Hay un dato que no hubiese podido predecir el año pasado: Estados Unidos colocó más vacunas contra el COVID-19 que cualquier otro país y su tasa de vacunación lo posiciona en el quinto lugar a nivel mundial, con alrededor de 50 dosis aplicadas por cada 100 personas. Mientras tanto, Canadá, la tierra del sistema sanitario socialista, educado y adorable, mira por primera vez con envidia a través de su frontera sureña. Su exiguo índice de 18 vacunas aplicadas por cada 100 personas —hasta hace unas semanas no superaba las 7— es uno de los más bajos del primer mundo.
En un intento de solucionar el problema, el gobierno de Justin Trudeau tuvo la impertinencia de disputar codo a codo con los países subdesarrollados la posibilidad de acceder al programa mundial de adquisición de vacunas COVAX, maniobra que debería avergonzar a cualquier canadiense que disponga de una mínima brújula moral.
Al otro lado del charco, se suponía que la distribución de la vacuna en Gran Bretaña sufriría un golpe a causa de la demora en las cadenas de suministro que ocasionaría el Brexit y su negativa a participar del enfoque multinacional propuesto por la Unión Europea. Sin embargo, el país cuenta hoy con el mejor índice de vacunación de las economías más importantes. La semana pasada, el país prácticamente alcanzó la inmunidad de rebaño: si se suman los efectos de la vacunación con los de los contagios previos, se estima que el 73,4% de la población es inmune. Pero la mayoría de los Estados miembros de la Unión Europea, a los que la izquierda estadounidense respeta tanto como a Canadá en virtud de sus variaciones propias sobre el tema de la salud pública, están teniendo un desempeño apenas mejor que el del país de América del Norte. Esto llevó a que la Comisión Europea amenazara con vetar la exportación de la vacuna al Reino Unido antes de establecer controles más moderados a los envíos, que no dejan de ser incómodos.
El buen desempeño de los dos países de la Unión Europea a los que les fue relativamente bien —Dinamarca y Hungría— obedece en gran medida a que tomaron resoluciones por cuenta propia. La debacle de Europa en este terreno representa el mayor golpe a la legitimidad del bloque desde la crisis de la eurozona.
China, al igual que una buena parte de Asia Oriental, logró controlar la propagación de la enfermedad el año pasado, aunque el índice de vacunación del país no es tanto mejor que el de Brasil, país donde el sistema de salud colapsó por completo. De manera similar, la tasa de vacunación en otras superestrellas emergentes como Corea del Sur, Taiwán y Vietnam no supera los números de un dígito. En el caso de los últimos dos, no se alcanzó todavía ni siquiera la aplicación de una dosis por cada 100 personas.
Israel superó a todo el mundo: logró aplicar 100 dosis por cada 100 personas a comienzos de marzo. Un éxito extraordinario que nos deja algunas lecciones prácticas, aunque en la medida en que dependió de un turbio toma y daca de información con Pfizer, que le ofreció un copioso suministro de vacunas a cambio de los datos médicos privados de sus ciudadanos, no podría haberse repetido en otros países. Y su decisión rencorosa, epidemiológicamente estúpida y probablemente ilegal de no vacunar a los palestinos que sufren su ocupación le gana por un pelo en avaricia al régimen de Trudeau.
Compitiendo tanto con Canadá como con Israel por el pozo de la depravación moral, los países más ricos se están organizando de nuevo para intentar bloquear una modificación en los términos de la resolución de la Organización Mundial de la Salud que permitiría que los países en vías de desarrollo pasen por encima de las patentes y amplíen la capacidad de producción de las vacunas. Entonces, no es una sorpresa que la distribución en los países más pobres simplemente no exista. Un análisis reciente del New England Journal of Medicine concluyó que, a causa del nacionalismo de las vacunas, alrededor del 80% de la población de estas regiones no recibirá ninguna dosis este año y que se tardarán 4,6 años en lograr a inmunidad de rebaño a nivel mundial.
¿Cómo explicar estas diferencias en la circulación de las vacunas? A primera vista, el éxito y el fracaso de la distribución de las vacunas no parecen coincidir con lo que sugiere el mapa político. Los países que tienen gobiernos más de izquierda no pueden hacer alarde de que su enfoque, supuestamente más compasivo, haya alcanzado resultados de vacunación superiores a los de los países con gobiernos más conservadores, que normalmente favorecen marcos económicos liberales. Es cierto que el líder del Partido Conservador del Reino Unido, Boris Johnson, aprovechó la oportunidad que le brindó su exitosa estrategia para jugar al Gordon Gecko de Wall Street: «Amigos, la verdad es que tuvimos éxito con la vacuna a causa del capitalismo, a causa de la avaricia».
Pero Boris se equivoca. Existe una línea política que divide a todo el mundo en lo que respecta a la distribución de la vacuna. Se trata efectivamente del capitalismo, o, más específicamente, de cuarenta años de vaciamiento neoliberal del Estado. Por supuesto, esto explica el enorme fracaso a la hora de distribuir la vacuna, no el éxito. Donde hubo victorias, como en el Reino Unido y en Estados Unidos, estas obedecieron justamente a la capacidad que tuvieron los gobiernos para, al menos parcial y temporariamente, revertir el curso en el que se habían embarcado sus Estados.
Es decir, la debacle de la Guerra Mundial de las Vacunas y también la respuesta desastrosa a la pandemia en términos más generales, es fundamentalmente la historia del fracaso del Estado neoliberal. Cuando analizamos las explicaciones de las amplias variaciones que muestran las distintas experiencias de distribución de las vacunas en el mundo, nos damos cuenta de que el desmantelamiento del Estado en Occidente dejó a los gobiernos prácticamente desamparados a la hora cumplir con su tarea más importante: la protección de sus ciudadanos. En los países en los que la vacunación fue exitosa, se observa una inversión parcial o temporaria de este proceso de deterioro de la capacidad estatal, al menos en el sector de la salud. En otros casos, se trata de países en los que el Estado nunca llegó a debilitarse tanto durante los años neoliberales.
Solo si se logra restaurar la capacidad estatal —lo que a su vez depende de la posibilidad de refundar la autoridad bajo el firme yugo del autogobierno popular— seremos capaces de garantizar que la humanidad no repetirá el sacrificio, el deterioro, la dislocación y la abolición de las libertades civiles que vivimos bajo la pandemia de COVID-19 cuando, tarde o temprano, llegue la próxima pandemia.
El fiasco canadiense
Para comprender qué hicieron Estados Unidos y el Reino Unido para que su estrategia de vacunación sea tan exitosa, primero debemos explorar qué fue lo que hicieron tan mal Canadá y Europa, sobre todo porque el ejemplo muestra que estos países, que en términos relativos fueron más resistentes al neoliberalismo, sufrieron sin embargo décadas de degeneración neoliberal de su capacidad estatal. Los progresistas deben tener cuidado a la hora de ensalzar a países como Canadá o a los Estados escandinavos como modelos competentes de prosperidad igualitaria.
Esto es especialmente importante en el caso de Estados Unidos, dado que la negligencia de Ottawa podría ser utilizada por quienes se oponen a la salud pública en Estados Unidos para socavar el apoyo al programa Medicare for All. Si el sistema de salud universal de Canadá es tan bueno —podrían preguntar con ironía—, ¿por qué son tan pocos, en comparación con los estadounidenses, los canadienses que accedieron a la vacuna? Debe destacarse de inmediato que el hecho de que el servicio médico en Canadá sea gratuito no tiene nada que ver con el problema.
