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Una genealogía tecno-feminista de las biopolíticas subalternas

La experimentación e invención tecno-materialistas de los movimientos feministas y LGTTBIQ+ resultan centrales para repensar modos alternativos de gobierno del cuerpo y reinventar una biopolítica desde abajo a la altura del presente pandémico.

Xenofeminismo, de Helen Hester (2019) nos ofrece un excelente punto de partida para comenzar a construir otra genealogía de las biopolíticas desde abajo. Allí Hester se propone desarrollar un feminismo «tecnomaterialista, antinaturalista y abolicionista del género» (Ibid: 19). Es decir, un feminismo que propone evitar un rechazo de la tecnología (y sus saberes) para partir de la constatación de su centralidad como «parte de la urdimbre y trama de nuestras vidas cotidianas» (Ibid: 21). Una trama tecnomaterial que debe ser pensada precisamente como «ámbito de potencial intervención feminista» (Ibid). 

Las tecnologías, dice Hester, son sin duda «fenómenos que pueden ser utilizados para incrementar el control y la dominación de los cuerpos trabajadores» pero constituyen también «sitios de enormes posibilidades para la izquierda feminista» (Ibid). Esta potencialidad radica en el antinaturalismo inherente a la intervención técnica que hace de la naturaleza (del cuerpo) no un sucedáneo materialista de la trascendencia, «un basamento esencializado», sino un «espacio de conflicto atravesado por las tecnologías» (Ibid: 25). Se trataría, dice Hester, de hacer del cuerpo «un lugar pasible de intervención tecnolopolítica feminista […] contra la idea de un sufrimiento inevitable» (Ibid: 30). 

Es en la tercera sección del libro, Tecnologías xenofeministas, donde Hester se propone recuperar del archivo de las luchas de género modelos para pensar este «tecnofeminismo emancipatorio». En lo que sigue, buscaremos reponer, ampliar e interrogar este archivo de biopolíticas subalternas.

Tecno-feminismos reproductivos

El caso central para el análisis de Hester es el movimiento feminista de autoayuda [Feminist Self-Help Movement] por la salud de las mujeres de los años setenta en Estados Unidos. Frente a un sistema médico y legal que criminalizaba el aborto y, en un sentido más amplio, concebía a la mujer como incapaz de conocer, pensar y decidir sobre su salud sexual y reproductiva, diversos colectivos feministas se propusieron la construcción de comunidades de exploración y cuidado del cuerpo en las que la cuestión del placer no ocupara un lugar secundario o invisible. 

Se reapropiaron, para esto, de artefactos médicos existentes (como el espéculo) o construyeron nuevos artefactos (como los dispositivos de extracción menstrual), elaborando protocolos de atención colectiva y abortos autoadministrados capaces de replicarse por fuera del circuito médico establecido. Para todo esto, las mujeres tuvieron que sortear la subestimación y el retaceo de información de los propios expertos y acceder, muchas veces de forma clandestina, a las bibliotecas médicas con el objeto de sistematizar una relectura feminista del conocimiento acumulado a la luz de la propia experiencia de autoexploración y autocuidado. En resumen, se trató de una refuncionalización de las técnicas y una circunvalación de las autoridades establecidas (gubernamentales y médicas, políticas y/o académicas) como métodos de diseño de nuevas tecnologías feministas de cuidado.

Encontramos en este proyecto, tal como lo define Michelle Murphy en Seizing the Means of Reproduction: Entanglements of Feminism, Health, and Technoscience [Tomar los medios de reproducción: enredos del feminismo, la salud y la tecnociencia] (2012), un «feminismo en la biopolítica» y un «feminismo como biopolítica» [feminism as/in biopolitics]. Frente a la encrucijada de una creciente politización y tecnificación del gobierno de la vida, aquellas mujeres se propusieron, dice Murphy, «reorganizar concretamente las condiciones materiales, técnicas y sociales por medio de las cuales la responsabilidad en el gobierno de la sexualidad pudiera estar ligada a las mujeres como individuos y no al Estado, los expertos o las fuerzas de mercado» (Ibíd: 2). 

