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El ciclo de movilización del 15M discurrió en una época donde toda posibilidad de «progreso» o «reformas» estaban agotados. (Pedro Armestre/AFP/Getty Images)

Después del 15M: ¿qué viene ahora?

Nos encontramos ante el inicio de un nuevo ciclo de movilización política que definitivamente agota el iniciado en 2011 con el 15M. Se trata de una nueva oleada protagonizada por una juventud proletarizada, sin claras expectativas de futuro y difícil de representar por las vías parlamentarias clásicas.

Serie: Dossier España

«Todo el mundo lo reconoce. Esto va a reventar». Con esta sugerente frase comenzaba el ensayo La insurrección que viene, escrito por un grupo de autores anónimos denominados Comité Invisible y ligados al mundo libertario-situacionista de la izquierda revolucionaria francesa. Publicado en el año 2007, fue el preludio de las grandes movilizaciones que se vivieron a lo largo y ancho de toda Europa a raíz de la crisis de 2008.

Hoy, sin embargo, parece que la situación está estancada, y diarios conservadores como el ABC ya vaticinan una oleada de disturbios que tiene como única causa la malévola influencia y manipulación de la «extrema izquierda». 

Pero pese a lo que piense el mainstream mediático español, la realidad es más compleja y tozuda. Desde 2007, la pauperización e inseguridad vital de la juventud obrera no ha dejado de crecer. A este contexto ahora se le suma una pandemia global, ante la cual los distintos gobiernos han adoptado fuertes medidas de control social que han influido notablemente en la socialización directa de la juventud más proletaria, de aquella precisamente que queda excluida de los canales de consumo legales y «seguros». 

Aunque los tertulianos y politólogos que acaparan el ámbito comunicativo ibérico querrían reducir cualquier análisis político a una lucha por la representatividad de los principales partidos institucionales, la verdad es que el momento real de lo político emerge en situaciones excepcionales. En situaciones como la que estamos viviendo hoy. Dicho de otra manera, allí donde la normalidad democrático-liberal impera, se esconden las relaciones de dominación, que solo estallan en momentos de crisis. 

Dos de los principales pensadores del pensamiento politológico «duro» alemán, Carl von Clausewitz y Carl Schmitt, definían a lo político como el conflicto inherente de la sociedad. Para el primero, la política no era más que la guerra llevada a cabo por otros medios. Para el segundo, el núcleo del concepto de lo político residía en la guerra continua que representa la política como relación antagónica amigo–enemigo. El liberalismo, así como su forma democrático-burguesa, no serían sino un intento por neutralizar la lucha y el conflicto social inherentes a lo político.

Cabe preguntarse entonces cuál es la lucha que ha aumentado de intensidad estos últimos años: la de clases. Y los principales medios de masas españoles ya han elegido el chivo expiatorio al que achacar todas las últimas protestas acontecidas en el Estado español tras las detenciones del rapero Pablo Hasél o la presencia de Vox en el barrio obrero madrileño de Vallecas. Absolutamente todas son, de una manera u otra, controladas por Podemos. Como si a las juventudes de Pablo Iglesias respondiesen los miles de jóvenes que han salido a manifestarse los últimos meses. Esto es lo que los grandes grupos mediáticos y sus tertulianos de sillón desearían: un marco fácil, simple, capaz de neutralizar el gran malestar político que se está acumulando en parte de la juventud trabajadora. 

La crisis capitalista internacional iniciada en los años 2007 y 2008 —caracterizada en el caso español como estallido de la burbuja financiera y sus consecuencias en las balanzas fiscales y la deuda pública— estalló en un momento en cierto modo inesperado. En la primavera del año 2011, la emergencia del 15-M y la ocupación de distintas plazas de ciudades por los denominados indignados, cambió el panorama político español por completo. Este acontecimiento político inició un ciclo de movilización y conflicto cuya esencia intentó ser captada por el emergente partido político Podemos.

