Come to look, come to climb our mountains, to enjoy our flowers. Come to study. But do not come to help.
-Iván Illich
En 2021 se cumplen sesenta años del lanzamiento de la Alianza para el Progreso, el plan de ayuda económica para América Latina de la administración de John F. Kennedy. En palabras del presidente norteamericano, el plan se proponía «asistir a los hombres libres y los gobiernos libres» de la región en el proceso de su «liberación de las cadenas de la pobreza».
Con el advenimiento de la Guerra Fría, los países poscoloniales (que comenzarían a ser conocidos colectivamente como el Tercer Mundo) se habían convertido en un campo de batalla política e ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética. En este contexto, la Alianza fue la respuesta estadounidense ante la amenaza de una proliferación de regímenes socialistas en esta zona del mundo tras el triunfo de la Revolución cubana en 1959. Como ha señalado Vanni Pettinà, la Alianza se trataba de un intento tanto por «contener» el comunismo como de «disuadir» su resonancia pública mediante la expansión del modelo de desarrollo norteamericano.
Con la Alianza para el Progreso, Estados Unidos trató en cierto sentido de replicar en Latinoamérica la lógica del Plan Marshall para la reconstrucción europea tras la Segunda Guerra Mundial: se trataba de consolidar la hegemonía norteamericana sobre un continente por medio de la asistencia económica, en este caso presentada como «ayuda para el desarrollo». A través de recursos financieros y asistencia técnica, la Alianza buscaba acelerar el crecimiento económico de la región mediante el aumento de la productividad, el acceso a la educación y la construcción de obras de infraestructura. El proyecto resultaba atrayente porque coincidía con los intereses de las élites latinoamericanas, las cuales estaban apostando por la industrialización como la manera de superar la condición periférica de sus países.
Aunque la Alianza para el Progreso representaba una novedad por su enfoque en una región específica, en realidad se basaba de uno de los pilares de la hegemonía norteamericana de la posguerra: la idea de «desarrollo». El origen de la vida pública del concepto se hallaba años atrás cuando, en su discurso inaugural de 1949, Harry Truman se refirió al lanzamiento de un nuevo programa para hacer que los beneficios del avance industrial norteamericano fueran accesibles al resto del mundo. La meta debía ser, afirmó entonces, lograr «el mejoramiento y el crecimiento de las regiones subdesarrolladas» del globo.
Al hablar de «regiones subdesarrolladas», el presidente norteamericano convirtió de golpe un término que circulaba solo en círculos económicos en la palabra clave de una nueva era histórica: la era del desarrollo. Consagraba así el mote que definiría desde entonces la manera de pensar los Estados poscoloniales alrededor del globo. A pesar de su diversidad, todos estos Estados terminaron subsumidos bajo una misma definición negativa: la del subdesarrollo. A partir de entonces, se volvería usual lo que Gilbert Rist ha llamado el «uso transitivo» del término: la intervención deliberada para «desarrollar» las zonas «subdesarrolladas» del planeta.
Contra el desarrollismo
En las décadas del medio siglo, proyectos como la Alianza para el Progreso terminaron por consolidar en América Latina la idea de desarrollo como la respuesta automática para todos los problemas sociales de las naciones poscoloniales. Sin embargo, sería precisamente de esta región del mundo de donde surgiría uno de los cuestionamientos más radicales contra la empresa desarrollista. El formulador de esta crítica fue Iván Illich (1926–2002), historiador, crítico social y sacerdote católico nacido en Austria pero avecindado en Latinoamérica desde los años cincuenta.
Primero en Puerto Rico y después en México, Illich alentó diversas iniciativas de reflexión sobre la condición histórica y social del subcontinente. Radicalizado por la observación de los efectos deletéreos de las tentativas de modernización, Illich ofreció a lo largo de los años sesenta una de las argumentaciones más consistentes en contra de la Alianza. Y, en el proceso de elaboración de estos cuestionamientos, comenzó a dar forma a una original teoría crítica de la modernidad capitalista. Concebida desde las condiciones del Sur global, esta teoría tendría, sin embargo, repercusiones universales.