Se trataría, entonces, de un feminismo construido como «contraconducta tecnocientífica» (Ibíd: 3). El objetivo de tomar por asalto los medios de reproducción implicó, de esta forma, un cuestionamiento y reapropiación de los saberes y las técnicas médicas que gobernaban el cuerpo sexuado y potencialmente gestante antes que un rechazo abstracto de cualquier artificio médico en nombre de la supuesta naturalidad del cuerpo y su potencia reproductiva. Así, el cuerpo de las mujeres podría pasar de ser un mero objeto de conocimiento y decisión exterior a locus de una subjetivación, agrupamiento e intervención tecnofeminista. Un programa de desarrollo y difusión de tácticas no-expertas de autogobierno biopolítico de sí; una forma (feminista) posible de política de las gobernadas (Ibíd: 20).

La experiencia de la lucha feminista por los derechos sexuales, reproductivos y no repoductivos en Argentina y América Latina constituye un caso más cercano de aquella refuncionalización y reapropiación de los dispositivos y los saberes médicos planteada por Hester y Murphy. En una región donde el aborto sigue criminalizado para la mayoría de los cuerpos gestantes, diversos colectivos feministas han construido líneas de ayuda y acompañamiento a la vez que sistematizado protocolos clandestinos de aborto con pastillas como forma de acceso a la interrupción del embarazo por fuera de los marcos médico legales vigentes. 

Como dicen Sandra Salomé Fernández Vázquez y Lucila Szwarc: «el uso abortivo del misoprostol ha brindado a las feministas una posibilidad que combina acción directa, agenciamiento, redistribución de conocimiento y que permite romper con el monopolio del saber médico con respecto al aborto seguro» (2018: 167). El aborto medicamentoso es resultado del cruce entre la reapropiación del saber y la práctica biomédica, la politización feminista y colectiva del cuerpo, la construcción de comunidades activistas y la recuperación de la experiencia concreta de las propias personas gestantes –principalmente de mujeres migrantes, que fueron el vector incial de difusión del aborto con misoprostol– en un proceso múltiple de transferencias militantes de saberes que llega a atravesar e involucrar, en un continuum, incluso a los propios profesionales de la salud (Fernández Vázquez y Szwarc: 2018). 

Al mismo tiempo, este saber acumulado en la experiencia de autogestión de abortos clandestinos ha constituido un insumo importante para los proyectos de legislación redactados y propuestos por el propio movimiento feminista en la Argentina. En un sentido similar, los feminismos latinoamericanos han problematizado con particular intensidad en los últimos años la atención de la gestación y el parto por el sistema médico, no solo denunciando la violencia obstétrica ejercida sobre las personas gestantes sino diseñando nuevas formas de gestar y parir sostenidas en una similar reapropiación, crítica y difusión entre las «no expertas» de los saberes y técnicas obstétricas.

Podemos pensar entonces en esta amplia reapropiación y transformación feminista del saber y las técnicas médicas como un primer modelo de biopolítica desde abajo. Se trataría de procesos en donde la materialidad del cuerpo, el cuidado de sí y de les otres y la crítica y reapropiación de los saberes y las tecnologías del gobierno de la vida se articulan en procesos de subjetivación y autobjetivación excedentes a las normas de las instituciones biomédicas, a la autoridad de los expertos, a la legislación gubernamental y/o a la decisión estatal. Procesos en donde los dispositivos que hacen del cuerpo un objeto de saber y de gobierno pueden transformarse en herramientas para diseñar prácticas de autogobierno del cuerpo por parte de aquellas mismas personas que lo portan, sufren y disfrutan.

