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Néstor Kirchner, Evo Morales, Lula Da Silva y Hugo Chávez posando para una foto que pasó a la historia.

Sobre populismos y revoluciones pasivas

La nueva oleada de gobiernos progresistas en la región reedita un debate que, no por viejo, deja de tener actualidad. La interpretación canónica de las izquierdas sobre los populismos latinoamericanos merece ser revisada.

En plena crisis por los efectos de la pandemia, el momento político sudamericano entrega señales favorables para un nuevo ciclo progresista/populista en la región. Los gobiernos de derecha que proliferaron en los últimos años han hallado grandes dificultades para estabilizarse y afrontan un descrédito creciente, mientras invariablemente su principal oposición se consolida en las fuerzas políticas que protagonizaron la oleada progresista en la primera década de este siglo. Aún con recorridos bien distintos, los casos de Argentina, Bolivia y probablemente también Ecuador, en los próximos días, marcan una posible hoja de ruta para el futuro cercano de la región.

La posibilidad de este recambio ha impulsado diversas intervenciones respecto al balance del ciclo progresista y de los llamados populismos del siglo XXI. Allí, frente al antipopulismo dominante, de sesgo conservador, existe también una crítica desde posiciones de izquierda que reactualiza las históricas tensiones de dicha tradición frente a las experiencias de tipo nacional-popular.  

Diques de contención

A pesar de incorporar la dimensión ambiental como elemento novedoso, el espíritu de este tipo de críticas reedita la interpretación canónica de las izquierdas sobre los populismos clásicos latinoamericanos. Desde aquella perspectiva, dichas experiencias se construyeron como «diques de contención» a la radicalización de las masas y su carácter es esencialmente obturador de la acumulación política de los sectores populares. 

En esta lectura, los gobiernos populistas/progresistas se sostienen en la operación gatopardista que consiste en incorporar ciertas demandas subalternas a cambio de retener el control político sobre las masas. Para los populismos del siglo XXI, esta función histórica residiría en desactivar la capacidad autónoma de los movimientos sociales que protagonizaron tanto la resistencia a las experiencias neoliberales como las rebeliones populares de inicios de siglo que impulsaron el cambio de época.

Sin embargo, para esta mirada, la participación prometida a los movimientos sociales en los gobiernos progresistas viró rápidamente hacia la pérdida de autonomía de dichos grupos y su sumisión a una matriz estadocéntrica a partir de un verdadero proceso de «expropiación de las energías sociales». 

Aquí el mote populista adquiere todo su significado, al remitir a una tradición de largo aliento opuesta al rol de los liderazgos carismáticos de tipo nacional-popular («bonapartistas» o «cesaristas», en el lenguaje marxista tradicional) y a la presunta captura transformista de las dirigencias de las organizaciones populares efectuada bajo estos regímenes. De modo más general, en este tipo de análisis la función histórica de los populismos clásicos y actuales ha sido emparentada con la categoría gramsciana de revolución pasiva.  

Vuelta a las fuentes

En su estudio sobre el Risorgimento, Gramsci aplica el concepto de revolución pasiva al proceso por el cual los sectores moderados se impusieron a los grupos subalternos en la dirección política de la lucha por la unificación nacional y en la posterior conformación del Estado italiano moderno. De este modo, la revolución pasiva o revolución-restauración se vislumbra como proceso de conformación desde arriba de un Estado nacional, a la manera de un reformismo moderado dirigido por élites estatales que neutraliza la presencia de los elementos populares más radicales, diferenciándose así de una revolución de tipo jacobina.

En dicho contexto, Gramsci alude a la operación transformista como el proceso de incorporación de dirigentes provenientes de grupos radicales a la clase política tradicional. Esta función, para el sardo, no era otra cosa que la demostración de que los sectores moderados representaban un grupo social relativamente homogéneo cuya supremacía no se limitaba a la dimensión coercitiva, sino que era capaz de desplegar una verdadera «dirección intelectual y moral» sobre otros grupos sociales. Para Gramsci, una clase hegemónica, además de ser dominante, debía ser dirigente. 

