otros países latinoamericanos y del mundo, el 15 y 16 de mayo de 2021, Chile acudió a las urnas para elegir a sus representantes en la Convención Constitucional, órgano encargado de redactar una nueva Constitución para el país. La convocatoria para la constituyente había sido aprobada meses antes, en el Plebiscito Nacional del 25 de octubre de 2020, cuando aproximadamente el 80% de los votantes se mostraron a favor de redactar un nuevo ordenamiento jurídico y constitucional.

El proceso pone fin a la Constitución Política de 1980, instituida durante la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990) y basada en el concepto de poder constituyente de Carl Schmitt y el concepto de economía de mercado de Friedrich Hayek. El objetivo declarado de la Carta Constitucional pinochetista era “proteger” la democracia del propio pueblo, a través de un diseño centralizado y autoritario, exigiendo mayorías parlamentarias de dos tercios o tres quintos para su modificación. El texto afirmaba el orden social de mercado como eje constitutivo del país. En este contexto, la función social del Estado se limita a cuestiones de “ley y orden”. ¿Derechos sociales fundamentales? No existen. No es de extrañar que Chile sea el único país del mundo en el que casi el 100% de su agua está privatizada.

La Constitución de 1980 fue aprobada en un Plebiscito Nacional, en la macabra fecha del 11 de septiembre (en referencia al día del derrocamiento del gobierno socialista democrático de Salvador Allende), por tanto, en plena dictadura militar. La farsa del proceso se hace evidente cuando se tienen en cuenta las innumerables acusaciones de falta de registros electorales, censura a los opositores y fraude. Desde su institución, se denuncia la flagrante ilegitimidad del origen del texto. No sólo por el proceso en sí, sino por el terrorismo de Estado generalizado que estaba vigente en la época: hubo más de 40.000 muertos y desaparecidos durante el autoritarismo. ¿Cómo se conservó la Constitución pinochetista incluso después de la transición política?

La democracia en Chile se restableció parcialmente con el Plebiscito Nacional del 5 de octubre de 1988, el llamado “Plebiscito del No”, en el que el 56% de los votantes se mostró a favor de la salida de Pinochet del poder y de la convocatoria inmediata de elecciones generales en 1989. Sin embargo, el acuerdo alcanzado entre las dos coaliciones políticas del país para la transición a la democracia, la gobernante Alianza (ahora Chile Vamos) y la opositora Concertación (cuyo futuro es incierto), se pactó a través de dos consensos: la continuidad de la Constitución de 1980, con sus “enclaves autoritarios” y el sistema electoral binominal, aprobado en 1989 al final de la dictadura militar, con el fin de garantizar una sobrerrepresentación de la derecha en el parlamento, imponiendo un equilibrio artificial entre las fuerzas políticas del país. Esta transición inconclusa estableció el neoliberalismo como modelo socioeconómico, con sus lineamientos generales definidos en pleno autoritarismo.

Por ello, en las últimas tres décadas la competencia política y electoral en Chile ha sido inmovilizada por una camisa de fuerza neoliberal, un consenso institucionalizado en la forma misma del Estado, dentro del cual competían estas dos coaliciones que representaban las opciones Si, ala derecha, y No, la izquierda, en el Plebiscito Nacional de 1988. El primer momento está marcado por un ciclo de 20 años de gobiernos de la Concertación, con los democristianos Patricio Aylwin (1990-1994) y Eduardo Frei Ruiz Tagle (1994-2000) y los socialistas Ricardo Lagos (2000-2006) y Michelle Bachelet (2006-2010). Un segundo momento está marcado por la rotación entre la izquierda y la derecha, con el triunfo de Sebastián Piñera (2010-2014), el regreso de Bachelet (2014-2018), y el posterior retorno de Piñera en 2018. En este acuerdo primó una reflexión crítica sobre el gobierno de Allende y la experiencia de la Unidad Popular. Incluso los socialistas creían que la polarización ideológica y la hiperpolitización del Estado y la sociedad civil por parte de la izquierda habrían precipitado la ruptura de la democracia de la época. Así, se temía que las movilizaciones populares, así como la participación de las bases y la existencia de divergencias programáticas, pudieran poner en peligro la democracia, que pasó a ser sinónimo de estabilidad política y desprovista de cualquier ideal de igualdad.