En el verano de 2020, Canadá fue uno de los primeros países del mundo que firmó contratos con Pfizer y Moderna, y en otoño, Ottawa había cerrado acuerdos de compra por adelantado y tratos con otras empresas que le permitirían distribuir alrededor de 414 millones de dosis de vacunas. Para una población de alrededor de 37 millones, esto hubiese alcanzado para aplicarles dos dosis a cada ciudadano casi seis veces seguidas, es decir, que Canadá supuestamente contaba con más vacunas por habitante que cualquier otro país del mundo. Algunos cálculos posteriores estimaron que lamentablemente las vacunas solo alcanzarían para 4 rondas consecutivas. El gobierno proclamó con orgullo y a los cuatro vientos esta compra compulsiva, a tal punto que algunas instituciones como Amnistía Internacional pensaron que la exageración de Canadá limitaría el acceso a la vacuna de los países más pobres.
Pero a fines de noviembre, el primer ministro Justin Trudeau tuvo que bajar las expectativas, advirtiéndoles a sus ciudadanos que otros países estaban primero en la fila. «Debemos recordar que Canadá ya no es capaz de producir vacunas a nivel nacional», dijo durante una de sus conferencias de prensa regulares sobre COVID-19. «Hace algunas décadas éramos capaces de hacerlo, pero ahora no podemos».
En 1914 se fundó en Toronto Connaught Labs, una institución pública de investigación en salud y fabricación de insumos médicos. Fue reconocida como un organismo de primera categoría a nivel mundial en I&D y su equipo distribuía una buena parte de lo que producía —por ejemplo, insulina— de forma gratuita, en algunos casos, y en otros al costo o a precios cercanos al costo. En efecto, cuando los Estados Unidos no tuvieron capacidad de testear y producir masivamente la vacuna de Jonas Stalk contra la polio, fue este equipo canadiense el que ayudó a tapar los baches.
Pero en los años 1970, cuando la revolución neoliberal empezaba a echar raíces en Canadá —al igual que en buena parte del mundo occidental—, la actividad de Connaught Labs viró de la salud pública a la generación de ganancias. En 1986 la institución fue privatizada por el gobierno conservador de Brian Mulroney.
Incapaz de competir contra las gigantes farmacéuticas multinacionales, fue prácticamente devorada por la empresa francesa Merieux (que, a su vez, hoy es parte de Sanofi). IAF BioChem, una fábrica de vacunas privada situada en Quebec, fue igualmente exprimida y comprada por GlaxoSmithKline (GSK) en los años 2000. Sanofi y GSK todavía fabrican vacunas en Canadá, pero la toma de decisiones sobre la producción se realiza en las oficinas que la empresa tiene fuera del país. En efecto, la industria se consolidó de manera extraordinaria independientemente de Canadá aunque, durante las últimas cuatro décadas, el interés del sector privado en la producción y en la I&D de vacunas disminuyó a gran escala, dada la rentabilidad insuficiente que tiene la actividad en comparación con la fabricación de drogas que sirven para tratar enfermedades crónicas. Según el Instituto de Medicina de EE. UU., en los años 1970 había en el mundo alrededor de 25 empresas importantes que producían vacunas. A mediados de los años 2000, el número se redujo a 5.
El riesgo que representaba la disminución de la capacidad de fabricación nacional de vacunas para Canadá no pasó desapercibido en la comunidad médica. En al menos cinco ocasiones distintas, importantes organismos le advirtieron al gobierno federal que el suministro nacional de vacunas era demasiado frágil frente a la posibilidad de una futura pandemia.
La primera advertencia fue precipitada por la pandemia de VIH/SIDA. En 1993, un grupo de trabajo de Health Canada compuesto por 40 expertos en enfermedades contagiosas, se reunió en Lac Tremblant (Quebec) y redactó una larga lista de recomendaciones, que incluía la necesidad de una estrategia nacional frente a enfermedades contagiosas emergentes, más infraestructura en salud pública para el monitoreo de las pandemias y el testeo rápido y una estrategia nacional de vacunación. Pero era la época del segundo período de austeridad salvaje impulsado por el gobierno liberal de Jean Chrétien, primer ministro cuya gestión efectuó un recorte del 40% de la financiación de programas sociales, frente al 25% que habían aplicado los conservadores.
En 1999, un congreso de autoridades federales y provinciales de la salud advirtió sobre los peligros a la seguridad pública que representaba el insuficiente suministro de vacunas y trabajó en el desarrollo de una nueva estrategia, aunque fue incapaz de convencer a Ottawa para conseguir financiación. Luego, en 2002, Roy Romanow, premier de Saskatchewan, presidió una comisión federal sobre el futuro de la salud en el país. En su informe volvió a recomendar una estrategia de inmunización.
Luego del brote de gripe aviar de 2003, causado por el virus SARS-CoV1, la conferencia anual de representantes provinciales y federales de la salud le pidió a David Naylor, en ese entonces decano de Medicina de la Universidad de Toronto, que realizara una evaluación de lo que se podía aprender de esta nueva pandemia. El informe, que hacía referencia directa a cada una de las urgentes advertencias anteriores, al volver a insistir sobre la amenaza que representaba para la seguridad el insuficiente suministro de vacunas, apuntaba con sequedad: «Una década después, solo repetimos en nuestro informe recomendaciones muy similares».
Por último, en 2010, la asociación industrial de biotecnología canadiense, luego de la pandemia de gripe porcina H1N1, redactó su propia serie de documentos sobre la situación de las vacunas a nivel nacional. Advertían de manera similar que el estado del suministro de vacunas en Canadá era «extraordinario», «vulnerable» y «frágil», y recomendaba que el gobierno federal interviniera, mediante la concesión de los subsidios necesarios, para garantizar un suministro continuo y prevenir que los fabricantes abandonaran una inversión que es de alto riesgo y baja rentabilidad. Fundamentalmente, recomendaban que el gobierno costeara la industria de las vacunas, que era improductiva, de la misma manera en la que se costean los departamentos de bomberos para que sean capaces de intervenir en una emergencia. (Por supuesto, dado que se trataba de empresas de biotecnología privadas, pretendían que el gobierno les pagara a ellas, incluso durante los períodos en los que no desarrollarían ninguna actividad, aunque hubiese sido más racional y barato para Ottawa simplemente fundar un organismo público de producción e I&D de vacunas directamente, es decir, un segundo Connaught).
Luego de comprobar la pérdida de «soberanía» en la producción de vacunas, la oposición conservadora condena ahora a Trudeau por su «absoluta incompetencia». Y es verdad que cuando el Partido Liberal, al que él pertenece, retornó al poder en 2015, se contentó con apilar estos informes para que junten polvo en un rincón. Pero Trudeau fue el sexto primer ministro que ignoró las advertencias de los expertos sobre el suministro nacional de vacunas, en una serie en la que se sucedieron tres miembros del Partido Conservador.
Sin embargo, ¿por qué es más fácil instalar industrias privadas para la fabricación de vacunas en Estados Unidos, el Reino Unido o Europa antes que en Canadá?
La alternativa pública
Sabemos que la I&D y la producción de vacunas, como la de antibióticos, no es muy rentable si se la compara con el tratamiento de las enfermedades crónicas. Se realiza investigación sobre vacunas, pero se lo hace principalmente en las universidades o en los laboratorios estatales, a partir de los cuales algunas veces se crean nuevas empresas. Pero estos equipos, relativamente pequeños, no tienen la capacidad de costear pruebas ni de financiar las instalaciones sumamente complejas que se necesitan para producir las vacunas a gran escala. La producción de un solo lote de vacunas puede llevar de uno a dos años. Casi el 70% de ese tiempo, los investigadores se abocan al control de calidad. Las construcción de nuevas instalaciones normalmente lleva de tres a cinco años y cuesta entre 100 y 600 millones de dólares.