Al cumplirse cumplirse diez años del 15M, podemos afirmar que este ciclo de movilización ha sido cerrado definitivamente. En parte, debido a sus límites internos; pero también por la imposibilidad de potenciar en sentido revulsivo todo el capital político que Podemos tradujo en reformas políticas tangibles. Seamos sinceros: las nuevas generaciones, que no vivieron el 15M y que están emergiendo políticamente hoy día, tienen condiciones de vida y esperanzas aspiracionales inferiores que las de quienes protagonizaron el 15M. Esto cambia el escenario radicalmente. No obstante, para pensar la posibilidad de surgimiento de un nuevo ciclo de movilización, resulta indispensable reflexionar antes sobre los límites, divergencias y derivas del anterior. 

El ciclo 15M y Podemos

Todo análisis sociológico y político de un ciclo de protesta debe comenzar por atender a la composición de clase de los sujetos que forman parte activa de él. En el caso del 15M, podemos delinear una posición de clase y una subjetividad autopercibida muy concreta: la de los descendientes directos de unas clases medias en descomposición desde la crisis de 2008. En este caso, al referirnos a clase social, más que a la posición que estos sujetos ocupan en el proceso productivo (que sería la definición clásica del marxismo), nos referimos a los elementos culturales e identitarios que produjeron que una amplia parte de la población se autoperciba como «clase media» pese a que su poder adquisitivo no se condice con ello.

Si nos ceñimos al imaginario de clase media que irrumpió en el 15M, debemos mencionar la incorporación tardía del Estado español en todo el andamiaje político y económico europeo, que es condición de posibilidad para la construcción de estas clases medias. Si en el resto de Europa la construcción de la sociedad de clases medias comienza a mediados de la década de los cincuenta, en el caso español esta no arrancará hasta finales de los años sesenta, impulsada por una industrialización y modernización tardías, lastradas por el periodo autárquico de la dictadura franquista. 

La Transición, con sus pactos económicos de la Moncloa antes incluso de escribirse la Constitución, vino a dar forma política a esa sociedad incipiente de clases medias que buscaba homologación a nivel europeo. Sin embargo, si algo caracteriza al caso español es la desigual distribución de la sociedad de clases medias (muy ligadas a las principales zona industriales y grandes urbes) y su pronta crisis. En la década del ochenta, con la entrada a la Comunidad Económica Europea, el sustento material que daba posibilidad a una sociedad de clases medias, la estabilidad del empleo industrial, comienza a desmoronarse.

Desde entonces, la base de las clases medias aún seguiría en ascenso durante toda la década de los noventa y los primeros años del nuevo milenio, aunque con una particularidad que la condicionaría desde el principio: la mejora de las condiciones materiales de la población obrera se montaba sobre mecanismos artificiales, tales como la facilidad de acceder a créditos bancarios o la burbuja inmobiliaria. Y esto condujo a gran parte de las familias obreras de España aglutinar un patrimonio inflado al albor de la burbuja inmobiliaria en un país en el que amplias capas de la población habían conseguido acceder a la propiedad de una vivienda. 

Atendiendo a los datos ofrecidos por la Agencia Tributaria correspondientes a 2007, la raquítica base material sobre la que se sustentaba la sociedad de clases medias española queda en evidencia. Los datos revelan que 7,2 millones de trabajadores habían ingresado menos de 12 mil euros brutos anuales. O, lo que es lo mismo, que casi el 40% de los perceptores de algún ingreso salarial eran trabajadores pobres, que no llegaban ni a la condición de mileuristas. En la franja inmediatamente posterior, entre los trabajadores que percibían un salario de entre 12 mil y 21 mil euros brutos anuales, se integraban otros cinco millones de trabajadores, un cuarto de la población ocupada total. En este tramo, el salario medio era de 15 mil euros anuales. Así, a comienzos de la crisis de 20017, dos de cada tres trabajadores eran «pobres» o mileuristas.

