El Perú ha sido olvidado de la historia política latinoamericana. Mientras el resto de América Latina se liberaba de sus dictaduras en los 80, los peruanos atravesábamos una de las peores guerras internas. Cuando otros mantenían sus endebles democracias en los 90, nosotros entrábamos en una de las más feroces dictaduras. Guerra y dictadura dejaron 70 mil muertos (según cifras oficiales), la mayoría campesinos y pueblos originarios del sur, además de la implementación del modelo neoliberal mediante la Constitución ilegítima de 1993. Pero no solo se perdieron vidas y mejores condiciones para las mayorías: el país también perdió dignidad.
En el siglo XXI, muchos países de la región viraban hacia la izquierda. El Perú, en cambio, se mantenía como un férreo bastión de la derecha casi por inercia, en piloto automático. Estaba sobreentendido que ningún candidato con un discurso de izquierda podía aspirar a ser gobierno. Y si acaso se esperaba tener una oportunidad, esta solo podía darse atenuando el programa hasta hacerlo indistinguible de uno de derecha, como en el caso de Humala en 2011. Esto era algo completamente asimilado en el modo de pensar de la mayoría de los partidos de izquierda.
Cuando irrumpió el Frente Amplio, llevando a la compañera Verónika Mendoza a las elecciones de 2016, esta concepción comenzó a resquebrajarse. Quedamos en tercer lugar, logrando capitalizar el malestar de la población manifestado en las grandes protestas sociales que precedieron años antes. Se logró, específicamente, obtener el apoyo del pueblo del sur y de los sectores más olvidados y radicalizados. Se recuperó algo de dignidad. Por muy poco no pasamos al balotaje. Pero en esa segunda vuelta un sector del Frente Amplio decidió apostar por el «mal menor» y hacer campaña por el ultraneoliberal Kuczynski frente a la derecha conservadora de Keiko Fujimori. Con ello se volvió a la misma lógica condescendiente con la derecha liberal.
La campaña de 2021 comenzó con cierta expectativa para la izquierda oficial, que se había reunido tras la candidatura de Mendoza. El «Perú oficial» —incluida la izquierda— dejó de prestar atención al «Perú de los olvidados», y subestimó a la izquierda popular y provinciana. La derecha supuso que los pobres serían comprados con populismo y el sector clasemediero y limeño de la izquierda pensó que por el solo hecho de ser de izquierda el pueblo los seguiría. Se equivocaron.
El Perú llegó a estas elecciones atravesando una de las peores crisis de su historia. Somos un país en el que las diferencias de clase no se hacen presentes solo en términos económicos, sino también en un profundo racismo y en un histórico desprecio por parte de Lima hacia el campo y el resto del país.
La economía está estancada. Todos nuestros últimos presidentes están presos, procesados o se han suicidado antes de pagar sus culpas. Los escándalos de corrupción han golpeado al poder judicial (caso Cuellos Blancos) y al gran empresariado (Odebrecht, Club de la construcción). El enfrentamiento entre el Ejecutivo y el Congreso ocasionó el cierre de este último y la caída de cuatro presidentes en cinco años. Esta pugna política es expresión de la disputa económica irresuelta entre sectores de la burguesía nacional que se disputan por medio de alianzas precarias y momentáneas el control del país: la oligarquía limeña, blanca y extranjerizante, la mafia fujimorista vinculada a negocios ilícitos y los nuevos ricos de provincia.
En ese marco, la pandemia desnudó los pocos velos que cubrían la podredumbre del sistema. Somos el país con la tasa de mortalidad más alta del mundo, con casi 190 mil muertos. El PBI cayó más de 10 puntos y la población ocupada aumentó en más de 6,7 millones de personas. La pobreza pasó del 20% al 30% y la informalidad, de 72% a 80%. Era lógico que el peruano promedio esperara un cambio profundo. Había que tener dos dedos de frente, saber leer bien la realidad y actuar en consecuencia; ser audaces.
Perú Libre (PL) es un partido de izquierda proveniente de los andes centrales del país que ganó en dos oportunidades la gobernación regional de Junín. Su líder, Vladimir Cerrón, se formó como médico neurocirujano en Cuba. El ideario de su partido es de corte marxista; su composición dirigencial, de clase media provinciana. Tuvieron el gran acierto de comprender la situación política y postular a la presidencia, como invitado, a un maestro rural, campesino y rondero.
