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Espectros de la Comuna de París

Traducción: Valentín Huarte

El 28 de mayo de 1871 concluyó la semana sangrienta que puso fin a los setenta y dos días de la primavera parisina. ¿Cómo explicar la longevidad y la frescura de las que goza un acontecimiento tan efímero? La respuesta está en aquellos que reconocieron tanto sus protagonistas como sus enemigos: la extraordinaria dimensión simbólica de la Comuna.

Serie: 150 años de la Comuna de París

Hay una discrepancia paradójica entre la fulguración meteórica de la Comuna de París, que no superó los setenta y dos días de vida, y su expansiva presencia en la conciencia de izquierda, no solo en Francia o en Europa, sino alrededor del mundo entero. Vista a través del lente de esa disciplina que los académicos denominan «Historia Mundial», lo que sucedió en París entre el 18 de marzo y el 28 de mayo de 1871 es prácticamente insignificante. Los historiadores contemporáneos del siglo diecinueve —pensemos en la aclamada obra de Christopher Bayly y Jürgen Osterhammel— apenas la mencionan como un detalle menor de la guerra franco-prusiana. Desde el punto de vista del despegue del capitalismo industrial y financiero, la urbanización y la modernización, la consolidación de los imperios coloniales y la persistencia del Antiguo Régimen en un continente burgués, la Comuna de París no significa nada. Fue incluso marginal en la guerra franco-prusiana, pues sucedió siete meses después de la rendición de Napoleón III y la proclamación de la República, y dos meses después de que se firmó el armisticio que transfirió Alsacia y Lorena a Alemania. El victorioso ejército prusiano ya había desfilado por los Campos Elíseos a comienzos de marzo. ¿Cómo explicar, entonces, la longevidad y la frescura de las que goza un acontecimiento tan efímero? La respuesta está en eso que todos —y no solo sus protagonistas y sus enemigos— supieron reconocer con lucidez: la extraordinaria dimensión simbólica de la Comuna. Algunos defendieron y otros estigmatizaron su legado, pero nadie pudo ignorar ni subestimar su impacto. Muchos pensadores radicales conmemoraron sus martirios y la abrazaron a la vez como un ocaso y como un nuevo amanecer: el fin de la secuencia de las revueltas democráticas del siglo diecinueve y el comienzo de una nueva época de revoluciones proletarias. Anarquistas como Kropotkin y Bakunin la describieron como un presagio del futuro, y Marx destacó las potencialidades comunistas del experimento parisino: «[L]a Comuna fue, esencialmente, un gobierno de la clase obrera, fruto de la lucha de la clase productora contra la clase apropiadora, la forma política al fin descubierta que permitía realizar la emancipación económica del trabajo».

Como señaló un historiador tan cauto como Georges Haupt, la Comuna de París se convirtió rápidamente en un símbolo y en un ejemplo: un símbolo del socialismo en tanto futuro deseable y posible y un ejemplo a ser integrado en la memoria socialista y meditado críticamente en función de las luchas por venir. En el siglo veinte, el legado de la Comuna de París fue en gran medida apropiado y reinterpretado a la luz de la Revolución rusa. Durante 1917, año decisivo, y luego durante la guerra civil rusa, la Comuna de París acechó el espíritu de los bolcheviques —alternativamente— como advertencia y como modelo. Octubre de 1917 logró reafirmar el símbolo: el anuncio de una nueva época socialista no era una ilusión. Pero también asimiló las lecciones de la trágica derrota de 1871: los bolcheviques no debían repetir las demoras, las vacilaciones y la debilidad de los comuneros. En Rusia, el ejército de Versalles fue derrotado por un Terror revolucionario mucho más poderoso y despiadado. En 1891, Friedrich Engels había definido a la Comuna de París como un paradigma: dejaba ver la forma que tomaría la «dictadura del proletariado». Luego de 1917, la Comuna se convirtió en la prefiguración de la revolución bolchevique. En otros términos, fue relocalizada en una secuencia teleológica que representa la recta marcha del socialismo, desde su infancia en 1789, pasando por 1830, 1848 y, precisamente, 1871, hasta triunfar en 1917. Luego de la Segunda Guerra Mundial esta imagen se fortaleció todavía más a causa de la incorporación de nuevos eslabones en este irresistible progreso hacia el socialismo: China en 1949, Cuba en 1958, etc. Una ruptura repentina, inesperada y creativa del continuo histórico se convirtió en el punto de referencia de una evolución lineal teorizada con las categorías del historicismo marxista. Los comuneros se habían convertido en precursores heroicos. Hegemónica durante más de medio siglo, este narrativa bolchevique eclipsó otras interpretaciones, entre las que se cuenta la historiografía francesa, según la cual los bolcheviques eran discípulos modernos de los jacobinos, con lo cual se transformaban, o bien en los servidores de una misión emancipadora universal (Albert Mathiez), o bien en la anticipación de una pesadilla totalitaria moderna (François Furet).