El tramo que correspondería a unas clases medias verdaderas, aquellos trabajadores que percibían unos salarios de entre 21 mil y 60 mil euros anuales, apenas superaba el 30% total de los asalariados, unos seis millones de trabajadores. Excluyendo al 5% de mayores rentas, tenemos la panorámica de una sociedad en la que muchas familias no accedieron al estatus de clase media vía salario sino vía crédito en una época de boom financiero e inmobiliario. Obviamente, al pincharse la burbuja inmobiliaria en 2007–2008, el grifo del crédito fácil se cerró y la proletarización de las familias autopercibidas como de clase media (y la de sus descendientes directos) no hizo más que aumentar de manera imparable.

Esta fue la situación que emergió en las protestas de mayo de 2011. Protestas que comenzaron en Madrid, pero se extendieron rápidamente a otras ciudades. Las movilizaciones vinieron nutridas, en gran parte, por jóvenes nacidos durante la década de los ochenta y los primeros noventa: aquellos que vieron cómo el sueño «aspiracionista» de la clase media se truncaba ante sus ojos. Muchos de ellos eran universitarios de alta formación que, tras haber realizado todos los méritos que el sistema prometía para tener una vida estable y plena, se encontraban sin siquiera poder repetir las condiciones de vida de aquellos que habían nacido una década antes.

La enorme frustración de estos jóvenes mostraba la ruina del engaño ideológico que dicta que las sociedades capitalistas se basan en la meritocracia. Y, muy especialmente, mostraba la crisis del capitalismo español.

Los eslóganes más famosos y las principales exigencias de los manifestantes por volver a una democracia «real», «resetear el sistema» o denunciar las injusticias de un modelo de representación parlamentario corrupto y que ya no les representaba reflejaron precisamente el estrato de clase dominante de lo que fue el hito del 15M. 

En cierto sentido, el 15M —tanto en sus formas de organización como en su repertorio de protesta— fue un grito pacífico y moderado que clamó por un retorno a la antigua sociedad de clases medias, a un capitalismo donde todo funcionaba bien. Un grito de «por favor, dejadnos volver al lugar que por nuestros méritos, trabajo o estudios nos corresponde en la sociedad». Y ese lugar no era otro que el de aquella clase media, con la que la mayoría de los manifestantes aún se veía culturalmente identificada.

De hecho, una gran parte de los participantes del 15M no procedían de los ambientes de militancia política; con frecuencia, ni siquiera habían vivido un proceso de politización con anterioridad. Encuestas de aquellos momentos señalaban que la ocupación de las plazas fue la primera experiencia política para casi la mitad de sus participantes. Fruto de esta pulcritud y transversalidad ideológica fue la simpatía generalizada que despertó el movimiento. El barómetro del CIS de junio de 2011 mostraba una fotografía clara: el 70,3% de los encuestados tenía una opinión muy positiva o positiva del movimiento.

Sin embargo, tras una primera explosión en mayo y junio de 2011, tendió a diluirse y territorializarse en distintas asambleas de barrio. La crisis continuaba, y otras movilizaciones más radicales tomaron el lugar del 15M (como las de Rodea el Congreso o Las Marchas de la Dignidad). Mientras tanto, en esferas más proletarias como el burgalés barrio de Gamonal, estallaban protestas por la construcción de un bulevar a través de una concesión de obras poco transparente.

En este ambiente de gran movilización social —cuando, además, en Cataluña comenzaban las primeras grandes movilizaciones independentistas—, una encuesta del Índice de Opinión Pública (IOP) elaborada por Simple Lógica mostraba que el 54,7% de población encuestada se mostraba favorable a que el movimiento 15M presentara una candidatura en los próximos comicios electorales. Esta opinión era aún más mayoritaria entre los entrevistados de 25 a 44 años, de los cuales más de un 61% se declaraba a favor de la idea.

En estas nació Podemos. Impulsado a principios de 2014 por un grupo de profesores de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid y dirigidos por el ya mediático Pablo Iglesias, este grupo ideó un partido en modo de maquinaria electoral que canalizó e institucionalizó buena parte del descontento de la época.

