Entrevista de Nicolas Allen
Colombia entra en su tercera semana de paro nacional y los manifestantes no muestran intenciones de abandonar las calles. El paro comenzó el 28 de abril en una jornada de protesta contra una reforma impositiva regresiva. Desde entonces no dejó de crecer y se propagó por todo el país. Los manifestantes —con distintas demandas— armaron un frente común contra el gobierno de extrema derecha del presidente Iván Duque y contra el régimen político del presidente anterior, Álvaro Uribe.
Los titulares de los diarios de todo el mundo hablan de la sangrienta represión que descargan sobre los manifestantes la policía y las fuerzas armadas de Colombia. El New York Times, por ejemplo, informó que la policía, que antes le hacía la guerra a las «guerrillas de izquierda y a los paramilitares», ahora apunta sus poderosas armas contra los civiles.
Los medios internacionales, sin embargo, olvidan que el Estado colombiano está en guerra contra la izquierda, los movimientos sociales y campesinos y los trabajadores organizados desde hace al menos veinte años. Desde comienzos de los años 2000, cuando la contienda contrainsurgente se convirtió en una de las piezas fundamentales del gobierno de Uribe, el terrorismo de Estado es el método privilegiado para gestionar la creciente desigualdad de Colombia y la desintegración social que conlleva la economía neoliberal.
En este sentido, los manifestantes no están exigiendo meramente una reforma de la policía, como declaran el New York Times y otros medios. Están exigiendo que se termine con un sistema de desigualdad que solo se sostiene con la fuerza de las armas.
Forrest Hylton, profesor en la Universidad de Medellín y columnista de laLondon Review of Books, escribe y analiza la política colombiana desde hace más de 25 años. Nicolas Allen, editor de Jacobin, conversó con él acerca de las reivindicaciones del paro, la erosión de la legitimidad del uribismo y las consecuencias más generales que podrían tener las protestas en la política colombiana, sobre todo para la izquierda.
NA
Estamos en la tercera semana de paros generales en Colombia. ¿Podrías contarnos cómo empezó el proceso a nivel nacional y qué es lo que mantiene a los manifestantes en las calles desde el 28 de abril?
FA
Todo empezó con una reforma tributaria regresiva presentada por el anterior ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla. Pretendía añadir un impuesto del 19% a toda una serie de bienes y servicios básicos de la vida cotidiana, que son elementales para la subsistencia de las personas: agua, electricidad, gas natural, gasolina y alimentos básicos como la harina, los granos, las pastas, la sal, la leche y el café. Este paquete regresivo llega inmediatamente después de una propuesta similar que se hizo 2019 y que también provocó un paro general a nivel nacional. En 2019, la reforma les garantizó a las empresas y al sector bancario toda una serie de exenciones tributarias. Esta es hasta cierto punto la causa del déficit fiscal que el gobierno intenta solucionar hoy.
La diferencia principal entre ambos paros es la pandemia. Las estadísticas del DANE, sugieren que la pobreza creció un 7% desde el año pasado, y es probable que en realidad haya crecido todavía más. El 42% de la población de Colombia vive en la pobreza (de nuevo, es probable que los números sean en realidad más altos). Y cerca del 50 o 60% de los colombianos trabaja en el sector informal.
Colombia tuvo una de las cuarentenas más largas y estrictas del mundo, aunque no se implementó ningún ingreso básico universal. En ese sentido, fue una especie de caída libre para la mitad más pobre de la población. Es importante enfatizar también la precariedad de la situación en la que se encuentra la clase media colombiana, duramente golpeada por la pandemia. Mucha gente se quedó sin trabajo. En cuanto a los casos y las muertes de COVID-19, Colombia ocupa, respectivamente, el onceavo y el décimo lugar a nivel mundial. El sistema sanitario de Colombia está colapsando en Bogotá y la verdad es que solo vimos corrupción y una mala gestión de la pandemia a nivel nacional.
En este contexto, el paquete de reforma fiscal hubiese hecho literalmente imposible la supervivencia de más de la mitad de la población y muy difícil la del 25% que está un poco mejor. Esto es lo que precipitó el levantamiento masivo que empezó el 28 de abril y este es el motivo por el que hay movilizaciones a nivel nacional con marchas masivas en todas las ciudades principales y en las áreas rurales de Colombia.