Los legados de la dictadura militar y los acuerdos establecidos en la transición política fueron parcialmente removidos en dos momentos: i) en la Reforma Constitucional de 2005 de Lagos, con la consolidación del poder civil sobre la autoridad militar, con énfasis en la eliminación de los senadores “designados” o “vitalicios” (necesariamente provenientes de las Fuerzas Armadas); y ii) en el reemplazo del sistema electoral binominal por un sistema electoral proporcional en 2015 por Bachelet. Sin embargo, la “reforma de las reformas”, la reforma constitucional, no se llevó a cabo.

La doble transición chilena, a una economía de mercado y a una democracia “incompleta” o “semisoberana”, fue sostenida por estas dos coaliciones políticas. Si el neoliberalismo fue fuertemente cuestionado por la izquierda latinoamericana, en Chile se mantuvo intacto, a lo sumo “corregido”, o con “rostro humano”. El fin de la herencia autoritaria está por fin en marcha, a pesar de los partidos políticos tradicionales. Lo que cambió el clima del país e hizo posible un proceso de democratización radical fue la reactivación de la sociedad civil y de los movimientos sociales, que pusieron en cuestión, en la práctica militante, el “modelo chileno”. Las protestas y movilizaciones populares llevaban años cobrando fuerza, formando una nueva generación política y preparando el terreno para transformaciones más profundas, incluso antes de la explosión insurreccional de 2019.

Octubre de 2019 y la reconstrucción de la Acción Colectiva

Para entender octubre de 2019 en Chile, el momento del divorcio definitivo entre las esferas social y política en el país, es necesario volver a los ciclos anteriores de movilizaciones populares. Desde mediados de la década de 2000, una serie de protestas han dado un nuevo rostro a la sociedad y a la política, (re)politizando la trayectoria hasta entonces incuestionada del desarrollo social y económico e impulsando nuevos debates públicos; un proceso similar al de la redemocratización brasileña, cuando nuevos personajes entraron en escena y crearon las condiciones para el ejercicio de la democracia en el país.

En 2006, los estudiantes de secundaria celebraron las primeras manifestaciones masivas desde el retorno a la democracia. El llamado movimiento pingüino denunció las diferencias entre la calidad de la enseñanza pública y la privada, con sus efectos segregadores. Las críticas a la privatización de los servicios públicos llevada a cabo durante la dictadura militar ya aparecieron allí. En 2011, la misma generación de estudiantes, ahora universitarios, desafió definitivamente el “modelo chileno” mediante la reconstrucción de la acción colectiva. Las protestas comenzaron como una reacción al endeudamiento provocado por un plan de créditos educativos introducido en 2006, pero rápidamente pasaron a reclamar el derecho fundamental a la educación en un país donde no hay educación superior gratuita. No en vano, en 2013 varios de estos líderes estudiantiles fueron elegidos para el Legislativo, en un primer impulso de renovación política en el país, como los comunistas Camila Vallejo y Karol Cariola, y los actuales frenteamplistas Giorgio Jackson y Gabriel Boric.

A partir de ahí, la expansión y diversificación de la acción colectiva ha sido la tónica de un país en el que las protestas y movilizaciones populares se han convertido en parte del paisaje. Ahora no sólo de estudiantes, sino de trabajadores, ecologistas, feministas o incluso jubilados y pensionistas. Con agendas variadas, estas formas de acción colectiva ya han abogado por la construcción de otros mundos posibles, cuestionando el modelo socioeconómico neoliberal que limita la democracia debido a los escombros autoritarios que la transición pactada no pudo deshacer. Al estar en movimiento, la sociedad chilena se dio cuenta de que sus demandas de derechos sociales siempre acabarían chocando con la Constitución Política de Pinochet.

