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El ciclo de protestas en Colombia se mantiene y ya empieza a tomar la forma de un verdadero desborde político. (Foto: El país)

Una crisis terminal

El «Estado del bienestar neoliberal» que las élites colombianas impusieron en los 90 siguiendo los dictados del Consenso de Washington se encuentra en cuidados intensivos. El país se enfrenta a un futuro incierto, con una sola certeza: Colombia no volverá a ser como antes.

El 10 de mayo pasado le envié una felicitación por Facebook a un amigo bogotano que cumplía años y él, con buen sentido del humor y de la historia, me contestó: «Gracias. Igual hoy no pasó lo del 57».

Se refería a la caída de la dictadura de Rojas Pinilla en 1957, culminación de otras —las originales— «jornadas de mayo» con algunas similitudes a las de ahora. Pensé que mi amigo tenía más razón de la que él mismo imaginaba. Por esos días, parecía que la agitación social estaba empezando a disminuir y que la estrategia del gobierno de apostar al desgaste de la protesta —un viejo libreto de todo gobierno conservador— iba a funcionar.

Pero tan solo en dos jornadas todo cambió. El ciclo de protestas se mantiene y ya empieza a tomar la forma de un verdadero desborde político, como no se recuerda en la historia de Colombia. Dos hechos parecen haberle dado impulso (y luego se sumó un tercero): el mismo 10 de mayo, civiles de los barrios ricos de Cali, hasta ese momento epicentro del estallido social, atacaron con armas a una movilización de la Minga indígena que se había sumado a las manifestaciones. Al día siguiente murió, tras varios días de debatirse entre la vida y la muerte, Lucas Villa, un joven que había salido a manifestarse en Pereira y que fue baleado por pistoleros anónimos. Dos días después, Allison Meléndez, una joven de 17 años, se suicidó tras haber sido arrestada por la policía de Popayán y asaltada sexualmente.

Ahora, al momento de escribir estas líneas, ya no me atrevo a decir que la protesta se está desgastando. Antes bien, puede ser el comienzo de un nuevo ciclo.

Ecos de los sesenta

Estos tres episodios, además de la aborrecible violencia que reflejan, tienen una carga simbólica que ningún colombiano ignora. Primero por las víctimas: indígenas, estudiantes y mujeres en un país tremendamente racista y machista en el que, además, se han disparado el desempleo y la desesperación entre los jóvenes. Pero, aparte de las víctimas, también están los victimarios. Colombia tiene una larga historia de violencia paraestatal en la que, cuando las cosas se salen de madre, a los abusos de las «fuerzas del orden» se suman los asesinatos perpetrados por milicias privadas con la connivencia de élites políticas y económicas.

Y es que parte de la intensidad de los hechos de los últimos días se debe a que, en buena medida, estamos asistiendo en cuestión de semanas a un proceso similar al que (tras varios años) dio origen al conflicto guerrillero que se buscó finalizar con los Acuerdos de Paz de 2016. Muchas de las dinámicas que estamos viendo ahora en el tiempo de las ciudades del siglo XXI se dieron en las últimas décadas del siglo XX pero al ritmo letárgico propio de la ruralidad de aquella época. En ambos casos, como suele suceder, el punto de partida es una serie de agravios sociales difusos (problemas de acceso a la tierra en aquel entonces, pobreza, desempleo, clasismo hoy en día). Pero luego, mientras en una democracia saludable esas demandas sociales hubieran podido ser canalizadas, en Colombia el sistema de partidos ha sido crónicamente incapaz de hacer tal cosa.

Predeciblemente, ciudadanos indignados acuden a las vías de hecho. En los años 60 fue la resistencia campesina armada —origen de las guerrillas—; hoy, la protesta cívica en escenarios urbanos (aunque también, y esto se suele pasar por alto, en pueblos pequeños). Con igual predictibilidad, ante estos retos el Estado colombiano saca las garras y responde con una represión desmedida a la que se suman, con letalidad pavorosa, auxiliares civiles. Con las guerrillas del siglo pasado, estos grupos paramilitares tardaron unos quince años en aparecer. Ahora los estamos viendo salir a las calles en cuestión de días (en verdad, nunca se fueron: estaban agazapados desde hacía mucho tiempo).

No es este el lugar para entrar en las razones de esa profunda crisis de representatividad del sistema político colombiano que lo vuelve incapaz de gestionar los reclamos pacíficamente. Me permito solo aventurar, a modo de hipótesis, que es un legado del pacto de élites que puso fin a la guerra civil de los años 50 y 60. Lo que interesa resaltar aquí es que a esta disfunción política hoy se le añade lo que parece ser un fin de ciclo en lo que hace al modelo económico del país de los últimos treinta años.