Sin embargo, la noción de transformismo, estrechamente ligada en la definición gramsciana al despliegue hegemónico de un grupo social sobre otros, cede paso en su actualización antipopulista de izquierda a la idea de cooptación de los movimientos sociales como operación esencialmente manipulatoria y unilateral efectuada desde el Estado. 

La otra figura gramsciana aludida es la de cesarismo, heredada de la noción marxista de bonapartismo, ambas prototípicas de los primeros análisis de la izquierda tradicional frente a los populismos clásicos del siglo XX. La asunción de liderazgos carismáticos con apoyo popular y, en ocasiones, emparentados al ejército, propició la conexión con El 18 Brumario que, en el caso del peronismo, fue esgrimida por las fuerzas de izquierda de la época para condenar la movilización del 17 de octubre de 1945 y negar la condición de «auténticos obreros» a los gremios que allí se habían movilizado. 

En dicha ocasión, socialistas y comunistas echaron mano al mote de lumpemproletariado, junto a las consabidas advertencias de Marx y Engels respecto a la predisposición de estos sectores marginales a integrar las filas reaccionarias. Fueron estos partidos, que se proclamaban portavoces de la clase obrera, quienes más enérgicamente sintieron la necesidad de distinguir a las huestes peronistas del «verdadero» proletariado argentino.

Tras la caída de Perón, hacia fines de los 50, una lectura de este tipo sería reelaborada teóricamente por Milcíades Peña, un joven intelectual de origen trotskista que construyó una de las caracterizaciones paradigmáticas de la izquierda argentina respecto al peronismo. Para Peña, el ingreso masivo a la industria de trabajadores rurales sin experiencia de clase había disminuido la combatividad de la clase obrera y generado las condiciones para que se impusiera el proyecto de un sindicalismo construido y tutelado desde el Estado. 

En lugar de que los obreros fueran hacia los sindicatos, decía Peña, los sindicatos, a través de la Secretaría de Trabajo y Previsión (STP), fueron hacia los obreros. De este modo, afirmaba: «Perón hizo abortar, canalizando por vía estatal, las demandas obreras, el ascenso combativo del proletariado argentino, que se hubiera producido probablemente al término de la guerra. Porque es evidente que si Perón no hubiera concedido mejoras, el proletariado hubiera luchado para conseguirlas» [1].

Gramsci, inspirado en el trabajo de Marx sobre el bonapartismo, había desarrollado la idea de cesarismo como la intervención de una personalidad heroica cuyo liderazgo emergía en situaciones de empate catastrófico entre una fuerza progresiva y una regresiva. Sin embargo, esta resolución no tenía un sentido político per se, ya que podía existir tanto un cesarismo progresista como uno regresivo, y para el sardo era preciso no apresurarse a extraer conclusiones de forma esquemática y superficial sobre su sentido histórico. 

En ese sentido, en una de sus notas Gramsci previno acerca de los recaudos que era preciso tomar a la hora de analizar un movimiento de tipo cesarista, bonapartista o boulangista (por el general Boulanger, de fugaz popularidad en Francia entre 1896 y 1890). Su argumento estaba orientado por una crítica al economismo, que tenía por blanco a las corrientes más ortodoxas y deterministas dentro del marxismo. 

Ante un movimiento de tipo boulangista, Gramsci advertía que debía realizarse un análisis minucioso que evaluara: la composición social de las masas que adhieren a dicho movimiento, su función en el equilibrio de fuerzas, el significado de sus reivindicaciones y la conformidad de los fines con el fin propuesto. Y concluía: 

Solo en última instancia y presentada en forma política y no moralista, se plantea la hipótesis de que un movimiento de este tipo será necesariamente desnaturalizado y servirá a fines muy distintos de aquellos que esperan las multitudes adheridas. Por el contrario, esta hipótesis es afirmada en previsión, cuando ningún elemento concreto (y que aparezca por lo tanto con la evidencia del sentido común y no a través de un análisis «científico» esotérico) existe aún para confirmarla. De allí que tal hipótesis aparezca como una acusación moral de doblez y de mala fe o de poca astucia, de estupidez (para los secuaces). La lucha política se convierte así en una serie de hechos personales entre quienes lo saben todo, y han pactado con el diablo, y quienes son objeto de burla por parte de sus propios dirigentes, sin querer convencerse de ello a causa de su incurable estupidez. [2] 

