Más allá de las ambigüedades, los silencios y las tensiones que recaen sobre el futuro Estado proletario (en proceso de extinción) de El Estado y la revolución (véanse las entradas anteriores ), es difícil perder de vista el argumento central del texto: el viejo Estado debe ser destruido y reemplazado por uno nuevo, capaz de manifestar la dictadura del proletariado. «Los obreros», dice Lenin, «después de conquistar el poder político, destruirán el viejo aparato burocrático, lo desmontarán hasta en sus cimientos, no dejarán de él piedra sobre piedra, lo sustituirán por otro nuevo». «La revolución», enfatiza, «debe consistir, no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande, gobierne con ayuda de otra nueva». Y afirma, más de una vez en El Estado y la revolución, que este proceso de destruir el viejo aparato debe empezar inmediatamente, en el transcurso de las 24 horas posteriores a la toma del poder. Vimos que Lenin define de manera más bien imprecisa la «máquina del Estado burgués» (sus límites, el rango exacto de sus componentes institucionales), pero afirma con claridad que lo que debe ser destruido comprende dos elementos centrales: el ejército regular y lo que él denomina «la burocracia».
La mayoría de los marxistas hoy suele estar de acuerdo en que, más allá de los compromisos, los retrocesos y los procesos de degeneración, esto es precisamente lo que sucedió durante la fase temprana de la Revolución rusa, bajo el liderazgo de los bolcheviques de Lenin. Consecuentemente, estos marxistas suelen tomar El Estado y la revolución de Lenin al pie de la letra, motivo por el que conciben el texto como una guía más o menos exacta de la práctica revolucionaria de los bolcheviques. Es decir, suele considerarse como un hecho establecido, una perogrullada repetida hasta el cansancio, que el viejo Estado ruso fue «destruido» y reemplazado por uno nuevo, fundado exclusivamente en el poder soviético. Tomemos, por ejemplo, los comentarios de Ernest Mandel en su —muy amena— Introducción al marxismo:
El antiguo aparato de Estado y el gobierno provisional se hunden. El segundo congreso de los soviets vota por mayoría aplastante el traspaso del poder a los soviets de obreros y campesinos. Por primera vez en la historia se crea en todo el territorio de un gran país un Estado según el modelo de la Comuna de París, un Estado obrero. (pp. 57-58)
O tomemos Arguments for Revolution, de Joseph Choonara y Charlie Kimber. Allí, luego de hacerse eco del argumento de Lenin que afirma que el Estado capitalista debe ser destruido y reemplazado por un Estado de nuevo tipo, se afirma: «[eso] es lo que sucedió durante un cierto período luego de la Revolución rusa de 1917» (Choonara & Kimber, 2011, p. 63).
Por supuesto, la historia tradicional suele aceptar que, un tiempo después, las expectativas y las intenciones de los bolcheviques fueron frustradas a causa de que la revolución no logró propagarse a nivel internacional y del peso del aislamiento, el bloqueo, la intervención extrajera y las crueles consecuencias de la hambruna y de la guerra civil, por no mencionar el reclutamiento de muchos de los obreros bolcheviques más comprometidos en el Ejército Rojo y la militarización general del régimen, el éxodo de una porción considerable del proletariado al campo (con los efectos de desclasamiento que esto implica) y la atrofia de los soviets. La degeneración del régimen —suele añadirse— se reflejó directamente en la desalentadora trayectoria hacia una centralización burocrática cada vez más intensa y un estatismo autoritario verticalista, proceso que alcanzó su apogeo con la consolidación del poder de Stalin durante los años posteriores a la muerte de Lenin. Ya sea que se conciba al aparato de Estado burocrático estalinista en términos trotskistas ortodoxos, como un «Estado obrero degenerado», o como una forma de «capitalismo de Estado» (más en el sentido de Tony Cliff que de Lenin), existe un amplio consenso acerca de que se trató de algo cualitativamente distinto de lo que había antes. Y lo que había antes era definitivamente un Estado obrero que seguía de cerca el modelo de la Comuna de París, con el poder soviético como rasgo fundamental, es decir, un «Estado de nuevo tipo» construido sobre las ruinas del viejo.
