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El investigador y escritor socialista Ed Rooksby murió trágicamente con tan solo 46 años.

En memoria de Ed Rooksby

UNA ENTREVISTA CON
Traducción: Valentín Huarte

En febrero, con tan solo 46 años, falleció el investigador y escritor Ed Rooksby. Aquí presentamos una de sus últimas entrevistas largas y repasamos algunas de sus contribuciones al pensamiento socialista de Gran Bretaña.

Por Alex Doherty

En julio de 2020, el investigador y escritor socialista Ed Rooksby, que murió trágicamente con tan solo 46 años, escribió sobre el resurgimiento del comunismo y del marxismo. Formado políticamente durante los años 1990 y comienzos de los 2000 —cuando las narrativas sobre el fin de la historia estaban en su punto más álgido— Ed recordó que, en esos años, definirse a uno mismo como socialista solía ser motivo de burla:

Hay algo bastante desconcertante en el retorno de estos términos, durante tanto tiempo marginales, para alguien que, como yo, se formó políticamente en una época (la mini Era del Hielo Fukuyama-Giddens-Blair) en la que definirse como «socialista» provocaba risotadas incrédulas y era visto casi como un signo de desconexión mística de la realidad. Recuerdo que ni siquiera se trataba de una reacción hostil. Era mucho peor que eso, era una actitud de desprecio, que en general iba acompañada de una palmadita en la espalda y un «¡Ay, qué bien! Es tan lindo que la gente todavía crea en todo eso». Los conservadores no le tenían miedo al socialismo. Pensaban que era tierno y divertido porque creían que estaba obvia y definitivamente muerto.

Tal vez una consecuencia de haber crecido en aquella época de retroceso del socialismo —y esta es una característica que Ed comparte con mucha gente de izquierda de su generación— fue su modestia, notable si se la compara con la actitud de los militantes socialistas de años anteriores (quienes creían que la historia estaba de su lado) y con la de los socialistas millenial de hoy, que muestran una gran confianza en sí mismos. Es cierto que la modestia puede llevar a la parálisis, pero en el caso de Ed se manifestó como una profunda sensibilidad a las debilidades teóricas y organizativas de la izquierda, que influyó en su cuidadoso y honesto juicio a la hora de estudiar el movimiento obrero del siglo veinte y separar aquello que era posible rescatar y reutilizar de aquello que debía ser abandonado.

Ed se preocupó desde muy joven por las injusticias sociales. Según su madre, cuando tenía tan solo ocho años se topó con un panfleto de la oenegé Water Aid y, además de querer saber por qué otros niños no tenían agua limpia, preguntó si podía donar sus ahorros para ayudar. Su conciencia de la explotación y de la violencia estructurales que impone el capitalismo, aun bajo el disfraz más benigno de los gobiernos reformistas de izquierda, influyó en sus críticas posteriores a la socialdemocracia y en su creencia de que demoler el capitalismo era un imperativo moral.

La caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética fueron experiencias de las que aprendió mucho. Pero la derrota del «socialismo realmente existente» no llevó a Ed a la conclusión derrotista de que el socialismo era imposible, ni a la perspectiva, común en los círculos autonomistas de aquella época, de que no había nada que aprender de la experiencia comunista. En cambio, apoyándose en la corriente eurocomunista que emergió en Europa occidental durante la época de posguerra y en teóricos de izquierda como Nicos Poulantzas, Ralph Miliband y André Gorz, Ed se concentró cada vez más en los problemas que planteaba la transformación democrática del Estado y la ruptura con el capitalismo en sociedades tecnológica y materialmente avanzadas, donde la clásica estrategia leninista del doble poder parecía perder pertinencia. Fue este el tema que Ed eligió para hacer su doctorado en la Universidad de York y al que dedicó buena parte de su carrera académica en instituciones como el Rusking College, Oxford y York, donde volvió a enseñar en 2019.

A pesar de que la estrategia socialista era su principal eje de investigación académica, Ed escribía y publicaba notas en su blog que abordaban un amplio espectro de temas, desde la guerra contra el terrorismo (Ed se radicalizó con la guerra de Irak y militó en la Universidad de York a comienzos de los años 2000) hasta la lucha sindical y el Partido Laborista. El artículo que publicó en 2011 en el Guardian, donde analizó la perniciosa ideología del «laborismo azul» —y anticipó, con razón, que la tendencia tenía más apoyo del que suponían otros críticos de izquierda— parece ser especialmente relevante hoy, luego del giro de Keir Starmer desde el cosmopolitismo pro-UE hacia un cínico entusiasmo por la familia y la bandera.

La obra de Ed siempre se destacó por su cautelosa exactitud, su irónico y autocrítico sentido del humor y su aversión hacia la retórica demagógica (así lo testimonia su desconfianza frente a la política estalinista de George Galloway y su pomposo estilo), y en sus numerosos artículos y reseñas de libros siempre se encargó de presentar los puntos de vista contrarios con generosidad, para evitar discutir con muñecos de paja.

