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El Perú de hoy es el resultado de las políticas neoliberales de Hernando de Soto en los 90.

¿Quién es Hernando de Soto?

Hernando de Soto fue el arquitecto del programa de shock neoliberal de Alberto Fujimori en la década de 1990. El Perú de hoy es, en gran medida, producto de sus políticas nefastas.

Las recientes elecciones en Perú sirven como un útil ejercicio de memoria. ¿Quién es Hernando de Soto, el candidato neoliberal de 79 años cuya presencia en la política peruana e internacional se remonta a décadas atrás?

Antes de emerger en la política nacional, de Soto se ganó su reputación por ser uno de los principales ideólogos del «crecimiento neoliberal» del Tercer Mundo: donde otros vieron la descampesinización masiva de los años 80 y 90 como un proceso de proletarización brutal, este economista peruano identificó el nacimiento de lo que hoy conocemos como el microempresariado neoliberal.

Como reconoce Mike Davis en el texto que sigue, la «formalización» que de Soto pregonó como motor del crecimiento fue un tanto inusual: no la de los derechos laborales, ni siquiera la de los trabajadores, sino la de los obreros convertidos en flamantes pequeños propietarios con títulos formales; es decir, una legión de microempresarios cuyos intereses de repente se encontraban vinculados con multinacionales y en contra de las regulaciones estatales.

Como asesor económico de Alberto Fujimori, su figura y sus teorías acabarían teniendo una enorme influencia en la política nacional. Ingeniero del programa de austeridad «Fuji-Shock» de 1990, la visión hobbesiana de Hernando de Soto del «todos contra todos» caló hondo en la sociedad peruana.

A continuación reproducimos un extracto del libro Planeta de ciudades miseria (Akal, 2014), en que Mike Davis, destacado urbanista marxista, resalta que la «receta mágica» que sigue vendiendo de Soto es, en realidad, una maldición a conjurar.


 

La escritora y militante Arundhati Roy señaló una vez que «las ONG acaban funcionando como los pitos de las ollas a presión. Desvían y subliman las tensiones políticas para asegurarse de que la olla no acabe explotando». Su discurso oficial gira en torno a vaguedades como «hacer posible» y el «buen gobierno», juegos de palabras que esquivan las realidades de la deuda y la desigualdad global y encubren la ausencia de una estrategia global para aliviar la pobreza urbana.

La brecha existente entre promesas y necesidades quizá cree esa conciencia culpable que explicaría el fervor con que algunas instituciones y ONG internacionales han abrazado las ideas de Hernando de Soto, convertido en el gurú del populismo neoliberal. 

Como si de un John Turner de la década de 1990 se tratara, Hernando de Soto sostiene que los males que aquejan a las ciudades del Tercer Mundo no son tanto la falta de inversiones y de empleo como el recorte de los derechos de propiedad. Enarbolando la varita mágica de los títulos de propiedad, su instituto por la Libertad y la Democracia podría sacar grandes fondos de capital de las propias áreas hiperdegradadas. Los pobres, sigue diciendo, son realmente ricos, pero no pueden acceder a su riqueza (mejorar sobre la base de un sector informal) o convertirla en capital líquido porque carecen de derechos formales y de títulos de propiedad.

De Soto asegura que los títulos crearían instantáneamente una igualdad generalizada con un coste gubernamental pequeño o nulo; parte de esta nueva riqueza serviría para proporcionar fondos a fin de que las microempresas, que actualmente carecen de crédito, pudiesen generar empleo en las áreas hiperdegradadas. Las ciudades de miseria se convertirían en «terrenos de diamantes». De Soto habla de «billones de dólares listos para ser utilizados si podemos descifrar el misterio de cómo se transforman los activos en capital».

La receta mágica de Hernando de Soto sigue siendo muy popular por razones obvias: es una estrategia que promete ganancias elevadas por el simple acto de firmar un papel y así bombear vida a los cansados mensajes de autoayuda del Banco mundial; encaja perfectamente con la ideología neoliberal dominante y con el hincapié que hace esta institución en las facilidades que debe otorgar el Estado para privatizar el mercado de la vivienda; y por otra parte, es igualmente atractiva para los gobiernos porque les promete algo: estabilidad, votos e impuestos a cambio de prácticamente nada.

Philip Amis señala que «aceptar los asentamientos ilegales es una manera relativamente indolora y potencialmente rentable de apaciguar la pobreza urbana del Tercer Mundo». Y como señalan los geógrafos Alan Gilbert y Ann Varley refiriéndose a América Latina, se trata de la clásica reforma conservadora: «La verdadera naturaleza de este proceso ha contribuido a la mansedumbre política. El acceso a la propiedad ha individualizado lo que de otra manera se hubiera podido convertir en una lucha mucho más amplia».