Todo esto hace que la producción de vacunas no sea especialmente seductora para los inversores, incluso en mercados grandes como el de los Estados Unidos (331 millones de personas) o la Unión Europea (446 millones). Canadá, con 36 millones de personas, es un mercado demasiado pequeño. Tiene más sentido instalar las fábricas en Estados Unidos y suministrar a Canadá desde allí.
Los llamamientos a refundar la industria de las vacunas suscitaron al comienzo respuestas sarcásticas por parte de los analistas liberales, que sugirieron que se trataba de una mera rutina de nostalgia nacionalista. Señalaron que la apuesta de las empresas más grandes (GSK, Merck y Sanofi) al desarrollo de la vacuna contra el COVID-19 no valía la pena. Debe decirse que el desarrollo farmacéutico es siempre un juego de azar, así que, aun si Canadá hubiese mantenido Connaught Labs, no hay garantía de que le hubiese ido mejor. Y, de hecho, al gobierno canadiense le fue bien al comienzo.
Pero se mezclan aquí los tres riesgos que afectan la rentabilidad de las vacunas: I&D, pruebas clínicas y producción. Aun si una apuesta en particular no funciona, el sostenimiento de instalaciones de producción ociosas listas para intervenir en momentos de emergencia permitiría la producción (bajo licencia) de esas vacunas cuyas apuestas tuvieron buenos resultados. Es verdad que un mismo tipo de laboratorio no se adecúa a las necesidades de todas las vacunas, motivo por el cual habría que mantener varios. Incluso si fuese necesario volver a equiparlos, la fabricación no empezaría desde cero.
Para ser justos con el gobierno de Trudeau, hay que decir que, en mayo del año pasado, Ottawa intentó asociarse a una empresa china, CanSino Biologics, con el objetivo de que el Consejo Nacional de Investigaciones de Canadá (CNI) condujera las pruebas clínicas de su vacuna experimental, Ad5-nCoV, desarrollada en conjunto con los militares. En ese caso, luego de destinar 44 millones de dólares del presupuesto de Ottawa para garantizar que las instalaciones de Montreal estuviesen a la altura de los estándares de producción apropiados, el CNI hubiese sido capaz de producir la vacuna. Es decir, el gobierno de Trudeau reconoció —demasiado tarde, por cierto— la necesidad de la producción nacional. Pero por algún motivo, tres meses después, el Consejo de Estado chino, el principal cuerpo administrativo (prácticamente equivalente a un consejo de ministros, encabezado por el jefe de gobierno Li Keqiang), bloqueó la disposición que aprobaba el transporte de la vacuna experimental a Canadá. Esto sucedió al mismo tiempo en que las vacunas que desarrollaba China empezaron a ser enviadas a otros países. Los motivos de la decisión son todavía nebulosos, pero se asume en general que tiene que ver con las tensiones diplomáticas entre ambos países a propósito del arresto del ejecutivo de Huawei, Meng Wanzhou.
Bajo presión de los canadienses, que no están acostumbrados a ocupar el último puesto en la tabla de clasificaciones a nivel mundial en temas de salud, Trudeau se comprometió desde entonces con la «repatriación» de la producción de vacunas. Firmó un acuerdo con Novarax, empresa emplazada en Maryland, para que el CNI fabrique su vacuna contra el COVID-19 a nivel nacional. La institución recibió 126 millones de dólares para renovar sus capacidades biotecnológicas. La producción comenzará en julio y las primeras dosis se aplicarán en 2022. El gobierno también está invirtiendo algo de dinero en la Universidad de Saskatchewan para promover la generación de recursos adicionales. Se espera que rinda frutos a fines de este año. Lo mismo hizo con algunas empresas privadas en Vancouver (cuyas instalaciones estarán listas en la primavera de 2023), Montreal (para fines de 2023), Winnipeg y Calgary.
Entretanto, Canadá todavía debe comprar la mayor parte de sus vacunas a Europa, que si bien se queda corta frente al veto a la exportación que aplica Estados Unidos, también estableció controles más exigentes. El gobierno de Donald Trumo promovió una política de tipo «Estados Unidos primero» y Biden la sostuvo, motivo por el cual las instalaciones que están al otro lado de la frontera no pueden proveer a Canadá. En cualquier caso, Trudeau dijo que el presidente de la Comisión Europea le confirmó que se cumplirán las pautas establecidas en el acuerdo con su país.
Pero el discurso de Trudeau sobre la «soberanía de la vacuna», al no aceptar que la principal causa del problema es el mercado, se topará con nuevas dificultades en el futuro. Muchos expertos en salud pública consideran que el restablecimiento del modelo Connaught, es decir, una cadena continua de investigación, desarrollo, pruebas clínicas y producción, con abundante financiamiento y de propiedad pública, que concentre a los mejores profesionales en un único lugar, era más deseable que la alternativa por la que optó el Partido Liberal: una red de empresas dispersas en todo el país, cada una de las cuales realiza tareas diferentes sin ningún tipo de coordinación. Algunas empresas se concentran en la investigación y otras en las pruebas; algunas en la producción de materias primas y otras en la fase final y en el embalaje. A su vez, es probable que cada fabricante responda exclusivamente a estándares de supervisión propios. Además, al otorgar pequeñas sumas de dinero a muchas empresas privadas en vez de gastar los 1000 millones de dólares asignados en un solo proyecto público, se distribuyen de forma ineficiente los fondos, dado que cada eslabón de la cadena tiene su propio margen de ganancia. Más peligroso todavía es el hecho de que cada eslabón de esta cadena tiene la posibilidad de abandonar la producción o el país si esa decisión le resulta más beneficiosa, lo que volvería a socavar la capacidad de producción nacional de Canadá.
Cuando los periodistas enfrentaron a Trudeau y le preguntaron si se arrepentía de no haber preparado adecuadamente al país mediante el fortalecimiento de la infraestructura canadiense al comienzo de la pandemia (o incluso antes de la pandemia, que era lo que habían sugerido tantos expertos), esquivó el asunto diciendo que las cosas «siempre pueden hacerse mejor», dando la idea de que, en realidad, nuestros gobernantes siempre harán las cosas mal. Son solo humanos.
Pero la debacle de Canadá no es un accidente excepcional de esos que cualquiera puede sufrir. En cambio, la experiencia del país está en sintonía con más de cuatro décadas de vaciamiento neoliberal del Estado, es decir, de la capacidad de los gobiernos para hacer cosas. No solo la fabricación de vacunas se detuvo en Canadá: el país tuvo su propia crisis con los equipos de protección personal, algo común entre los Estados más desarrollados de Occidente, y su sistema de testeo y rastreo nunca logró despegar. Las políticas con las cuales se alardeó en general llegaron tarde, se aplicaron mal e incluso se abandonaron.
En Columbia Británica, la semana pasada el gobierno provincial le puso fin al intento de secuenciar las variantes del virus más preocupantes. Suele denominarse a los gobiernos que pierden la capacidad de promulgar medidas políticas «Estados frágiles» o, en casos extremos, «Estados fallidos». Tal vez no estemos acostumbrados a utilizar estos términos al hablar del mundo desarrollado. Canadá no es Somalia; Europa no es Siria. Sin embargo, «Estado fallido» es el término más apropiado para describir nuestra respuesta a la pandemia.