Como ha dicho Juan Carlos Portantiero, es como si este pasaje hubiera sido dedicado a los análisis clasistas de los movimientos populistas en América Latina. Gramsci reclama un examen minucioso de cada experiencia boulangista (o populista, para el caso) respecto a la masa social que moviliza, sus reivindicaciones concretas y su rol en la relación de fuerzas en la que interviene. Solo de allí se podría desprender la hipótesis de que se trata un movimiento destinado a traicionar los reclamos de sus adherentes. Gramsci se burla, de este modo, de los análisis que, a priori, leen el vínculo entre las masas populares y los líderes movimientistas de este tipo en clave manipulatoria.

Fue precisamente el joven Portantiero de los años setenta quien elaboró una recepción de Gramsci en sintonía con una aproximación política desde la izquierda a las experiencias populistas, desde una perspectiva que pocos años después abandonaría definitivamente [3]. En aquel entonces, Portantiero observaba que la constitución política de las clases populares adquiría en Latinoamérica una trayectoria distinta a la del modelo canónico europeo en el que se basaban las tesis clasistas. 

Si la forma «europea» de constitución política había implicado un sucesivo crecimiento de luchas sociales que luego se expresaban como luchas políticas –típicamente, de la acción sindical al partido de clase–, la «desviación» latinoamericana consistía en que ese crecimiento era constitutivo de una crisis política y fundante de una nueva fase estatal en la que los sectores subalternos ingresaban al juego político sin haber agotado aquella presunta trayectoria de acumulación autónoma. Se trataba, en definitiva, de una lectura que veía en la intervención populista un momento decisivo de la constitución política de las clases populares antes que un bloqueo estatal a un hipotético camino de radicalización desde abajo.

Un bombero pirómano 

Recapitulemos lo dicho con un ejemplo histórico. El 25 de agosto de 1944, Perón, como Secretario de Trabajo y Previsión del gobierno militar, dio un célebre discurso en la Bolsa de Comercio frente a representantes del mundo de los negocios. A tono con la prédica anticomunista oficial, Perón explicó que las masas obreras no organizadas eran caldo de cultivo para la agitación del activismo comunista. 

La Argentina, decía el coronel, no era ajena a la consolidación global de las ideologías extremas que él mismo había podido comprobar en su travesía europea, y la inminente posguerra no haría más que profundizar su difusión. «Está en manos de nosotros», agregó, «hacer que la situación quede resuelta antes de llegar a ese extremo, en el cual todos los argentinos tendrán algo que perder, y en forma directamente proporcional a lo que uno posea: el que tenga, así, mucho, lo perderá todo, y el que no tenga nada, quedará como antes». El auditorio, naturalmente, estaba compuesto de la primera clase de argentinos.

Para Perón, la solución a este problema estaba en el accionar preventivo del Estado, que debía dejar su «abstencionismo suicida» para garantizar una justa regulación a la relación entre patrones y obreros. Ello apuntaba a suprimir lo que el funcionario indicó ante el auditorio como las causas de la agitación: la injusticia social. De este modo, al exagerar la influencia comunista en los trabajadores argentinos, Perón ofrecía una solución a los empresarios que consistía en que ellos cedieran una parte de su ganancia a cambio de desterrar los peligros de la rebelión: «Es necesario saber dar un treinta por ciento a tiempo que perder todo después», graficó. 

De este modo, el célebre discurso de la Bolsa parece hecho a medida de las lecturas que ven en la intervención populista un dique de contención a la radicalización de la masas. En él, a la manera de una revolución pasiva, se proponía una solución de compromiso cuyo objetivo era desactivar el impulso autónomo de los sectores populares. Perón, en el intento de ganarse la confianza de los empresarios, dramatizaba el impacto de una agitación inminente de la clase obrera y proponía a la clase propietaria la entrega de ciertas concesiones para lograr el ingreso domesticado de los trabajadores al Estado.

Lo que ocurrió, sin embargo, fue que esta inestimable colaboración de Perón con la salvaguarda del orden burgués no fue correspondida por la burguesía.