Un hecho poco recordado pero que ofrece una clave para entender el planteamiento de Illich es que, a principios de los años 60 y de manera paralela a la Alianza para el Progreso, el papa Juan XXIII había solicitado al clero norteamericano el envío del 10% de sus elementos a América Latina para efectuar labores de asistencia. Illich se opuso desde el principio a este plan, que interpretaba como un equivocado experimento por «modernizar» la Iglesia latinoamericana ante el temor de una propagación del castrismo en la zona. Estaba convencido de que la insensibilidad cultural y arrogancia moral implícita en todo el proyecto harían más mal que bien en las comunidades objeto de la asistencia. Esta contraparte eclesial de la Alianza para el Progreso ponía al catolicismo al servicio del capitalismo y convertía una fe religiosa en cómplice de la ideología del desarrollo.
La respuesta de Illich fue la creación de un centro de estudios en Cuernavaca, México, con el propósito de contribuir a lo que él llamaba la «desyanquización» de los religiosos norteamericanos. Mediante la enseñanza de lenguas y el estudio de la sociedad latinoamericana, Illich esperaba volverlos más conscientes del entorno cultural en el que se encontraban y así disminuir el daño. En unos años, esta organización evolucionó en el Centro Intercultural de Documentación (Cidoc), una suerte de universidad alternativa, sin currículum fijo, desde la que Illich organizaba seminarios sobre el análisis de los aspectos negativos de la modernización en el Tercer Mundo.
Una alianza de las clases medias
La crítica al desarrollismo iniciada por Illich (y continuada de diversas maneras por una pléyade de autores) señalaba entre otras cosas el modo en el que la idea de desarrollo, a pesar de haberse vuelto una aspiración de las élites postcoloniales, representaba de diversas maneras una continuidad con el colonialismo. Como el viejo imperialismo, el desarrollo derivaba su legitimidad del hecho de presentarse como una «exportación» de los valores de la civilización europea. Y, como el viejo imperialismo, el desarrollo se proponía también la destrucción de cualquier alteridad cultural. Mediante la promoción de una concepción tecnocrática del crecimiento económico y una visión vertical de la «ayuda», las políticas desarrollistas reproducían bajo nuevos ropajes la misma lógica antigua de las jerarquías geográficas y culturales.
La piedra de toque de la oposición de Illich a la Alianza para el Progreso era su convicción de que la industrialización de América Latina promovida por el desarrollismo traería más problemas que soluciones. En especial, Illich consideraba que las políticas desarrollistas iban a poner a las mayorías sociales del continente en una situación imposible: impondrían a toda la población una idea del mejoramiento social basada en un cierto nivel del consumo de bienes y servicios pero, al mismo tiempo, jamás podrían garantizar esos niveles de consumo para la totalidad de la población. Peor aún, las políticas desarrollistas tendrían el efecto general de hacer inviables las formas tradicionales de subsistencia, ofreciendo los sucedáneos modernos a esas formas tradicionales solamente a unos pocos.
Las grandes mayorías, privadas tanto de lo antiguo como de lo nuevo, quedarían así expulsadas del supuesto progreso, viviendo en un limbo entre la tradición y la modernidad. Al final, debido a la creación de nuevas clases privilegiadas por la industrialización, el desarrollo solo «modernizaría» los viejos patrones de desigualdad y explotación característicos del colonialismo interno en el que vivían esos países desde su independencia de España a principios del siglo XIX. La mayor parte de la gente en América Latina recibiría nada más que la promesa y nunca la realidad del desarrollo. Al final del día, afirmaba Illich, la Alianza para el Progreso no sería más una «alianza para el progreso de las clases medias».
En los textos críticos escritos por Illich contra la Alianza —algunos de los cuales serían recogidos en Alternativas (1974)— se incubaron las principales líneas de su pensamiento posterior. A lo largo de los años setenta, en obras como La sociedad desescolarizada (1971), La convivencialidad (1973), Energía y equidad (1974) y Némesis médica (1976), estas líneas cristalizarían en una reflexión crítica sobre modernidad industrial, cuyos dos conceptos centrales serían las nociones de «contraproductividad» y «convivencialidad».