Cruje el Consenso de Washington

El término «Consenso de Washington» se suele utilizar para referirse a las políticas de libre mercado que se pusieron en boga en América Latina desde mediados de los 80 del siglo anterior. Pero ese uso del término olvida que, en efecto, era una posición de consenso, es decir, un paquete de reformas capaz de generar apoyo por parte de diversos sectores políticos. Esto es fundamental para poder entender tanto la durabilidad de dicho consenso como las razones de su actual agotamiento.

Los pilares de dicho consenso son de sobra conocidos: libre comercio, reducción del tamaño del Estado, política monetaria antinflacionaria, traslado del esfuerzo fiscal hacia los impuestos indirectos. Supuestamente, estas medidas aceleraban el crecimiento económico. Ahora bien, también podían agudizar la desigualdad, pero para eso sus defensores tenían la solución: políticas redistributivas a través de transferencias a los más pobres. De ahí el nombre de «consenso». Sobre el papel, el paquete ofrecía algo para todos: eficiencia y crecimiento para los sectores de derecha, mecanismos para mejorar la igualdad para los sectores de centroizquierda (en los años 90 la izquierda se había vuelto irrelevante o había girado hacia el centro).

En efecto, desde finales del siglo XX, en Colombia se inició un proceso de construcción de lo que podríamos llamar un «Estado del bienestar neoliberal» que permitió expandir la cobertura de servicios sociales, especialmente la salud. Es debatible si esa expansión se logró de la mejor manera posible o qué reformas necesita (de hecho, aunque el detonante de las actuales protestas fue una fallida reforma tributaria, en el telón de fondo había también un proyecto de reforma a la salud a punto de ser presentado por el gobierno). Pero ocurrió, y generó apoyos políticos al modelo económico. De otro modo es difícil imaginar que dicho modelo hubiera durado tanto.

Hoy, tras treinta años de vigencia, en Colombia se empiezan a ver los límites de dicho paradigma. Primero, los resultados de crecimiento económico han sido más bien decepcionantes. Según datos del Banco Mundial, entre 1961 y 1990, cuando Colombia siguió un modelo híbrido de sustitución de importaciones con promoción de exportaciones, el PIB creció a un promedio de 4,7% anual. Entre 1991, cuando se implementó el consenso de Washington, y 2019, el crecimiento promedio fue de 3,5% anual.

No solo el crecimiento económico fue más lento, sino también más volátil. Entre 1961 y 1991 hubo solo dos años con crecimiento inferior al 2%: los años de 1982 (0,9%) y 1983 (1,5%), que fueron los peores de la crisis de la deuda externa latinoamericana. En cambio, desde 1991 ha habido cinco años con crecimiento por debajo del 2%, incluida la que, antes de la pandemia, había sido la peor recesión de la historia económica de Colombia desde que existen datos: el año de 1999 (-4,2%). Además, en el último quinquenio el crecimiento promedio se ha reducido a 2,3% (con lo que el crecimiento per capita es prácticamente nulo).

Este crecimiento económico modesto redujo naturalmente el espacio para la redistribución. Si la idea era liberalizar la economía para generar ganancias que luego se repartirían a través de la política social, la premisa queda en duda si dichas ganancias son más bien magras.

Límites del modelo

Pero hay otros límites estructurales a cuánta redistribución se puede lograr en este contexto. A partir de 1990, Colombia redujo sus aranceles (que —se suele olvidar— no eran demasiado altos en relación a los estándares regionales) con la idea de producir una reasignación de recursos que mejorara la eficiencia de la economía y el surgimiento de nuevos sectores productivos. Pero el resultado fue una seria primarización de la economía: el escaso tejido industrial que se había construido se debilitó y en muchos casos desapareció, y el perfil exportador terminó volcándose hacia los recursos naturales (sobre todo, carbón y petróleo).

Ante esa atonía de la industria, el mercado laboral colombiano consiste fundamentalmente de empresas pequeñas, muchas de ellas informales, y la densidad sindical ronda el 4% (aunque en esto influye otro factor: la violencia de la que son objeto los líderes sindicales). Por lo tanto, prácticamente no existen negociaciones entre trabajo y capital. Esto, sumado a las lánguidas tasas de crecimiento, hace que Colombia padezca de desempleo crónico.