Los fundadores de Podemos, y en especial Iñigo Errejón, eran influenciados por las principales obras del teórico postmarxista Ernesto Laclau y su peculiar lectura de Gramsci, que proponía la resignificación de ciertos términos denominados como significantes «vacíos y flotantes». Se pretendía así construir un discurso metaideológico, capaz de convencer a la mayoría de la población de que ellos representaban el «cambio» frente a la «vieja política» a la que en un principio denominaron «casta». 

El intento por ganar el «sentido común» de la gente se basaba en una particular lectura que efectuó Errejón del acontecimiento 15M. Para él, la coyuntura española atravesaba por un «momento populista» en el que una opción outsider articulada mediante un discurso adecuado podía asaltar las instituciones políticas del Estado, al menos las representativas. Para Errejón, Podemos no era más que una herramienta mediante la cual dar visibilidad al «discurso indignado» que el 15M había inaugurado y podía arrebatar el «sentido común» de la mayoría de la población mediante la resignificación de «significantes flotantes» tales como democracia, justicia o dignidad. En esa vorágine transversalista, se intentó incluso resignificar el sentido de «patria española» y de la bandera rojigualda, ya ampliamente hegemonizadas por la derecha política.

Así, pese a que Podemos nació de la «narrativa indignada», pronto se convirtió en un partido casi sin bases y sin cuadros cuyo único objetivo era articular un discurso atractivo a través de la presencia en los medios de comunicación de sus líderes más mediáticos. En palabras del filósofo Juan Domingo Sánchez Stop, exmiembro de Podemos, el partido morado se articuló más como «partido empresa», que captaba clientes a modo de posibles votantes, que como movimiento político. Así, esta carrera relámpago hacia las elecciones generales de 2015 estaba supeditada en sobremedida a la aparición mediática. Un arma de doble filo, ya que pronto se volvería en contra del propio grupo fundador, a quienes los medios de comunicación empezaron a acusar de innumerables casos de corrupción ligados a su pasada relación con los gobiernos de izquierda latinoamericanos. 

Pese a ello, la «hipótesis Podemos» era clara: un movimiento rápido y estridente para llegar al poder en el año ventana de oportunidad de 2015. Tanto para Errejón como para Iglesias, el no ser un «partido de militantes» —pese a la irrupción de las primeras asambleas o «círculos», que acabaron desempeñando un papel subsidiario en el partido— era una cuestión secundaria. Ambos consideraban que lo importante era la conquista de las instituciones políticas y su gestión. Así lo expresaba el mismo Errejón en una entrevista a fines de 2014, cuando le preguntaron cómo podrían ayudar los movimientos sociales a un hipotético gobierno de Podemos: 

En Podemos hemos dicho que hace falta construir una herramienta política que permita devolver las instituciones a la mayoría social golpeada, y eso es una batalla político-electoral que creo que va a ser el centro de la disputa política en estos días. Hay que conquistar las instituciones, pero hay que construir también una voluntad popular […] Muchos de los problemas a los que se va a enfrentar ese gobierno no se dirimen luego con movilizaciones en la calle. Los problemas de tener cuadros para una administración pública que funcione para los de abajo […] La ocupación de terreno para ir haciendo poder popular y deshaciendo poder oligárquico requiere dar la pelea en el Estado, en la gestión y en la administración. A menudo le hemos prestado menos atención a ese tipo de formación, y el enemigo no. Necesitamos cuadros político-técnicos que aseguren que las posiciones conquistadas no solo se conquistan, sino que construyen irreversibilidad.