Pero, más allá de los méritos del argumento que sostiene que hubo una diferencia cualitativa entre la práctica y las intenciones de los viejos bolcheviques bajo la dirección de Lenin, por un lado, y el estalinismo, por otro (un argumento con el que acuerdo), la tesis central —que el viejo Estado fue «destruido» en 1917 y (aunque brevemente) se estableció uno nuevo fundado sobre las instituciones soviéticas— es un mito.
A pesar de que Lenin argumentó, en su polémica de 1918 con Karl Kautsky (en medio de vivaces insultos) que en Rusia «se ha deshecho por completo el mecanismo burocrático, no dejando de él piedra sobre piedra» y, en lugar del Estado parlamentario burgués, «se ha dado a los obreros y a los campesinos una representación mucho más accesible; sus Soviets han venido a ocupar el puesto de los funcionarios, o sus Soviets han sido colocados por encima de los funcionarios», lo cierto es que sus posicionamientos posteriores fueron muy distintos. Aunque, por supuesto, era verdad que se había disuelto la Asamblea Constituyente (enero de 1918), en realidad gran parte del viejo aparato de Estado permaneció prácticamente inalterado. Muy instructiva a este respecto es una declaración posterior de Lenin, de 1923, que se sitúa en las antípodas de la tesis que afirma que la vieja máquina burocrática del Estado había sido demolida:
Nuestro aparato de Estado, con excepción del Comisariado del Pueblo de Asuntos Exteriores, representa en el más alto grado las sobras del anterior, prácticamente invariables frente a toda transformación seria. (Lenin, citado en Rigby, 1979, p. 51).
En efecto, como demuestra T. H. Rigby en su (muy recomendado) estudio de la formación del sistema de gobierno «soviético» en Rusia, Lenin’s Government: Sovnarkom 1917-1922, los comentarios de Lenin posteriores a los que nos referimos brindan una guía mucho más adecuada del sistema edificado luego de la revolución que sus comentarios de El Estado y la revolución o La revolución proletaria y el renegado Kautsky. Como comenta Rigby, se observa un «alto nivel de continuidad en la máquina administrativa central del Estado ruso» antes y después de la revolución. Tanto es así, que los «cambios estructurales» implementados por los bolcheviques «fueron apenas más grandes que los que suelen acompañar a los cambios de gobierno en los sistemas parlamentarios occidentales». «Los cambios en el personal fueron los más importantes», continúa, «y tal vez puedan compararse a los que se implementaron durante el apogeo del “spoils system” [clientelismo] en Washington» (Rigby, 1979, p. 51). Si bien es posible afirmar con toda plausibilidad que durante la revolución se destruyó el «ejército regular» previo (aunque, por supuesto, Trotski construyó uno nuevo sobre líneas muy similares, incorporando a una buena parte del personal y a las cadenas de mando precedentes), el otro núcleo del viejo Estado que identifica Lenin —«la burocracia»— permaneció intacto.
Como muestra Rigby, a pesar del énfasis que pone Lenin en El Estado y la revolución sobre el carácter no burocrático del nuevo Estado proletario, «equiparse a sí mismo con una burocracia efectiva fue, de hecho, la principal preocupación del Estado soviético durante su fase inicial». Rigby agrega que «esto se manifestó sobre todo en los intentos de “apoderarse” y “poner en movimiento” la vieja máquina ministerial» (Rigby, 1979, p. 14). Por supuesto, no se trataba de algo que pudiese lograrse inmediatamente, y durante las primeras semanas posteriores a la insurrección, los primeros pasos hacia la afirmación de la autoridad del nuevo régimen fueron coordinados por el cuerpo que había organizado la toma del poder en la capital, el Comité Militar Revolucionario (CMR). Sin embargo, en diciembre de 1917, con la abolición del CMR, la autoridad central quedó en manos del órgano que se convertiría en el núcleo político del Estado revolucionario: El Sovet Narodnykh Komisarov (Consejo de Comisarios del Pueblo), conocido como Sovnarkom. Fundado a partir de un decreto del Segundo Congreso de los Sóviets, pocas horas después de la insurrección, al Sovnarkom se le encomendó la tarea de «gestionar el país hasta la convocatoria a la Asamblea Constituyente» a título de «Gobierno Temporario de Obreros y Campesinos». La estructura del Sovnarkom incluía distintas comisiones, o comisariados, que funcionaban como ramas del Estado revolucionario. El órgano central era presidido por Lenin. El Sovnarkom debía operar bajo la autoridad soberana del Congreso de los Sóviets y su Comité Ejecutivo Central (CEC).