El mundo de la política institucional tuvo dificultades para entender las transformaciones en curso en Chile. En nombre de la estabilidad política y del mantenimiento del statu quo, desdeñó a los nuevos personajes, ya en escena, y sus exigencias. Michelle Bachelet, más sensible a este nuevo escenario, fue elegida en 2013 con un ambicioso programa de reformas. Pero lo único que consiguió efectivamente fue sustituir el sistema electoral binominal por un sistema electoral proporcional. Sin embargo, la madre de todas las reformas, la constitucional, no se llevó a cabo. El “peso de la noche”, expresión que hace referencia al trauma de la dictadura militar y a los obstáculos para las transformaciones más sustantivas en el país, se impuso. Incluso, poco antes de dejar el poder, la presidenta envió una propuesta al Congreso para redactar una nueva Constitución, cuyo objetivo era establecer “una nueva forma de entender los derechos fundamentales y la estructura de los poderes del Estado”, dejando su implementación en manos de Piñera. El presidente no ha mostrado ningún interés en continuar un proceso constituyente, en una actitud similar a cuando, como presidente, ignoró las demandas estudiantiles de 2011. Pero esta vez, el país ya no era el mismo.

La primera crisis política del segundo gobierno de Piñera se produjo tras la muerte de un líder mapuche el 14 de noviembre de 2018. Camillo Catrillanca, que había sido dirigente estudiantil en 2011, era werken (portavoz) de la comunidad de Temucuicui, defensor de la autonomía de este territorio y nieto del lonko (cacique) Juan Catrillanca. Su asesinato fue cometido por el “Comando Jungla”, una tropa de élite de la policía nacional chilena entrenada, no por casualidad, por la policía nacional colombiana. El asesinato desató una ola de protestas en todo el país y Amnistía Internacional definió la acción policial como “indignante y alarmante”, en un episodio más de persecución y criminalización del Estado chileno contra los pueblos originarios.

Casi un año más tarde, lo que se conoce como el “estallido social” surgió de la expansión y diversificación de la acción colectiva, que había ido ganando cuerpo y sustancia en los últimos quince años. El ciclo de manifestaciones masivas se inició el 14 de octubre de 2019. Si la causa inmediata fue el aumento de las tarifas del transporte público en Santiago, con cientos de estudiantes organizando actos para saltar los torniquetes del metro, el 18 de octubre ya había varios focos de movilizaciones y protestas populares en todo el país. Incorporando un amplio espectro social, desde las clases bajas hasta las medias, las diversas demandas expresadas en sus pancartas se convirtieron rápidamente en un descontento generalizado con el alto coste de la vida del “modelo chileno” y en un clamor por la redacción de una nueva Constitución. Su principal victoria consistió en exponer la perversidad del modelo socioeconómico establecido durante la dictadura militar. En las pancartas de las manifestaciones se leía: “no son 30 pesos, son 30 años”, en referencia al infeliz matrimonio entre neoliberalismo y democracia protegida en uno de los países más desiguales de la región más desigual del mundo que es América Latina.

La única respuesta del gobierno al clamor social fue una violenta represión policial. Según Amnistía Internacional, el Estado hizo un uso excesivo de la fuerza para causar dolor y sufrimiento deliberado, dejando graves daños físicos y psicológicos a los manifestantes. Piñera afirmó que Chile estaba “en guerra contra un enemigo poderoso e implacable que no respeta nada ni a nadie”. El presidente no sólo declaró el estado de emergencia e instituyó el toque de queda, sino que fue responsable de las más graves violaciones de los derechos humanos desde el retorno a la democracia. Los números evidencian la brutalidad de la represión: en 45 días hubo 5.558 víctimas de la violencia institucional, de las cuales 1.938 fueron heridas por armas de fuego, 647 por heridas graves y 285 heridas oculares por el impacto de las balas de goma; 12.500 ingresos en urgencias en hospitales públicos; 70 hospitalizaciones; 134 investigaciones por tortura; 4.158 investigaciones por maltrato y 31 muertes.

Ni siquiera la violencia estatal o los toques de queda pudieron contener las multitudinarias y numerosas protestas en todo el país. La situación se había descontrolado hasta convertirse en un amplio y contagioso proceso de efervescencia social. Si en un principio el sentido común de las movilizaciones populares no estaba claro, poco a poco los propios manifestantes empezaron a entender que para que Chile despertara definitivamente era necesario cortar de raíz: acabar definitivamente con la Constitución de 1980 y enterrar el legado neoliberal y autoritario de Pinochet. Fue con el objetivo de responder al estallido social que, a regañadientes de Piñera, el Congreso celebró el Acuerdo Nacional por la Paz Social y una Nueva Constitución (el 15 de noviembre de 2019), que convocó al Plebiscito Nacional.