La generación y la clase más afectadas por la pandemia y por el neoliberalismo militarizado, que confluyen en el proletariado informal joven de las periferias urbanas, son la vanguardia y la columna vertebral de estas protestas y las que se llevan la peor parte de la represión. Los jóvenes están en las primeras líneas y las madres y abuelas los cuidan, es decir, los alimentan y los abrigan.
Esta es la generación y la clase más grande del país y todavía no tiene ninguna representación política formal. En este sentido, tanto el Comité Nacional del Paro como el senador Gustavo Petro —que conquistó el 42% de los votos en 2018— no son del todo representativos del movimiento. La situación recuerda al Paro Cívico Nacional de 1977, pero se desarrolla a una escala mucho mayor. Y las guerrillas, que en aquel entonces crecían a un ritmo acelerado, hoy están prácticamente ausentes o fueron eclipsadas. De aquí se sigue la hipótesis de la emergencia de una izquierda urbana por primera vez en la historia colombiana.
NA
El presidente Iván Duque suavizó algunos de los aspectos más regresivos de la ley de reforma fiscal. Sin embargo, las protestas continúan y vemos que empiezan a surgir una multiplicidad de reivindicaciones distintas. ¿Cuáles son las más importantes y quiénes las sostienen en las manifestaciones?
FH
La reforma fiscal fue revocada casi inmediatamente después de que comenzaron las protestas porque estas fueron mucho más grandes de lo que el gobierno anticipaba. Pero, a pesar de la renuncia del ministro de Hacienda y de la derogación del paquete fiscal, las protestas siguieron creciendo. En parte esto es así porque el gobierno también quiere aprobar reformas sanitarias y previsionales que golpearían todavía más a la clase media y al proletariado informal.
Habría que mencionar que solo entre el 4 y el 5% de los trabajadores colombianos están afiliados a algún sindicato. Así que, aunque las principales centrales sindicales y los sindicatos docentes convocan al paro, lo cierto es que el Comité Nacional del Paro —que ahora lleva el diálogo con el gobierno— no controla del todo lo que sucede en las calles.
Hay una gran variedad de sectores movilizados, variedad tanto en términos geográficos como políticos, las reivindicaciones son muy amplias y el movimiento es bastante descentralizado. Se están movilizando casi todas las personas que pertenecen a algún tipo de organización y grandes contingentes de gente joven que no pertenecen a ninguna organización. El paro de los camioneros fue muy importante porque bloqueó el flujo de productos hacia adentro y hacia afuera de las ciudades y los pueblos. El movimiento estudiantil probablemente es el que organiza a más gente. Esto se debe en parte a que las medidas de reforma neoliberal mercantilizaron la educación superior y endeudaron a muchos estudiantes en el proceso. Es un sector que tiene experiencia. La otra exigencia de muchos de los manifestantes es lo que podría denominarse un presupuesto de paz: que se deje de invertir en las fuerzas armadas, en la policía y en esa especie de Estado de contrainsurgencia hipermilitarizado que Colombia sostiene hace tanto tiempo con el apoyo de Estados Unidos.
Además de los sectores que mencioné, está por supuesto el movimiento indígena, especialmente el de Cauca y las regiones del sudeste, cuya movilización hacia la ciudad de Cali fue muy importante. Al menos durante los últimos 15 años, el movimiento de Cauca, a pesar de ser relativamente pequeño, funcionó muchas veces como una especie de detonador para los movimientos nacionales y populares. También habría que incluir al movimiento afrocolombiano, concentrado sobre todo en la costa del Pacífico y cuyas reivindicaciones tienen que ver con la pesca, el derecho a la tierra, la minería, la ecología, la paz y la devolución de territorios robados.
