Era un rumor y se ha confirmado: una docena de grandes clubes europeos han decidido montar una SuperLiga europea, al margen de las reglas y normas de la UEFA. Esto significaría, según la propuesta de los clubes, que se conformaría una competición europea en la que estos doce equipos tendrían su plaza asegurada al margen de sus resultados en sus respectivas ligas nacionales. Hasta ahora, los socios fundadores que han confirmado su participación son el AC Milan, el Arsenal FC, el Atlético de Madrid, el Chelsea FC, el FC Barcelona, el FC Internazionale Milano, la Juventus FC, el Liverpool FC, el Manchester City, el Manchester United, el Real Madrid CF y el Tottenham Hotspur. Invitarían a participar a otros clubes, pero la tendencia está clara. Se trataría de aplicar el modelo de franquicias de acceso privado, en el cual los grandes clubes solo competirían entre ellos, repartiendose los beneficios de forma cerrada.
Es curioso que algunos de estos clubes se autoproclamen como “grandes de Europa” cuando sus resultados los colocan en resultados mediocres en sus ligas nacionales, pero la oligarquización del fútbol también tiene como efecto sancionar los beneficios de los grandes al margen de los resultados, al igual que las grandes empresas rescatadas por los Estado “liberales”. Por supuesto, los beneficios de los contratos televisivos aumentarían exponencialmente. Seamos claros: estamos hablando de crear un cartel monopolista en el mundo del fútbol, que controlaría los beneficios principales, dejando para el resto de clubes lo que en economía se llama el “beneficio marginal”. El capitalismo ha dejado de ser liberal, también en el mundo del fútbol.
No es casualidad que este paso esté alimentado por Florentino Pérez, el presidente del Real Madrid. Pérez es uno de los grandes empresarios españoles, propietario de ACS, una gran constructora que se ha desarrollado y expandido al calor de los contratos urbanisticos otorgados por gobiernos de izquierda y derecha, tejiendo una red que ha penetrado en cada vez más espacios de mercado en alianza con el poder estatal. También aparece como uno de sus impulsores la gran financiera JP Morgan, asociada a la especulación de todo tipo.
Algún club como el Betis sevillano ha mostrado su rechazo a esta iniciativa mostrando en redes sociales una tabla de la clasificación que excluye a los clubes españoles que han fundado la SuperLiga. Algunos gobiernos europeos ya han mostrado su oposición a la nueva competición. Sin embargo, está por ver como se sustancia esta oposición. Algunos nombres destacados en el mundo del fútbol, como Gary Neville, han mostrado su rechazo de forma más concreta y contundente. Ha acusado a la SuperLiga de secuestrar el fútbol para los ricos y ha pedido la expulsión de las ligas nacionales de los clubes que lo apoyen. En twitter ha recordado la cita del mítico entrenador del Liverpool, Bill Shankly:
El socialismo en el que creo es aquel en el que todos trabajan el uno para el otro y todos tienen una parte de la recompensa. Es la forma en la que veo el fútbol, la forma en la que veo la vida.
Desde luego, la visión de Shankly no se correspondía con la realidad del fútbol, ni siquiera en la época en la que hizo estas declaraciones. El capitalismo y el fútbol siempre han tenido una relación estrecha, ya que el capitalismo es un sistema omnívoro que tiende a subsumir y mercantilizar todas las relaciones sociales bajo sus parámetros. Y cuando decimos todas, decimos todas: la literatura, la música.. Advertimos de esto, porque el elitismo de la izquierda “intelectual” contra el fútbol suele esconder una posición hipócrita ante su propio rol social. Pero, como en todas las relaciones culturales, existe una tensión que hace frente a la subsunción capitalista. El Liverpool que dirigía Shankly era un buen ejemplo de ello. Ligado a una ciudad famosa por los Beatles, las luchas de la clase obrera y gobernada durante años por sectores marxistas del Partido Laborista, el Liverpool (hoy uno de los impulsores de la SuperLiga) se veía obligado a adaptarse al ecosistema sobre el que vivía. Es famosa la anécdota que cuenta como los jugadores de Liverpool recibían instrucciones de su club para no lucir grandes coches que pudieran ofender a sus aficionados. El club era una empresa capitalista, pero el tejido de la ciudad lo anclaba a una serie de reglas y normas comunes que ejercían como contrapeso.