Como han mostrado diversos estudios históricos, faltó en aquellos hombres de negocios la sensación de amenaza de un movimiento obrero combativo, que en los países fascistas había llevado a los círculos patronales a acompañar políticas de reformas laborales, aún al precio de sacrificios inmediatos.

Por el contrario, si había una preocupación entre los presentes esa era la propia política social del coronel en la STP que, como ha dicho Juan Carlos Torre, en lugar de pacificar, lo que hacía era aumentar el estado de movilización del mundo del trabajo para invitar luego a las clases propietarias a actuar en consecuencia [4]. En definitiva, para los hombres de negocios, Perón se comportaba –en palabras de Alain Rouquié– como un bombero pirómano, que provocaba incendios para ser luego llamado a apagarlos. 

Una solicitada firmada por más de trescientas entidades patronales en mayo de 1945 sintetiza esta posición contra el accionar de la STP. En ella se expresaba «la intranquilidad creciente de un ambiente de agitación social que venía a malograr la pujante y disciplinada eficiencia del esfuerzo productor, y cuya gravedad hallaba origen en el constante impulso que se le deparaba desde dependencias oficiales». Y agregaba: «Nos referimos a la creación de un clima de recelos, de provocación y de rebeldía, en el que se estimula el resentimiento y un permanente espíritu de hostilidad y reivindicación».

En lugar del dique de contención que Perón había prometido a los empresarios en la Bolsa de Comercio, a los ojos de estas entidades la intervención de la STP había generado lo que se consideraba la cuestión más grave de todas: un clima extendido de rebeldía y reivindicaciones obreras que amenazaba con trastocar la disciplina laboral. 

En los lugares de trabajo, la burguesía argentina fue la primera en notar cómo aquella renovada y fortalecida clase obrera, conformada «heterónomamente» a partir de la intervención populista, empezaba a librar no solo una verdadera lucha de clases a la criolla, sino un proceso aún más profundo, el del quiebre de los lugares previamente establecidos en la comunidad política.

Asumir las contradicciones (y jerarquizarlas)

A nuestro criterio, a pesar de que efectivamente no puede perderse de vista la veta ordenancista del populismo, la centralidad del componente de pasivización o desmovilización que tiene lugar en el modelo de revolución pasiva no puede ser asimilado a esas experiencias históricas. 

Tanto los populismos clásicos como los del siglo XXI trazaron el contorno de un sujeto popular que no estaba necesariamente contenido en el desarrollo del movimiento social preexistente, por lo que su intervención frecuentemente se tradujo en la aparición de nuevas conflictividades generadas desde arriba y no meramente en el intento de temperar y desactivar tensiones previas.

Finalmente, es cierto que los populismos, con la inestimable colaboración de muchos antipopulistas, recurrentemente han suscitado enfrentamientos en forma dicotómica, con escasa voluntad a la exploración de matices, que terminan cayendo en la simpleza del maniqueísmo. También es cierto que esa división estática suele ignorar nudos de conflictividad social y demandas postergadas que terminan relegadas por ambos polos del debate público. 

Sin embargo, si bien es necesario pensar por fuera de las dicotomías, menos recomendable es declararlas estériles e intervenir como si ellas no existieran. Las polarizaciones también expresan fuerza social organizada, remiten a tradiciones enquistadas en la vida nacional y condensan los espacios privilegiados de conflicto que atraviesan a una sociedad, invadiendo el sentido común y politizando la vida cotidiana. 

En ese sentido, asumir la relevancia de las contradicciones de un momento político determinado no supone negar las contradicciones que anidan hacia su interior, sino clasificar su jerarquía.

 


Notas

[1] M. Peña (1971). Masas, caudillos y elites. La dependencia argentina de Yrigoyen a Perón. Buenos Aires: Fichas, p. 71.

[2] A. Gramsci (1984). Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno. Buenos Aires: Nueva Visión, p. 46.

[3] J. C. Portantiero (1981). Los usos de Gramsci. México: Folios.

[4] J. C. Torre (1990). La vieja guardia sindical y Perón. Buenos Aires: Sudamericana.

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