El saber de les infectades y la biopolítica queer

Partiendo de esta primera experiencia, Hester traza una línea de continuidad con los activismos queer, trans e intersex, permitiéndonos continuar delineando una genealogía expansiva de las biopolíticas subalternas. El «eslabón vital de la cadena que une a la autoayuda de la segunda ola con la atención contemporánea de la salud queer y trans fue el activismo ligado al VIH/sida durante las décadas de 1980 y 1990» (Hester, 2019: 126). Precisamente aquella misma experiencia que Sotiris recuperaba como ejemplo primero de la biopolítica desde abajo. Hester retoma, en particular, el testimonio del Cónclave de Mujeres del colectivo ACT UP, quienes, en Women, Aids and Activism, afirmaban: «las personas con sida se ven obligadas a convertirse en expertas en sus cuerpos, tratamientos contra el VIH y estrategias de mantenimiento y bienestar. Este modo de empoderamiento a través del conocimiento nos retrotrae al movimiento de autoayuda por la salud de las mujeres de los años setenta». 

En Impure Science. AIDS, Activism, and the Politics of Knowledge [Ciencia impura. Sida, activismo y políticas del conocimiento], Epstein (1996) ofrece una potente historia del activismo queer centrada precisamente en la radicalidad con que se propusieron apropiarse, cuestionar y transformar las formas de hacer ciencia y medicina frente a la epidemia del VIH/sida. La particularidad de este activismo reside, para Epstein, en el hecho de no haber limitado su acción a la de un colectivo de pacientes que demanda mayor financiamiento para la atención de la enfermedad. El activismo queer contra el VIH/sida logró algo novedoso: establecer su credibilidad y autoridad como «base alternativa de expertise» (Ibíd: 8). Se trata, dice Epstein, «del primer movimiento social […] en lograr la conversión a gran escala de las víctimas de una enfermedad en activistas-expertos» (Ibíd). 

Epstein detalla cómo esta transformación de las personas legas en expertes del propio cuerpo y de la infección implicó una verdadera politización del «paciente educade» contra la autoridad cerrada de los expertos médicos y científicos. Les activistes se autoformaron en virología, inmunología y epidemiología, cuestionaron los prejuicios homo, lesbo y transodiantes de la investigación y los tratamientos en curso, se propusieron tener voz en la investigación y en los ensayos clínicos, construyendo un conocimiento colectivo sobre la enfermedad y los tratamientos y desarrollando incluso ensayos clandestinos de drogas antirretrovirales. 

El salto del activismo contra el VIH/sida en relación con el movimiento feminista por la salud residiría precisamente en esto: en haber logrado extender de forma efectiva el cuestionamiento de la práctica médica en un involucramiento activo en la investigación biomédica misma (Epstein: 1996: 10). Involucramiento que establecía la competencia de les propies infectades en todos los niveles de la discusión científico-médica sobre la epidemia: etiología, detección, diagnóstico, tratamiento, prevención y cura. 

Otros tres puntos a subrayar hacen de Act-up y del activismo queer contra el VIH/sida una experiencia fundamental para pensar hoy la biopolítica desde abajo. Un primer punto: contra el pánico social al contagio y contra las respuestas moralizantes que reforzaban lógicas heterocentradas, mononormadas y antisexo (abstinencia) de cuidado del cuerpo, el activismo queer insistió en la necesidad de tomar en sus manos la batalla por el diseño de protocolos de profilaxis y la construcción pública de aquello que constituiría el «sexo seguro». Frente a un virus que tocaba la vida precisamente en su carácter de vida sexuada y al cuerpo en cuanto materia erótica, se trataba de combatir toda reducción del cuerpo amenazado a una naturaleza fija y trascendente que debiera ser protegida contra los riesgos perversos del placer y del deseo. La vida a ser protegida contra el VIH no debería ser una vida desprovista de la libertad de disfrutar del propio cuerpo, y de disfrutarlo incluso en formas «antinaturales».

Un segundo punto, subrayado también por Epstein: el activismo anti VIH/sida no delineó su contestación de los saberes y prácticas biomédicas en base a un rechazo abstracto de todo gobierno o saber, sino a partir del reconocimiento de su propia dependencia del cuidado médico. La desconfianza de las personas queer contra las instituciones médicas conocía ya una larga y dolorosa historia (jalonada por los enfrentamientos contra la patologización médica y psi de cualquier orientación sexual o identidad de género no cis-hetero) que estaba en la base de esta autotransformación en expertos y expertas frente al VIH. Pero lo cierto es que una intervención efectiva contra la epidemia no podía reducirse a una oposición puramente negativa frente a las autoridades médicas y científicas. 