Hoy en día, esos contrapesos sociales han sido pulverizados por el capitalismo. Si antes las fábricas ligaban a las empresas con una comunidad obrera, hoy en día las multinacionales han roto esos lazos, quebrando vínculos orgánicos y relaciones emocionales construidos durante décadas. El capitalismo tiende a destruir y arrebatarnos hasta lo que el capitalismo nos permitió sentir como nuestro en algún momento. Nos deja cada vez más ajenos e insignificantes ante la escisión de los poderosos del mundo terrenal. Todo tiende a alejarse con la complicidad de una clase política esclava de la financiarización.
Como ya hemos intentado aclarar, esto no significa que el fútbol hasta ahora haya sido un espacio descontaminado de las lógicas capitalistas. Todo lo contrario: el proyecto de la SuperLiga es simplemente un reflejo más de los procesos de concentración de capital a nivel global y un intento de los clubes más ricos de garantizar sus beneficios tras la crisis del COVID. Por lo tanto, no se trata de idealizar o defender el actual modelo, si no de entender cómo la propuesta de la SuperLiga es su consecuencia lógica. Lo que estamos viviendo es un proceso similar al que vivimos con las multinacionales en relación a otras empresas capitalistas. Por ello no debemos sentir nostalgia del viejo modelo que ha conducido al actual, o pedir una “igualdad” que se traduzca en una competición basada en que la única aspiración de un club sea formar parte de la élite de los equipos ricos.
Se trata entonces de imaginar un futuro distinto, en donde la competición y la igualdad entre clubes reflejen una lógica solidaria que conquiste el derecho al fútbol para sus aficionados. En ese sentido, hay que apostar con claridad por un modelo que desprivatice los equipos y desmercantilice las competiciones. Eso significa apegarlo al ocio de las clases populares y a un modelo de disfrute basado en deseo de sentir la competición como algo producido por formar parte de la comunidad, lejos de una pasión coaccionada por los poderes económicos. Seamos claros: eso conlleva limitar los salarios de los futbolistas y limitar los presupuestos de los clubes, convirtiendo los equipos en instituciones comunes y cooperativas amparadas por los municipios.
No basta con una retórica sentimental vinculada a un pasado idea que jamás existió: significa defender otro tipo de modelo, vinculada a las necesidades del deporte de base. La calidad del deporte no se resentiría, se extendería a otros ámbitos al vincularse a la vida real y cercana de las aficiones, alejándonos de macroeventos criminales como los mundiales de futbol, al servicio de dictaduras y construidos sobre la explotación de los trabajadores, como se ve claramente en todo lo que rodea al mundial de Qatar (con más de 6.500 obreros migrantes muertos en las obras, según The Guardian) .
Un fútbol en el que los socios decidan y manden: un fútbol que sea de todas las personas que disfrutan de un deporte, que no olvidemos, siempre ha sido vivido y producido por la clase trabajadora. Puede parecer una utopía, pero en el Estado español están surgiendo a pequeña escala experiencias de clubes de fútbol popular, autogestionados asambleariamente y arraigados en sus barrios y comunidades (Unionistas de Salamanca, Xerez, CD Ourense) que muestran que otro fútbol es posible. No hay otra solución si no queremos rehacer nuestros vínculos con el deporte y terminar en una distopía humillante para las aficiones, en donde animar a un equipo sea el equivalente a ser fan de Amazon o tener que elegir entre beber Pepsi o Coca Cola. Porque ya lo saben: si no cortamos con esta lógica, lo que hoy nos parece una aberración, más pronto que tarde el capitalismo tiene la capacidad de hacerlo real.