Es cierto que el proyecto bolchevique de inscribir la Comuna de París en un panteón comunista es discutible. Pero, antes que rechazarlo con desdén, deberíamos intentar comprenderlo críticamente. No hay lugar a duda en cuanto a la obsesión bolchevique con «las leyes de la historia», que creían haber dominado y en las que buscaban la legitimidad suprema de sus elecciones políticas. Cuando Trotsky escribió Terrorismo y comunismo (1920) en su tren blindado, en medio de una sangrienta guerra civil, el poder soviético estaba luchando por su supervivencia. En su pensamiento, los espectros de la Comuna de París no eran figuras retóricas. Resonaban estruendosamente con el presente como significativas advertencias. No era propaganda ni mitología: era más bien un momento extraordinario de empatía con los derrotados, un momento en el que el pasado resurgía en el presente y pedía a gritos ser rescatado. Con todo, el de Trotsky no dejó de ser un análisis sobre la Comuna que la contemplaba a través de un prisma puramente militar.

Los comuneros, sin embargo, no se consideraban a sí mismos como protagonistas o precursores de la revolución comunista. Fue la propaganda de Versalles la que, al enfatizar la considerable presencia de los discípulos de Auguste Blanqui entre sus líderes, denunció a la Comuna como una peligrosa forma de comunismo ateo, vandálico y bárbaro. En sus periódicos y en sus debates públicos, al igual que en los numerosos testimonios de sus participantes, la Comuna era descripta con frecuencia como un modelo de «república universal» o, en términos más pragmáticos, como una experiencia de «república social y democrática». De hecho, con muy pocas excepciones, sus participantes no deseaban aplicar ideologías ni medidas preestablecidas. Simplemente inventaron una nueva forma de poder social y político, y tal vez hasta nuevas «formas de vida», en las excepcionales circunstancias de la guerra y de la guerra civil, en una ciudad sitiada y empobrecida. En una reflexión retrospectiva, Élisée Reclus, geógrafo anarquista que participó en los acontecimientos, describió a la Comuna como «una nueva sociedad en la que no hay amos de nacimiento, ni en función de títulos o riqueza, ni tampoco hay esclavos por origen, casta o salario. En todos lados la palabra “comuna” era comprendida en su sentido más amplio, como la referencia a una nueva humanidad, conformada por compañeros iguales y libres, ajenos a las antiguas fronteras, que se ayudan mutuamente y en paz desde un extremo del mundo al otro». 