Aun en esta fase temprana, cuando se emitió el decreto, las similitudes entre la estructura propuesta para los comisariados y la vieja estructura ministerial que el Gobierno Provisional había heredado del régimen zarista son impactantes. No solo la división de responsabilidades entre distintos comisariados era prácticamente idéntica a la de los viejos ministerios, sino que además era difícil distinguir al Sovnarkom del ejecutivo del gobierno prerrevolucionario. El Sovnarkom era básicamente un «gabinete» de ministros que seguía un trazado sorprendentemente convencional. Como dice Rigby, hubo (aparentemente) solo dos innovaciones importantes en la nueva estructura del gobierno. En primer lugar, el jefe de cada departamento de gobierno («comisario del pueblo») compartía su autoridad con una «comisión» de la que era presidente (eran todos varones). Pero lo cierto es que rara vez los comisariados funcionaban de esta manera. La segunda innovación importante era la terminología. En palabras de Rigby:
Al llamar a su gobierno «Consejo de Comisarios del Pueblo», la dirección bolchevique intentaba quitarle importancia a las semejanzas formales y estructurales con los gobiernos «burgueses» y proclamar y dramatizar el rol revolucionario y el contenido de clase que creían encarnar (Rigby, 1919, p. 6).
Pero aun aquí —a nivel de la mera terminología— es posible que las diferencias con el viejo régimen sean exageradas. Como dice Rigby:
Muchos pensaron que la inclusión de la palabra «sóviet» (sovet) en el título del nuevo gobierno buscaba identificarlo con las nuevas instituciones revolucionarias de las masas, como si fuera el sóviet supremo en la jerarquía de los sóviets. Esta suposición es sumamente dudosa, pues sovet es simplemente una palabra rusa equivalente a «consejo», y el ejecutivo del gobierno prerrevolucionario llevaba el nombre Sovet Ministrov (Consejo de Ministros). (Rigby, 1979, p. 7).
Las semejanzas de la cima del Estado revolucionario con la estructura del gobierno zarista prerrevolucionario se acentuaron todavía más a las pocas semanas que siguieron a la toma del poder, con la emergencia del «Pequeño Sovnarkom», un comité fundado para tratar cuestiones administrativas y financieras menores y reducir así la carga del «Sovnarkom Pleno». El Pequeño Sovnarkom era una copia calcada del «Pequeño Consejo» fundado para cumplir una función similar en relación al Consejo de Ministros bajo el régimen anterior. En efecto, es probable que el Pequeño Sovnarkom haya sido fundado siguiendo la recomendación de los altos funcionarios que habían servido en el gobierno imperial. Los órganos centrales del Estado revolucionario también contaban con los servicios de una Cancillería —su rol era principalmente brindar servicios secretariales—, que no se distinguía en nada de la Cancillería del viejo sistema.
Pero el gobierno revolucionario no se estructuró de manera conforme a las principales divisiones de la máquina administrativa prerrevolucionaria en términos meramente formales. En pocos meses, el nuevo gobierno tomó medidas para incorporar al resto de los aparatos administrativos del viejo régimen (incluyendo a la mayor parte de su personal). Al principio, los distintos comisariados del nuevo gobierno funcionaban casi completamente en el Instituto Smolny (donde también estaban emplazados el Sovnarkom y la oficina de Lenin). Sin embargo, esto fue solo una sede provisoria desde la cual los distintos comisarios del pueblo se aventuraron a tomar el control sobre «sus» ministerios (es decir, los departamentos del viejo gobierno), con la compañía de la Guardia Roja. La principal tarea de los comisarios en ese momento era persuadir y convencer a los funcionarios del gobierno anterior —o, al menos, a una parte considerable de ellos— para que volvieran a trabajar en los ministerios bajo control bolchevique (renombrados ahora «comisariados»). Con la disolución de la Asamblea Constituyente a comienzos de 1918, buena parte de la resistencia que habían mostrado en un primer momento los viejos funcionarios se desvaneció y los Comisariados del Pueblo fueron capaces de mudar sus oficinas y personal de apoyo importante desde Smolny hacia los edificios del viejo gobierno. En el proceso, este nuevo personal se fusionó con el anterior. Estas disposiciones no duraron mucho, dado que, con el avance de los alemanes durante el período previo a Brest-Litovsk, al que siguieron las concesiones territoriales estipuladas en el Tratado, se tomó la decisión de mudar la sede del gobierno de Petrogrado a Moscú (mucho más lejos del ejército alemán). La experiencia de esta mudanza y del establecimiento de las oficinas en la nueva capital, que compartieron viejos y nuevos funcionarios, parece haber creado importantes lazos entre ellos. El punto principal en todo esto es que lo que se transfirió a Moscú y se estableció en esa ciudad fue, a todos los efectos, los viejos ministerios, sus viejas estructuras y una parte considerable de su personal prácticamente in toto.