Del Estado al gobierno
En un artículo publicado recientemente, Lee Jones, investigador en Relaciones Internacionales, y Shahar Hameiri, especialista en Ciencias Políticas, comparan las respuestas a la pandemia del Reino Unido y de Corea del Sur para comprender la noción de Estado fallido. Argumentan que debemos reconocer que las estructuras de planificación económica de «mando y control» desarrolladas durante los períodos de guerra y ampliadas durante la posguerra sufrieron un derrumbe constante a partir de los años 1970. Es común hablar de la revolución neoliberal de los años 1980 y afirmar que socavó la asistencia social y dinamitó el poder de los sindicatos. Menos frecuente es reconocer que el neoliberalismo destruyó la capacidad estatal.
Luego de 1945, la capacidad estatal se desarrolló en un marco económico y político keynesiano-fordista, que intervenía y dirigía en términos positivos. Esto implicaba la nacionalización de industrias estratégicas, planes de desarrollo nacional y programas de bienestar. Muchos socialdemócratas sin duda apoyaban este tipo de intervención en términos ideológicos, aunque debe decirse que esta forma de planificación del período de posguerra en Occidente era aceptada por todo el espectro político fundamentalmente porque sus promesas de reducir el desarrollo desigual y de mejorar las condiciones de vida de la población funcionaban como un bastión contra el comunismo. Quentin Hogg, miembro del Partido Conservador británico, dijo en aquel momento en la Cámara de los Comunes: «Si no le damos a la gente una reforma, la gente nos dará la revolución».
Pero hacia los años 1970, sumadas a la conocida crisis del petróleo de la OPEP de 1973, tantas décadas de constantes aumentos salariales y expansión de los programas sociales resultaron en una crisis de rentabilidad para los propietarios del capital. También se había desarrollado en la población una actitud de expectativas elevadas y las élites comprendieron que debían aplastarlas. Los ajustes salariales y el recorte de los programas sociales estuvieron a la orden del día y suscitaron la respuesta militante de los sindicatos en las industrias. Las élites se quejaban de que los países eran ingobernables y del «exceso de democracia» que hacía difícil limitar el gasto y los salarios.
«Dado que se definió que la enfermedad que afectaba a las sociedades capitalistas avanzadas eran las expectativas populares poco realistas que la gente depositaba en el gobierno y en la economía», argumentan Jones y Hameiri, «la respuesta fue hacer que los gobiernos se volvieran “menos sensibles a la gente”».
La historia de cómo se le puso un freno a la organización obrera, la política monetaria que fue diseñada para generar desempleo masivo y las formas en que se abrazó la desindustrialización es conocida y fue relatada en detalle por investigadores como David Harvey. Se removieron las barreras comerciales y se eliminaron las regulaciones de los mercados de capital, lo que permitió que la producción se desplace hacia los países con mano de obra más barata y movimientos obreros más débiles. Esta destrucción de los sindicatos suele entenderse como un elemento más del fin del consenso político en torno al Estado de bienestar de la posguerra, que acompañó a la austeridad impuesta sobre los programas sociales.
Este análisis no está errado, pero pasa por alto otros motivos fundamentales de la revolución neoliberal. En muchas jurisdicciones, perdió terreno la institucionalización corporativista de los sindicatos que, implícita o explícitamente, consideraban que el éxito de la economía dependía de un equilibrio adecuado entre tres fuerzas igualmente poderosas: el Estado, los negocios y el trabajo. Se volvió común la privatización de industrias estatales como las del carbón, el acero, la electricidad y la aviación. Se les quitó la potestad a los gobernantes electos de decidir sobre las políticas monetarias y se la transfirió a bancos centrales independientes. Los acuerdos comerciales instituyeron tribunales legales secretos capaces de anular la legislación decidida democráticamente, y el sistema de Bretton Woods, cuyo propósito había sido fomentar el desarrollo económico nacional (para evitar la repetición de la Segunda Guerra Mundial), colapsó.
Se transfirió la responsabilidad de los gobiernos nacionales hacia abajo, a entidades municipales o regionales, y hacia arriba, a formaciones transnacionales no electas, en ambos casos sin que se proveyera a estas instituciones de los recursos necesarios. Si bien la autoridad del Estado central se debilitó, esto no fomentó el desarrollo de la autoridad de otras capas de gobierno.
El objetivo de todo esto fue doble: resolver la «crisis del exceso de democracia» mediante la reducción de la sensibilidad a las demandas populares y la «despolitización» de la toma de decisiones, y hacer que se desplomen las expectativas de los ciudadanos en cualquier mejoría.
Tal como notan Jones y Hameiri, el gobierno central abandonó las intervenciones activas y directas, del tipo «mando y control», en la economía, para retirarse a un rol distante, reactivo y de supervisión, y empezó a depender cada vez más de regulaciones generales cuyo propósito era instituir a los mercados como el instrumento principal de gobierno en lugar de la planificación, que había sido la norma durante el período de posguerra. Incluso en las pocas áreas de servicios públicos que sobrevivieron, se introdujeron mecanismos de mercado bajo el supuesto de que serían mucho más eficientes a la hora de distribuir los recursos. Se dijo que este proceso implicó un desplazamiento del gobierno a la gobernanza.
En ningún lugar fue más pronunciado que en la Unión Europea.
Otra crisis europea
Con una población de 446 millones de personas, la Unión Europea no enfrenta ningún desafío similar al que enfrenta Canadá a la hora de atraer a la industria privada de fabricación de vacunas a su territorio. Su mercado interno es el tercero más grande del mundo después del de China y el de India. Pero enfrenta el mismo vaciamiento del Estado que Canadá. En efecto, su misma estructura hizo que este proceso adoptara un ritmo más acelerado que en cualquier otra parte del mundo desarrollado. (La UE también enfrenta el problema de la baja rentabilidad de las vacunas, pero esto sucede en todos los países, lo que implica que no sirve para explicar la diferencia entre esta región y Estados Unidos o el Reino Unido).
EE.UU. y la UE abordan la regulación del mercado de medicamentos de formas muy distintas. La Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA, por sus siglas en inglés), fundada en 1906, sigue siendo en gran medida un producto de la época de «mando y control», a pesar de las preocupaciones legítimas que existen acerca de sus capacidades regulatoria. Hasta el día de hoy, la aprobación de medicamentos en Estados Unidos se apoya sobre un proceso estrictamente centralizado, que es llevado adelante por una única institución, mientras la Comisión Europea debe esforzarse por sincronizar las regulaciones de 27 Estados miembros distintos. Tal como se observa en una comparación de los dos sistemas de 2016, la FDA se formó fundamentalmente como una institución de protección al consumo, mientras que el propósito de la Agencia de Medicina Europea (EMA, por sus siglas en inglés), en cambio, es armonizar intereses comerciales interestatales preservando al mismo tiempo la autonomía nacional. Entonces, allí donde la FDA se beneficia de un conjunto único de reglas y de la centralización, el proceso de aprobación de la UE se dispersa a través de una red de instituciones descentralizadas.
La crítica de algunos de los partidarios más nacionalistas del Brexit parte de un error considerable al criticar a la UE por ser un súper Estado: en realidad, la UE disminuye la autoridad de los Estados nacionales sin arrogársela a sí misma. La autoridad se distribuye y se dispersa; está en todos lados y en ningún lado a la vez. El problema no es tanto que la UE quiera ser un Estado que no es.