Pedro Castillo no es un hombre de partido: es un dirigente de base que logró reconocimiento al liderar una huelga de maestros en 2017 en representación de los sectores sindicales disconformes con la dirigencia oficial del gremio. Las encuestas no lo captaron en sus radares, pero su crecimiento fue sostenido y exponencial en las semanas previas a la primera vuelta gracias al apoyo del magisterio; por ello mismo fue descuidado por la derecha, que nunca comprendió cómo «un simple lápiz», sin mayor presupuesto, obtuvo el primer lugar.
La segunda vuelta fue completamente distinta. No ha habido candidatura más atacada y menospreciada en la historia política peruana. Los sectores de la derecha y los poderes fácticos se unieron en santa cruzada: medios de comunicación, grandes empresas, sectores de la Iglesia y funcionarios públicos lo tildaron de comunista y de terrorista mientras daban un apoyo casi obsceno a Keiko Fujimori. Generaron minicrisis económicas, repetidos anuncios de golpe de Estado y hasta utilizaron políticamente un terrible atentado que causó la muerte de 18 personas (incluidos menores de edad) para hacer campaña.
Sin embargo, Perú Libre logró mantener un apoyo duro de alrededor del 40% del electorado según las encuestas. Esto se vio fortalecido por la inteligente decisión de todos los sectores de izquierda que, luego de algunas idas y venidas, decidieron brindarle su apoyo. Castillo se cansó de llenar plazas. Colmó más de 40 en mítines alrededor de todo el Perú. Las deficiencias y dudas que podrían generar su inexperiencia, la débil organicidad del partido, la escasez de cuadros técnicos y las tensiones en la interna entre el núcleo de confianza del candidato, la organización magisterial, la burocracia partidaria y los aliados de último momento fue suplida con un apoyo sin precedentes por parte del pueblo y las organizaciones sociales en las calles.
Ello llevó a que hoy, con el 100% de las actas electorales procesadas y con un 50,17% de los votos a su favor, Pedro Castillo se alce con el triunfo. En el bando de los derrotados quedan el fujimorismo, acusado por el Ministerio Público por los delitos de organización criminal, lavado de activos y obstrucción de la justicia, y también los poderes fácticos que auparon la candidatura de Keiko en tanto defensora del modelo neoliberal y corrupto.
La victoria de Castillo es la victoria de un pueblo que, tras décadas de batallas perdidas, comienza a recuperar su dignidad.
¿Qué se viene ahora? La principal propuesta de Perú Libre en la campaña fue el llamado a una reforma constitucional vía una Asamblea Constituyente. Esta, de acuerdo a las declaraciones del candidato, debe estar constituida en un 60% de organizaciones sociales y en un 40% por partidos políticos.
No obstante, hay varias cuestiones aún no definidas. Una nueva Constitución de por sí no resuelve los problemas del pueblo, y tampoco es suficiente para reordenar la estructura económica. Principalmente, porque en el escenario actual el nuevo Congreso estará bajo el control de las derechas. Perú Libre tendrá 36 congresistas y Juntos por el Perú 4, de un total de 130. Con ello, la derecha intentará que se mantenga la actual Constitución; de no lograrlo, apelará a reformas parciales a cargo del propio Congreso, mayoritariamente corrupto. Difícilmente aceptará que se convoque a una Asamblea Constituyente.
Ganar una elección no es lo mismo que hacerse con el poder. La derecha continúa manejando el poder fáctico. En estas circunstancias solo cabe una opción: abrir la cancha y permitir que la tribuna juegue el partido. Es decir, convocar vía referéndum a una Asamblea Popular Democrática que construya una nueva Constitución. Una Asamblea Constituyente que procure una participación verdaderamente popular: no solo de los partidos políticos, sino también de las organizaciones sociales. Ronderos, sindicatos, movimientos indígenas, comerciantes ambulantes, ecologistas, feministas, etc. deben ser protagonistas y no espectadores. Como ha sucedido en Chile hace poco y con tan buenos resultados.
Concebir una nueva Constitución para el Perú no es una política accesoria. Por el contrario, tiene carácter estratégico. Primero, porque implica acabar con el texto político fundador del modelo neoliberal peruano y con la norma principal que asegura su funcionamiento jurídico. Segundo, porque abre la posibilidad de plantear, discutir y definir las nuevas vigas políticas y jurídicas que regirán la historia del país. Tercero, y más importante, porque permite mantener movilizado al pueblo, principal herramienta de la que dispone Castillo para hacer frente a la derecha —y sus eventuales intentos de desestabilización, vacancia presidencial o golpe de Estado— construyendo poder popular a través de comités que den impulso a una Asamblea Popular Constituyente.
De abajo hacia arriba: no hay otro camino posible.