Ya en esta ocasión, la derecha, fuertemente comprometida en la campaña contra una nueva Constitución, sufrió una importante derrota. La opción de rechazo sólo triunfó en 5 de las 346 comunas del país: en Las Condes, La Reina y Vitacura, comunas de la ciudad de Santiago donde vive la cúpula militar, empresarial y política del país; y en Antártica y Colchane, donde hay una fuerte presencia de las Fuerzas Armadas. En las elecciones constituyentes se reprodujo un resultado similar.

El proceso constituyente

La Convención Constitucional es el fruto de un largo proceso de cuestionamiento del paradigma neoliberal y de politización de las desigualdades socioeconómicas y socioculturales por parte de nuevos actores sociales y políticos en Chile. Los cinco pactos electorales inscritos para las elecciones constituyentes fueron: por la derecha, Vamos Por Chile, con 37 elegidos; por la izquierda, la Lista del Apruebo, de la antigua Concertación, con 25 elegidos; la Lista Aprueblo Dignidad, de comunistas y frenteamplistas, con 28 elegidos; y también por la izquierda, pero independiente, la Lista del Pueblo, con 26 elegidos; y la Lista Independiente por una Nueva Constitución, con 11 elegidos. Además de estas coaliciones, hay otros 11 independientes y 17 representantes de pueblos originarios elegidos mediante una política de cuotas.

Cuatro elementos destacan en estas elecciones, que han traducido el estallido social en un estallido electoral también. En primer lugar, la histórica derrota de la derecha, que no obtuvo el porcentaje de escaños necesario para ejercer el poder de veto (33%) y condicionar los acuerdos del proceso constituyente. El resultado es contraintuitivo, ya que el sistema electoral proporcional chileno premia la unidad y castiga la división, y la derecha se apuntó a una lista única que incluía incluso a la ultraderecha. El resultado se debe en parte al bajo índice de aprobación del actual presidente derechista Sebastián Piñera, y en parte al propio aislamiento político de la derecha. Es como si este bando político fuera incapaz de ver que Chile va mucho más allá de las comunas más ricas de Santiago donde viven, estudian y trabajan sus dirigentes. En una jornada en la que también hubo elecciones regionales y locales, la derecha fue derrotada en comunas emblemáticas como Viña del Mar, Santiago, Nuñoa y Maipú, que ahora serán gobernadas por la izquierda.

En segundo lugar, el declive de la antigua Concertación, que no será la coalición política de oposición mayoritaria en la Convención Constitucional. Si los socialistas tuvieron una actuación razonablemente buena, obteniendo 15 escaños y siendo el principal partido político de izquierdas en la constituyente, los democristianos fueron a la ruina, obteniendo sólo 2 escaños. Este bajo rendimiento es sorprendente para la que fue la balanza del sistema político chileno. Se ha confirmado lo que ya indicaban las elecciones generales de 2017, cuando el recién fundado Frente Amplio obtuvo un buen desempeño en las elecciones ejecutivas y legislativas: el mundo del periodo de “transición política” ha llegado realmente a su fin. Una consecuencia es la pluralización de la representación política en Chile y la ruptura con el duopolio de la Alianza y la Concertación.

En tercer lugar, el éxito de la alianza entre el histórico Partido Comunista y el flamante Frente Amplio, surgido en 2017 y como fruto de esta reconstrucción de la acción colectiva en el país. El pacto tendrá tres escaños más en el proceso constituyente que la antigua Concertación y se ha consolidado como una nueva coalición política de izquierdas de peso en Chile. La Lista Apruebo Dignidad se ha mostrado como la más conectada a las demandas sociales, y la que mejor ha sabido leer el estallido social de 2019. No es casualidad que las nuevas alcaldesas de Santiago y Viña del Mar, la comunista Irací Hassler y la izquierdista Macarena Ripamonti, por citar dos ejemplos, sean dos mujeres jóvenes con un fuerte compromiso con el movimiento feminista y las luchas populares.