Según datos oficiales, durante el siglo XXI la tasa de desempleo más baja ha sido del 8,14% durante el mes de noviembre de 2015, y el promedio para todo el periodo ha sido de 13,11%.  Si el «Estado del bienestar socialdemócrata» del mundo industrializado se construyó sobre la base de la redistribución al interior de las empresas (y hoy en día atraviesa una seria crisis), en Colombia el sistema ha buscado que dicha redistribución opere a través de subsidios y transferencias mediadas por el Estado, dejando intactas las relaciones laborales y garantizando un ambiente de bajos impuestos al capital en aras de lo que se dio en llamar la «confianza inversionista».

Se trata de una mezcla altamente inestable. Los altos niveles de desempleo e informalidad hacen que buena parte de la población dependa del sistema de subsidios para la cobertura de servicios básicos pero, al mismo tiempo, el bajo recaudo tributario hace que el gobierno esté siempre incurriendo en déficit fiscal financiado con deuda. Esto, a su vez, vuelve a la economía colombiana más vulnerable a los choques del mercado mundial.

Paliativos para una crisis terminal

El detonante de las protestas fue un proyecto de reforma tributaria (ahora ya retirado) presentado por el gobierno, que tenía varios objetivos. El más urgente de ellos era, supuestamente, aumentar el recaudo para enviar la señal a los mercados internacionales de que el gobierno seguía siendo solvente. Por otra parte, buscaba un viejo anhelo de los tributaristas colombianos: aumentar la base tributaria.

Al momento de presentar la reforma, la deuda externa colombiana (pública y privada) rondaba el 53% del PIB, nada desmedido para estándares internacionales, dando la impresión de que el gobierno estaba sobrerreaccionando a los temores sobre viabilidad de la deuda. Pero en buena medida, la estructura económica colombiana se ha vuelto muy propensa a ese tipo de sobrerreacciones, precisamente por su incapacidad crónica de financiar las funciones básicas del Estado con recursos propios.

El aumento de la base tributaria tenía un fin ostensiblemente redistributivo. Pero, siendo Colombia uno de los países más desiguales del mundo, cabe preguntarse si una dosis adicional del mismo remedio de las últimas décadas iba a funcionar. El esquema es tan impecable en la teoría como endiablado en la práctica: subir los impuestos indirectos (a todos los consumidores) para luego devolverle esos impuestos a los más pobres a través de transferencias, bien sea en especie (subsidios de salud) o directamente en dinero.

En un curso de teoría microeconómica, este diseño sacaría una nota excelente. Pero políticamente tiene serias dificultades. La redistribución es, en última instancia, discrecional. Depende de la benevolencia del gobierno de turno.

En esto reside la contradicción más profunda del neoliberalismo colombiano: para que el «Estado del bienestar neoliberal» que busca construir sea suficientemente robusto, se necesitan mecanismos de interlocución en la sociedad distintos a los del mundo del trabajo. Pero esos mecanismos no existen, y no se ve cómo puedan surgir. Los consumidores, que son los que pagan los impuestos indirectos, no son un ente político coherente. Como ya vimos, los trabajadores están en sindicatos muy débiles, dispersos en el sector informal o simplemente desempleados.

En esas condiciones no pueden ser actores plenos en un pacto social. Los partidos políticos se van debilitando progresivamente (más de lo que ya estaban) a medida que se van volviendo federaciones de gestores de programas sociales a nivel local. Los únicos actores sociales bien organizados, con capacidad de hacerse oír por parte del Estado, son los gremios y el selecto grupo de los más grandes empresarios.

Es por todo eso que la crisis económica y social de Colombia en los últimos años está poniendo a prueba los límites del Consenso de Washington. Y, como suele ocurrir en tiempos en los que todo un paradigma queda puesto en duda, la reacción de sus defensores es sumamente atolondrada. Los alfiles del gobierno han salido en estos días a denunciar todo tipo de conspiraciones internacionales, a culpar de la crisis a la ignorancia del pueblo colombiano (aquel que supuestamente ellos han debido educar) o, en el mejor de los casos, a lamentar las fallas de comunicación que se produjeron en el proceso de la reforma, fallas que no parece que se puedan enmendar con la «labor pedagógica» de la policía antidisturbios.

A diferencia de las jornadas de mayo del 57, es muy poco probable que el gobierno de Duque caiga. Es el único pronóstico que se puede hacer con alguna certeza. Más allá de eso, sería una tontería mayúscula tratar de adivinar qué va a pasar en una situación tan volátil. Pero es inescapable la sensación de que algo se rompió en Colombia en los últimos días y que, para bien o para mal, ya no volverá a ser como antes.

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