El Primero de Mayo se celebró por primera vez en 1886, con una huelga general de trescientos mil trabajadores en trece mil empresas a lo largo y ancho de Estados Unidos. Fue una enorme demostración de fuerza del movimiento obrero estadounidense, que en ese entonces era uno de los más combativos del mundo.
Muchos de los trabajadores en huelga —que llegaron a ser cuarenta mil tan solo en Chicago— se movilizaron bajo las banderas de organizaciones anarquistas y socialistas. Sindicalistas de distintos orígenes —muchos habían inmigrado recientemente— marcharon codo a codo y demandaron juntos la jornada laboral de ocho horas.
El movimiento para reducir la jornada de trabajo representó una desafío considerable para los industrialistas estadounidenses, acostumbrados como estaban a exigirles horas mucho más largas a sus trabajadores.
En el siglo diecinueve, las sucesivas olas de inmigración llevaron a millones de inmigrantes a los Estados Unidos. Muchos de ellos buscaban trabajo en las fábricas. El desempleo era tan alto que los empleadores podían reemplazar fácilmente a cualquier trabajador que exigiera mejores condiciones laborales o salarios apropiados. Por supuesto, en el caso de que actuara solo. En tanto individuos, los trabajadores no eran capaces de oponerse al trabajo deshumanizante que sus patrones les exigían.
Pero cuando los trabajadores actuaban en conjunto, eran capaces de ejercer un poder enorme sobre sus empleadores y sobre toda la sociedad. Los elementos más radicalizados de la clase obrera comprendieron el poder singular de la acción colectiva y lucharon para garantizar que las agresiones de los empleadores se toparan siempre con la resistencia obrera.
Durante las últimas décadas del siglo diecinueve, los titanes de la industria como Andrew Carnegie y George Pullman no tuvieron sosiego. Las explosiones periódicas de movilizaciones obreras actuaron como un freno a su poder y a su prestigio. Pero los industrialistas y sus aliados en el gobierno respondieron en muchos casos con la fuerza bruta y reprimieron a la militancia obrera que exigía un tipo fundamentalmente diferente de prosperidad, que incluyera a los pobres y a los oprimidos.
El movimiento por la jornada laboral de ocho horas fue una lucha masiva. El 1 de mayo de 1886 los trabajadores de todo el país tomaron las calles para exigir una vida mejor y una economía más justa. Las manifestaciones duraron varios días.
Pero el aluvión de resistencia obrera terminó en una tragedia. En Haymarket Square (Chicago), la policía masacró a los trabajadores y se cobró la vida de unos cuantos luego de que alguien —probablemente un provocador que trabajaba para los barones industriales de la ciudad— lanzó una bomba casera a la multitud. Las autoridades de Chicago aprovecharon el incidente de la bomba para arrestar y ejecutar a cuatro de los líderes más importantes del movimiento, entre los cuales se contaba el sindicalista anarquista August Spies.
Fue un revés importante para el movimiento obrero. Pero la represión no bastó para ahogar definitivamente la lucha. Tal como dijo August Spies durante su juicio:
[S]i creen que colgándonos lograrán extinguir al movimiento obrero —el movimiento en el cual buscan la salvación millones de oprimidos, millones de personas que toman los trabajos más duros y viven en la necesidad y en la miseria, todos los esclavos del salario—, si esa su opinión, ¡entonces cuélguennos! Aquí pisarán una chispa, pero aquí, y allá y a sus espaldas, y frente a ustedes, y en todas partes crecerán las llamas. Este es un fuego subterráneo. No podrán apagarlo. Está ardiendo el suelo que a ustedes los mantiene en pie.
Estas palabras demostraron ser proféticas. El Primero de Mayo siguiente—y cada Primero de Mayo desde entonces— los trabajadores de todo el mundo tomaron las calles para disputar las condiciones de la prosperidad capitalista y apuntar con su gesto a un mundo totalmente distinto, un mundo en el cual la producción no esté motivada por la ganancia, sino por la necesidad humana.
Hoy, el poder del movimiento obrero estadounidense se encuentra en una fase menguante. Muchas de sus conquistas más importantes —incluyendo el derecho a la jornada laboral de ocho horas— fueron desmanteladas por el consenso neoliberal y antiobrero. Pero el Primero de Mayo todavía se alza imponentemente como un legado duradero del movimiento internacional por la liberación de la clase obrera.
Es evidente que muchas cosas cambiaron desde aquellas décadas explosivas de fines del siglo diecinueve. Las derrotas sufridas por el movimiento obrero estadounidense parecen tan profundas que se vuelve tentador considerar a esa militancia, que alguna vez fue la pesadilla de magnates y presidentes por igual, como un episodio histórico perdido en el pasado.
Pero no debemos mirar tan lejos para buscar ejemplos de lucha inspiradores. Primeros de Mayo mucho más recientes nos permiten atisbar el potencial transformador de los movimientos obreros.
Por ejemplo, en 2006, los trabajadores inmigrantes de todo el país se alzaron contra las restrictivas leyes de inmigración y las prácticas laborales abusivas, y organizaron un movimiento masivo de trabajadores indocumentados que culminó en el así denominado Gran Paro Estadounidense. El Primero de Mayo de ese año, las organizaciones de inmigrantes junto a algunos sindicatos se unieron para garantizar un paro de un día —al que se denominó «Un día sin inmigrantes»— y demostrar el papel fundamental que cumple el trabajo de los inmigrantes en la industria estadounidense.
Las protestas comenzaron en marzo y continuaron durante ocho semanas. Los números fueron impactantes: 100.000 manifestantes en Chicago iniciaron la ola, que movilizó unas semanas después a medio millón de personas en Los Ángeles y concluyó con una acción coordinada el 10 de abril, en la que se movilizaron 102 ciudades en todo el país, incluyendo una marcha de entre 350 000 y 500 000 manifestantes en Dallas.
El Primero de Mayo el movimiento ganó impulso y apoyo en todo el país y en el resto del mundo. Más de un millón de personas tomaron las calles en Los Ángeles: 700 000 manifestantes en Chicago, 200 000 en Nueva York, 70 000 en Milwaukee y miles más en otras ciudades del país. En solidaridad con los inmigrantes latinoamericanos de Estados Unidos, los sindicatos de todo el mundo celebraron el «Día nada gringo», un día de boicot a todos los productos estadounidenses.
Desde entonces, el Primero de Mayo es reconocido como un día de solidaridad con los inmigrantes indocumentados, un justo recordatorio de los orígenes de esta celebración que se inició con la organización de trabajadores inmigrantes y nativos para defender sus intereses comunes.
Este Primero de Mayo debemos seguir las huellas de las generaciones obreras del pasado. Ellas nos mostraron los horrores de la injusta economía del capitalismo, pero se atrevieron a soñar algo distinto: una economía reinventada en la cual los frutos de la prosperidad se comparten de manera equitativa, entre todas las personas, en una sociedad justa y democrática.
A pesar de todas las derrotas del movimiento obrero, ese sueño sigue vivo. La lucha continúa.
Feliz Primero de Mayo. Tomemos lo que es nuestro.