Inicialmente, la Comuna fue una nueva levée en masse, inspirada en el ejemplo de 1792, contra el enemigo alemán que había invadido el país y contra el gobierno francés que deseaba desmontar la defensa de la ciudad: los cañones de Belleville y Montmartre controlados por la Guardia Nacional. En otras palabras, este patriotismo revolucionario se dirigía tanto contra el enemigo externo como contra la amenaza interna que encarnaba Adolphe Thiers y su gobierno, apoyado sobre una mayoría conservadora y monárquica en el marco de la recién proclamada república. Los rebeldes deseaban establecer un poder popular basado en principios como la libertad, la democracia horizontal, el autogobierno, la justicia social y la igualdad, sin saber muy bien cómo efectivizar estos objetivos. Además, reclamaban la restauración de las libertades y de los derechos municipales confiscados por un régimen autoritario. Denominaban «comunalismo» a esta concepción federalista de la democracia y de la autogestión, por la que tenían una gran estima (y que, a ojos de Lenin y de Trotsky, se convirtió en una de sus mayores debilidades). Entonces, su experiencia no consistió en aplicar modelos preexistentes según la tradición del socialismo utópico francés. En cambio, buscaron inventar una nueva utopía. Crearon algo que no existía antes, siguiendo lo que Ernst Bloch denominó la «corriente cálida del utopismo».

La Comuna de París no puso en cuestión el principio de propiedad, pero lo sometió a las prioridades de la necesidad colectiva. En vez de ser una fuente de desigualdad, la propiedad debía ser «justa y equitativa». Se abolieron las deudas de las casas de empeño, se fijaron salarios decentes y se estableció la autogestión en las fábricas abandonadas por sus propietarios cuando una parte considerable de la clase burguesa decidió huir de la ciudad rebelde. Se abolieron los turnos de noche en las panaderías y se estableció en todas partes la elección de representantes de los trabajadores. Se suspendió el pago de los alquileres y se decomisaron las casas deshabitadas. No se tomó el control del Banco de Francia, que pertenecía a toda la nación, con lo cual se les cedió a los enemigos un arma muy poderosa (otro síntoma de debilidad según Marx y los bolcheviques). París era una ciudad —la tercera más grande del mundo en ese entonces— en la que las clases trabajadoras habían conquistado el poder.

Entre sus conquistas políticas y jurídicas, la Comuna de París estableció la completa separación entre el Estado y la Iglesia católica, que había sido el pilar del conservadurismo del régimen de Napoleón III. El laicismo se extendió a la educación, en donde las maestras mujeres empezaron a cobrar salarios equivalentes a los de sus colegas varones. También se tiró abajo una concepción reaccionaria de la familia al reconocer a las parejas que vivían juntas y otorgarles a sus miembros iguales derechos. La prostitución fue definida como una forma de esclavitud y fue abolida. La Comuna no les garantizó a las mujeres el derecho a votar —es significativo que ni Marx ni Lenin mencionen esto como uno de sus límites o sus errores— pero les concedió una nueva posición en la sociedad. La presencia de las mujeres en la Comuna fue notable al punto de convertirse en uno de los focos obsesivos de la propaganda de Versalles, que las definía como pétroleuses: brujas, arpías, ninfómanas, cuerpos histéricos, seres degenerados que destruían a sus familias y todos los valores tradicionales, abandonaban a sus hijos y disfrutaban del espectáculo del fuego en rituales eufóricos. Durante décadas, este mito negativo acosó el imaginario conservador en todo el mundo.

Todas estas medidas emancipatorias fueron proclamadas durante los setenta y dos días que duró la Comuna y se empezaron a aplicar, pero más allá de estas reformas políticas formales, toda la ciudad parecía vivir una efervescencia extraordinaria y estar comprometida en un proceso de transformación social desde abajo. Los artistas y los intelectuales —París era entonces la capital de la bohemia literaria europea— crearon sus propias federaciones. Los periódicos populares y las artes gráficas florecieron durante dos meses en un país cuya cultura oficial era sumamente hostil a las clases bajas, a las que se refería con frecuencia como el vil «populacho». El anticlericalismo y la iconoclasia revolucionaria atemorizaron a las clases dominantes de todo el continente. La demolición de la columna Vendôme, considerada por los comuneros como un símbolo del militarismo, del imperialismo, de una «gloria falsa» y como «un insulto de los vencedores a los vencidos», se convirtió en la evidencia del «vandalismo» de la Comuna, por el que Gustave Courbet, el famoso pintor que dirigió la Federación de Artistas, pagó con la cárcel y el exilio.