Los movimientos feministas —que estuvieron muy involucrados en el amplia campaña por la paz durante el gobierno anterior— son una parte fundamental en el surgimiento de una política progresista y urbana de masas durante los últimos años en Colombia. Los movimientos feministas y LGTBIQ, al igual que la mayoría de los sectores progresistas (como las minorías indígenas y afrocolombianas), votaron por Gustavo Petro en 2018, cuando conquistó el 42% de los votos y superó con creces el desempeño electoral de los anteriores candidatos de izquierda de Colombia. Muchos críticos argumentan que Petro está liderando las manifestaciones o que los manifestantes obedecen a él, aunque en realidad se mantuvo al margen siempre que pudo y convocó a los manifestantes a levantar los bloqueos.
En otras palabras, las protestas no surgen de la izquierda política organizada. Las asociaciones de jubilados también son muy activas, al igual que los estudiantes de secundaria, los trabajadores de la salud, las asociaciones de vecinos, entre otros. Las organizaciones de vecinos son de gran utilidad a la hora de descentralizar la resistencia porque que mantienen reuniones, asambleas y protestas en sus propios barrios. Por último, el sector cultural —artistas, músicos, actores, comediantes, académicos— también está muy involucrado. La creatividad de las protestas es uno de sus rasgos más notables.
El Comité Nacional del Paro tiene 18 reivindicaciones. Sería difícil afirmar que son representativas del movimiento en su conjunto, o si los activistas que están en la calle —las bases, por así decirlo— aceptan el rol de negociación del Comité como una instancia legítima. Como en todo movimiento, existen tensiones entre la dirección y las bases. En cualquier caso, los manifestantes quieren que se apliquen los acuerdos de paz firmados en 2016 entre el gobierno colombiano y las FARC. Quieren terminar con la corrupción sistémica; disolver por completo la policía antidisturbios militarizada; que el gobierno cumpla los acuerdos que firmó con los estudiantes en 2019; un nuevo tipo de reforma fiscal que sea progresiva y no regresiva, inversión pública en salud (el sistema sanitario de Colombia fue completamente privatizado siguiendo el modelo estadounidense); y quieren que se deje de asesinar a los líderes de los movimientos sociales, algo que hasta ahora sucede exclusivamente en las zonas rurales. Desde que se firmaron los acuerdos de paz a fines de 2016, se asesinó a alrededor de mil colombianos que lideraban movimientos sociales.
Otra reivindicación es fortalecer la igualdad de género. La pobreza anual entre las mujeres subió cerca del 20% desde que empezó la pandemia, y, por supuesto, se discrimina a las mujeres en términos salariales, por no decir nada del trabajo no remunerado que implica el cuidado de las familias y la violencia que sufren, incluso en el marco de las protestas, donde muchas fueron violadas y acosadas por la policía antidisturbios.
Otra reivindicación central es la protección de la flora y la fauna silvestres y del medioambiente. Colombia es uno de los países con mayor biodiversidad del planeta, junto con México y Brasil. Brasil se lleva todas las miradas en cuanto a la destrucción del medioambiente, pero Colombia no está lejos. En relación con esto los manifestantes exigen la regulación de las empresas mineras y de energía, que en la actualidad funcionan sin ningún tipo de límite e imponen sus propias leyes extraterritoriales en las zonas en las que operan.
Los manifestantes están exigiendo una reforma previsional progresiva en vez de medidas de privatización regresivas. Quieren un presupuesto más participativo y reformas laborales progresivas contrarias a las que el gobierno intenta aprobar en el Congreso. Otra reivindicación clave es la restitución de territorios robados: los campesinos sufrieron el hurto de algo así como 5 o 6 millones de hectáreas, sobre todo en manos de las fuerzas paramilitares y en nombre del combate contra las guerrillas comunistas.
Hay muchas reivindicaciones más y, al igual que los grupos movilizados, son muy heterogéneas. Pero en toda esta diversidad —o incluso fragmentación— la reivindicación subyacente es que el Estado colombiano garantice un compromiso básico con el bienestar social que estipula la Constitución de 1991. Entonces, sería justo definir todo esto como una revolución democrática liberal de ciudadanos que quieren ser reconocidos frente a un Estado contrainsurgente, neoliberal, oligárquico y autoritario y una sociedad construida sobre estas premisas a lo largo de 30 o 40 años.