Nada de esto implica, por supuesto, que no haya habido transformaciones importantes en las estructuras estatales ocupadas por los bolcheviques. Durante los meses que siguieron a la revolución, hubo reorganizaciones sustantivas en muchos comisariados (incluyendo el Comisariado del Pueblo de Asuntos Extranjeros, mencionado en la cita de Lenin de 1923) y, además, se fundaron dos nuevos órganos de gobierno que estaban «destinados», según Rigby, «a adquirir una gran importancia» (p. 50): la Checa (que se fogueó durante la represión violenta de los «anarquistas» en Moscú, sin oír la protesta vigorosa de las autoridades soviéticas locales y con el fin de «poner orden» antes de la transferencia de la sede del gobierno central) y el Consejo Económico Nacional (CEN). Pero incluso en el caso del CEN, había importantes líneas de continuidad, en términos de funciones y estructuras, con el anterior Ministerio de Comercio e Industria. Por supuesto, muchas instituciones del viejo Estado imperial sí fueron destruidas. La más importante fue la monarquía. Pero, como dice Rigby, «en cuanto al aparato de la rama ejecutiva del gobierno, […] la destrucción fue mucho menos evidente» (p. 51).
¿Qué sucede en el caso de los sóviets, esas organizaciones de las masas forjadas al calor de la lucha revolucionaria? Como vimos, el decreto que estableció el Sovnarkom declaraba que este órgano y los comisariados que coordinaba debían responder ante el Congreso de los Sóviets (representado entre los congresos por su brazo ejecutivo, el CEC). En efecto, la Constitución de 1918 definió al Congreso de los Sóviets como «autoridad suprema» de la nueva República. Pero en la práctica, como demuestra Rigby, el Congreso pronto fue dejado de lado por el Sovnarkom y, en realidad, «es difícil decir que [el primero] haya actuado en algún sentido como un límite o incluso como una influencia seria» (p. 162) para el segundo. Cuando por fin las nuevas estructuras de gobierno se estabilizaron, luego de un primer período de incertidumbre y de una especie de lucha de poder entre el CEC y el Sovnarkom —resuelta en favor del último durante la primera mitad de 1918, momento en que se abolieron varios departamentos fundados por el CEC, bajo el argumento de que duplicaban las funciones de los Comisariados del Pueblo—, el rol del Congreso se había reducido al de un simple sello que se imprimía sobre las decisiones promulgadas por el Sovnarkom, es decir, al de fuente de legitimidad para esos decretos.
El comienzo de la guerra civil redujo todavía más las actividades del Congreso y del CEC. En parte, esto reflejaba la atrofia de los sóviets locales bajo las condiciones de la guerra civil (y el ascenso de la Checa, del Consejo de Defensa y del Consejo Militar Revolucionario de Trotski como órganos «de emergencia»), pero también reflejaba, por supuesto, el surgimiento de una dictadura de partido único que hacía muy difícil que otros partidos ganaran representación en los sóviets (por cierto, el Sovnarkom incluyó al comienzo a un pequeño número de Social-Revolucionarios de Izquierda, pero estos abandonaron el cargo en señal de protesta frente al Tratado de Brest-Litovsk). Al final de la guerra civil, se hizo un intento de revitalizar los sóviets, que incluyó un empoderamiento considerable del CEC frente al Sovnarkom (era evidente que el último había perdido mucha legitimidad, particularmente a ojos del campesinado, dado que estaba asociado con la tan odiada Checa), pero —como señala Rigby— el principal beneficiario del debilitamiento del poder del Sovnarkom fue el Partido Comunista, que empezó a actuar cada vez más como factor de cohesión institucional que enlazaba el gobierno central a los órganos de poder locales y también imponía orden a la disfunción burocrática de los órganos centrales del ejecutivo político del Estado de Lenin. En 1921, el Comité Central del partido y sus dos órganos internos principales, el Politburó y el Orgburó, «estaban rumbo a convertirse en el verdadero gobierno de la República Soviética» (p. 178). La conclusión de este proceso se dio con la muerte de Lenin y con la consolidación del poder de Stalin.