El fracaso de la distribución de la vacuna en Europa, si se la compara con el del Reino Unido, que la prensa nacional alemana denomina el «desastre de las vacunas», fue definido por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyden, y por sus escoltas, como si se tratara de la consecuencia de un desleal Albión que, ahora que Gran Bretaña abandonó la UE, se niega a compartir la prodigalidad de AstraZeneca con Europa. Frente a la crítica generalizada del fracaso en la distribución de la vacuna, la comisión argumentó que el retraso también era necesario para garantizar que los fabricantes de medicamentos asumieran la responsabilidad que les concierne en los contratos, y que el proceso de aprobación europeo es más riguroso que el de cualquier otro país, motivo por el cual toma un poco más de tiempo. En la versión más agresiva de este argumento, Petra De Sutter, primer ministro belga, acusó al Reino Unido de tomar menos precauciones que la UE y de disponer de estándares más bajos, similares a los de Rusia y China.
Pero la realidad es que el retraso es resultado de la estructura de gobernanza posdemocrática de la UE y no de sus gobiernos. La crítica infundada de que Gran Bretaña cuenta con estándares de aprobación de medicamentos más bajos solo sirve para socavar la confianza en las vacunas en un continente que ya tiene una de las tasas de resistencia a las vacunas más altas del mundo.
Según Stephen Evans, que fue miembro del comité de asesoramiento de seguridad y riesgo de la EMA, el proceso de evaluación de los datos de laboratorio de los ensayos clínicos es «prácticamente el mismo», independientemente de si lo hace UE, EE. UU. o el Reino Unido. Que la ciencia sea la misma en todos los países avanzados no debería ser tan sorprendente. Evans le explicó a Euronews que lo que fuerza a que la EMA tarde más son los requisitos administrativos adicionales de la UE. Una vacuna debe ser aprobada por representantes de todos los Estados miembros de la UE (además de Noruega, Liechtenstein e Islandia que, aunque no son miembros de la UE, participan de la EMA) antes de poder circular en cualquier país del bloque. En el caso de las vacunas de COVID-19, la mayor parte de la evaluación científica estuvo a cargo de Suecia y Francia, pero la autorización y las observaciones deben ser comunes a todos los Estados miembros.
La racionalización de este proceso —la consolidación de los más de 27 sistemas nacionales de aprobación de medicamentos en una institución semejante a la FDA— resolvería este problema. Pero la aprobación de medicamentos está lejos de ser el único objeto de preocupación gubernamental en este bloque. Y una consolidación de este tipo, que incluyera las políticas de países distintos, empezaría a transformar a la UE en algo más parecido a un Estado, aunque sin legitimidad democrática.
Sin volver al debate Brexit sí o Brexit no, que dividió mordazmente a la izquierda, lo que compartían tanto quienes apoyaban al Brexit por izquierda como los que lo criticaban por izquierda era la idea de que la UE no observa las normas democráticas burguesas. La comisión, que promulga las leyes, no es un cuerpo electivo; el Consejo es un cuerpo deliberativo y legislativo cuyos miembros no están sujetos a elecciones directas y que dirige los asuntos que trata en secreto; ni la Corte Europea de Justicia ni el Banco Central Europeo (BCE) pueden ser controlados por ninguna legislatura electiva; y la única institución europea directamente electiva, el Parlamento Europeo, es prácticamente neutral, incapaz de promulgar ninguna ley, y no responde a elecciones genuinas a nivel europeo.
El principal desacuerdo entre los partidarios de la izquierda que estaban a favor del Brexit y aquellos que estaban en contra giraba en torno a lo que había que hacer una vez sopesada la situación: irse, o quedarse e intentar reformar la institución. Esta falta de control democrático no es un accidente. La UE fue diseñada de esa manera: el objetivo del acuerdo es, según los requisitos fundamentales de la revolución neoliberal, aislar la toma de decisiones de la voluntad popular mediante su desplazamiento hacia cuerpos no mayoritarios. Con el tiempo, la UE se convirtió en una institución menos democrática todavía; cuando comenzó la crisis de la eurozona, por ejemplo, las políticas fiscales nacionales (es decir, el gasto público), habían sido sometidas al veto de autoridades no electivas, y las políticas monetarias (tasas de interés y oferta de dinero) habían sido eliminadas de las responsabilidades democráticas en los países de la eurozona mediante la creación de un BCE independiente.
Al mismo tiempo, dada su estructura antidemocrática, sus mandatos son muy débiles. Asumió la capacidad negativa de legislar contra, pero no cuenta con suficiente confianza de parte de los pueblos europeos como para actuar a favor de una política. No tiene capacidad de cobrar impuestos; no tiene capacidades de transferencia fiscal; su funcionariado es, al contrario del mito periodístico del Reino Unido, bastante pobre (tiene un equipo de 30 000 personas, que suele ser lo que se necesita en el caso de una ciudad de tamaño mediano). Para hacerse una idea de estos números, el gobierno federal de Estados Unidos tiene alrededor de 3 millones de empleados públicos.
En marzo de 2020, estalló una guerra hobbesiana de todos contra todos estalló en buena parte de los Estados occidentales en torno al suministro de equipamiento de protección personal (EPP). Los Estados miembros de la UE cerraron sus fronteras —un espectáculo increíble en la zona libre de visados más grande del mundo— y avanzaron cada uno por su cuenta en la compra de EPP, respiradores, equipamiento médico, oxígeno y medicamentos. Alemania, Italia y los Países Bajos conformaron una alianza para garantizar la vacunación y firmaron contratos por 400 millones de dosis con Oxford-AstraZeneca, mientras que Francia y España se apuntaban para el pinchazo de Moderna. Los países más pequeños, que tienen menos capacidad de financiamiento, contemplaban la imagen con espanto. ¿Qué sentido tenía la UE en estas circunstancias?
Esta amenaza contra la existencia del bloque, la tercera en una década (que se suma a la crisis de la eurozona y a la pérdida de su segunda economía más grande, Gran Bretaña), sirvió para centrar las ideas y en junio la comisión decidió comprar vacunas para toda la UE. En principio, una idea noble y racional: si formaban un equipo, todos los Estados miembros de la UE serían capaces de cerrar mejores tratos.
Pero la misma estructura de la UE, su financiamiento extremadamente limitado, su falta de personal y la inclinación neoliberal a oponerse al gasto público llevó a que la estrategia de vacunación de la Comisión tuviera que jugar una partida dura contra los fabricantes. En vez de gastar lo necesario y luego preocuparse por los costos, Bruselas pasó meses regateando el precio como si estuviese comprando cartuchos de tinta para la impresora. Luego de retrasar el proceso, la comisión insistió con que las empresas asumieran toda la responsabilidad, y, consecuentemente, se negaron a realizar una autorización de emergencia.
Tenían pocas opciones cuando implementaron esta letárgica y mezquina negociación: no se trata solo del compromiso ideológico de la Comisión con el minimalismo fiscal, sino también de la coerción real que ejercen la limitación de fondos y la falta de un mandato de expansión del gasto. Esta obsesión con los costos y la responsabilidad por efectos adversos que se observaron en casos extremadamente raros, en un momento en que miles de personas se asfixiaban en las unidades de cuidados intensivos, empalmó con la resistencia generalizada a las vacunasque azota a Europa, y especialmente a Francia, uno de sus Estados más importantes. Los eurodiputados verdes franceses se encargaron de mostrar la preocupación que les generaba el hecho de que algunos aspectos del desarrollo de las vacunas involucraran técnicas de ingeniería genética y declararon que se les pretende «inyectar organismos transgénicos» a las personas. Por último, debe decirse que la Comisión está poco acostumbrada a las prácticas de compra, dado que casi nunca debe adquirir nada.