NA
Mencionaste la participación sin precedente de la clase media en las protestas. Hasta hubo una pintada en un barrio acomodado de Bogotá que exigía la renuncia de Duque. La sensación es que el apoyo al gobierno está realmente disminuyendo en la clase media urbana.
FH
Participé del paro de 2019 como profesor de la universidad pública más importante del país y creo que es justo decir que, tanto entonces como ahora, se observan flujos y movimientos en la clase media urbana. Especialmente en Bogotá, en 2019, hasta los vecinos menos esperados hacían asambleas ciudadanas en toda la capital. Pero esta vez la movilización es mucho más masiva en cuanto a participación, tanto de la clase media como del proletariado informal.
Algo que hace de estas manifestaciones un hecho histórico es que se sostienen hace más de dos semanas. El flujo de bienes y servicios se detuvo hasta un punto nunca antes visto durante los años recientes.
Igual que en 2019, el hecho de que la clase media urbana salga a la calle es realmente importante para la representación de los medios. A diferencia del proletariado informal, la clase media urbana tiene las herramientas para poner en cuestión el relato oficial del gobierno según el cual las manifestaciones son conducidas por vándalos y guerrillas de narcotraficantes. Del mismo modo en que lo viene haciendo desde aquel enorme alzamiento nacional urbano conocido de forma errónea como el Bogotazo de 1948, el gobierno afirma que se trata de una gran conspiración comunista.
El libreto de la Guerra Fría en Colombia, que iguala a los manifestantes civiles con los guerrilleros, nunca cambió. Pero la realidad sí cambió y lo hizo de forma drástica. Gracias al esfuerzo de los más jóvenes, la clase media urbana y escolarizada de Colombia dejó de creer en el relato de la Guerra Fría, aunque este sigue teniendo una gran influencia en la política colombiana.
NA
Y, sin embargo, a juzgar por las medidas represivas que aplica el gobierno, está claro que piensan que este relato tiene posibilidades de volver a imponerse. El tipo de terror que se está desplegando —evidente en el retorno de los «falsos positivos»— sugiere que Duque quiere imponer el relato de la Guerra Fría a punta de pistola mediante el incremento de la violencia y la interpretación del conflicto como parte de la guerra contra el comunismo. ¿Cuáles son las chances de que tenga éxito?
FH
Luego de firmar los acuerdos de paz en 2016, las FARC cumplieron completamente con su parte del acuerdo y el gobierno no lo hizo. Todo el mundo en Colombia lo sabe. Sabe que el gobierno hizo todo lo estuvo a su alcance por estropear los acuerdos de paz y que necesita que este conflicto continúe para justificar la represión contra las manifestaciones no violentas.
Durante el paro general de 2019, el gobierno intentó estigmatizar y criminalizar a los manifestantes estudiantiles usando el argumento de que estaban asociados a organizaciones terroristas (es decir, a la guerrilla). Pero eso no funcionó, en parte porque los estudiantes fueron capaces de responder con éxito a este relato en los medios colombianos. La percepción popular cambió completamente y la circulación de videos en los que se ve la brutalidad policial —que incluye asesinatos— contribuye a esto.
Durante los últimos años, el gobierno no desató contra la clase media urbana y la gente trabajadora de la periferia la misma represión letal que despliega en las áreas rurales. Sin embargo, dada la escala de las protestas, la teoría del gobierno es que, si golpean a los manifestantes con artillería lo suficientemente pesada, con tanques y helicópteros, al final la gente terminará tan aterrorizada que se someterá. Es importante remarcar que, si las protestas continúan, la estrategia del gobierno puede llegar a funcionar.
No depende tanto de la legitimidad, sino de la necesidad: su estrategia es básicamente hambrear a las masas y promover la escasez de alimentos —sin prestar atención al acaparamiento y a la especulación— hasta que las ciudades necesiten la asistencia de caravanas militares. La idea es que, a medida que aumente la escasez, la gente se pondrá en contra de las protestas a causa de la fatiga y la resignación, y en ese punto el gobierno podrá desatar una represión todavía más violenta contra los manifestantes.
