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Joe Biden pronuncia un discurso en el Centro Comunitario William Hicks Anderson, el 28 de julio de 2020 en Wilmington, Delaware. Mark Makela / Getty

El «Make America Great Again» de los demócratas

El Plan de Rescate Estadounidense ha sido recibido con un exaltado optimismo por parte de algunos sectores progresistas. ¿Efectivamente significa el fin de la disciplina fiscal neoliberal?

El programa de estímulo económico de Biden (conocido como el Plan de Rescate Estadounidense), aprobado el pasado 10 de marzo por el Senado norteamericano, supone un monto de 1,9 billones de dólares y concede cheques (por 1400 dólares), seguros de desempleo, crédito tributario por hijos y una serie de beneficios sociales más. Esta medida ha suscitado diferentes apreciaciones en cuanto a su significado y planteado interrogantes sobre las perspectivas del gobierno demócrata en el ámbito económico.

Detrás de la austeridad de la política fiscal estadounidense de las últimas décadas se encuentra una determinada relación entre dos esferas importantes en una economía capitalista: el Estado y el mercado. Resumiendo la postura estadounidense que ha dominado desde la época de Reagan, Bill Clinton planteó en su toma de posesión que «El gobierno no es la solución a nuestro problema, el gobierno es el problema». Por ello declaraba la guerra al déficit público que, desde la posguerra y junto con los gastos militares, desempeñaba un importante papel en el desarrollo de la economía al tiempo que expresaba precisamente la presencia del Estado bajo la forma de una red de servicios públicos que, una vez replegado el gobierno, pasarían a formar una parte más de la esfera del capital. 

En este contexto, el Plan de Rescate se ha interpretado con exaltado optimismo no solo como un alejamiento de la política económica neoliberal sino como un reconocimiento de su inoperancia para resolver los más apremiantes problemas sociales. En efecto, sostiene Vanden, con la aprobación del paquete «por fin, un presidente demócrata está declarando que la era del gobierno pequeño ha terminado». 

Más aun: podría pensarse que lo que Biden está anunciando es que el consenso de Washington, que favorece la desregulación, la austeridad y las políticas comerciales a favor de las empresas, está en bancarrota. Así, varios observadores declararon prematuramente el fin del Reaganismo, punto de vista que dominó los escaparates en 1980 y que promulga que los programas gubernamentales no pueden hacer ningún bien.

Incluso para Larry Summers, uno de sus principales críticos, «la ambición [del paquete de Biden], su rechazo a la ortodoxia de la austeridad y su compromiso con la reducción de la desigualdad económica son todos admirables».

Desde luego que tales valoraciones positivas sobre el Plan no lo exentan de las divergencias que suscita el análisis de sus probables impactos económicos. Estos impactos pueden resumirse fundamentalmente en su capacidad de impulsar la recuperación económica pospandémica, sus posibles efectos sobre la inflación, la sostenibilidad del déficit público y la situación del sistema financiero estadounidense. 

En este artículo presentamos un panorama sobre la política económica de la administración Biden frente a la pandemia y la tercera crisis económica en lo que va del siglo, cuya principal punta de lanza consiste en el llamado Plan de Rescate Estadounidense. 

Alcance, tamaño y perspectivas del Plan de Rescate Estadounidense

En palabras del senador John Thune durante la audiencia de confirmación de Janet Yellen como Secretaria del Tesoro, «de lo que nadie parece estar hablando más es la enorme cantidad de deuda que seguimos acumulando como nación» (fuera de los republicanos, que durante la discusión del Plan de Biden volvieron a propugnar por la ortodoxia fiscal –aunque su perjura fuese solo para obstruir al gobierno demócrata– y las subsiguientes preocupaciones sobre la inflación a partir un abultado déficit público). 

Varios economistas han expresado su beneplácito hacia el paquete en tanto que, como sostiene Stiglitz, «el plan de Biden promete grandes resultados, ya que incorpora los elementos fundamentales de la respuesta necesaria» a los problemas derivados de la pandemia.

Las primeras resistencias al plan de Biden fueron desestimadas bajo el argumento, esgrimido por Yellen, de que «sin acción mayor, la recesión será larga y dolorosa», por lo que resulta prioritario fortalecer los gastos y «preocuparse luego del déficit fiscal», así como de las «cicatrices a largo plazo en la economía» estadounidense. En esta línea, se ha establecido un cierto consenso entre economistas respecto a que, aunque los riesgos de aumentar demasiado el estímulo son reales, achicarlo podría ser aún más arriesgado. Pero tal argumento, sin embargo, siguiendo a Summers, «no justifica ningún nivel (determinado) de estímulo». De manera que el debate ha girado más en torno al tamaño, alcance y perspectivas que a la necesidad misma del Plan Biden.