Pese al adanismo y al rechazo de todo el tejido militante «viejo» mostrados por el sector errejonista, la verdad es que ni Podemos ni el 15M habrían sido viables sin el aporte militante de varios grupos políticos. Así, organizando la manifestación inaugural del 15M estaba el grupo Juventud Sin Futuro, donde militaron futuros portavoces de Podemos como Ramón Espinar o Rita Maestre. Del mismo modo, cofundador del primer Podemos fue el partido político Izquierda Anticapitalista, del que se nutrió Podemos para poder organizar sus primeros cuadros de partido. Izquierda Anticapitalista fue redactor principal del manifiesto fundador de Podemos y dio cierta estructura de base a la organización, pero finalmente sus tesis fueron arrinconadas por una cúpula cada vez más cerrada sobre la lectura del «asalto relámpago» a las instituciones. 

Como apelaba Errejón, en el álgido del ciclo Podemos el partido dirigió a varios militantes políticos de base hacia puestos de gestión institucional, resultando esto en el vaciamiento de muchos movimientos políticos de militantes de distintos ámbitos. Como no podía ser de otra manera, esto tuvo su eco en la disminución de la movilización social, consecuencia especialmente acusada en lugares como Madrid, ciudad de nacimiento de Podemos.

Con lo que no contaba el partido morado era que para la transformación social a la que ellos aspiraban no bastaba solo con una máquina de crear «discursos contrahegmónicos». Era necesaria también la lectura de la articulación del poder material, algo a lo que Podemos solo respondió mediante un programa económico neokeynesiano, muchas veces escrito incluso por economistas ajenos al partido, como Vicenç Navarro y Juan Torres.

Al tiempo que Podemos preparaba su asalto al poder institucional, en Grecia su partido hermano Syriza se enfrentaba con toda crudeza al poder capitalista articulado a escala europea. El resultado fue pésimo, una derrota sin paliativos en la que no se cumplió ni una sola promesa de su programa económico-social y en la que, además, se traicionó deliberadamente a la voluntad popular expresada en un referéndum sobre el tercer rescate europeo y sus condicionalidades. 

En este sentido, el exministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis acierta al señalar que la muerte de la «hipótesis Podemos» sucedió con la rendición de Syriza en el verano de 2015. Un hecho que Podemos pasó de puntillas y sobre el que nunca hizo una reflexión pública, más allá de la vaga idea de que «la correlación de fuerzas sería distinta en una hipotética negociación con el Gobierno español, ya que este representa la cuarta economía del euro».

Pese a que actualmente Podemos forma parte del Gobierno, su hipótesis está más desgastada que nunca. El PSOE, al que aspiraban a sustituir como principal fuerza progresista del Estado, es hoy la principal fuerza hegemónica institucional. Además, el discurso de Podemos ha variado notablemente, de exigir grandes reformas sociales que cambiarían los cimientos del régimen del 78, a ser mera fuerza de resistencia para frenar el neofascismo que encarna VOX en las instituciones. 

Un nuevo paradigma político

Diez años después de las ocupaciones de las plazas, si algo está claro es que la crisis capitalista, profundizada ahora por la pandemia del COVID-19, no ha hecho sino agudizarse. Pero quizás la mayor relevancia del nuevo ciclo de protesta pueda atisbarse en la percepción subjetiva de una gran mayoría de los jóvenes que se han politizado en los últimos años. Si en el 15M teníamos un sujeto joven y de mediana edad, de clase media en proceso de proletarización pero aún con aspiraciones a poder reengancharse a esa sociedad de clases medias, el panorama de hoy es bastante diferente: nos encontramos ante un sujeto que ya no aspira a esa sociedad de clases medias porque no ha conocido esa cultura ni sus formas políticas. 

Los datos de la proletarización masiva entre los jóvenes trabajadores son reveladores: los trabajadores jóvenes de entre 18 y 25 años hoy cobran de media unos salarios hasta 50% inferiores a los que se percibían a su edad en la década de los ochenta. Pero no es solo una ruptura con la generación de la Transición; al contrario, la proletarización aumenta de década tras década. Así, al comparar a los jóvenes trabajadores actuales con la generación que estrenó los 20 antes de la crisis de 2008, se observa una nueva devaluación de las condiciones de vida. Según datos del INE para el año 2018, entre 2008 y 2016 el salario medio de los menores de 20 años sufrió un descenso del 28%; la caída para los de 20 a 24 fue de 15%, y del 9% para los de 25 a 29. 