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Hernando de Soto es una de las voces más conocidas a escala internacional, que proclama que esta enorme población de trabajadores marginales y antiguos campesinos es una frenética colmena de protocapitalistas anhelando derechos formales de propiedad y un espacio competitivo sin regulaciones: «Marx se quedaría perplejo al ver cómo en los países en vías de desarrollo la mayor parte de las ingentes masas no está formada por proletarios legalmente explotados sino por pequeños empresarios extralegalmente oprimidos».

El modelo autosuficiente de desarrollo que propone De Soto es especialmente popular por la simplicidad de su receta: quitar de en medio al Estado (y a los sindicatos del sector formal), proporcionar microcréditos para microempresarios y títulos de propiedad para los ocupantes ilegales. Una vez hecho esto, dejar que el mercado siga su curso para producir la transmutación de la pobreza en capital. El optimismo de De Soto se lleva al absurdo cuando algunos burócratas de las agencias de ayuda han redefinido las áreas urbanas hiperdegradadas como «sistemas estratégicos de gestión urbana de ingresos bajos». De cualquier forma, esta semiutópica visión del sector informal está basada en un montón de falacias epistemológicas. 

Primero, el populismo neoliberal de De Soto no ha tenido en cuenta las advertencias que ya en 1978 realizó William House en sus trabajos sobre las áreas hiperdegradadas de Nairobi, en los que hablaba de la necesidad de distinguir entre la microacumulación y la subsistencia: 

En la economía urbana de los países menos desarrollados, el establecer una simple dicotomía entre el sector formal y el informal es claramente inadecuado. El sector informal se puede analizar más detalladamente para ver que está formado por dos subsectores: un sector intermedio que aparece como reserva de mano de obra para los empresarios emprendedores y una comunidad de los pobres, que está formada por un masa de trabajadores marginales y residuales. 

Alejandro Portes y Kelly Hoffman, siguiendo los pasos de House, calcularon recientemente el impacto global de los planes de ajuste estructural y de las políticas neoliberales sobre la estructura social de América Latina desde la década de 1970. Cuidadosamente realizaban una distinción entre una pequeña burguesía informal, «la suma de los propietarios de microempresas, que emplean a menos de cinco trabajadores, más los técnicos y profesionales que trabajan por su cuenta», y el proletariado informal, «la suma de los trabajadores por cuenta propia menos los profesionales y técnicos, el servicio doméstico y los trabajadores pagados y no pagados de las microempresas».

En prácticamente todos los países encontraron una estrecha correlación entre la expansión del sector informal y el retroceso del empleo en el sector público y del proletariado formal. Parece como si los heroicos «microempresarios» de los que habla De Soto no fueran más que profesionales desplazados del sector público o montones de obreros especializados que se han quedado sin trabajo. Desde la década de 1980 han pasado a representar del 5 al 10 por ciento de la población urbana económicamente activa, una tendencia que refleja la «empresarialización forzosa que ha recaído sobre antiguos asalariados y que ha sido producto de la caída del empleo en el sector formal». 

Segundo, los asalariados, cobraran o no, del sector informal han sido tan invisibles en los estudios que se han realizado sobre los mercados de trabajo del Tercer Mundo, como los arrendatarios de las ciudades de miseria en los estudios sobre la vivienda. En contra de la imagen del heroico autoempleado, la mayor parte de los actores de la economía informal trabajan directa o indirectamente para algún otro, ya sea mediante la distribución de bienes o el alquiler de una carretilla o de una calesa, por ejemplo. 

Tercero, como nos recuerda Jan Breman, «el empleo informal» significa, por su propia definición, la ausencia de contratos, derechos, regulaciones y de la capacidad de negociar. La franquicia permanentemente editada para recrear la pequeña explotación es su propia esencia, y hay una creciente desigualdad dentro del propio sector informal comparable con su desigualdad frente al sector formal. La «revolución invisible» del capital informal de la que hablaba De Soto está formada en realidad por una multitud de redes de explotación. 

Así, Breman y Arvind Das describían el implacable microcapitalismo de la ciudad india de Surat: 

Además de la descarada explotación de los trabajadores, lo que caracteriza al sector informal es la tecnología primitiva, la falta de inversión de capital y la excesiva naturaleza manual de la propia producción. Al mismo tiempo, el sector también produce unos beneficios elevados y grandes acumulaciones de capital, proceso caracterizado por el hecho de que el sector informal […] no está controlado y menos aún paga impuestos. Uno de los cuadros más expresivos de este sector es la imagen del «elegante» propietario de un almacén de basuras, sentado sobre su motocicleta con su traje bien planchado, en medio de los montones de residuos que los recogedores han recopilado dolorosamente para que él saque sus beneficios. De mendigo a millonario; realmente es un cambio. 