Nacida como una expresión de patriotismo revolucionario, la Comuna fue profundamente internacionalista. Proclamó que «toda ciudad debería estar autorizada a conferirles la ciudadanía a quienes la sirven», y logró otorgarle un sentido concreto al principio de una «república universal» al integrar a miles de inmigrantes, exiliados y refugiados que vivían en la capital francesa. Los archivos registran 1725 comuneros extranjeros que, en muchos casos, asumieron responsabilidades importantes: dos de los tres ejércitos de la Comuna estaban bajo dirección de comandantes polacos y la Guardia Nacional contaba con una legión italiana. Muchos extranjeros formaron parte de la dirección, como Léo Frankel, húngaro judío miembro de la Asociación Internacional de Trabajadores que fue designado ministro de Trabajo.

La evidencia más indiscutible de que la Comuna había destruido el orden burgués está en el reemplazo de la fuerza militar estatal por la Guardia Nacional, que había sido reconstruida durante la guerra como una milicia popular. Escribiendo al calor de los acontecimientos, justo después de la aniquilación final que representó la «semana sangrienta», Marx señaló dos rasgos distintivos de la Comuna de París: su ruptura con la maquinaría represiva del Estado y su democracia radical. Después de conquistar el poder, la clase obrera comprendió que no podía «limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal como está, y a servirse de ella para sus propios fines». La antigua fuerza militar estatal debía ser reemplazada por «el pueblo armado». De manera similar, la clase obrera creó sus propios órganos de poder: «La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento. La mayoría de sus miembros eran, naturalmente, obreros o representantes reconocidos de la clase obrera. La Comuna no había de ser un organismo parlamentario, sino una corporación de trabajo, ejecutiva y legislativa al mismo tiempo».

Nadie sabe si esta forma de democracia directa y radical hubiese funcionado a largo plazo. Exceptuando algunos meses, en la URSS nunca funcionó a causa del estallido de la guerra civil y el establecimiento de una dictadura partidaria. El carácter horizontal de la democracia bajo la Comuna probablemente fue reforzado por la falta de líderes carismáticos que lideraran las asambleas y las instituciones. Hubo una pluralidad de personalidades destacables, pero ninguna figura tan enorme como Robespierre, Lenin o Trotsky. Esto fue fruto de una extraña coincidencia: Bakunin estaba en Lyon y no logró ingresar a París; Auguste Blanqui había sido arrestado en el sur de Francia un día antes del levantamiento del 18 de marzo. Por lo tanto, los demócratas radicales, los republicanos sociales, los anarquistas, los proudhonianos y hasta los marxistas (algunos comuneros mantenían una correspondencia regular con el autor del Manifiesto del Partido Comunista, que vivía en Londres) trabajaron codo a codo sin luchar por el liderazgo partidario. En muchos casos, por ejemplo, durante la importante votación para crear el Comité de Salvación Pública, los blanquistas y los miembros de la Asociación Internacional de Trabajadores no votaban de forma unánime. Sin embargo, esta pluralidad de perspectivas fue fructífera.

La Comuna fue simultáneamente un poder «destituyente», que destruyó la antigua maquinaria estatal, y un poder «constituyente» que estableció una nueva soberanía en oposición al gobierno de Versalles. Por lo tanto, estuvo determinada por las tensiones y rupturas que definen a todo proceso revolucionario: por un lado, el entusiasmo por la libertad conquistada y el emocionante impulso que acompaña a la construcción del futuro; por otro lado, la necesidad de crear nuevos órganos de coerción capaces de resistir la inevitable reacción de los antiguos gobernantes. El comunalismo democrático coexistió con una dictadura latente en medio de la guerra civil. Las medidas autoritarias que reclamaba Raoul Rigault, jefe blanquista de la seguridad de la Comuna, recordaban al Terror jacobino y presagiaban a la Checa. En los momentos más terribles de su efímera existencia, la Comuna ejecutó a sus rehenes.