La dependencia de la investigación biomédica para desarrollar tratamientos efectivos contra el virus separaba al activismo queer de una mera política de desconfianza o de rechazo de la ciencia y la tecnología. Reconociendo esta dependencia en la que se jugaba la vida y la muerte, no se trataba entonces de limitar el alcance del saber y los dispositivos médicos de gobierno del cuerpo infectado sino de obligarlos a considerar en su contenido mismo la experiencia, las decisiones y los deseos de estos pacientes devenidos crecientemente en sujetos expertos de su propia objetividad biológica. No rechazo del saber y su gobierno, o del gobierno y su saber, sino cuestionamiento y reapropiación del saber mismo como resultado de la dependencia vital que configuraba el virus.

Un tercer punto: surgido en la comunidad LGTTBIQ+, dramáticamente afectada por la propagación inicial del virus, el activismo contra el VIH/sida expandió su alcance a todos aquellos cuerpos potencialmente en riesgo como resultado de la discriminación y criminalización gubernamental (trabajadores sexuales, drogadependientes, población carcelaria y migrante, etc..) tanto como al conjunto de problemas que intersectaban con la enfermedad. El movimiento implicó un amplio proyecto de alianzas interseccionales y acción expansiva que, partiendo de la politización del propio cuerpo y del saber que lo toma como objeto, se difundió en un sentido no particularista pero tampoco abstractamente universalista. Tal como lo plantea David Halperin (2007) en San Foucault. Para una hagiografía gay, la respuesta de la comunidad a la epidemia fue un «movimiento político […] genuinamente queer […] la lucha contra el sida vincula la resistencia gay y la política sexual con la movilización social en torno de cuestiones como la raza, el género, la pobreza, el encarcelamiento, el uso de drogas intravenosas, la prostitución, la fobia sexual, las representaciones de los medios de comunicación, la reforma del sistema de salud, las leyes de inmigración, la investigación médica y el poder y la responsabilidad de los ‘expertos’» (2007: 85). 

El activismo queer se evidencia así como un potente archivo para reconstruir hoy una biopolítica desde abajo

Resulta interesante remarcar que esta conexión parece haber sido experimentada y pensada por aquel mismo activismo. El libro que les activistes de Act-up, dice Halperin, llevaban en sus camperas de cuero era precisamente La voluntad de saber (2007: 32-3). Según Halperin, fue la politización de la verdad y el cuerpo central a la obra de Foucualt lo que constituyó «un aporte crucial para la política de resistencia gay y lesbiana en la época del sida» (Ibíd: 142). El hilo que los une reside precisamente en este intento por parte de los cuerpos queer –«quienes por mucho tiempo hemos sido los objetos más que los sujetos del discurso de los expertos sobre la sexualidas […] con el efecto de desautorizar nuestras experiencias subjetivas y negarnos el derecho a expresar un saber sobre nuestras propias vidas» (Ibíd: 63)– de «tratar a la homosexualidad como una posición desde la cual se puede conocer, como una condición legítima de conocimiento» (Ibíd: 82). 

El cuerpo sexuado, el cuerpo desviado, el cuerpo infectado, el cuerpo objeto del saber médico como locus legítimo de puesta en cuestión de los saberes y los dispositivos de gobierno y como sitio de invención de nuevos saberes y técnicas. Aquel paso, dado con vital urgencia frente a la amenaza de la epidemia del VIH/sida, de objeto del saber a sujeto de una resistencia que atraviesa el saber mismo (y, especialmente, el saber de sí mismo en cuanto objeto viviente) es lo que permite a Halperin concluir que «si Foucault nunca hubiera existido, la política queer habría tenido que inventarlo —y tal vez lo ha inventado o, al menos, reinventado en parte» (Ibíd: 142).

