En un breve editorial de un periódico obrero publicado en el puerto de Iquique, allá por 1911, se afirmaba que en Chile no había liberalismo. Todos los partidos políticos eran conservadores, decía el escrito, «con exclusión del demócrata», que representaba a los trabajadores. Para sostener el dardo, el artículo repasaba la trayectoria y los generosos patrones de alianzas de todas las agrupaciones que reclamaban credenciales liberales. La experiencia mostraba el calado de esa impostura transversal.
En este juicio se expresaba la memoria reciente de los proletarios, fraguada en la constatación de la indolencia que empantanaba la política oligárquica y el hedor de las heridas provocadas por la violencia estatal contra la organización obrera, que los ilustres paladines de la libertad no se ocupaban en condenar. Las descargas de la masacre en la Escuela Santa María, perpetrada en 1907, también en Iquique, seguían resonando en la provincia. Sin embargo, a pesar de esos trágicos recuerdos, el editorial sostenía una porfiada esperanza, la existencia de un «verdadero liberalismo» que esperaba el despertar de la juventud y el proletariado.
Si hay algo en que insistió el socialista chileno Luis Emilio Recabarren, fundador y director de El Grito Popular, donde apareció este editorial, fue repetir a los obreros y a todo el espectro político que el socialismo se trataba de justicia y también de libertad. Quienes luchaban por la emancipación de su clase no podían extraviarse entre los signos su tiempo, menos todavía si esos signos banalizaban la aspiración a ser libres con versiones deslavadas de la promesa de autonomía que alguna vez había portado el liberalismo. No por estar embargada entre las clases ociosas, la causa de la libertad iba a perder su flama revolucionaria.
Hace bien tener a la vista la insistencia de Recabarren para mirar nuestro tiempo, donde el significado de las libertades se ha estrechado y empobrecido vertiginosamente. Dado el curso de nuestros procesos políticos, parecemos no entender las libertades fuera de la versión eminentemente individualista, semejante a eso que algunos intelectuales de inicios del siglo XX llamaron «individualismo intransigente». El encuadre es conocido: una visión que atomiza a los individuos, descree de la interdependencia y alimenta un reduccionismo afín a posturas antisociales y antiestatales. Esto, desde luego, no es efecto del clima, sino de décadas de neoliberalismo, de una pedagogía centrada en la competencia permanente, y de la mercantilización de todo lo que nos rodea, partiendo por nuestras vidas.
La editorial de El Grito Popular es uno de los tantos escritos que se reúnen en la compilación Cuando íbamos a ser libres. Documentos sobre la libertad y el liberalismo en Chile (1811-1933), publicado recientemente por el Fondo de Cultura Económica. Aparte de editoriales, la obra recoge discusiones parlamentarias, memorias de grado, conferencias, correspondencia, ensayos, proclamas y discusiones programáticas significativas para aproximarse a la variedad de usos e interpretaciones de la libertad como concepto político-filosófico y del liberalismo como corriente político-ideológica. Conviene precisar que esta no es una compilación apologética, sino un esfuerzo por contribuir desde la historia a la recuperación de un lenguaje y todo un imaginario asociado a las libertades. Es una apuesta por desbordar los estrechos sentidos que hoy imperan, mostrando una riqueza de usos que sintoniza con las aspiraciones de quienes sostienen hoy las agendas de emancipación que demanda el siglo XXI.
Lo que muestran estos documentos es una idea de libertad que solo se entiende con y para otros, lejos de aquellas concepciones que la reclaman como mero salvoconducto para el despliegue egoísta de los propios privilegios. Varias de estas piezas muestran, por ejemplo, la firmeza con que la relación entre libertad e igualdad fue sostenida explícitamente desde los inicios de la República. La libertad no se asumía como un hecho natural, sino como un producto social que dependía del tipo de relación existente entre las personas. Allí donde había disparidades materiales insalvables, obviamente habría diferencias en los grados de ejercicio de esa libertad, permitiendo incluso que unos negaran la autonomía de otros en aras de mezquinos beneficios.
Probablemente esto sorprenda a quienes recién vienen descubriendo la desigualdad, pero no sorprendía a los antiguos, quienes parecían tener claro que los mínimos para la reproducción de la vida también determinaban lo que un ser humano podía hacer e imaginar respecto a sí mismo y sus cercanos. No había ingenuidad al respecto, ni siquiera cuando se discutía el fin legal de la esclavitud en Chile allá por 1823. A la declaración de la libertad incondicional de los esclavos seguía otro asunto, todavía pendiente: evaluar las condiciones materiales que una comunidad de iguales debía garantizar para que todos sus integrantes pudieran sostener una vida libre. Basta mirar nuestro entorno para advertir la actualidad de esa ecuación.