Como resultado de esta miríada de causas de retraso, mientras el Reino Unido había firmado un acuerdo de financiación a la investigación con Oxford en febrero de 2020 y un acuerdo de licencias con la universidad en mayo, la UE no firmó su contrato con Oxford-AstraZeneca hasta el 27 de agosto. Durante la pelea entre Westminster y Bruselas alrededor de la exportación de las vacunas en marzo de 2021, la Comisión y sus defensores sacaron provecho del hecho de que los británicos firmaron su contrato completo con la sociedad Oxford-AstraZeneca el 28 de agosto, un día después que los europeos. Pero el acuerdo de licencias de mayo muestra que el gobierno británico había estado negociando muchos meses antes de que Bruselas diera inicio a sus tratativas. El Reino Unido también estaba dispuesto a pagar casi el doble por cada dosis de lo que la UE estuvo dispuesta a aceptar.
Y, fundamentalmente, a diferencia de la UE, el Reino Unido había empezado a trabajar con los fabricantes de la vacuna.
Gambito de Soderbergh
Al otro lado del Canal, Matt Hancock, secretario de Salud del Partido Conservador, estuvo a punto de perder su trabajo a causa de la crisis del EPP en su país. En un espectacular ejemplo de Estado fallido en el mundo desarrollado, se obligó a los enfermeros y enfermeras a que fabricaran sus propias batas de protección con bolsas de basura, y, dada la carencia de barbijos, a convertir máscaras de snorkel compradas en comercios de natación y convertirlas en filtros respiratorios aceptables gracias a conectores diseñados a último momento y materializados con impresoras 3D.
Tal como observan Jones y Hameiri, la privatización de algunas de las responsabilidades fundamentales del Estado está desbaratando desde hace mucho tiempo las reservas de equipamiento médico. Para mediados de los años 2010, la división de compras del ostensiblemente público Servicio de Salud Nacional del Reino Unido se había convertido en una entidad empresarial, Supply Chain Coordination Ltd., bajo la dirección la consultora Deloitte.
Mientras esta empresa cuasi privada gestionaba las compras, su verdadera tarea fue sometiva a un proceso de subcontratación todavía más profundo mediante el empleo de una red de 11 empresas privadas con las cuales firmó contratos por separado. Un informe de la Oficina de Auditoria Nacional demostró que estas contratistas eran en general intermediarias y no fabricantes reales. De manera similar a lo que sucedió con el riesgoso mercado de «corredores» de EPP, que florecía en ese entonces en EE. UU., en el marco del cual unos sospechosos personajes decían ser capaces de distribuir y garantizar el equipamiento, estos intermediarios fracasaron a menudo a la hora de cumplir con lo que habían prometido. Pero allí donde la patología estadounidense fue resultado de la irracionalidad de la distribución de recursos con criterios mercantiles en el marco de una emergencia —es decir, una distribución de mercancías, no de acuerdo a la necesidad, sino a la capacidad de presentar una mejor oferta— la debacle del Reino Unido fue exacerbada por lo que George Hoare, especialista en Ciencias Políticas, denomina «deloitteificación» del Estado.
Varias unidades, divisiones, agencias y hasta departamentos de gobierno fueron reemplazados por una red de consultoras que, de manera parasitaria, absorben recursos del Estado y brindan muy poco a cambio de precios muy elevados. Un ministro presiona algunas teclas y mueve las palancas de la enorme maquinaria del Estado, pero, al igual que lo que sucede con los botones placebo para cerrar las puertas en los ascensores, estas teclas y palancas no están conectadas. No sucede nada. El Estado placebo —con su ejército de burócratas que entran y salen por una puerta giratoria, alternando entre los empleos públicos y la tierra de las consultoras— solo brinda una ilusión de control.
La deloitteficación también explica la aparente paradoja de cómo el Estado neoliberal puede simultáneamente reducir las prestaciones sociales y gastar más: irónicamente el complejo industrial fragmentario y opaco de consultoras y asociaciones publico-privadas, requiere una burocracia todavía más bizantina y más costosa, que se filtra hacia el sector privado.
Como consecuencia del desastre de la tercerización del EPP de Gran Bretaña, que se produjo justo en el momento en el que tomaban vuelo las negociaciones con Oxford y con la farmacéutica estadounidense Merck, Hancock cambió completamente de dirección a la hora de abordar la estrategia de vacunación. De acuerdo a una serie de entrevistas con informantes del departamento, publicadas por Sky News, a Hancock lo afectó profundamente el final de Contagio, el thriller pandémico de Steven Soderbergh, en el que la llegada de la vacuna no basta para terminar con la crisis, debido a un suministro insuficiente, y la vacunación se realiza por sorteo. Hancock anticipó que la crisis del EPP se repetiría en el caso de la distribución de la vacuna y quiso evitar que su propio relato pandémico tuviese un final al estilo Contagio. Por lo tanto, el ministro asumió un rol intervencionista frente a la cadena de suministro de la vacuna.
Petrificado ante la decisión de Trump de imponer un veto a la exportación de las vacunas fabricadas en Estados Unidos, Hancock anuló la asociación entre Oxford y Merck justo antes de que cierre. En cambio, la universidad avanzó en un acuerdo con la empresa británico-sueca AstraZeneca. Más decisivo fue que Hancock haya optado por una supervisión mucho más activa del proceso que en el caso del EPP. El departamento jugó un papel importante en los sitios donde era probable que surgieran dificultades, desde la posible escasez de recipientes de vidrio hasta la logística, resolvió muchos de los problemas por anticipado y luego hizo un gran esfuerzo para identificar y solucionar rápidamente cualquier traspié que surgiera en relación con los insumos.
La Comisión Europea no solo se horrorizaría frente a este nivel de intervencionismo en el mercado: aun si quisiera hacerlo por su cuenta, no dispondría de las herramientas necesarias. En efecto, este es el punto donde se tocan la distribución de la vacuna de Europa y de Canadá: sin la guía del Estado en las cadenas de suministro de las vacunas, las fabricas europeas fracasaron repetidamente a la hora de satisfacer las metas de producción, y la estrategia de vacunación de Canadá dependía de las dosis producidas en esas fábricas.
Más allá de las bravuconadas a nivel UE, algunos Estados miembros parecen haberle prestado atención a los factores que determinaron el éxito del desarrollo y distribución de la vacuna del Reino Unido y de EE. UU, y están adoptando un enfoque más intervencionista. Se le exigió a Sanofi que trabaje junto a su competidora Pfizer para producir más dosis de la vacuna Pfizer-BioNTech, y BioNTech se hizo cargo de una fábrica de Novartis en Marburgo.
Mientras tanto, la Comisión Europea quiere crear un organismo de Respuesta y Preparación ante Emergencias Sanitarias (HERA, por sus siglas en inglés) antes de que termine 2021, y fortalecer el Centro Europeo para el Control y la Prevención de Enfermedades (ECDC, por sus siglas en inglés) y la EMA. Uno de los elementos clave de HERA será la Incubadora HERA, similar al departamento para la Investigación y el Desarrollo Avanzados de Estados Unidos (BARDA, por sus siglas en inglés). Todos estos proyectos son bienvenidos, pero en el medio se contagiaron innecesariamente miles de personas y otras murieron o quedaron lisiadas de por vida a causa del COVID-19.