Mientras tanto, el gobierno intenta negociar a nivel sectorial. Intentarán negociar con los comités de paro locales y avanzar en el diálogo con el Comité Nacional del Paro. Todo el mundo sabe que estos diálogos no serán serios y que simplemente intentarán comprar a los comités regionales. Pero, de nuevo, el Comité Nacional del Paro no es necesariamente representativo. Por eso no está claro que una solución negociada pueda funcionar.
NA
Tal vez podemos ampliar el foco y considerar las protestas desde el punto de vista más amplio de la economía política colombiana. La primera motivación de la reforma fiscal regresiva que se buscaba aplicar era solucionar la profunda crisis fiscal del país. La resolución de esta crisis es un elemento crucial en los planes que tiene el gobierno para mejorar las redes de infraestructura del país, lo que atraería al capital extranjero e incrementaría la renta de las exportaciones (expandiendo en el proceso las fronteras extractivas).
Visto en esta perspectiva, ¿es posible que las protestas logren conectar reivindicaciones aparentemente tan disímiles como el consumo popular, el bienestar social, la protección del medioambiente y los derechos indígenas?
FH
Si miramos los puntos que se están negociando con el Comité Nacional del Paro, notamos que muchos temas giran alrededor de la minería, la energía, la contaminación, la deforestación, la flora y la fauna silvestres, los territorios indígenas, etc. Casi una de cada cuatro demandas tienen que ver con reformar el modelo económico actual que está basado en el extractivismo minero y energético y en el agronegocio. Nada de esto entró en los acuerdos de paz de 2016 entre el gobierno y las FARC. Por supuesto, este modelo está dominado por las multinacionales y básicamente es gestionado por redes clientelares de políticos y neoparamilitares que garantizan derechos de propiedad sobre la minería, la energía y las fronteras agrarias.
Hace un tiempo que se observa algo interesante: algunos pueblos históricamente conservadores de las zonas rurales votan masivamente plebiscitos contra el extractivismo en sus territorios. Cada vez se toma más consciencia de que el repudio de esta actividad extractiva no solo tiene que ver con la destrucción del medioambiente: se está empezando a cuestionar el modelo económico que subyace a estos emprendimientos.
Se está sometiendo a juicio al modelo neoliberal colombiano que surgió de las reformas económicas implementadas a comienzos de los años 1990. Este sistema está protegido y es inflado por un Estado contrainsurgente apoyado por los Estados Unidos, un Estado securitario con una fuerza policial y militar enorme a la que descarga contra la población civil para reforzar el modelo neoliberal. Y a medida que este sistema se vuelve cada vez más regresivo, la gente —especialmente los jóvenes— dicen que este no puede ser el futuro de Colombia.
Entonces, es cierto, no podemos separar la reivindicación de un Estado de bienestar social liberal de la reorientación a gran escala de la economía política colombiana. De hecho, Colombia empezó a desarrollar su base industrial durante el período del Frente Nacional, desde los años 1950 hasta los años 1970, mediante el fomento de mercados internos que conectaban distintas ciudades y territorios. La gente no está pidiendo el retorno a ese modelo, ni el consenso bipartidista de la Guerra Fría que lo acompañó. Sin embargo, exige un tipo de modelo que esté más orientado hacia el desarrollo nacional, el fomento del mercado interno, la redistribución de la riqueza y del ingreso y la mitigación de la desigualdad en las ciudades y en el campo. El repudio del modelo neoliberal puede no ser todavía algo muy acabado. Pero, sin duda, se están poniendo en cuestión las principales plataformas y planes que este modelo impuso a la educación, la salud, las jubilaciones, la legislación laboral y los bienes públicos en general.
Colombia es desde hace mucho tiempo uno de los países más desiguales de América Latina, que a su vez es la región con más desigualdad en todo el mundo. En este sentido, el Estado contrainsurgente de la Guerra Fría fue necesario en Colombia para blindar un modelo económico increíblemente excluyente. Y lo único que hizo Duque desde que llegó al gobierno fue profundizar ese modelo de las formas más obscenas y escandalosas, en medio de una catarata de escándalos de corrupción.