Para encontrar estos significados fue necesario abandonar las visiones canónicas sobre el curso que adoptó el liberalismo en Chile y también tomar distancia del panteón armado por las genealogías que han descrito esa aclimatación. Ello explica la opción de este libro por sobrepasar las fronteras dibujadas por los grandes textos, desestimar los testamentos políticos de las figuras tutelares y mirar más allá de los conflictos emblemáticos que, por mero reflejo, circunscriben los debates en torno a la libertad y al liberalismo a los salones de la alta política (y lejos de la política popular). El resultado es un panteón distinto, más nutrido e impredecible y con varios convidados de piedra; y también una trayectoria liberal más mundana, observada a ras de suelo, que compone un relato en «clave menor», hurtando esa enjundiosa expresión que alguna vez empleó la antropóloga Ann Laura Stoler.
Respecto al panteón, en esta panorámica se inscriben autorías anómalas para el sentido común y los perfiles de clase que han predominado en la historia usual del liberalismo en Chile. Podríamos citar como ejemplo un precioso escrito de Santiago Ramos, «El Quebradino», pensador plebeyo de mediados del siglo XIX que los liberales de entonces marginaron de las postales contemporáneas (y futuras) por abordar los problemas del liberalismo desde una perspectiva popular y radicalmente igualitaria.
¿Qué decía Ramos? Una cuestión simple y quemante para las sensibilidades elitistas dentro de la corriente: «allí donde la igualdad no existe, la libertad es mentira». Lo dijo en 1846 y lo interesante es que en esta nueva coreografía de discursos lo de Ramos no es precisamente una anomalía o el exabrupto de un intelectual plebeyo de vocación corrosiva. En estas materias «El Quebradino» no estuvo solo. Basta pensar en el ya citado Recabarren, quien no era liberal, pero tenía claro que las libertades eran cruciales para el socialismo; o también en las primeras feministas que lucharon por el reconocimiento de la igualdad civil y política de la mujer, igualdad que los prohombres liberales regateaban con retórica excelsa en el debate público y el Congreso.
Menos plebeyo, pero no por eso más amable al refinado paladar liberal fue la figura del abogado Valentín Letelier. Discípulo de José Victorino Lastarria –uno que sí aparece en el canon oficial– Letelier elaboró una sofisticada interpretación del papel de las instituciones y el derecho en la creación de las condiciones para un despliegue sustantivo de las libertades. Su defensa de la activa intervención del Estado en los problemas sociales, el ánimo con que promovió una concepción pública de la educación, por no mencionar su elogio a la autoridad como requisito para ambos objetivos, lo sitúan como una figura incómoda para las genealogías liberales de sobremesa.
En 1889, criticando a quienes pretendían inhabilitar al Estado para satisfacer las necesidades sociales, señaló: «[l]a libertad que piden, en una palabra, es siempre en el fondo la libertad del privilegio exclusivo». Probablemente Letelier no sea ejemplo de la coherencia que hoy reclama el progresismo, pero eso termina siendo secundario a la luz de la tenacidad con que combatió el reduccionismo del pensamiento económico clásico y denunció la negligencia de una oligarquía embriagada en sus fábulas de modernidad periférica.
Los fortines del panteón liberal también se ven aquí desbordados por autorías femeninas, que sabemos tuvieron buenísimas razones para cuestionar la enajenación de los privilegios civiles y políticos prometidos a la humanidad por el liberalismo. Las luchas desplegadas por las mujeres para abolir las subordinaciones en cadena impuestas por la república masculina deberían ser parte constitutiva de la historia de las libertades, pero todavía no lo son en grado suficiente. Ya sea que partamos por el canon o el panteón, el resultado es el mismo. La buena noticia es que los nuevos estudios referidos a la prensa y la cultura escrita desde una perspectiva de género nos han mostrado que a lo largo del siglo XIX la presencia de mujeres en la esfera editorial fue más dinámica y significativa de lo que conocíamos. Ese empuje ha ampliado el espectro de los archivos y, con ello, los márgenes de lo decible.