Para ser justo con las autoridades de la Comisión Europea, es casi seguro que, si la UE no hubiese intervenido para comprar vacunas para todo el bloque, las naciones más pequeñas —las Letonias, las Grecias y las Eslovenias de la región— hubiesen tenido que emprender una dura batalla para negociar con las empresas farmacéuticas y obtener un acceso más veloz al actual. Pero si Europa quiere igualar el ritmo al que desarrollaron, fabricaron y distribuyeron las vacunas el Reino Unido y Estados Unidos, sus instituciones deben desarrollar considerablemente su capacidad estatal, lo que incluye un financiamiento robusto que permita desarrollar políticas industriales para promover la agilidad y la innovación en el desarrollo y la fabricación de vacunas. Se sigue de esto que, si quiere convertirse en un verdadero Estado europeo, la UE debe emprender una reforma democrática. Una autoridad de este tipo supone cierta la legitimidad democrática. O, más precisamente, una autoridad de este tipo deriva de la legitimidad democrática.
Y sin embargo, a pesar de que Bruselas presiona para crear la HERA y su Incubadora e incrementar el poder de la ECDC y de la EMA, también desempolvó las propuestas de creación de una Unión Europea de la Salud, que, si el ejemplo histórico tiene algún valor, probablemente se convertirá a la vez en un sitio donde se realizarán campañas para promover la privatización y la deloitteificación de lo que todavía queda en pie de los sistemas sanitarios de los Estados miembros.
Medidas de guerra
El gobierno de Trump fue un desastre tan caótico que parece extraño darle crédito por algo positivo, pero la Operación Warp Speed (OWS) y las intervenciones en la política industrial pasarán a la historia como una de las pocas cosas que los gobiernos occidentales hicieron bien frente al COVID-19. Fue el único acto heroico de Trump. Bajo la OWS, la financiación de la investigación y las órdenes de compra por adelantado eliminaron los riesgos de inversión vinculados al desarrollo de las vacunas. Y la BARDA estaba desarrollando la investigación desde comienzos de febrero de 2020, antes de que iniciara la OWS. (La UE también gastó un total de 3600 millones de euros en acuerdos de compra por adelantado, pero no se trata más que de una pequeña suma comparada con los 18 000 millones de dólares que desembolsó la OWS).
Esta reducción de riesgos de la BARDA y la OWS, y los acuerdos de compra con las empresas que no participaron de la OWS, fueron cruciales. Esto, junto a la aprobación expeditiva de las regulaciones, el uso de la Ley de Producción de Defensa para jerarquizar contratos y planificar de hecho la inversión privada, y la supervisión de la gestión de la cadena de suministro por parte de las autoridades militares, hizo que las vacunas estuviesen listas en cuestión de meses. Y al sacar la plataforma ARNm de los laboratorios para su comercialización, la política industrial —no el libre mercado— hizo que esta tecnología sea viable luego de languidecer durante años en los laboratorios universitarios, mientras inversores con fobia al riesgo se negaban a apoyar una innovación no testeada.
Gracias a… Bueno, sí, gracias a Trump, es probable que pronto seamos capaces de utilizar este enfoque revolucionario para producir finalmente una vacuna contra el VIH, o incluso ese santo grial de toda preparación pandémica: una vacuna universal contra la gripe, capaz de combatir cualquier cepa del virus sin que sea necesario producir una nueva versión de la vacuna cada año. Tal como twitteó el analista político socialista Matt Bruenig, desde el punto de vista del altruismo eficaz, esta única jugada podría convertir a Trump en el mejor presidente de la historia de los Estados Unidos.
Por supuesto, la distribución de la vacuna flaqueó al comienzo, en diciembre, cuando Trump fracasó a la hora de esbozar un plan de distribución federal y concentró todas sus energías en anular los resultados de unas elecciones democráticas. Pero el gobierno entrante de Biden prestó oídos a los expertos en logística que le recomendaron ser todavía más agresivo en la aplicación de la Ley de Producción de Defensa, aprobada en la época de la guerra de Corea, para supervisar la producción y las cadenas de suministro.
La ley le otorga al ejecutivo la potestad de repartir materiales, servicios e infraestructura y bonificar contratos para hacerlos prioritarios y «promover la defensa nacional». Es una medida de guerra que, en efecto, permite que el gobierno se apropie de los mecanismos de toma de decisiones del sector privado para imponer su criterio en la colocación de las inversiones. Y estamos en guerra contra el virus. Trump se sirvió de la ley 18 veces para asistir a la OWS y Biden amplió su utilización. Por ejemplo, el nuevo gobierno se sirvió de la ley para ayudar a Pfizer a adquirir equipamiento y ampliar su producción, y para negociar (¿forzar?) a sus competidores, Merck y Johnson & Johnson, a que trabajen en conjunto para ampliar la producción de la vacuna J&J.
«Este es el tipo de colaboración empresarial que vimos en la Segunda Guerra Mundial», dijo el presidente en referencia las órdenes que impuso el gobierno de Roosevelt a las empresas químicas rivales para que trabajaran juntas en la producción de los primeros antibióticos antes de los desembarcos de Normandía. La Ley de Producción de Defensa también se utilizó para modernizar la infraestructura de Merck, para forzar a las instalaciones de J&J a trabajar 24/7 y para acelerar el suministro de los ingredientes de la vacuna y el equipamiento necesario para su producción. El Departamento de Defensa le brinda a esta empresa un apoyo logístico cotidiano. Biden agradeció a las dos empresas por «dar un paso adelante» y ser «buenos ciudadanos corporativos», pero la verdad es que no tenían otra opción. En el frente de la distribución, el gobierno también ayudó a montar centros de vacunación adicionales y trabajó para multiplicar el uso de farmacias minoristas como puestos de vacunación.
Andy Slavitt, uno de los especialistas más importantes que aconseja a Biden, describió con claridad el carácter de la intervención. «Les preguntamos todo el tiempo a los fabricantes de las vacunas, “¿Tienen suficiente de esto? ¿Tienen suficiente de aquello?”. A veces nos dicen: “En realidad, en tres semanas nos faltará gente para realizar las pruebas de calidad del empaquetado”. Entonces, somos capaces de establecer un ritmo y anticiparnos a los problemas antes de que ocurran», le dijo al Financial Times.
Es cierto que Gran Bretaña y Estados Unidos tuvieron un desempeño deplorable en relación con la propagación del virus, los testeos, el rastreo, los EPP y toda una serie de índices que miden la eficacia de la respuesta frente a la pandemia. Pero en lo que respecta al desarrollo, fabricación y distribución de la vacuna, debe concederse que la pareja lo hizo bastante bien.
Y, sin embargo, el vaciamiento neoliberal del Estado afectó a estos dos países tanto como a cualquier otro país occidental. En efecto, el primer factor que determinó el fracaso en relación con el resto de los índices que miden la eficacia de la respuesta frente a la pandemia fue precisamente el colapso de la capacidad estatal, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido. Jones y Hameiri describen en detalle el fracaso absoluto del sistema de testeo y rastreo del Reino Unido y el desmantelamiento del NHS, que se prolongó durante décadas y resultó en que se diera de alta a alrededor de 25 000 personas mayores en los hospitales, lo que probablemente propagó la enfermedad en cientos de hogares para ancianos.
Lo que nos muestra esta contradicción es que el debilitamiento del Estado no es algo inevitable. Es posible revertirlo. Un ministro de Salud conservador injuriado y un presidente derechista republicano sin grandes luces sorprendieron a todo el mundo al implementar estrategias de vacunación sumamente intervencionistas, tomadas directamente de las épocas de guerra y del libreto estatista de la posguerra: un Programa Apolo, pero para combatir una pandemia.