Con frecuencia se asume que los sóviets eran organizaciones que respondían a los lugares de trabajo y que en tanto tales su proliferación en 1917 representaba los comienzos de una nueva forma de economía política socialista, en la que la distinción burguesa entre «política» y «economía» empezaba a disolverse, y en la que estos órganos de poder proletario empezaban, al menos en formas embrionarias, a desplazar las prerrogativas del capital en términos de decisiones de inversión y producción. De hecho, como señala Carmen Sirianni (1982), aunque había cierto grado de solapamiento, los sóviets, en general, se distinguían de los órganos de poder que emergían en los lugares de trabajo para desafiar la propiedad capitalista y el control (es decir, los comités de fábrica). Como dice Sirianni (para una perspectiva de izquierda comunista, véase también Brinton, 1975), durante los primeros meses de la revolución, cientos de empresas fueron tomadas espontáneamente desde abajo por grupos de obreros organizados en comités de fábrica, cada vez más coordinados por un órgano central, el Consejo Central de los Comités de Fábrica de Petrogrado (cuya tutela en la práctica se extendía mucho más allá de esa ciudad). En efecto, según Sirianni la evidencia muestra que los comités de fábrica tuvieron un éxito notable a la hora de incrementar la productividad. Pero, como vimos en entradas anteriores, la dirección bolchevique intentó contener y revertir con vigor esta ola de expropiaciones espontáneas provenientes desde abajo, influenciada por la perspectiva de Lenin de que la tarea inmediata de la revolución era organizar una economía de transición en función del «capitalismo de Estado», es decir, una situación en la que el «Estado obrero» supervisaría una base económica en la que «la burguesía retendría en gran medida la propiedad formal y la gestión efectiva de la mayor parte del aparato productivo» (Brinton, 1975, p. 13).
De hecho —al menos después de la toma del poder de octubre), la dirección bolchevique fue cada vez más hostil hacia el movimiento de los comités de fábrica. Lenin quería restringir la intervención de los trabajadores en las tareas de coordinación económica a funciones básicas de «contabilidad y supervisión», en vez de promover cualquier tipo de medida que los acercara a un poder de decisión importante. En efecto, la principal función del CEN (uno de los nuevos órganos de poder gubernamental mencionado antes) era reinar sobre los comités de fábrica, sometiéndolos a la dominación de los más conservadores y maleables sindicatos, en una lucha para acabar con lo que la dirección bolchevique consideraba como desviaciones «sindicalistas» entre el proletariado. Entonces, bajo el liderazgo de Lenin, a los órganos de lucha de las masas que manifestaban el control obrero de la industria les fue peor que a los sóviets. Pero ni los sóviets, ni (mucho menos) los comités de fábrica constituían el verdadero núcleo del poder durante los primeros meses y años de la revolución. La sede principal del poder en este «período heroico» de la revolución fueron el Sovnarkom y los comisariados.