En cuarto lugar, y la gran novedad de la Convención Constitucional, es la irrupción de los independientes, los grandes ganadores de estas elecciones: serán casi 1/3 del proceso constituyente. Los resultados ponen de manifiesto el malestar generalizado con el mundo político institucional, incluso con los comunistas y el Frente Amplio, y representan una crítica implacable a todo el sistema de partidos y una denuncia de los puntos ciegos de la transición democrática. Como señala el sociólogo Alexis Cortés, la notable presencia de independientes en el proceso constituyente revela las transformaciones político-culturales que se vienen produciendo desde los anteriores ciclos de movilización en el país, traducidas ahora en nuevos equilibrios políticos.

Giovanna Grandón, conductora de transporte escolar conocida como Tia Pikachu, en alusión al disfraz que lució en las manifestaciones de octubre de 2019, fue la líder de su lista con 14.797 votos (5,75%). En las redes sociales, agradeció “a los estudiantes que saltaron los torniquetes, a los que dieron su vida, a los que perdieron los ojos, a los torturados y a los que nunca salieron de las calles”. La mayoría de estos independientes no sólo son de izquierdas, sino que tampoco pertenecen a las élites tradicionales del país. Su compromiso es redactar una nueva Constitución que tenga su origen en la soberanía popular y con la mirada puesta en el pueblo, para construir un Chile que sí sea digno de todos los hombres y mujeres.

También cabe destacar la inmensa victoria de las mujeres. Protagonistas desde hace años de protestas y movilizaciones populares en Chile, las feministas han conseguido la paridad en la Convención Constitucional, que estará compuesta por 77 mujeres y 78 hombres. Los próximos retos pasan por convertir la Convención Constitucional en un proceso constituyente deliberativo capaz de generar adhesión política y legitimidad democrática, cerrando la brecha entre sociedad y política.

Lecciones para América Latina

A partir de este mes de junio, Chile tendrá nueve meses para redactar una nueva Constitución, prorrogables por otros tres meses. Al final del proceso, el texto se someterá a un plebiscito de ratificación con voto obligatorio. A finales de este año se celebrarán otras tres elecciones: las primarias presidenciales del 18 de julio y las elecciones parlamentarias y presidenciales del 21 de noviembre. El rasgo distintivo de todos estos procesos es la incertidumbre. No podía ser de otra manera: tras años de una democracia de acuerdos organizada en torno a un fuerte consenso neoliberal, las posibilidades de futuro vuelven a abrirse en Chile.

La nueva Constitución de Chile será redactada por rostros hasta ahora excluidos de los procesos políticos del país. Tendrá paridad de género y representación de los pueblos originarios. Será más democrática, inclusiva, legítima y conectada con las demandas que llamaron la atención de América Latina y el mundo en octubre de 2019. Para la izquierda latinoamericana, la lección fundamental sigue siendo: si la competencia política y electoral y la participación en las instituciones representativas son importantes, es aún más importante tener los pies bien plantados en el terreno de las luchas populares. Como nos enseña Frei Betto: “La cabeza piensa donde los pies pisan”. Las preferencias políticas no son estáticas, sino que cambian con el tiempo. Muchas veces no en el tiempo que nos gustaría, pero podemos, y debemos, actuar estratégicamente para influir en su velocidad y dirección. Pero una intervención exitosa sólo es posible a partir de una profunda conexión con los movimientos sociales y las movilizaciones populares, tan características del experimentalismo democrático latinoamericano. Hay algo que la experiencia de Chile puede inspirar para una necesaria actualización programática y renovación política de la izquierda en la región.

Si la igualdad es hoy el horizonte de la sociedad chilena, es fundamental agradecer a los estudiantes que salieron a las calles en 2006, para volver y no irse nunca más en 2011; a las mujeres que hicieron del feminismo una palabra y un sentido común; a los pueblos originarios y su lucha por la autodeterminación; y a tantos otros que nunca dejaron de creer que podían construir un Chile digno. No en el futuro, sino en el tiempo de sus propias vidas. En movimiento y en acción colectiva, estos actores han modificado definitivamente la dinámica social y política del país y han respondido con vida a los innumerables intentos fallidos de perpetuar el statu quo chileno. Las “grandes alamedas” anunciadas por Allende han sido finalmente abiertas, en lo que es el inicio de un proceso que esperamos haga que Chile deje de ser la cuna y se convierta en la tumba del neoliberalismo.

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