Esta devaluación constante de las condiciones de vida, que condena a las capas juveniles del proletariado a una vida insegura y sin proyectos fijos a futuro, ya está teniendo sus primeras consecuencias políticas. Esta generación, que no vivió el 15M pero cuyas condiciones de politización van a marcar el nuevo ciclo político, ya está emergiendo como actor político. Y, curiosamente, lo hace con mayor fuerza en aquellos lugares donde el 15M no tuvo tanta potencia o donde tomó formas distintas a las que adoptó en el ambiente político madrileño, profundamente ligado a la irrupción de Podemos.

El primer escenario es Cataluña, donde el procés independentista irrumpió plenamente en la Diada del año 2012 y no pocos politólogos lo calificaron como el «15M catalán». El 15M tuvo un gran eco en Barcelona, donde la Plaza de Catalunya fue desalojada violentamente por los Mossos d’Esquadra. Sin embargo, el procés replicó ciertos tópicos de las protestas quincemayistas pero proyectando esa nostalgia por la sociedad del Estado del bienestar hacia una futura República catalana donde sí sería posible reinstaurar esa sociedad de clases medias. Así, hasta 2017, el órdago independentista lanzado al Estado fue canalizado por los partidos independentistas tradicionales y encauzado en las calles por las organizaciones civiles ligadas a ellos. 

Sin embargo, si el año 2017, con su referéndum, ya supuso un antes y un después, el no cumplimiento de la promesa de independencia por parte de los partidos institucionales independentistas cambió de raíz el panorama político catalán. En el 2019 se vivieron en las calles de Barcelona seguramente las protestas de mayor intensidad acontecidas durante los últimos años. El sujeto que protagonizó estas protestas era el de un amplio espectro de la juventud trabajadora que no había vivido en su edad madura el inicio del proceso independentista, pero que mostraba ya un gran hastío y cansancio respecto a la retórica dirigista de ERC y Junts per Cat. Estas protestas se organizaron al margen de las tradicionales organizaciones independentistas; de ahí su radicalidad y los intentos vanos por controlarlas de parte de los partidos políticos. 

Este esquema se ha replicado a nivel estatal a principios de 2021 con las protestas por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. Su detención provocó un malestar callejero al que los medios de comunicación principales no supieron responder. Buscaban un chivo expiatorio en Podemos o en los partidos independentistas, pero no lo encontraron. Y es que el ciclo de protestas por Hasél, e incluso las protestas en contra de la campaña de Vox en Madrid, están teniendo lugar en gran medida al margen de los principales partidos herederos del 15M, que se han mostrado diametralmente opuestos a este tipo de protestas. Esto expresa una creciente ruptura generacional y el agotamiento del ciclo de los partidos que fueron (o se apropiaron de lo que fue) el 15M. 

Casualmente, otro lugar donde la ruptura generacional emerge en forma de nuevas organizaciones políticas es en Euskal Herria, donde el 15M estuvo casi ausente. Por el año 2011, EH Bildu fue legalizado como partido institucional, lo que encauzó el ciclo político vasco hacia la institucionalización y el descenso de la protesta, signos ambos que mostraban el fin de ciclo de lo que había sido la Izquierda Abertzale en sus anteriores cuarenta años de historia. Sin embargo, diez años después, cualquiera que visite las capitales o pueblos vascos sabe que el panorama político ha cambiado en gran medida. La Izquierda Abertzale, institucionalizada en EH Bildu como expresión de las clases medias euskaldunes, ya no es el actor hegemónico de la protesta social. 