Cuando en 2018 entrevisté a Ed para Politics Theory Other, me sorprendió su rechazo de toda la teleología reconfortante sobre la inevitabilidad de la victoria socialista. En cambio, con su típico realismo, Ed reconoció abiertamente que el socialismo acaso no sea posible y que cualquier avance será necesariamente experimental y conllevará muchos peligros.

Ed contrajo el virus durante la primera ola de la pandemia de COVID-19. Fue una de las tantas personas que sufrió los efectos del «covid largo» y a comienzos de enero, en la última entrada de su blog, escribió sobre su condición con gran sensibilidad. El sufrimiento de Ed durante esos nueve meses nos recuerda —además de la desastrosa respuesta del gobierno británico frente al pandemia— el impacto incalculable del COVID-19, más allá del análisis crudo del número de casos, muertes y «recuperados» (categoría que, por otro lado, abarca un rango muy amplio de experiencias, entre las que hay muchas como las de Ed, es decir, personas que están lejos de haber recobrado completamente la salud). Si la trágica muerte de Ed fue provocada únicamente por el COVID-19, es algo que todavía no está claro al momento de escribir estas palabras.

Luego de su muerte, muchos se apresuraron a remarcar su ingenio y su inteligencia, pero con más frecuencia se hizo hincapié en su gran bondad y en su generosidad. En febrero de 2012, Ed publicó un panegírico con ocasión de la muerte de su padre. Al final, enfatizó su amabilidad y escribió que esperaba poder imitarlo en ese sentido. A juzgar por la cantidad de amigos, estudiantes y compañeros que se refirieron a la bondad de Ed luego de enterarse de la terrible noticia de su muerte prematura, debemos concluir que alcanzó su objetivo.

El texto que sigue es un fragmento de la entrevista de Ed transmitida en Politics Theory Other.

 

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Tu artículo para Critique intenta pensar la forma en que podemos ir más allá de una mera reforma del capitalismo y avanzar hacia una ruptura con el sistema que nos sirva para empezar a construir el socialismo. Antes de que entremos en los detalles, ¿podrías decirnos por qué es insuficiente o indeseable considerar a la socialdemocracia como el límite de nuestro horizonte político?

 

ER

Bueno, en realidad no es que esté en contra de la socialdemocracia, pero me parece tiene ciertos límites inherentes. Bajo las condiciones de la posguerra fue extremadamente exitosa. Mejoró las vidas de muchísimas personas. Pero creo que el problema principal es que la socialdemocracia se funda en la mitigación de los efectos de las fuerzas de mercado y no en el reemplazo del capitalismo por otro sistema. En ese sentido, depende del funcionamiento de la economía capitalista y de los términos que esta impone.

Entonces, cuando el capital se encuentra en una fase de crecimiento, es capaz de hacer algunas concesiones y en ese momento la socialdemocracia puede prosperar. Pero cuando el capitalismo entra en crisis, cuando las ganancias empiezan a escasear, las reformas aplicadas por los socialdemócratas, o sus planes de aplicarlas en el futuro, sufren las consecuencias. Hay mucho menos espacio para implementar dichas reformas y con frecuencia muchas son desbaratadas.

Eso es lo que nos enseña la historia, sobre todo si prestamos atención a las condiciones que se impusieron luego de la Segunda Guerra Mundial, cuando se estableció el consenso socialdemócrata keynesiano. Estas reformas se implementaron en condiciones históricas bastante peculiares, generadas por un larguísimo y profundo boom capitalista que duró mucho tiempo. Pero cuando estas condiciones empezaron a deteriorarse en los años 1970, la socialdemocracia entró en crisis y comenzó la contraofensiva neoliberal y el desmantelamiento progresivo del Estado de bienestar.

Así que el problema fundamental es que la socialdemocracia es rehén de la lógica del capitalismo. Además, no estoy seguro de que hoy haya espacio para que prospere una socialdemocracia auténtica. No creo que estemos en las mismas condiciones políticas, institucionales y económicas de los años 1950 y 1960, y fueron esas condiciones las que hicieron posible a la socialdemocracia.

Pero, más allá de eso, la socialdemocracia, incluso en su formas más avanzadas, deja intactas las disfunciones y las injusticias del capitalismo. Entre ellas diría que la más importante es justamente que el capitalismo impone límites claros a la extensión de las reformas socialdemócratas. Por ejemplo, bajo el capitalismo podemos gozar de la democracia parlamentaria, pero no podemos tener una democracia económica. La mayoría de nosotros no ejerce ningún tipo de control democrático sobre las condiciones de su propia existencia. Pienso que este es uno de los problemas fundamentales del capitalismo.

Además, el capitalismo no puede existir sin crear constantemente nuevas desigualdades, tanto al interior de los distintos países como en las relaciones que estos mantienen entre sí. Y, en el mismo sentido, las grandes mayorías, aun cuando vivan en economías capitalistas más bien prósperas, llevan existencias bastante miserables. En general se trata de vidas monótonas y aburridas, en la que rara vez se presenta la oportunidad de desarrollar los propios talentos y de prosperar como individuos humanos. A la mayoría de la gente le desagrada su empleo y casi nadie disfruta de ir a trabajar. La gente no llega a hacer lo que desea, ni tiene la posibilidad de ser creativa y creo que ese es un problema moral real del capitalismo.