Transactivimos : nuevas tecno-bio-políticas del cuerpo

Como señalaba anteriormente, siguiendo también a Hester, la lucha de los transactivismos ha reactualizado, por su parte, estos proyectos de politización del cuerpo, cuestionamiento del saber médico, empoderamiento a través del conocimiento e intervención tecno-materialista. Son estas experiencias las que pueden ayudarnos a profundizar y ampliar aún más potentemente una primera genealogía de la biopolítica desde abajo

Las personas trans* han producido nuevos y potentes modelos de intervención tecno-materialista, no solo en su lucha contra la patologización y la medicalización forzada, sino también por medio de la reapropiación, muchas veces por fuera de los canales médicos institucionales, de las técnicas de hormonización y de transformación del cuerpo. Al respecto, Hester nos recuerda la experimentación teórico-corporal con la hormonización, el biodrag y el gender hacking que Preciado plasmó en Testo yonki (2008); pero también, y sobre todo, las experiencias difusas y colectivas de comunidades virtuales por medio de las cuales las personas trans*, explotando el potencial de los medios digitales, acceden y se acompañan mutuamente en procesos autogestionados de hormonización o construcción del cuerpo propio. 

Dice Hester: «al igual que lo que ocurrió con la autoayuda feminista […] una relación compleja con las infraestructuras de salud empuja a las personas [trans*] a encontrar otros modos de acceder a la atención, a menudo ligados a la autoexperimentación dentro de redes de contención politizadas» (2019: 90). Esta reapropiación trans del saber farmacológico y médico ha tenido un impacto central sobre el propio sistema de salud: «el hecho de que las personas cuenten con medios alternativos de acceso a la información, al apoyo de sus pares y a las especialidades farmacéuticas ha obligado al establishment médico a adoptar profundos cambios en el modo en que concibe el tratamiento» (Ibíd: 91).

De esta nueva iteración trans* de la biopolítica desde abajo pueden recuperarse otros dos puntos centrales. En primer lugar, como dice Hester, el potencial que tiene la refuncionalización de las nuevas tecnologías y plataformas de información y conexión digital para construir redes de contención, de democratización y de experimentación con los saberes y las técnicas. En segundo lugar, y aún más importante: la dirección antinaturalista que puede tomar el gobierno del cuerpo más allá de la simple protección de la vida. 

Reapropiarse de los saberes que hacen del cuerpo un objeto cognoscible y de las técnicas que hacen de lo vivo una materia potencialmente maleable permite, como demuestran los transactivismos, ampliar la libertad de les gobernades para experimentar con nuevas formas de vida y de corporalidad por fuera de las lógicas de la cisnormatividad. Aquí, la libertad del sujeto corporizado –antes que ser una característica natural a poner a resguardo de las tecnologías que la objetivan o alienan o un valor a defender abstractamente contra toda relación de gobierno o dependencia– se multiplica a través de la puesta a disposición, de la refuncionalización y de la invención de aquellos saberes y técnicas del gobierno del cuerpo viviente. Se trata entonces de tomarlos para el uso (y experimentación) de les gobernades mismes y para el diseño de nuevas y mejores formas de interdependencia tecno-corporal, afectiva y política.

Para pensar hoy una biopolítica desde abajo se vuelve necesario reconocer esta profusa experimentación y producción que las personas trans* han realizado en y contra el campo de los saberes biomédicos. Producción que, tal como señala Blas Radi (2019), es constantemente negada o invisibilizada por una persistente descalificación y violencia epistémica. Dice Radi que existe un recurrente «descrédito de los saberes desarrollados por las personas trans*, y de su centralidad en la generación de conocimiento», configurándose así un «modelo extractivista de conocimiento que tiende a explotar sistemáticamente y a patentar –bajo un sello ajeno– los recursos epistémicos de las poblaciones trans*» (2019: 32). 

Es imperioso entonces dejar de considerar a las personas trans* como meros objetos de los saberes para reconocerles como actores centrales en la historia antagonista de la producción y transformación de los saberes y las técnicas de la vida.

Para una política de les confinades

¿En qué sentido estas experiencias resultan centrales para pensar hoy el gobierno de la vida que la pandemia ha transformado en una cuestión evidentemente urgente?