Evidentemente queda un largo camino hasta desmantelar el Estado nacional contrainsurgente y el blindaje del modelo neoliberal que ayudó a consolidar. Pero a juzgar por los paros nacionales recientes, parece que la juventud colombiana está comprometida a largo plazo. Esta generación de colombianos experimentó una politización muy amplia y profunda.
Hablo de largo plazo porque, si hay una fuerza de la política colombiana que parece inmortal, es el uribismo y la duradera influencia política del antiguo presidente de extrema derecha. Tal vez les queden algunas municiones extra a las fuerzas de Uribe en el Centro Democrático, pero pienso que están perdiendo la batalla.
NA
Hablando de Uribe, ¿podrías decirnos algo sobre quién es este personaje y qué representa el uribismo en la política colombiana? Y una pregunta más sobre este tema, ¿qué tan grave puede llegar a ser esta crisis para el régimen político instalado a comienzos de los años 2000?
FH
Álvaro Uribe fue presidente de Colombia desde 2002 a 2010. Está siendo investigado en la Corte Suprema por sobornos y manipulación de testigos. A pesar de que es difícil presentar pruebas contra Uribe, existe evidencia que sugiere que fue un criminal de guerra durante su mandato presidencial de 2006 a 2010.
El escándalo de los falsos positivos al que hiciste referencia antes fue un acontecimiento escandaloso: el ejército hizo desaparecer a aproximadamente 10 000 civiles jóvenes de los barrios periféricos para inflar el número de bajas y sostener que estaba desplegando una campaña exitosa contra los rebeldes de las FARC. La guerra de contrainsurgencia fue financiada en gran medida por Estados Unidos a través del Plan Colombia, el Plan Patriota y los que le siguieron bajo los gobiernos de Clinton, Bush y Obama.
Uribe siempre sostuvo que no se puede ser neutral en un conflicto contra los terroristas subversivos comunistas: los ciudadanos deben apoyar al Estado contrainsurgente y deben colaborar activamente con el ejército y con la policía. En esta campaña, el uribismo considera que todas las tácticas son legítimas, incluyendo el desplazamiento forzado, la desaparición de personas, los asesinatos extrajudiciales, la tortura, el narcotráfico, la compra de votos y la amenaza de autoridades judiciales, aun cuando se trate de miembros de la Corte Suprema de Justicia.
Cuando Uribe fue gobernador de Antioquía, la región más poblada de Colombia, desde 1995 a 1997, básicamente legalizó el paramilitarismo. Luego, cuando fue presidente, el paramilitarismo fue institucionalizado junto al Estado, especialmente en las regiones fronterizas que estaban más allá de la soberanía estatal. Bajo su gobierno estos territorios fueron puestos bajo control de una combinación de fuerzas militares, policiales y paramilitares.
La sombra de Uribe oscurece casi todos los aspectos de la política colombiana de los últimos veinte años: bajo la administración de Juan Manuel Santos —que a pesar de ser ministro de Defensa de Uribe representaba una tendencia neoliberal ilustrada y ligeramente más moderada—, se empezó a desarrollar un proceso de paz con las FARC y Uribe se convirtió en la figura más importante de la oposición contra Santos.
Hablamos antes de la gente joven, de los estudiantes universitarios y de los estudiantes de secundaria. Ellos son los que rechazan con más fuerza el poder que tiene esta mafia estatal corrupta y contrainsurgente sobre la sociedad colombiana. Realmente quieren un Estado de bienestar y una sociedad liberales, y están dispuestos a luchar sin violencia —e incluso a morir— para conseguirlos. Hay una cuestión generacional en todo esto. La gente joven expresa un rechazo completo hacia Uribe y la política que representa. Su valentía y su heroísmo son difíciles de sobrestimar y se destacan incluso en el contexto latinoamericano, en donde la represión estatal tiende a moverse en órdenes de magnitud mucho mayores a los del Norte Global.
NA
Mencionaste el conflictivo proceso de paz y explicaste que la justificación de la contrainsurgencia funcionó como una barrera al cambio social en Colombia. ¿Podrías decirnos algo más sobre la reactivación de estos grupos paramilitares en los últimos años?