Por último, la lógica económica del capitalismo es inherentemente inestable, es una lógica de auges y caídas. Y también es una lógica de crecimiento perpetuo. El capitalismo se funda en el imperativo de la acumulación. Es decir que no se organiza en absoluto según una lógica humana. La acumulación de capital se convierte en un fin en sí mismo y los seres humanos se convierten en meros sirvientes de ese fin. Eso invierte la relación que debería existir: los seres humanos deberían mandar y el sistema económico debería servir a sus necesidades. Pero bajo el capitalismo los seres humanos se convierten en sirvientes del sistema económico.

 

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En tu artículo leemos que, en la actualidad, muchos partidos de izquierda combinan la lucha parlamentaria con la política de los movimientos sociales. Así lo hicieron el laborismo de Corbyn, Podemos en España y Syriza en Grecia (al menos antes de capitular frente a las instituciones de la UE). También leemos que estos partidos cuentan con muchos miembros que perciben las reformas socialdemócratas tan solo como un paso hacia la superación del capitalismo. ¿Cuál es tu opinión sobre la conciencia política de estos militantes?

 

ER

Creo que esa combinación entre tácticas electorales y formas organizativas típicas de los movimientos sociales es la clave que permite comprender el apoyo que conquistaron estas formaciones de izquierda, es decir, el hecho de que hayan logrado movilizar a tantas personas. Y creo que hay algo inevitable en todo esto. Esta parece ser la forma concreta que toman en la actualidad los desafíos relativamente radicales al reparto del poder. Efectivamente, creo que el apoyo hacia estos grupos, sea en términos electorales o de afiliación, comienza con una especie de posición socialdemócrata.

No estoy seguro de que ninguno de estos simpatizantes esté pensando conscientemente en terminar con el sistema o en superar el capitalismo. Me parece que están intentando resistir a la ofensiva del neoliberalismo y plantear algunas reivindicaciones concretas vinculadas con la mejora de sus propias vidas, las de sus familias y las de la gente que los rodea. Pero creo que este tipo de reivindicaciones y el intento de organizarlas mediante la combinación de electoralismo y movimientos sociales —lo que de por sí es mucho más democrático que la socialdemocracia tradicional—, al menos desde el siglo veinte, favorece una dinámica radical que tiende a desplazar los límites de la socialdemocracia. Con límites me refiero básicamente a que hoy la socialdemocracia no es más que un proyecto de mejora del capitalismo, es decir, de construir un capitalismo con rostro humano.

Pero pienso que la socialdemocracia, tal vez inevitablemente, es la forma que toma la conciencia social de la mayoría de las personas. La clave está en saber aprovechar este tipo de conciencia y aquellas formas de organización, sin adoptar necesariamente una política de desenmascaramiento o de conducir a la gente a la decepción, tácticas de las que desconfío. Y luego ver la forma de llevarlas más lejos para revelar los límites de la socialdemocracia y desarrollar al mismo tiempo el material psicológico y los recursos políticos para superarlos. Esto es algo que las perspectivas revolucionarias clásicas no supieron hacer.

 

AD

En el artículo, uno de los ejes centrales es el Estado. Obviamente, «Estado» es un término que utilizamos todos los días, de manera rutinaria, aunque su significado no siempre está claro. Por ejemplo, no solemos considerar los cambios que sufre el Estado a lo largo del tiempo. O el hecho de que el Estado de la posguerra es mucho más grande y más complejo del de principios del siglo veinte. Ni siquiera al interior de la tradición marxista parece haber consenso acerca de cuáles son las instituciones que deben considerarse como partes del Estado. Por ejemplo, Louis Althusser pensaba que las iglesias, las escuelas y los medios de información eran aparatos ideológicos de Estado (AIE), incluso cuando la mayoría de la gente piensa que estas instituciones son parte de la sociedad civil. Entonces, ¿qué queremos decir cuando hablamos del Estado?

 

ER

En realidad, me genera bastante desconfianza la idea de los AIE de Althusser, al igual que el concepto de «Estado integral» de Gramsci. Por supuesto, hay algo de verdad en sus puntos de vista, pero una de las cosas que Ralph Miliband señaló con justeza en su debate con Poulantzas es que, si uno dice que todas las instituciones que están involucradas en la reproducción de la sociedad forman parte del Estado, corre el peligro de pensar que cualquier otra forma de Estado, por ejemplo, un Estado obrero o como quiera llamárselo, también requerirá AIE.

En general, tal como aprendimos del bloque soviético, es peligroso fusionar el Estado y la sociedad civil. Esta división no deja de tener algunos problemas, pero creo que es posible usar los términos «Estado» y «sociedad civil» de forma tal que tengan sentido. Creo que si fusionamos el Estado y la sociedad civil corremos toda una serie de riesgos, algunos de los cuales se manifestaron en la Unión Soviética y en el monolítico Estado soviético.