¿Cuánto estímulo se necesita? ¿Cuál es el tamaño del estímulo requerido? Para Larry Summers, quien se desempeñó como secretario del Tesoro bajo Bill Clinton y como director del Consejo Económico Nacional bajo Barack Obama, el paquete de ayuda por 1,9 billones de dólares parece muy grande juzgado en relación con la brecha de producción macroeconómica, pues «mientras que el estímulo de Obama fue aproximadamente la mitad del déficit de producción [en la crisis del 2008], el estímulo de Biden propuesto es tres veces mayor que el déficit proyectado. En relación con el tamaño de la brecha que se está abordando, es seis veces mayor». Una posición semejante sobre el tamaño desmesurado del paquete de estímulo es compartida, entre otros, por Olvier Blanchard.

La preocupación de Summers reside en «que genere presiones inflacionarias de un tipo que no hemos visto en una generación» con consecuencias para el valor de la economía, el dólar y la estabilidad financiera, así como que merme «nuestra capacidad para reconstruir mejor a través de la inversión pública» debido a la dificultad para aprobar nuevos planes en el futuro.

Relacionado al monto del plan está, también, la cuestión de su duración. El riesgo, apuntado por Kashkari (presidente del Banco de la Reserva Federal de Minneapolis) se relaciona con que, a semejanza de las decisiones de política durante la crisis de 2008, las autoridades siguen subestimando cuánto durará la pandemia. 

Por ello, en lugar de estimar una fecha en la que la pandemia habrá «terminado», se requiere determinar el plazo de acuerdo al estado del mercado laboral (que aún no da muestras de restablecerse por completo en el mediano plazo), para ayudar a las familias y las pequeñas empresas hasta que la pandemia termine. Esto se trata, en otras palabras, de vincular el apoyo fiscal a la recuperación del mercado laboral en lugar de a una fecha –arbitraria– de «finalización de la pandemia».

El alcance del Plan Biden es otra cuestión controversial, relacionada con la naturaleza de la crisis actual. A decir de Kashkari, el objetivo de dicho apoyo fiscal no es proporcionar el estímulo económico tradicional, como cuando las autoridades utilizan la política fiscal para llenar un vacío en la demanda agregada.

En efecto, las medidas solo tendrían sentido si la recesión fuera causadas por una demanda insuficiente de los consumidores. No obstante, el plan de Biden parece suponer que la recesión se debe a un poder adquisitivo y un gasto de los consumidores insuficientes [Olsen, 2021]. Las brechas de producción que persisten en algunos sectores de la economía estadounidense no reflejan, sin embargo, la falta de ingresos disponibles, sino más bien las restricciones a la movilidad derivada de las medidas de confinamiento y una cautela generalizada por parte de los consumidores. 

Esto significa que, incluso tras la reapertura total de actividades posterior a la vacunación, la «brecha del PIB» a que hacía referencia Summers tardará en cerrarse, porque muchos sectores seguirán operando por debajo de la capacidad normal durante algún tiempo más. Por ello, sostiene Olsen, en las circunstancias actuales la brecha de producción y la tasa de desempleo son engañosas: reflejan los efectos de la pandemia en diferentes sectores y no una debilidad generalizada de la demanda.

De aquí el planteamiento de un punto central en el escrutinio del Plan de Biden: el problema de la inflación como la parte acaso más espinosa de cuantas perspectivas económicas plantea. Como se recordará, en la era pre-reagonomics el déficit público representó inflación. De suerte que, como señala Powell, «hace cuarenta años, el mayor problema que enfrentó la economía estadounidense, fue la inflación alta y en aumento». 

Desde entonces, la política monetaria establece la meta de inflación como su objetivo principal. De ahí la preocupación central de Larry Summers por el riesgo de sobrecalentamiento de la economía, al que se asocian presiones inflacionarias. Un riesgo digno de consideración, que conduce a un terreno ignoto porque, como apunta Summers, «no tenemos experiencia con estímulos fiscales como el que estamos considerando» y tampoco sobre su impacto en las expectativas de inflación.

No obstante, para el Tesoro estadounidense las prioridades son diferentes: «no abordar la pandemia y el daño económico que está causando probablemente nos dejaría en una situación fiscal peor». 

Dos motivos pueden estar detrás de la intrepidez con que procede la administración Biden. El primero, de orden técnico: la curva de Phillips, la relación entre inflación y desempleo, es muy plana, por lo que el aumento de la demanda conduce a poca o ninguna inflación. Lo cual, como postuló la FED en un simposio reciente, aleja a la inflación como principal problema económico. 