Hoy, en el panorama político vasco, emerge con fuerza el llamado Movimiento Socialista, surgido de una ruptura juvenil en el marco universitario y de las asambleas juveniles. Este movimiento emerge como crítica política con la tradición interclasista–nacionalista de la Izquierda Abertzale. La ruptura, iniciada en el ámbito estudiantil y juvenil, ya cuenta con organizaciones ampliamente implantadas por todo el territorio de la Comunidad Autónoma Vasca y Navarra, así como en el denominado País Vasco francés. Es de destacar el papel de la Coordinadora Socialista Juvenil (GKS, por sus siglas en euskera: Gazte Koordinadora Sozialista), de la organización de mujeres socialistas ITAIA y de los recién creados Consejos Socialistas, que tienen ya carácter intergeneracional. 

Dichas organizaciones, encuadradas en el Movimiento Socialista, ya han hecho aparición como uno de los principales actores políticos en las calles de Euskal Herria durante el último año. Ascendiendo al albor de las consecuencias de la crisis, su objetivo es proponer un nuevo paradigma político basado en una estrategia de independencia de clase, de ruptura con las estrategias interclasistas y de articulación de un discurso marcadamente socialista. Quizás este caso, poco conocido a nivel estatal, sea de los que más potencia organizativa esté mostrando con respecto a la ruptura generacional y de clase. Como dato, baste recordar que el casi 50% de abstención de las últimas elecciones autonómicas vascas encubre un trasfondo político que los grandes medios centrados en el electoralismo no analizan.

Para las élites económicas y políticas españolas el escenario idóneo era cerrar el ciclo de movilización del 15M mediante la plena institucionalización y absorción de sus partidos políticos en el orden institucional del Estado. Establecer una suerte de «nueva transición» mediante la absorción como nuevas élites políticas de los cabezas de partido creados en el ciclo posterior al 15M. Por eso no hay que olvidar que, a fines de 2019, buena parte de las élites políticas y económicas vio con buenos ojos la entrada de Unidas Podemos en el Gobierno de coalición. La veían como una manera de sellar esa «nueva transición» mediante la incorporación plena de un partido capaz de acelerar la modernización del capital con unas reformas mínimas y garantizar la paz social.

El propio ministro de Universidades, Manuel Castells, admitía hace poco que el rol que jugaba Yolanda Díaz en el seno del Ejecutivo español era precisamente ese: el de garantizar mediante mínimas reformas y acuerdos con los principales sindicatos la paz social. Sin embargo, la imposibilidad de mejorar objetivamente las condiciones vitales de buena parte de la población hizo imposible sellar un pacto social de esas características.

El ciclo de movilización del 15M y su posterior institucionalización en torno a Podemos, como menciona el ensayista Emmanuel Rodríguez en su lucido ensayo La política en el ocaso de la clase media, discurre en una época donde toda posibilidad de «progreso» o «reformas» en el marco del capitalismo estaban agotados. Las instituciones sociales y políticas que garantizaban el pacto social de Occidente se encontraban en retroceso: la solvencia soberana del Estado moderno, la reproducción de unas clases medias estables e incluso la legitimidad de la representación vía elecciones y parlamentos que permitía la reproducción de unas élites políticas profesionales.

En estos últimos diez años, esta brecha no ha hecho más que ensancharse. Pero el nuevo ciclo de movilización es todavía meramente un potencial de lo que puede suceder. Hace unas semanas, con motivo de los sucesos acontecidos en Vallecas en rechazo al mitin de VOX, el mediático politólogo Lluís Orriols publicó un tuit que decía: «en democracia las piedras deberían ser de papel». Esta postura, que intenta analizar las corrientes sociales de fondo y la rabia de buena parte de la población como si fueran un dato demoscópico a analizar y predecir, es la que imposibilita vislumbrar el alcance del nuevo ciclo al que nos dirigimos. 

La oleada anterior pudo ser temporalmente neutralizada y canalizada mediante la aparición de nuevas propuestas electorales. Una vez llegadas estas a sus límites históricos, la pregunta es: ¿qué viene ahora? 

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