Entre la semana sangrienta de mayo de 1871 y la Revolución rusa, la memoria de la Comuna fue censurada y exorcizada. Durante una década, fue preservada silenciosamente por los vencidos y transmitida críticamente por los exiliados. En Francia, la Comuna se convirtió en un acontecimiento innombrable. Se la evocaba mediante espantosas alegorías que la asimilaban a una catástrofe natural. Sus protagonistas y sus conquistas se convirtieron en objetos de una damnatio memoriae que simplemente los borró de la esfera pública. En la cima de la colina de Montmartre, donde comenzó la revuelta, se construyó la basílica del Sacré-Cœur «para expiar los crímenes de la Comuna», que había ejecutado a los arzobispos de París. Luego de la represión, fotograbados que mostraban las acciones de los comuneros —desde la ejecución de los curas y el incendio de las iglesias hasta la destrucción de la propiedad— inundaron todo el país, reunidos bajo el título El domingo rojo. Durante los años siguientes, se prohibió utilizar el adjetivo «rojo» en los documentos oficiales.

A pesar de que atrajo a algunos escritores y artistas anarquistas, bohemios y no conformistas —pensemos en pintores como Courbet, Honoré Daumier, Jean-Baptise Corot y Eduard Manet, o escritores como Jules Valles y el joven poeta Arthur Rimbaud— la Comuna fue condenada por la gran mayoría de los intelectuales franceses. Gustave Flaubert, Victor Hugo, Edgar Quinet, George Sand y Émile Zola consideraban que la Comuna había sido un estallido de violencia ciega, aun cuando algunos de sus participantes imploraron la amnistía luego de la semana sangrienta. Para la élite intelectual francesa, la Comuna no había sido el producto de una guerra civil, sino la horrible manifestación de una enfermedad colectiva, de una pandemia que amenazaba al cuerpo nacional y que debía ser aplastada. Tal como señaló Jean-Paul Sartre, el rasgo más significativo de la literatura contra la Comuna fue su «biologicismo social», que consistió en asimilar los conflictos de clase a patologías naturales. En La Débâcle (1892), su novela dedicada a la guerra franco-prusiana, Zola describió la Comuna como una «epidemia que crecía» y como una «ofuscación crónica» provocada por el hambre, el alcohol y la sífilis en las circunstancias de una ciudad sitiada. En Los orígenes de la Francia contemporánea (1878), el historiador Hippolyte Taine la analizó como un «germen patológico que, luego de penetrar en la sangre de una sociedad doliente y seriamente enferma, produjo fiebre, delirio y convulsiones revolucionarias». De acuerdo a Maxime de Camp, «casi todos los desgraciados que lucharon por la Comuna eran lo que los alienistas denominan “enfermos”». Cesare Lombroso, el fundador italiano de la antropología criminal, sometió a la Comuna al indiscutible examen «científico» de la antropometría y, luego de analizar los cráneos de una decena de comuneros, concluyó que la mayoría revelaban los rasgos típicos del «criminal nato». Muchos comentadores privilegiaron el lenguaje de la zoología e identificaron entre los comuneros los síntomas del bestialismo y la licantropía, una forma de «regresión bárbara» que se producía en los marcos del mundo civilizado. En octubre de 1871, Théophile Gautier comparó a los comuneros con los animales del zoológico que se escapan de repente de sus jaulas y aterrorizan a la ciudad: «bestias salvajes, animales hediondos, criaturas venenosas, todas las perversidades refractarias que la civilización no fue capaz de domesticar, los que aman la sangre, los que se divierten quemando edificios como si lanzaran fuegos artificiales, esos para quienes el robo es un deleite y la violación representa al amor, todos aquellos que tienen corazones de monstruos y almas deformadas». Estos retratos demoníacos no fueron exclusivamente franceses. En Estados Unidos, el Chicago Tribune comparó a la Comuna de París con una revuelta de los indios Comanche. En Buenos Aires, La Nación repudió los crímenes de los comuneros y denunció a quien había inspirado estos ataques contra la civilización: Karl Marx, «un verdadero Lucifer», de quien se encontraron cartas enviadas desde Londres en los archivos del blanquista Raoul Rigault, líder del Comité de Salvación Pública. El mito de una «conspiración» cosmopolita detrás de las acciones de los trabajadores parisinos recayó principalmente sobre la Asociación Internacional de Trabajadores, que se convirtió en una especie de pesadilla satánica para la reacción europea y, en paralelo, según Engels, en una «fuerza moral» para el movimiento obrero de todo el mundo. 