El segundo es un factor de orden coyuntural. La perspectiva inflacionaria se aleja del horizonte inmediato si se toma en cuenta que los hogares ahorran la mayor parte de las nuevas transferencias (o, por lo menos, posponen su consumo). Resulta poco probable que el estímulo produzca mucha demanda adicional, lo que significa que también es poco probable que estimule la presión inflacionaria. Por lo demás, gran parte del gasto sostenido con los estímulos se destinará a bienes que se pueden importar. En ese caso, es la balanza comercial de Estados Unidos la se deterioraría aún más, beneficiando principalmente a los productores europeos y chinos (y en alguna medida también a los mexicanos).

Si el Paquete demócrata ayuda a conservar la capacidad productiva, evitar el quiebre de empresas y reducir la pérdida de empleos a raíz de las medidas de confinamiento, las bases para la fase de recuperación tendrán un mejor punto de partida que si se permite la quiebra de empresas y el aumento del desempleo sin más. Sin embargo, no se trata únicamente de sortear el confinamiento sino que, como apunta el propio Summers, «una parte sustancial del programa debería estar dirigida a promover un crecimiento económico sostenible e inclusivo durante el resto de la década y más allá, no simplemente a respaldar los ingresos de este año y el próximo».

¿Disciplina fiscal neoliberal o déficit público inflacionario?

Cabe preguntarse cuáles son los costos de volverse conservador ahora, no solo para las cifras económicas de primera línea sino también para la vida de la gente común. Por lo pronto, el Plan de Rescate Estadounidense representa un esfuerzo temerario hacia tierras ignotas, con el principal fin de reducir el impacto macroeconómico del COVID-19 en la economía y mejorar su capacidad para recobrar una posición dominante frente a otras potencias imperialistas en la apuesta demócrata –objetivo común con los republicanos– del Make America Great Again.

El paquete, caracterizado como «el acto más audaz de la política de estabilización macroeconómica en la historia de Estados Unidos» no  representa, empero, un giro súbito ni respecto al neoliberalismo ni tampoco frente a la trayectoria de las políticas monetarias no convencionales empleadas desde el inicio de la pandemia. Deben interpretarse conjuntamente: lo que se buscó fue salvaguardar el sistema financiero y preparar las condiciones para la fase de recuperación evitando la insolvencia de millones de trabajadores desempleados, víctimas de la crisis económica y las políticas sanitarias equivocadas. No obstante, a diferencia del New Deal rooseveltiano, en el Plan de Rescate de Biden hay una arista que brilla por su ausencia: las inversiones públicas para ampliar la capacidad productiva.

En conjunto, las dos facetas de la política fiscal estadounidense contemporánea (tanto la conservadora disciplina fiscal de los años noventa como la «keynesiana» actual) tienen en común que mediante diferentes mecanismos han representado una política favorable al capital financiero. La política de disciplina fiscal creó una estabilidad monetaria favorable a las ganancias financieras, además de auspiciar dos burbujas especulativas: la dotcom y la de las hipotecas subprime

Si desde ciertos sectores progresistas el Plan de Rescate de Biden es visto como un giro del neoliberalismo en el terreno fiscal, baste oponer a sus ilusiones el frenesí que experimentan las bolsas y principales índices bursátiles en Wall Street. Los billonarios paquetes de estímulos de Trump y Biden son igualmente benéficos para la oligarquía financiera internacional. 

Entretanto, las autoridades económicas atemperan los temores por la sostenibilidad del déficit público y la inflación que comporta la ingente emisión de capital ficticio (que para Marx se compone de la deuda pública, el capital accionario y el dinero de papel fiduciario, a los que hay que añadir en sus formas ulteriores, los derivados financieros) señalando que el momento de repensar los problemas presupuestarios a largo plazo de la nación es «cuando el sol vuelve a asomarse a través de las nubes», en palabras de Yellen. Pues, como sostiene Krugman, «en la medida en que la inflación sea un riesgo, ese es un argumento para buscar formas de limitar ese riesgo, no para escatimar en el alivio de Covid».

Como sostuvo el economista de la Internacional Comunista Eugen Varga al analizar la situación de la Europa de la posguerra (específicamente, los créditos de guerra), cuando ese momento llegue el capitalismo en crisis habrá logrado «trasladar la carga a la próxima generación creando capital ficticio», como lo hace también la Unión Europea, cien años después, emitiendo deuda mediante el «Plan Próxima Generación». 

 

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