Entonces, ¿qué queremos decir cuando hablamos del Estado? La respuesta más honesta es «No sé». Pero, aun así, me parece que contamos con algunos recursos valiosos sobre los que podemos apoyarnos. Evidentemente, creo que el Estado es algo más que aquello que indica la formulación leninista clásica —tomada de Marx y Engels—, es decir, un cuerpo de hombres armados. Por supuesto, el Estado es eso, pero también es mucho más que eso, sobre todo después de la segunda mitad del siglo veinte.

Desde mi punto de vista, nuestra mejor herramienta para pensar este problema es la obra del marxista griego Nicos Poulantzas, especialmente Estado, poder y socialismo, nunca superada en cuanto a la conceptualización del Estado como un campo de fuerzas. Erik Olin Wright también escribió cosas importantes sobre el tema, y lo mismo Fred Block, quien terminó definiéndose en oposición a Poulantzas y a su idea de que el Estado goza de cierta autonomía relativa frente al capital. En realidad, me parece que Block termina brindando una buena explicación de aquello en torno a lo que gira la autonomía relativa del Estado.

Se trata de la noción de poder estructural del capital, de la confianza de los mercados. Su argumento es que aquello que hace capitalista al Estado es fundamentalmente el hecho de que depende de la inversión capitalista. Para gestionar una sociedad moderna, es necesario gestionar la economía de una forma que fomente la inversión constante del sector privado. Ese es el motivo por el que el Estado, a largo plazo, tiende a actuar en favor del capital y a comportarse como una especie de «capitalista colectivo ideal». Esto también permite que el Estado atente contra los intereses de corto plazo de ciertas fracciones particulares del capital, con el objetivo de mantener con buena salud a la economía capitalista en general y garantizar una tasa de crecimiento global.

En fin, pienso que contamos con muchos recursos. Pero también creo que debemos ir más allá de la dicotomía entre la mirada reformista clásica, según la cual el Estado es un instrumento de poder del que la clase trabajadora puede servirse igual que como lo hacen los capitalistas, y la perspectiva leninista, que concibe al Estado como algo esencialmente burgués, y, por lo tanto, plantea que debe ser derrocado y que no puede ser utilizado en ningún sentido por las fuerzas socialistas. Pienso que la contraposición entre estas dos vertientes terminó generando una dicotomía estéril que imprimió su forma a los debates del último siglo.

 

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Mencionaste al teórico marxista griego Nicos Poulantzas y su concepción del Estado. ¿Podrías explayarte un poco más sobre el tema? Me interesa sobre todo el contraste entre su concepción del Estado y la perspectiva leninista.

 

ER

Poulantzas reconceptualiza el poder estatal como un terreno de lucha. Entonces, intenta pensar al Estado en términos análogos a la conceptualización marxista del capital, es decir, como una relación social. Poulantzas sostiene que el Estado es un terreno dividido o un campo de batalla en el que operan distintas fuerzas de clase que luchan para modificar la estructura institucional, lo que Poulantzas denomina la materialidad institucional del Estado. En un sentido más concreto, Poulantzas observa que el Estado, sobre todo en la segunda mitad del siglo veinte, dejó de ser un mero instrumento del capital. Cumple muchas funciones vinculadas al bienestar de los ciudadanos y cuenta con una gran cantidad de funcionarios a los que es difícil clasificar meramente como agentes del poder burgués, sobre todo cuando se trata de los niveles más bajos de la jerarquía.

Y hay huelgas laborales que atraviesan el Estado, por ejemplo, cuando los empleados estatales del sector público hacen paro. Como sea, está claro que el Estado dejó de ser un simple instrumento de opresión. Es algo mucho más complejo.

Poulantzas argumenta que cualquier tipo de desafío al poder capitalista tiende a reflejarse de alguna manera en ese terreno institucional del Estado. Evidentemente, existe la posibilidad de que los empleados estatales, en un sentido amplio —no solo funcionarios, sino también bomberos, docentes, enfermeros, etc.— participen, desde el interior de las estructuras estatales, de un movimiento por reformas radicales. Por supuesto, también existe la posibilidad de que algún tipo de gobierno de izquierda resulte electo en las instituciones parlamentarias del Estado y luego intente reconfigurar el poder estatal desde dentro.

En Estado, poder, socialismo, y también en distintas entrevistas de la misma época, Poulantzas intenta repensar la visión leninista clásica de la crisis revolucionaria, o la crisis de doble poder, y argumenta contra la idea de que se producirá una confrontación revolucionaria entre, por un lado, el Estado, que representaría la fuerza política concentrada del poder capitalista, y, por otro lado, un movimiento de masas representado por los sóviets y por las movilizaciones callejeras, etc.

Desde su punto de vista la crisis atravesará el campo del Estado en sí mismo, de forma que la crisis de doble poder se producirá en el campo del Estado (en vez de ocurrir completamente fuera de él). Por lo tanto, en una situación revolucionaria es probable que el Estado mismo llegue a definirse en función de estas formas alternativas de poder.