La colorida retórica de los enemigos de la Comuna empalma con una rica tradición contrarrevolucionaria. Después de la Revolución rusa, el lenguaje de la reacción no se modificó significativamente. Pensemos en los afiches de la Guardia Blanca que representaban a Trotsky como un ogro judío, o en Winston Churchill, que definía a los bolcheviques como una horda de babuinos saltando en una montaña hecha de los cráneos de sus víctimas. La semana sangrienta de mayo de 1871 fue, al mismo tiempo, el ocaso de las antiguas contrarrevoluciones y el nacimiento de la represión estatal moderna. La lucha de las barricadas parecía a primera vista una repetición de junio de 1848, pero esta imagen no era más que una equívoca fachada. La mayoría de los comuneros no fueron asesinados en combates callejeros. Fueron fusilados, luego de juicios sumarios, en el marco de masacres metódicas ejecutadas en serie. Tampoco estaba compuesto el ejército de Versalles de bonapartistas fanáticos ni de oscurantistas provincianos que querían castigar a una ciudad a la que detestaban. El historiador Robert Tombs explicó convincentemente que los soldados que desplegaron esta matanza planificada, impersonal y organizada no se representaban la situación como al aplacamiento de una revuelta política. Pensaban, en cambio, que estaban apagando un fuego criminal y purgando la ciudad de una enfermedad peligrosa. Actuaron sin emoción y cumplieron con una tarea biopolítica con el fin de desinfectar el cuerpo nacional. Aunque el general Mac Mahon haya repetido en 1871 los gestos del general Cavaignac de junio de 1848, sus soldados perpetuaron una masacre que, analizada desde el siglo veinte, recuerda más al asesinato sistemático ejecutado por las Einsatzgruppen en 1943.

La magnitud de la represión fue considerable. Los historiadores todavía investigan el número de muertos, con estimaciones que varían entre 5400 y 20 000. La significativa discrepancia es el resultado de la dificultad de sumar a los muertos en las calles, a las víctimas de las ejecuciones militares y a los miles que perecieron durante los días siguientes a causa de las heridas no curadas. El informe oficial de 1875 que brindó el general Appert del ejército de Versalles mencionaba 38 614 arrestos y 50 000 sentencias en manos del consejo de guerra, que resultaron finalmente en un total de 10 000 condenas. 3800 comuneros fueron deportados a Nueva Caledonia (donde muchos participaron de la rebelión canaca en 1878). Casi 6000 de los que lograron evitar la captura pasaron la década siguiente en el exilio. La mayoría huyó a Inglaterra, Bélgica, Suiza, Italia y España, pero algunos llegaron a los Estados Unidos y otros tantos a países latinoamericanos. Sabemos los nombres de muchos intelectuales exiliados (Gustave Courbet, Léon Frankel, Paul Lafargue, Louise Michel, Elie y Élisée Reclus, Julies Vallès), pero la gran mayoría de las personas que abandonaron París eran artesanos y trabajadores manuales.