Cuarto, y como corolario de los dos puntos anteriores, la informalidad asegura un abuso extremo de las mujeres y de los niños. De nuevo es Breman el que en sus trabajos sobre la India saca a la luz las realidades ocultas: «Lo normal es que sean los hombros más débiles y más pequeños los que tengan que cargar con los pesos mayores de la informalización. La imagen de la pobreza compartida no hace justicia a la desigualdad que existe dentro de los propios hogares». 

Quinto, en contraste con el optimismo del que hacen gala los ideólogos de la autosuficiencia, el sector informal, como señalaba Frederic Thomas en Calcuta, genera trabajo no porque origine nuevas vías, sino porque divide las ya existentes dividiendo, claro está, también los ingresos: 

[…] Tres o cuatro personas repartiéndose una tarea que podría realizar una sola, mujeres en el mercado sentadas durante horas delante de pequeños montones de fruta o verdura, peluqueros y limpiadores de zapatos ocupando las aceras todo el día para atender a unos cuantos clientes, chicos jóvenes moviéndose entre el tráfico vendiendo pañuelos, limpiando cristales de los coches, voceando la prensa o vendiendo cigarrillos sueltos, obreros de la construcción esperando todas las mañanas, y con frecuencia en vano, la oportunidad de conseguir un trabajo. 

Los excedentes de trabajadores que se transforman en «empresarios» informales son muchas veces asombrosos. Un estudio realizado en 1992 en Dar-es Salaam, calculaba que la mayoría de las 200.000 vendedoras ambulantes de la ciudad no eran las famosas mama Lishe (mujeres tradicionalmente vendedoras de alimentos), sino simplemente jóvenes sin empleo. Los investigadores señalaban que «en general la venta ambulante es el último recurso de la población urbana más vulnerable económicamente». La economía informal y las pequeñas empresas del sector formal están en guerra permanente por los espacios del mercado; vendedores callejeros contra pequeños comercios, taxistas ilegales contra el transporte público y tantos otros ejemplos. Como dice Bryan Roberts refiriéndose a América Latina en los comienzos del siglo XXI, «el sector informal crece, pero los ingresos en su interior disminuyen». 

La competencia dentro del sector informal urbano se ha vuelto tan intensa que recuerda la famosa analogía de Darwin sobre la lucha de las especies en la naturaleza: «[…] puede comparase con una superficie cubierta por diez mil cuñas afiladas [las estrategias de supervivencia urbanas] de diferentes formas y tamaños, que reciben incesantes golpes y que cada vez van clavándose más, todas luchando entre sí para penetrar más adentro». El espacio para nuevas incorporaciones solo se puede producir por la disminución de los ingresos per cápita y/o por la intensificación del trabajo, al margen de la disminución de los retornos marginales.

Este esfuerzo para «proporcionar a todos algún nicho, por pequeño que sea, en el conjunto del sistema» opera mediante el mismo tipo de sobresaturación y «elaboración gótica» de los nichos que Clifford Geertz caracterizó celébremente como «involución», tomando prestado el término de la historia del arte, al referirse a la economía agrícola de Java durante la época colonial. La involución urbana parece ser la mejor manera de describir la evolución de la estructura del empleo informal en las ciudades del tercer mundo. 

Las tendencias hacia la involución urbana también existían desde luego durante el siglo XIX; las revoluciones urbanas europeas no fueron capaces de absorber por completo a toda la mano de obra desplazada del campo, especialmente después de que la agricultura continental se tuviera que enfrentar a la competencia de las praderas norteamericanas y de las pampas argentinas a partir de la década de 1870. Sin embargo, la emigración hacia América, Australia o Siberia fue la válvula de escape que evitó el desbordamiento de ciudades como Dublín o Nápoles, así como la propagación del anarquismo entre el subproletariado que había echado raíces en las zonas más deprimidas del sureste de Europa. En la actualidad, por el contrario, los excedentes de mano de obra encuentran barreras sin precedentes para emigrar a los países ricos. 

Sexto, debido a las desesperadas condiciones a las que tienen que hacer frente no resulta sorprendente que los pobres se vuelquen con fanática esperanza sobre una «tercera economía» de subsistencia, formada por las loterías, los juegos de azar y otras fórmulas igualmente mágicas de hacerse rico. En su estudio sobre la economía familiar del área hiperdegradada de Klong Thoey, en la zona portuaria de Bangkok, Hans-Dieter Evers y Rüdiger Korff descubrieron que un 20 por ciento de los ingresos se gastaba en el juego y en las apuestas. En todo el tercer mundo la devoción religiosa gira alrededor de los intentos de alcanzar la fortuna o de atraer a la buena suerte. 