Creo que esta es una idea mucho más realista y creíble de la forma que podría tomar un desafío radical al capitalismo hoy. Es interesante notar también que se adecúa bastante a los fenómenos que vivimos durante las últimas crisis revolucionarias, que en la mayoría de los casos mostraron ciertas formas de interacción —no siempre armoniosas— entre un gobierno de izquierda y el pueblo movilizado fuera del Estado.

Un ejemplo clásico es el proceso de Chile bajo el gobierno de Salvador Allende. Frente a su derrota, la izquierda leninista respondió con el típico «te lo dije» y concluyó que se trataba de la prueba definitiva del fracaso de cualquier  estrategia  reformista. Pero lo que vemos en Chile de 1970 a 1973 es una dinámica muy interesante, articulada en torno a un gobierno radical y a un movimiento de masas. Y lo cierto es que el movimiento de doble poder, el movimiento de poder obrero, que emergió en Chile sobre todo en 1972 y 1973, no hubiese existido sin la elección del gobierno de la Unidad Popular. Esa es la coyuntura de fines de los setenta en la que escribe Poulantzas con el fin de comprender esos acontecimientos y esbozar una estrategia revolucionaria adecuada para el siglo veinte y tal vez para nosotros hoy.

 

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Avanzando hasta un ejemplo más reciente, en tu artículo se plantea la situación de Grecia. Sabemos que Syriza ganó las elecciones en 2015 y se convirtió en el primer partido de izquierda radical que conquistó el poder en Europa durante la época posterior a la crisis financiera. Los leninistas —y muchos socialdemócratas de renombre— tomaron su posterior capitulación frente a la UE como evidencia del disparate que representa cualquier tipo de vía parlamentaria al socialismo. Pero tu posición parece ser más bien comprensiva con Syriza y especialmente con la «plataforma de izquierda», la tendencia minoritaria asociada con Stathis Kouvelakis. ¿Podrías explicarnos por qué no compartes el desdén por Syriza, que se volvió tan común hoy en la izquierda europea?

 

ER

Soy crítico de la dirección de Syriza y es realmente imposible defender lo que hizo Tsipras. Sin embargo, pienso que suele abordarse de manera muy simplista la cuestión de las lecciones que nos deja la experiencia de Syriza. Estas lecciones son, en mi opinión, muy distintas de las que pretende la tradición leninista clásica. Debemos reconocer que simplemente no hubo ninguna alternativa concreta a Syriza en ese momento y que los grupos de izquierda que se mantuvieron a distancia de Syriza y fueron críticos de su electoralismo, tuvieron muy poco impacto en la situación política. Pienso en grupos como Antarsya y el KKE comunista, que son muy distintos entre sí, pero que se encontraron en el rechazo de la estrategia parlamentaria de Syriza.

Creo que esa posición implicaba efectivamente descartar la posibilidad de cualquier progreso en general. Fue una especie de purismo revolucionario que no sirvió para plantear ninguna alternativa al camino por el que optó Syriza, que básicamente era: reunimos suficiente apoyo hasta que resulte electo un gobierno de izquierda y después vemos qué podemos hacer desde ahí. Intentamos tomar las reivindicaciones inmediatas del pueblo, intentamos aliviar el sufrimiento que causa la austeridad en Grecia e intentamos juntar fuerza por fuera del parlamento.

Como sabemos, Syriza capituló rápidamente, cierto es que bajo una presión increíble. Y es difícil pensar qué podría haber hecho otra persona en la posición de Tsipras. Pero había una corriente alternativa en Syriza: la plataforma de izquierda que mencionaste y que planteó una alternativa a la capitulación de la dirección. Su perspectiva era que había que endurecer el radicalismo implícito de Syriza y radicalizar el movimiento desde dentro. Entonces, no estaba en cuestión la táctica de tomar el poder del Estado. Decían: «Debemos tener un gobierno de izquierda, pero también debemos encontrar formas de empoderar a los movimientos de masas».

Así que la crítica de los militantes como Kouvelakis apuntaba a que Syriza estaba capturada por una lógica de decisión elitista, que operaba a puerta cerrada. Lo primero que hizo Syriza cuando ganó las elecciones fue iniciar las negociaciones con los representantes de la Troika. El efecto que tuvo esto fue la desmovilización de las masas. La dirección terminó optando por un procedimiento antidemocrático, aunque probablemente no fue una decisión deliberada. Un procedimiento alternativo podría haber sido intentar empoderar al movimiento de masas del pueblo griego y mostrar que el gobierno contaba con suficiente apoyo en las bases, que tenía suficiente fuerza fuera del parlamento, fuera de esas negociaciones a puerta cerrada, como para resistir al poder de la Troika y al poder del capital nacional e internacional.

No hay garantía de que este tipo de estrategia hubiera conducido a un resultado distinto. Pero es probable que, si esta hubiese sido la forma de pensar dominante al interior de Syriza, algo distinto podría haber sucedido luego del referéndum del Oxi, que demostró que la población griega estaba dispuesta a radicalizar la agenda.