A partir de sus observaciones sobre los efectos del desarrollo en América Latina, Illich concluyó que un mismo principio regía el comportamiento de las instituciones modernas: más allá de cierto umbral de crecimiento, una institución comenzará a producir lo opuesto del fin para el que fue concebida originalmente. A este principio lo denominó como la «contraproductividad paradójica» de las instituciones modernas. Illich analizó y documentó los efectos de la contraproductividad en tres áreas clave de la modernización desarrollista: la educación escolarizada, la medicina institucional y los transportes motorizados.
La escolarización obligatoria resultaba contraproductiva porque en lugar de conocimiento y equidad terminaba produciendo sus contrarios: ignorancia y exclusión. La educación escolarizada confundía la acumulación de horas pasadas en un salón de clase con el verdadero aprendizaje. Y, más grave aún, al basarse en un plan jerárquico de avances escalonados, funcionaba como fábrica de drop-outs, los cuales, al no poder completar toda la serie, iban a cargar para siempre con el estigma social de su supuesto «fracaso».
Mientras que la medicina institucional atrofiaba las capacidades autónomas para sanar de individuos y comunidades, el transporte motorizado, aunque ideado para el ahorro de tiempo, terminaba obligando dedicar a las actividades de desplazamiento más tiempo social que el usado en sociedades preindustriales. El uso del automóvil por unos cuantos favorecidos devaluaba el «valor de uso de los pies» para todos mediante la creación de entornos urbanos en los que se volvía imposible caminar. Así, por efecto de la contraproductividad, el mundo contemporáneo llegó a interpretar como progreso algo que no es sino la expansión ilimitada de instituciones contraproductivas que replican procesos de exclusión y de «pobreza modernizada».
La propuesta de Illich ante los daños instigados por la modernización era una apertura de la imaginación social que superara los moldes impuestos por el desarrollo. Illich designaba a esta apertura como «convivencialidad». La convivencialidad suponía la introducción de unos nuevos principios para el «metabolismo social»: una nueva manera de concebir las relaciones de los seres humanos con sus instrumentos basada en el respeto a la autonomía y la equidad de individuos y comunidades. El aspecto determinante de una sociedad convivencial sería el establecimiento de límites democráticamente acordados al crecimiento de las instituciones y las herramientas modernas. Illich consideraba que algunas de las formas en que podrían encarnar estos principios eran la desescolarización y la adopción generalizada de dispositivos tecnológicos que (como la bicicleta) escaparan de la contraproductividad, así como la creación de unos nuevos, pensados para las circunstancias del Sur Global.
Hacia el verdadero progreso
Los planteamientos de Illich se pueden interpretar como un intento por recuperar un sentido radical de autonomía, entendida como la capacidad de las personas para crear su propio entorno y su propia definición de la «vida buena». La argumentación illichiana es, en este sentido, afín a las conclusiones de análisis como los de James C. Scott sobre la economía moral de los campesinos, el «arte de no ser gobernados» y el fracaso de los grandiosos esquemas verticales de reforma social que pretenden «mejorar la condición humana».
El aporte de Illich radica en que traduce premisas similares a las del antropólogo norteamericano acerca de la autonomía radical que se puede hallar en algunas formas producción y organización social tradicionales en algo más amplio: una redefinición de nuestra idea progreso. Illich disocia el verdadero progreso del mero desarrollismo porque encuentra en las formas de vida no industriales, no un atraso por superar, sino un repertorio de posibilidades de autonomía y formas de vida emancipada.
Más allá de sus consecuencias materiales, Illich consideraba que los efectos negativos más duraderos del desarrollo ocurrirían en el ámbito de lo simbólico. Más que un estadio de la evolución económica de una sociedad, Illich categorizaba el subdesarrollo como un «estado de ánimo» y una «categoría de la conciencia». La idea de desarrollo implicaba una profunda transformación del deseo: desear se convertía en sinónimo del consumo de «productos enlatados» que, por otro lado, iban a estar «continuamente fuera del alcance de la mayoría». El desarrollo entrañaba de esta manera un proceso de reificación, que transformaría la sed en la «necesidad de tomar una Coca–Cola» o el deseo de aprender en el consumo de «educación».