FH
Los acuerdos de paz que se firmaron a fines de 2016 entre el gobierno y los rebeldes de las FARC tenían muchas cláusulas. Pero lo cierto es que ni siquiera mencionaban las ciudades ni las problemáticas urbanas. Estaban diseñados para mejorar la vida en las zonas rurales y promover cooperativas y emprendimientos productivos para los soldados desmovilizados de las FARC. En vez de esto, los grupos neoparamilitares cazaron uno por uno a los comandantes y a los soldados. Mientras tanto, se condenó a uno de los negociadores de las FARC a ser extraditado a Estados Unidos con cargos por narcotráfico.
Antes, durante su presidencia, Uribe había negociado la denominada «desmovilización» de los paramilitares. Algunos líderes paramilitares empezaron a hablar de sus vínculos con políticos, con empresarios y con oficiales militares, incluyendo al entonces presidente Uribe. Fue por eso que los extraditó rápidamente a Estados Unidos en 2008. Sin embargo, la mayoría salió de esto sin enfrentar ninguna condena y continuó con su vida (sea en el mundo de las drogas, de las armas, del control territorial, del control sobre la obra pública, sobre los sistemas de salud privados y hasta en algunas universidades públicas y privadas). Entonces los paramilitares mutaron. Su sustento sigue siendo el tráfico de drogas, pero después de 2008 empezaron a interesarse en obtener más ganancias y control territorial, y en convertir sus conquistas económicas en conquistas políticas. Y tuvieron mucho éxito, sobre todo en la minería, en la energía, en las fronteras del agronegocio, pero también en algunas ciudades y pueblos pequeños.
Este es uno de los motivos por los que los activistas de las áreas rurales fueron eliminados a escala masiva aun después de la firma de los acuerdos. Hay que tener en cuenta que esta gente está más organizada y es más militante que sus colegas de las ciudades. Esto pudo apreciarse en los paros que le hicieron al presidente Santos.
Creo que una de las cosas más interesantes sobre el movimiento indígena y el movimiento estudiantil es que siguen insistiendo en su derecho constitucional a la protesta. Con esto tocan un nervio importante y cuestionan la naturaleza autoritaria del Estado contrainsurgente, que responde realmente con fuerza desproporcionada y no duda en asesinar a cualquier frente a un mínimo signo de inconformismo social.
Si las protestas se prolongan mucho más, comprobaremos si se reactiva el uso de las fuerzas paramilitares. Hay mucha evidencia de que policías de civil están disparando contra los manifestantes, muchas veces desde vehículos sin patentes. Hay una línea muy delgada entre lo que alguna vez fueron los paramilitares y el Estado de terror que vemos ahora, pero lo cierto es que, al igual que las guerrillas, los paramilitares no parecen estar jugando un rol importante. Lo mismo sucede con el ejército. Pero todo esto podría cambiar. Sin embrago, repito que el uribismo es una fuerza en retirada y una sombra de lo que fue en su momento de auge.
NA
¿Qué tan importantes son las elecciones presidenciales de 2022 en el marco de las protestas? Mencionaste que el candidato de izquierda Gustavo Petro, el favorito en este momento, es percibido erróneamente como el líder de los manifestantes.
FH
Todavía hay demasiado humo en el aire como para afirmar con confianza qué efectos tendrá el levantamiento sobre las urnas en Colombia. Pero pienso que lo más importante es la posible articulación entre la izquierda política del Senado, los gobernadores, los municipios y los movimientos sociales. El movimiento en este momento parece ser mucho más amplio de lo que la izquierda puede llegar a abarcar y muy descentralizado como para ser canalizado a través de un programa nacional y popular.
Cuando era senador en 2006, Petro, que luego fue alcalde de Bogotá, lanzó una serie de denuncias e investigaciones sobre los vínculos históricos entre Uribe y los paramilitares en las regiones de las que provienen, Antioquía y Córdoba. Petro era realmente una oposición que generaba mucho entusiasmo, sobre todo en un momento en el que ir contra Uribe representaba prácticamente una sentencia de muerte. Y como alcalde de Bogotá, Petro se mostró dispuesto a enfrentar a algunos de los intereses mafiosos más afianzados en la capital. Los sectores dominantes de la política colombiana intentaron sacarlo mediante una táctica de lawfare, pero fracasaron.