Alguna gente, como Kouvelakis y Costas Lapavitsas, argumentan que Grecia no tenía más opción que abandonar el Euro. Probablemente tengan razón. El problema es que, al parecer, esta no era la posición de la mayor parte de la población griega, que deseaba más bien algún tipo de reforma al interior del eurozona. Pero creo que un procedimiento más radical, que apuntalara las instancias democráticas, probablemente hubiera modificado los términos del debate. Tal vez hubiera llevado a mucha gente a pensar que la resistencia a la austeridad requería medidas más radicales, que excedían a los típicos canales parlamentarios usuales.

Entonces, pienso que Syriza tenía el potencial para radicalizar el movimiento y no creo que la derrota de esta tendencia haya sido inevitable. Me parece que, si en un futuro cercano vuelve a surgir un desafío radical al poder capitalista, probablemente tomará una forma similar a la de Syriza. Si es así, es probable que también incluya una tendencia más radical en su interior y ojalá que esta logre hacer avanzar la situación.

 

AD

En relación con ese tipo de gestión elitista del gobierno de Syriza, supongo que un crítico podría decir que se trataba simple e inevitablemente de una consecuencia de haber llegado al gobierno y que las exigencias de ser gobierno llevan a que uno se comporte de esa manera. ¿Estas tendencias elitistas definían a la organización antes de que llegara al poder? ¿Eran dominantes en el partido y ese es el motivo por el que la organización no siguió el camino alternativo que esbozaste?

 

ER

Sí, siempre hubo una disputa al interior de Syriza entre una corriente socialdemócrata y una más radical. Pero el resultado de esa disputa era contingente. No estaba escrito que se resolviera de una u otra forma. Pero claramente existe una lógica parlamentaria, que tiende a producir una élite activista y una mayoría pasiva que es reducida al rol de poner la boleta en las urnas y esperar a que los dirigentes resuelvan las cosas.

Pero, si rechazamos la posibilidad o la probabilidad de que exista una vía directamente revolucionaria hacia la superación del capitalismo, que no pase a través de las instituciones parlamentarias, será un dilema inevitable para cualquier movimiento que intente cambiar el sistema. En términos personales, pienso que es bastante difícil imaginar una situación revolucionaria clásica en las democracias capitalistas avanzadas. Así que si rechazamos la posibilidad de una situación que sea una repetición de 1917, entonces lo único que nos quedan son los dilemas, las limitaciones, los peligros y los obstáculos que nos plantea una estrategia distinta.

No creo que exista ninguna respuesta fácil. A esta altura aprendimos que ningún camino al socialismo será fácil ni seguro. De hecho, ni siquiera sabemos si el socialismo es posible. Lo único que sabemos es que tenemos que trabajar con las tendencias y con los recursos existentes. Debemos construir procedimientos concretos para hacer que el proceso avance. Pero nunca será más que un experimento. Entonces, está claro que cualquier estrategia parlamentaria enfrentará límites y peligros. Esto es algo que los partidos eurocomunistas aprendieron en los años 1970 y que otros movimientos, como Syriza, vuelven a descubrir hoy.

 

AD

¿Podrías explayarte un poco sobre el eurocomunismo? Pienso que es una tendencia en gran medida olvidada y no muy respetada.

 

ER

Fue un proceso interesante y complejo que se desarrolló en los partidos comunistas de Europa occidental y que floreció en los años 1970. Puso en movimiento una mezcla de estrategias y metas diferentes, no todas igualmente dignas de admiración. Por un lado, después de la Segunda Guerra Mundial, emergió una especie de estrategia eurocomunista clásica en el PCI (Partido Comunista Italiano). Hasta cierto punto también lo hizo en el Partido Comunista de España, que intentó fomentar una alianza contra la dictadura franquista en su país. El eurocomunismo también emergió de forma más tenue en Francia, al interior de un partido comunista mucho más inclinado hacia el estalinismo. En este caso, la integración de las ideas eurocomunistas fue mucho más problemática que en el caso italiano.

Una figura clave del movimiento fue el dirigente del PCI, Palmiro Togliatti. Después de la Segunda Guerra Mundial, Togliatti seguía las directivas de Moscú, que en aquel momento promovían la estrategia estalinista de defender los intereses de la política extranjera de la URSS mediante la no confrontación con las potencias occidentales. Entonces, Togliatti fue capaz de prevenir toda confrontación entre las fuerzas de izquierda de Italia —bastante grandes en aquella época— y los aliados, pues Stalin no quería pelearse con ellos. Togliatti intentó equilibrar esta posición con su proyecto de esbozar una estrategia que condujera al poder socialista en Italia, en un contexto en el que el partido comunista era capaz de formar parte de una coalición más amplia. Y, de hecho, terminó siendo parte de la coalición que gobernó Italia durante los años posteriores al fin de la guerra.