Entonces, las principales estructuras del «Estado obrero», que emergieron bajo la dirección de Lenin, se parecían muy poco a la descripción de El Estado y la revolución. En su núcleo estaban las instituciones y las estructuras heredadas directamente —y, con frecuencia, de manera prácticamente indiscriminada— del viejo régimen derrocado. ¿Cómo se explica esta situación? Es muy difícil dar cuenta de este proceso en términos de los reacios y forzados compromisos a los que obligó la guerra civil y del fracaso de la propagación de la revolución, pues —como vimos— los intentos de consolidación del nuevo régimen apuntaron desde el primer momento a controlar los restos de la maquinaria del viejo poder gubernamental y ponerlos en marcha bajo una nueva dirección. En efecto, como destaca Rigby, «se supone que una campaña revolucionaria rusa que pretendiera “destruir completamente la vieja máquina estatal”, procedería rápidamente a la abolición de los ministerios augustos heredados de los zares» (p. 13). Pero eso es precisamente lo que no hizo Lenin. Por supuesto, una forma de explicar todo esto es afirmar, siguiendo a la crítica comunista libertaria tradicional, que el aparente giro de Lenin en 1917, hacia una visión de los sóviets inspirada en la Comuna, fue simplemente un ardid hipócrita para ampliar la base de apoyo del partido bolchevique, es decir, un componente más de la retórica libertaria dejada de lado inmediatamente después de la toma del poder, cuando dejó de adecuarse a los objetivos de los bolcheviques.
Pero tal vez exista una línea de continuidad fundamental entre El Estado y la revolución y la realidad del Estado revolucionario bajo el liderazgo de Lenin. Como vimos, el argumento de Lenin descansa en una distinción entre la «política propiamente dicha» —el dominio de la fuerza y de la represión de clase—, por un lado, y la administración revolucionaria, «no política», por el otro. A su vez, esta perspectiva parece girar sobre un telos utópico en el que se asume que el derrocamiento de la vieja clase dominante y la consolidación de un Estado obrero deberían conducir, con el tiempo, pero de manera inexorable (presuntamente hasta que este derrocamiento se generalizara a nivel internacional), a la abundancia comunista y a la abolición de la «política». A pesar de que no existen muchos indicios (más allá de la institución de la Rabkrin, Inspección de Obreros y Campesinos, en 1920) de ningún intento real de transformar las funciones administrativas de los comisariados en sencillas «operaciones de control y registro», susceptibles de ser realizadas por las masas, la comprensión de Lenin de la «política propiamente dicha» tal vez conserve su relevancia. Como sugiere Rigby (aunque extiende esta afirmación al marxismo en general), Lenin mostraba un desinterés absoluto por todas las formas institucionales y constitucionales. Lo que realmente le interesaba era el poder: quién lo ejercía y a qué fuerza de clase representaba. Es probable entonces que, para Lenin, en la medida en que los bolcheviques (el Partido Comunista) mantuvieran el poder estatal y lo utilizaran para contener a las fuerzas contrarrevolucionarias, importaban poco las formas institucionales a través de las que este se manifestaba.
No obstante, nunca se enfatizará suficientemente que el argumento central de El Estado y la revolución —una «revolución debe consistir, no en que la nueva clase mande y gobierne con ayuda de la vieja máquina del Estado, sino en que destruya esta máquina y mande, gobierne con ayuda de otra nueva»— no fue puesto en práctica por los bolcheviques en el poder. En efecto, la dicotomía estratégica más importante que establecen los «leninistas» desde entonces, aquella que separa, por un lado, a los «reformistas», «reformistas de izquierda», etc., que buscan utilizar las instituciones estatales existentes y, por otro lado, a los «revolucionarios» que buscan «destruir» y reemplazar esa maquinaria estatal en función de una orientación similar a la que suponen que intentaron (o que lograron brevemente) los bolcheviques de Lenin, gira en torno a un malentendido/distorsión de la realidad histórica. Como vimos, el aparato burocrático del viejo régimen en Rusia no fue destruido en absoluto. De hecho, el partido de Lenin intentó «tomar simplemente posesión de la máquina estatal existente» y «ponerla en marcha para sus propios fines».
El artículo anterior fue publicado en inglés en The Bolsheviks did not ‘smash’ the old state | ed rooksby (wordpress.com).
Referencias
Brinton, M. (1975) The Bolsheviks and Workers’ Control 1917 to 1921: the State and Counter-Revolution (Montreal, Black Rose)
Choonara, J. & Kimber, C. (2011) Arguments for Revolution: the Case for the Socialist Workers Party (London, SWP)
Rigby, T. H. (1979) Lenin’s Government: Sovnarkom 1917-1922 (Cambridge, CUP)
Salvadori, M. (1979) Karl Kautsky and the Socialist Revolution 1880-1938 (London, NLB)
Sirianni, C. (1982) Workers Control & the Socialist Democracy: the Soviet Experience (London, Verso)