Las tesis de Illich son relevantes en el presente, entre otras razones, porque representan una original contraparte, pensada desde el Sur global, a las teorías críticas surgidas en Europa durante la primera mitad del siglo XX, bajo la pluma de autores como Max Horkheimer y Theodor W. Adorno. Con la idea de contraproductividad, Illich ofrece su propia versión de la dialéctica negativa de la modernización, a la cual llama la «némesis» desencadenada por la naturaleza prometeica de las tentativas modernas.
Pero, en contraste con los diagnósticos desesperados acerca de las contradicciones irresolubles de la modernidad que marcan el tono de la Escuela de Frankfurt, hay en Illich el esbozo de un proyecto conceptual y político para superar esas contradicciones bajo una concepción completamente distinta de la modernidad basada en la idea de límites a la expansión económica y tecnológica. Por estas razones, es posible hablar de una «Escuela de Cuernavaca» de pensamiento crítico sobre el mundo moderno, nacida bajo la égida de las ideas illichianas.
Illich representa una llamativa excepción en el contexto de la posguerra: la de un crítico del desarrollismo —en tanto nueva versión del colonialismo— que era por completo ajeno al nacionalismo que protagonizó no pocas luchas anticoloniales. Los antecedentes de las ideas de Illich se pueden encontrar más bien en otras formas de resistencia que, como el Swaraj gandhiano, se distinguían por oponerse tanto al dominio político directo de una potencia extranjera como a la civilización en nombre de la cual se ejercía ese dominio (una civilización que, de no ofrecerle resistencia, se perpetuaría bajo las nuevas condiciones postcoloniales).
En el caso de Illich, se trataba de una crítica no solo del intervencionismo norteamericano, sino de la doctrina misma de la «modernización». Esta ausencia de la idea de nación en su pensamiento quizás ayude a entender la afinidad de sus ideas con luchas más recientes, como la de los zapatistas en Chiapas, que han representado una rebelión tanto en contra de la globalización como en contra de la idea homogeneizadora de la «nación mexicana».
Surgido en el contexto de la oposición a un proyecto de ayuda internacional para el desarrollo —la Alianza para Progreso—, el pensamiento de Illich evolucionó hacia una reflexión sobre la condición del Sur Global. Illich elaboró así una crítica que ha contribuido a revelar la manera en que la idea de desarrollo terminó convirtiéndose en el lenguaje que ha estructurado, desde la segunda mitad del siglo XX, las relaciones entre el Norte y el Sur. Sin embargo, en las décadas recientes el lenguaje de la modernización en general ha entrado en crisis, ya no solo para las naciones postcoloniales, sino para la humanidad en su conjunto.
En la medida en que los efectos contraproducentes de la industrialización capitalista se vuelven cada vez más manifiestos, los países «avanzados» se han comenzado a asemejar, de diversas maneras, a los «atrasados». Aun en los países ricos, el capital, en sus versiones digitales y financieras, genera cada vez menos empleos (o empleos cada vez más inestables, peor pagados y más precarios). Al igual que en el Sur, ahora en el Norte tiene lugar una tendencia a la abundancia del trabajo como factor de producción, una abundancia que el capital no quiere —o probablemente no puede— absorber. De igual manera, en todos los rincones del globo se empiezan a sentir intensamente los efectos del cambio climático, el producto de la transgresión de unos ciertos umbrales en la capacidad del ecosistema para soportar las consecuencias de la industrialización capitalista.
La condición histórica del Sur Global se está convirtiendo, cada vez más, en el espejo en el que el Norte puede mirar su propia imagen, o por lo menos algunos fragmentos reveladores de su futuro. En este mundo surgido tras el fin de la era desarrollo, las tesis de Iván Illich adquieren una particular relevancia: contribuyen al proyecto compartido de acrisolar nuestras ideas sobre el progreso, a la tarea de encontrar un vocabulario nuevo y diferente para imaginar un futuro común.