Los espectros de la Comuna reaparecieron en el siglo veinte. Escuchamos sus susurros en Oaxaca (México) en 2006, luego en 2011, primero en Túnez y en Egipto, más tarde en Nueva York, durante el movimiento Occupy Wall Street, y en Puerta del Sol (Madrid) durante el 15M. Algunos años después retornaron a Francia, con el Nuit Debout durante la primavera de 2017 de París y el ZAD («zonas a defender») de Bretaña. Los combatientes kurdos de Rojava reclamaron el legado de la Comuna con el desarrollo de una experiencia increíble de democracia directa, feminista, igualitaria y armada en un Medio Oriente destrozado por las guerras neocoloniales, fascistas y fundamentalistas. Para todos ellos, la Comuna fue significativa y se convirtió en todo lo contrario al reino de los muertos de la memoria. Una vez más, empezaba a experimentar una metamorfosis inesperada. Un espejo elocuente de estos cambios es la sobrevida de Louise Michel, una de las figuras más populares de la rebelión de París, cuya imagen sacrificial y virtuosa de «virgen roja» es reemplazada en la actualidad por la de una feminista queer. Y un desplazamiento similar puede observarse en cuanto a la dimensión social de la Comuna. Sus protagonistas son reconocidos cada vez más como los artesanos, trabajadores, maestros, milicianos de la Guardia Nacional, empleados, artistas y escritores bohemios que eran. En realidad, solo una minoría eran obreros industriales y la mayoría eran trabajadores ocasionales o jornaleros. Su perfil social estaba mucho más cerca del de mucha gente joven del presente —trabajadores precarios, intelectuales y estudiantes— que del de los obreros industriales del siglo veinte. A pesar de que se trata de contextos históricos distintos, la heterogénea composición interna de esta clase trabajadora preindustrial parece tener muchos puntos en común con las capas proletarias posindustriales del capitalismo neoliberal. Los comuneros no creían, como tampoco parece hacerlo el proletariado contemporáneo, en ningún progreso lineal ni gradual. Expresan en cambio una cierta propensión hacia rupturas radicales, tan profundas como efímeras. Aunque sus conquistas sociales y políticas fueron rápidamente destruidas —hubo que esperar décadas para volver a plantear algunas de ellas— la Comuna sobrevivió a lo largo de un siglo y medio, sobre todo como la «imagen-pensamiento» de un momento kairótico, una suspensión repentina, una interrupción del tiempo homogéneo y lineal del capitalismo y la irrupción de un tiempo de autoemancipación cualitativamente nuevo. Desde este punto de vista, no se convirtió en un «pasado futuro» —una utopía obsoleta del siglo diecinueve—, sino que es aún hoy la representación de un futuro posible que reverbera en el presente.     

Liberada de la teleología histórica del comunismo del siglo veinte, la Comuna se sustrajo entonces a la secuencia de revoluciones derrotadas del siglo veinte y es redescubierta en el presente como un momento de emancipación colectiva irreductible y singular. Al dejar de ser contemplada como una prefiguración inmadura y efímera del bolchevismo, su relevancia y su actualidad son aprehendidas precisamente en lo que solía ser considerado como su límite principal: su carencia de centralismo, de jerarquías y de liderazgo hegemónico; su federalismo y su búsqueda de nuevas formas de democracia horizontal, en vez de la construcción de una dictadura efectiva. En síntesis, lo que se redescubre de la Comuna es su comunalismo, que resuena con fuerza en los debates contemporáneos sobre lo «común»: una reapropiación colectiva de la naturaleza, del conocimiento y de la riqueza contra el proceso neoliberal de privatización y reificación mundiales. Como la Comuna, las experiencias recientes que mencionamos más arriba no apuntaron a aplicar modelos abstractos. Fueron momentos creativos de invención del futuro. En este sentido, encajan perfectamente en la definición de la Comuna que brindó Engels en 1875, en una carta a August Bebel cuya relevancia fue pertinentemente señalada por Kristin Ross. La palabra «Comuna», explica Engels, no corresponde a «comunidad» ni a «municipalidad». Él pensaba que se trataba de un equivalente de la «genial palabra del alemán antiguo Gemeinwesen», que no designaba un «estado», sino más bien «lo que existe en común». En una carta a su amigo Ludwig Kugelmann, escrita en abril de 1871, Marx definió la Comuna de París con una imagen lírica, una metáfora que tomó en préstamo a Homero: «cielo tormentoso». Como los titanes que asaltaron el Olimpo, los comuneros derrocaron a sus propios gobernantes. Esta es, tal vez, la clave para comprender la increíble longevidad de la que gozan esos setenta y dos días de la primavera parisina de 1871.

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