Petro fue miembro del M-19, que fue la guerrilla urbana más importante y también la más nacionalista de Colombia. La abandonó para participar de la Asamblea Constitucional de la que salió el borrador de la Constitución de 1991. Podemos decir entonces que es un político profesional desde los años 1990. Su archivo como férreo opositor del neoliberalismo contrainsurgente es incuestionable.
El programa de Petro es básicamente una socialdemocracia bastante moderada, diseñada para poner al país en línea con los aspectos más progresivos de la Constitución de 1991 y de los acuerdos de paz de 2016. Cuando lo entrevistaron durante la campaña de 2018, Petro dijo: «Están intentando pintarme como una especie de comunista rabioso, seguidor de Fidel Castro y de Hugo Chávez. Pero en cualquier país menos conservador que Colombia, la gente reconocería inmediatamente que estoy intentando aplicar reformas liberales progresistas que deberían haber sido adoptadas durante el siglo».
Es probable que haya un poder simbólico real en esto de apelar a una especie de legado progresista frustrado en el pasado político colombiano. Algunas alas del Partido Liberal de Colombia intentaron antes —sin éxito— transformar al país. En fin, creo que las protestas podrían favorecer a Petro. Hace mucho tiempo que Colombia es percibida como una semicolonia de Estados Unidos. Si Petro ganara, esto implicaría un cambio drástico en términos del equilibrio de fuerzas a nivel electoral en América del Sur.
NA
Es interesante porque, como señalaste, Colombia es célebre por ser un país conservador. Sigue siendo el abanderado regional del Consenso de Washington y en algún sentido desempeña un rol más importante que el Brasil de Bolsonaro al balancear la política latinoamericana hacia la derecha.
Pero, como muestra tu comentario sobre la historia de Petro en el M-19 y sobre el ala progresista del Partido Liberal, Colombia tiene una rica tradición de izquierda que se remonta a Jorge Gaitáin en 1940 y más allá. Independientemente de lo que se piense sobre las FARC o el ELN, estas son unas de las organizaciones de izquierda más viejas del hemisferio occidental. ¿Los movimientos de protesta podrían propiciar la remergencia de la política de izquierda en la sociedad colombiana?
FH
La cuestión está muy bien planteada: sería difícil encontrar un país en donde se hayan sostenido durante tanto tiempo campañas para borrar del mapa al «comunismo» y a los «comunistas». Con «comunismo» me refiero a esa amplia franja del espectro político que es perseguida por el Estado colombiano en el marco de interminables guerras de contrainsurgencia.
Pero los intentos de erradicar a la izquierda y al progresismo liberal en nombre del anticomunismo nunca tuvieron éxito. Petro simboliza esa capacidad de supervivencia y renovación de la que dan cuenta muchos movimientos y organizaciones, década tras década, frente al terrorismo sostenido del Estado.
En este punto creo que es necesario mencionar la importancia del movimiento feminista y de los liderazgos femeninos, que lograron abrirle un lugar a la sociedad civil en el proceso de paz. El trabajo de los grupos feministas sentó un poco las bases de lo que sucede hoy y la presencia de las mujeres —especialmente las mujeres jóvenes— como dirigentes del movimiento es evidente.
El rol de las mujeres en la política popular urbana ha sido importante desde aquel paro general de 1977. En algún sentido, ese ciclo está concluyendo recién hoy. Estamos viendo que las mujeres juegan nuevamente un rol decisivo en todos los niveles y, como la gente joven —en este punto se superponen ambas categorías— parecen estar dispuestas a sostener la lucha en el largo plazo.
Por eso, aunque no dejemos de llamar la atención sobre el terrorismo de Estado que pesa sobre el pueblo colombiano, debemos tener esperanza en su valentía, fortaleza y resistencia. No lograrán silenciarlo y los sectores movilizados no abandonarán dócilmente el campo de batalla.
Sobre el entrevistador
Nicolas Allen es colaborador de Jacobin Magazine y Jefe de redacción de Jacobin América Latina.