Por lo tanto, el eurocomunismo fue en parte de una estrategia desarrollada dentro de los parámetros del estalinismo. Pero, por otro lado, fue un intento genuino de trabajar en las condiciones de la democracia liberal de los países capitalistas avanzados. Fue un intento de pensar más allá de las limitaciones de la estrategia leninista, con el que se comprometieron Togliatti y luego Enrico Berlinguer. Ellos argumentaban —creo que de forma justa— que no era posible trasplantar la experiencia soviética. No podemos pensar que una transición al socialismo en Italia tomará una forma similar a la de Rusia en 1917.

Además, intentaron integrar con sinceridad el respeto por las libertades civiles a la tradición de los partidos comunistas. Intentaron pensar formas de abandonar los peores aspectos del estalinismo: el Estado de partido único, las actividades de la policía secreta, la censura de la oposición y el sometimiento total de la sociedad civil al Estado. En este sentido, se trató de una serie de maniobras muy complejas, que por un lado intentaron adaptar, con «buena fe», la estrategia revolucionaria a las condiciones de una democracia avanzada, y por otro intentaron oponerse a la realpolitik del estalinismo.

Ahora bien, creo que es posible distinguir tendencias eurocomunistas diferentes. Están los eurocomunistas de derecha, como Giorgio Almendola y Berlinguer, que presionaron al partido comunista cada vez más explícitamente a adoptar la dirección de la socialdemocracia clásica. Compartían el radicalismo revolucionario típico del PCI, pero argumentaban a favor de cosas como una alianza antimonopolios, que básicamente es un argumento de mala fe acerca de cómo construir una alianza entre la clase media, la clase obrera y unos supuestos «capitalistas progresistas» en contra de los grandes monopolios y del capitalismo financiero. Es una estrategia que no tiene mucho sentido en términos empíricos.

Por otro lado, existió una vertiente eurocomunista de izquierda, cuya forma más avanzada ejemplifica la obra de Nicos Poulantzas. En este caso hubo un intento genuino de conservar cierto tipo de radicalismo revolucionario. Se trataba de pensar de qué manera las reformas podrían llevar a una situación revolucionaria. Es decir, que no se trataba de abandonar los objetivos del socialismo, sino de actualizarlos en el contexto de la izquierda eurocomunista.

Y pienso que todavía tenemos mucho que aprender del eurocomunismo de izquierda, de personas como Poulantzas y otras más periféricas, como André Gorz, que nos legaron ideas muy creativas para pensar la interacción entre el gobierno y el movimiento de masas. Intentaron disputar con los partidos liberales y con las formas liberales de la política y del socialismo para pensar la interacción dialéctica entre la reforma y la revolución, es decir, el cambio desde arriba y el cambio desde abajo. Su obra no fue superada y hoy debemos volver a ella.

 

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Justamente iba a preguntarte algo sobre André Gorz y el concepto de «reformas no reformistas», que también aparece en tu artículo. La idea es que sería posible implementar ciertos tipos de reforma que sentarían las bases para luchas posteriores y exacerbarían las contradicciones existentes al interior del Estado. De esta manera, las reformas facilitarían nuevas conquistas y desorganizarían a la clase dominante. Me gustaría que nos hables un poco de esto.

Pero también, volviendo a Chile y a Grecia, ¿dirías que el fracaso de la izquierda en esos contextos sugiere que a esos movimientos les faltó una orientación estrategia adecuada para implementar sus reformas una forma que llevara a esa dinámica de radicalización? ¿O dirías que se trató más bien de intentos de implementar reformas en un contexto en el que las condiciones materiales hacían que fuera muy difícil lograr una victoria?

 

ER

Gorz quedó vinculado al término «reformas estructurales», aunque en realidad esa es una frase inventada por Togliatti. La distinción que hace Gorz es entre «reformas reformistas» y «reformas no reformistas», que luego nombró, tal vez con más precisión, «reformas estructurales» y «reformas revolucionarias». Las primeras son las reformas que asociamos con la socialdemocracia. Apuntan a mejorar el sistema, pero se implementan de tal forma que son absolutamente compatibles con la lógica fundamental del sistema.

Estas reformas no representan ningún desafío al capitalismo, y no modifican las relaciones de poder entre el trabajo y el capital. Una reforma estructural, o una reforma revolucionaria, es una reforma implementada con el fin de romper el equilibrio del sistema. Apunta a modificar las relaciones de poder entre las fuerzas de clase, y el rasgo fundamental de las reformas estructurales de Gorz es que necesariamente modifican o amenazan con modificar las relaciones de producción. Estas reformas deben fortalecer el poder de los trabajadores al interior del capitalismo. Entonces, lo que se repite en su obra es la idea de que los trabajadores deberían tomar el poder en los lugares de producción y fundar órganos democráticos para controlar el proceso de trabajo y tomar decisiones sobre la inversión y la distribución.

Se imagina un gobierno de izquierda, o un gobierno sometido a la presión de fuerzas de izquierda, que implementa reformas que responden a las necesidades inmediatas de la población, pero que también modifican de forma radical esas relaciones de poder, por ejemplo, mediante la nacionalización de las industrias clave bajo control obrero, o la creación de espacios para nuevas formas industriales cooperativas, experimentos de poder obrero, etc.