La grieta que estos estudios han abierto es sustantiva para esta historia: dada la subordinación a la que estuvieron sujetas tanto en el ámbito privado como el público, las mujeres tuvieron mucho que decir sobre el significado y los límites de las libertades. En las demandas por una educación emancipadora, el reconocimiento de sus derechos civiles y políticos y en el combate a los prejuicios sociales que imposibilitaban la igualdad, mostraron la verdadera extensión de las promesas inscritas en el liberalismo como proyecto histórico.
Es probable que los feminismos actuales solo encuentren aquí vestigios de las primeras articulaciones del feminismo liberal, pero incluso con esa restricción el repertorio luce distinto, o al menos más complejo. Eso pasa cuando se leen con cuidado las tensiones que cruzan el prólogo que Martina Barros Borgoño firmó en 1872 para preparar la recepción de su traducción de The Subjection of Women de John Stuart Mill, o si se repara en la visión estructural de las subordinaciones que pesaban sobre las mujeres a propósito de la experiencia laboral de las funcionarias telegráficas, y que Micaela Ruiz retrata de manera magistral.
Sobre esto, es notable la agenda temática abordada por periódicos semanales como La Mujer, que asumió activamente la defensa del derecho a la educación pero sin reproducir el optimismo ingenuo que veía en la instrucción –y solo en ella– la solución a todas las desigualdades. El acceso a la educación se entendía como un acto de justicia, como un gesto impostergable que revertía brechas de siglos, pero ello no desactivaba la constatación de que los obstáculos más serios y decisivos estaban (también) fuera de los espacios educativos. Estos pocos ejemplos ya dicen mucho, pero también instalan un vértigo extraño, pues obligan a preguntarnos si hasta ahora no hemos hablado de las libertades mirando a los sujetos equivocados.
Decíamos que esta retrospectiva también se había pensado en «clave menor», y eso nos conduce a hablar de los criterios de selección de documentos. El primer norte fue poner atención en aquellas piezas que abordaran motivos transversales al problema de las libertades y a las diversas comprensiones del liberalismo: igualdad civil y política, derechos individuales, naturaleza y límites del poder del Estado, abolición de los privilegios, propiedad privada y libertad comercial. Aunque estuviesen asociados de forma oblicua a los motivos anteriores, se contempló también documentación relevante para la comprensión de «las cuestiones teológicas» y la descentralización territorial del poder, entendidos como conflictos centrales para la defensa de las libertades y la forja de la identidad de los partidos políticos liberales. Pero el despliegue de la pesquisa nos llevó a otras escenas.
La igualdad civil y política resaltó el problema de la desigualdad entre los sexos, y ello iluminó los pasadizos que conectaban la subordinación de la mujer al interior de la familia con su postergación en la esfera pública; el tema de la propiedad privada apareció en el debate sobre los límites a la voluntad paterna al momento de testar, en los desafíos conceptuales y políticos que las formas de propiedad indígena impusieron al derecho liberal, y en las jabonosas preguntas sobre qué concepto de propiedad debía aplicarse al regular la producción y consumo de bienes culturales.
En lo que respecta a derechos individuales, emergieron debates esperables, como la libertad de expresión y la esclavitud, pero también otros menos explorados, como la legitimidad de la pena de muerte, el uso de la tortura por parte de funcionarios del Estado o las disparidades de clase en el acceso a la justicia. También resultaron interesantes las evaluaciones sobre la libertad comercial, en particular por la forma en que su observancia tensionaba la aspiración a la independencia económica de países con pasado colonial.
El recurso a la libertad como resistencia al poder –en sus diversas manifestaciones– apareció en encuadres predecibles y también en algunos curiosos, o más bien curiosamente contemporáneos, como el rechazo a un proyecto de vacunación obligatoria que fue caricaturizado como parte de una conspiración autoritaria orquestada por los médicos y los burócratas del Estado.
Precisamente porque no podemos pensar futuros compartidos sin libertad, la libertad para amar, nombrarnos, unirnos y separarnos, libertad para ser otros y dejar de serlo, y precisamente porque esas libertades han sido siempre una fuente de rabiosa autonomía para quienes no se rinden ante las caras que adopta la opresión, nuestra tarea es disputar el significado de esta crucial palabra y recuperarla para las agendas emancipatorias que nos aguardan. Quizás este libro pueda ofrecer algunas pistas para contribuir a esa inmensa tarea.