La reversibilidad del Estado fallido neoliberal queda más clara cuando se observan los casos de Asia Oriental, que tuvieron más éxito a la hora de eliminar el virus.
El neoliberalismo y los Estados de Asia Oriental
La distribución de la vacuna en China parece ser mucho más lenta incluso que en Europa. Lo mismo sucede con el resto de los países asiáticos. Pero este es más bien el resultado de la efectividad de estos Estados a la hora de contener la propagación del SARS-CoV2. China sufrió a comienzos de abril el brote más grande que enfrentó en dos meses: 15 casos en una ciudad de la frontera con Birmania. Por lo demás, la vida volvió prácticamente a la normalidad. Sin la urgencia de las vacunas, esto le brinda a Beijing la libertad para enfocarse en acceder a la vacuna a un costo menor y en utilizar su reserva de vacunas nacionales para acciones diplomáticas. China distribuyó al exterior —a lugares como Brasil, Chile e Indonesia— casi la misma cantidad de vacunas que aplicó a nivel nacional. En efecto, gracias a las vacunas chinas Sinovac, Chile no solo lidera la tasa de vacunación promedio en América Latina, sino que se posiciona en el décimo lugar a nivel mundial.
Muchos comentadores relacionan la victoria de Asia Oriental en la eliminación del virus con el autoritarismo de la región y argumentan que nosotros los occidentales, con nuestras sociedades abiertas, nunca podríamos tolerar tales violaciones a las libertades civiles. La respuesta inmediata frente a esto es que no cabe duda de que las libertades civiles, especialmente las de reunión y desplazamiento, fueron suprimidas en todo Occidente, en distintos grandes de acuerdo al punto elegido en el espectro de las medidas de confinamiento. No digo esto para defender el autoritarismo, sino para notar que no puede explicar el éxito de Asia cuando nosotros, occidentales, pusimos a nuestras sociedades bajo arresto domiciliario y sin embargo no eliminamos el virus. Además, si bien es cierto que la República Popular China es un régimen autoritario de partido único, que mantiene una vigilancia panóptica sobre sus ciudadanos y no cuenta con prensa libre, libertad de expresión, sindicatos libres, etc., no puede decirse lo mismo de Corea del Sur ni de Taiwán.
En cambio, si queremos explicar el éxito que tuvieron deberíamos prestar más atención al sostenimiento, e incluso el reforzamiento, de la capacidad estatal de estos países. A pesar de que China profundizó su orientación hacia el mercado desde 1978, nadie puede dudar que su Estado tiene un enorme poder de acción. En febrero, fue célebre la construcción de 1500 habitaciones hospitalarias en Wuhan en tan solo dos semanas.
Y Jones y Hameiri observan que Corea del Sur, Singapur y Taiwán tienen una larga historia de Estados desarrollistas que, a pesar de haberse inclinado hacia el neoliberalismo, especialmente luego de la crisis financiera asiática de 1997-1998, retuvieron una gran capacidad de acción, una enorme infraestructura y la capacidad de movilizar recursos y fuerza de trabajo de manera ágil, en parte debido a la necesidad de hacer frente a las amenazas militares de China y de Corea del Norte. También observan que las capacidades de «mando y control» de Corea del Sur funcionaron muy bien a la hora de eliminar la pandemia de SARS de 2003, aunque luego de la privatización y la fragmentación de algunos de los componentes esenciales de su sistema sanitario durante la década del 2000, el país tuvo la segunda peor respuesta frente al brote de coronavirus MERS en 2015.
A modo de respuesta, el gobierno revirtió estas reformas neoliberales, volvió a centralizar la autoridad sanitaria, mejoró la capacidad del Centro para el Control de Enfermedades de Corea y creó dos nuevas agencias poderosas responsables de investigar y responder frente a futuros brotes. El país incrementó la financiación de los hospitales, laboratorios y centros de aislamiento, contrató a un enorme contingente de expertos en enfermedades contagiosas y personal asociado, acumuló EPP e intervino para mantener la base industrial necesaria para producir más. El apoyo estatal también fomentó el desarrollo del diagnóstico molecular, que permitió la producción masiva de kits de testeo de COVID-19 para uso nacional, que marcaron un claro contraste con el funcionamiento deficiente de los sistemas occidentales. Esta política fue tan exitosa que en abril, Corea del Sur suministraba tests de COVID-19 a todo el mundo.
Los dos académicos ponen mucho énfasis en que no son los Estados autoritarios los que tuvieron un mejor desempeño en la pandemia, sino los Estados con autoridad: «Estados capaces de movilizar personas y recursos debido a que tienen relaciones institucionales y políticas fuertes con las sociedades que gobiernan, y a la consecuente retención de una capacidad estatal considerable». Francis Fukuyama, venerable heraldo liberal hegeliano del Fin de la Historia (convertido en algo parecido a un socialdemócrata), argumentó de manera similar que la pandemia nos recuerda que «se necesita un Estado» y que los países que prosperarán son aquellos que retienen fuertes capacidades estatales, mientras que aquellos que tienen Estados débiles se estancarán.
El tipo de Estado que necesitamos
Sin embargo, esto representa una suerte de coletazo para la izquierda. Si al desastre lo ocasionó el Estado fallido en general y no el fracaso de un gobierno ni de un partido en especial, se sigue entonces que, si la izquierda hubiese estado en el poder, dado el vaciamiento del Estado, se habría visto prácticamente en la misma situación en caso de no haber tenido la disposición de reconstruir la capacidad estatal. Trump, Hancock y Biden muestran que esto es factible, pero aun en esos casos, se trató de un éxito ad hoc y de medidas temporarias que solo pueden aplicarse durante una emergencia. No hubo un análisis subyacente a partir del cual se concluyó que era necesario reconstruir el Estado luego de cuatro décadas de «ahogarse en la bañera». Y la verdad es que la izquierda tampoco apuntó al fortalecimiento del Estado. Es necesario que la izquierda deje de contentarse con el cómodo discurso de la ampliación de los programas sociales y de la sindicalización —que no dejan de ser esenciales— y empiece a debatir la capacidad estatal, el Estado desarrollista, la planificación económica, la innovación y las políticas industriales y tecnológicas.
Fukuyama también subraya la importancia de la confianza de los ciudadanos en sus líderes. Efectivamente, hay algo de esto en juego, pero él malinterpreta el vínculo causal. El énfasis que Jones y Hameiri ponen en las fuertes relaciones institucionales con la sociedad lo capta mejor. Si el colapso de la capacidad estatal durante las últimas cuatro décadas en buena parte de Occidente, es el resultado del esfuerzo consciente de las élites de resolver la «crisis de expectativas elevadas» de los años 1970 mediante la eliminación de grandes franjas ejecutivas que dependían de las instituciones democráticas, entonces la restauración de la capacidad estatal deberá pasar por la restauración de la democracia.
Un Estado completamente democrático no es aquel en el que el gobierno se posiciona por encima y lejos del pueblo, sino que es simplemente aquel que se convierte en la criatura del pueblo. En efecto, en este punto, la distinción entre el pueblo y el Estado empieza a desaparecer. De esta forma debería interpretarse la vieja predicción marxista de que el Estado se extinguirá bajo el socialismo: no es que dejará de ser un gobierno —una organización de los recursos humanos y materiales que dispone de cierta autoridad—, sino que la distinción entre gobernantes y gobernados perderá sentido.
Entonces, la lucha por la capacidad estatal y el fin del Estado fallido neoliberal no es un llamamiento a un estatismo renovado: es un grito de guerra a favor de un nuevo movimiento global por la democracia real.