Lo que Gorz piensa es que este tipo de cambios representan una especie de contrapoder desde abajo y que tienen un efecto en el horizonte político que se plantean las personas. Entonces, por ejemplo, supone que al cambiar la forma en que la gente interactúa, al ceder un poco más de poder a la hora de tomar decisiones sobre la economía, se generan condiciones psicológicas, económicas y políticas para una radicalización posterior.

Se trata de una perspectiva —esto es algo de lo que también hablaba Kouvelakis, aunque sin referirse a Gorz— que se apoya en la lógica de la revolución permanente.

Se supone así que se dará un fortalecimiento progresivo del movimiento de masas desde abajo, que luego ejercerá presión sobre el gobierno para avanzar con reformas más radicales. Por lo tanto, tendríamos una dinámica virtuosa que articularía las demandas de reformas que la gente común suele plantearle a los gobiernos y el empoderamiento de ese movimiento de masas, hasta un punto en el que se daría una especie de transformación cualitativa.

Poulantzas habla de ruptura revolucionaria, es decir, un punto en que la estructura del Estado, sometida a la presión de esa relación entre el poder del gobierno y el pueblo, se transforma en algo distinto. Pero ni Gorz ni Poulantzas piensan que pueda desarrollarse un proceso de ese tipo sin la interacción dialéctica entre un gobierno reformista y un movimiento de masas, que se empodera gradualmente desde abajo a partir de las demandas inmediatas que el pueblo plantea aquí y ahora. Gorz se opone a la idea de que los socialistas deben comenzar planteando una visión concreta del socialismo y luego intentar aplicarla. Piensa que lo que debemos hacer es comenzar desde donde está la gente y luego intentar fortalecer alguna dinámica en la que la gente sea capaz de aprender por sí misma, en situaciones concretas, y de desarrollar sus habilidades para construir algo que vaya más allá del sistema que tenemos ahora.

 

AD

Esto me lleva al Partido Laborista. Te referiste a la necesidad de construir instituciones obreras, cooperativas, etc. La plataforma política actual del Partido Laborista, y las ideas expresadas en el informe sobre Modelos de Propiedad Alternativos, ¿son una posible base para desarrollar el tipo de luchas de las que hablamos?

 

ER

Sí, hay potencial ahí. Pero creo que en Gran Bretaña todavía estamos muy lejos de situaciones como las que consideramos. Mi expectativa en un posible gobierno de Corbyn es mucho menos radical. Después de todo, estamos hablando de un programa que hace no tanto tiempo hubiese sido percibido como un programa socialdemócrata bastante moderado. De todas formas, es indudable que en el contexto actual es más radical. Porque insistir en cosas razonables, como la propiedad pública de las empresas públicas, el control del sector financiero y el fin de la austeridad, representa una ruptura real con el statu quo liberal que afirma que «no hay alternativa».

Hay algo genuinamente distinto en Jeremy Corbyn y en la dirección actual del laborismo, en el sentido de que están muchos más abiertos que las direcciones anteriores —incluso que algunas que eran más radicales en sus políticas concretas— a la movilización de las bases. La creación de Momentum es un ejemplo de su relativa apertura a la participación democrática. Esta es una diferencia muy importante entre Corbyn y John McDonnell. Entonces, sí, es posible que surja de todo esto una dinámica de reformas estructurales de tipo gorziano.

Sin embargo, no estoy seguro de que sea el horizonte en este momento. No creo que sea la agenda de Gran Bretaña. Debemos empezar a pensar más seriamente qué sucedería si Corbyn ganara las elecciones. ¿Qué sucederá si se mantiene firme en su agenda? ¿Qué tipo de oposición enfrentará? ¿Qué tipo de contrataques sufrirá? Pienso que los ataques y los intentos de debilitarlo serán mucho peores que los que estamos viendo en este momento.

Si llega a ser primer ministro todo será mucho más intenso. Y cualquier estrategia estará respaldada por el poder concreto del capital, el poder de veto que el capital tiene sobre las inversiones. Existe el peligro —no creo que sea inevitable— de que enfrentemos una situación similar a la del gobierno de François Miterrand en Francia, donde un gobierno bastante radicalizado tomó el poder y enfrentó inmediatamente fugas de capitales, huelgas de inversión, corridas cambiarias, etc., todo lo cual forzó partido a abandonar su programa.

Es probable que Corbyn se tope con presiones similares y, si este fuera el caso, y además existiera un movimiento de miembros y simpatizantes activos alrededor de su figura, es dado pensar que la intensa situación de polarización precipitará alguna lógica de reformas estructurales, del tipo de las que se había planteado la plataforma de izquierda en Grecia. Pero pienso que no tenemos que entusiasmarnos, porque en Gran Bretaña todavía estamos muy lejos de un proceso de este tipo.

 


Sobre el entrevistador:

Alex Doherty es presentador del podcast Politics Theory Other.

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Publicado en Entrevistas, homeIzq, Ideas, Reino Unido and Sociedad

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