Séptimo, en esta situación tampoco resulta extraño que iniciativas como el microcrédito y los préstamos a cooperativas, aunque sean beneficiosos para empresas informales que tratan de mantenerse a flote, no supongan mayor impacto sobre la reducción de la pobreza, ni siquiera en Dacca, el hogar del mundialmente famoso Grameen Bank. Como dice un veterano activista social en Lima, el empeño «en desarrollar las microempresas» se ha convertido en un objetivo de culto para unas ONG bienintencionadas: 

Se ha puesto mucho énfasis sobre las pequeñas empresas y las microempresas, como si fueran la solución mágica para facilitar el desarrollo económico de los pobres urbanos. El trabajo que hemos desarrollado en los últimos veinte años sobre los pequeños negocios, que por otro lado se multiplican día a día, muestra que la mayor parte de ellos son simples tácticas de supervivencia con pocas o ninguna expectativa de acumulación. 

Octavo, la creciente competencia dentro del sector informal reduce el capital social y disuelve las redes de ayuda y de solidaridad que son esenciales para la supervivencia de los más pobres, de nuevo especialmente entre las mujeres y los niños. Yolette Etienne, trabajadora de una ONG en Haití, describe la íntima lógica del individualismo neoliberal en un contexto de completa miseria: 

Ahora todo está en venta. Antiguamente cuando ibas a la casa de una mujer, te recibía con hospitalidad, compartía contigo todo lo que tuviera. De manera general, podías recibir un plato de comida en casa del vecino, un niño podía obtener un coco en casa de su abuela o dos mangos en la de su tía. Pero estos actos de solidaridad están desapareciendo con el aumento de la pobreza. Ahora cuando llegas a una casa, la mujer te ofrece venderte una taza de café, o directamente no tiene nada en absoluto. La tradición de apoyo mutuo que nos había permitido ayudarnos a sobrevivir […] todo eso se está perdiendo. 

Igualmente en México, Mercedes de la Rocha advierte «que dos décadas de pobreza constante realmente han puesto de rodillas a la población sin recursos». Sylvia Chant continúa: «mientras que en el pasado la movilización de la solidaridad de los hogares, las familias y la comunidad, proporcionaba unos recursos vitales, actualmente entre la gente predispuesta hay un límite que establece hasta dónde se puede llegar. En particular, hay síntomas de que las desproporcionadas cargas que han caído sobre los hombros de las mujeres han llevado al límite sus reservas personales. La cuerda se ha estirado demasiado y ha acabado por romperse». 

Noveno, y último, bajo una competencia tan extrema, la receta neoliberal que propone el Banco mundial en su 1995 World Development Report de flexibilizar aún más el mercado del trabajo es simplemente catastrófica. Las consignas de De Soto lo que hacen es engrasar el camino hacia el infierno del todos contra todos, del que hablaba Thomas Hobbes. La competencia dentro del sector informal junto a la oferta inacabable de mano de obra coloca a la población al borde de esa guerra que acaba estallando en forma de conflictos étnicos o religiosos. Los padrinos y los señores de las áreas urbanas hiperdegradadas, que nunca aparecen en los estudios, utilizan de manera inteligente las coacciones e incluso la violencia sistemática para regular la competencia y proteger sus inversiones. Como remarca Philiph Amis, «las dificultades para entrar en el sector informal toman forma de barreras en términos de capital y con frecuencia también en términos políticos y favorecen una tendencia hacia el monopolio de las zonas rentables del sector». 

Desde el punto de vista político, el sector informal representa la ausencia de derechos laborales; es un reino semifeudal de sobornos, protecciones pagadas, lealtades tribales y exclusión étnica. Nunca se puede disponer libremente del espacio. Un lugar en la acera, el alquiler de un carro, un día de trabajo en una obra o las referencias para un nuevo trabajo, todo requiere un padrinazgo o la pertenencia a alguna red cerrada, muchas veces una milicia étnica o una banda callejera. Mientras que las industrias tradicionales del sector formal, como el sector textil en india o el petróleo en oriente próximo, tendían a mantener una cierta solidaridad interétnica a través de sindicatos y partidos políticos radicales, el crecimiento de un sector informal sin ningún tipo de protección laboral ha ido en muchas ocasiones acompañado de la agudización de las diferencias étnicas y religiosas y la consiguiente violencia sectaria.

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