Si la pandemia repuso la pregunta por el carácter no suprimible de la interdependencia y de los saberes puestos en juego para su gobierno, la genealogía queer, trans* y xenofeminista que delineamos nos permite recuperar formas en que les gobernades pueden hacer de este campo «objetivo» del saber un terreno de subjetivación y acción. Se trata de modos de acción por medio de los cuales les gobernades pueden apropiarse y cuestionar las formas y contenidos de los saberes del gobierno, ponerse a sí mismes como subjetividades autorizadas de la producción de un saber encarnado y hacer valer esa subjetivación como criterio para juzgar la responsabilidad y la acción de los gobernantes. Modos de actuar sobre sí y sobre les otres que van más allá de la abstracta participación en la autorización de los representantes y de la consecuente obediencia que se espera de les representades. Modos de actuar, entonces, desde el interior de los dispositivos y la materialidad en que se funda la posición objetivada de los cuerpos gobernados.

Hacer el inventario de estas tecno-biopolíticas feministas, queer y trans* nos permite recuperar los modos en que aquellos cuerpos habían ensayado ya formas efectivas de acción que resquebrajaban la distinción entre expertos y personas legas, entre poseedores del saber que funda el gobierno y gobernades supuestos ignorantes. Esto por medio de una particular politización y democratización del saber: convertirse en expertes del propio cuerpo, incluso contra los expertos autorizados, ganar un margen de acción por medio de una reapropiación/refuncionalización del conocimiento y las técnicas disponibles. 

En esta larga historia de experimentación biopolítica subalterna, no se trataba de oponer la experiencia y la sensibilidad supuestamente auténtica y natural del propio cuerpo a un saber experto pensado como artificio sospechoso, sino de reclamar las técnicas y los saberes que permiten operar sobre sí, incluso en un sentido directamente «antinatural». No se trataba tampoco de rechazar la dependencia en el horizonte imaginario de una abstracta e imposible autonomía plena del sujeto, sino de inventar dispositivos flexibles y no unilaterales de gobierno de la propia y corporal interdependencia. Se trataba, en suma, de partir de la materialidad propia de aquello a gobernar para imaginar formas de acción y de libertad más amplias para les gobernades. 

La posibilidad de una biopolítica democrática o popular que hoy se reclama necesaria depende más de este tipo de politización de la relación concreta y cualitativa del gobierno (de sus saberes y sus tecnologías) que de una mera extensión y profundización a escala local de los mecanismos formales de participación propios del dispositivo abstracto de la soberanía, o de un buen uso de la coerción y el aparato estatal frente a la crisis sanitaria.

Es cierto que el carácter global y generalizado de la pandemia en curso intensifica la distancia entre el conjunto de estas prácticas micropolíticas sobre el gobierno del cuerpo y la escala macro de la respuesta hoy necesaria. Pero, tal como señala Hester (2015), se trataría de no desestimar la potencia de aquellas biopolíticas singulares o locales sino de reconocerlas como capaces de una «escalabilidad mesopolítica» que permita construir nuevas redes e instituciones de gobierno a escala social. Es decir, de comenzar a vislumbrar un pasaje de la refuncionalización defensiva y local de las tecnologías y los saberes disponibles a la ofensiva por un rediseño amplio, por parte de les gobernades, de los dispositivos, protocolos y normas en que se organiza la interdependencia social y el cuidado de los cuerpos vivientes.

Referencias:

Epstein, S. (1996) Impure Science. AIDS, Activism, and the Politics of Knowledge. Berkley: University of California Press.

Fernández Vázquez, S. S. & Szwarc, L. (2018) “Aborto medicamentoso: transferencias militantes y transnacionalización de saberes en Argentina y América Latina”, RevIISE – Revista De Ciencias Sociales Y Humanas, 12(12), 163-177. Recuperado a partir de http://www.ojs.unsj.edu.ar/index.php/reviise/article/view/280.

Halperin, D. (2007) San Foucault. Para una hagiografía gay. Buenos Aires: Cuenco de Plata.

Hester, H. (2015) “Synthetic Genders and the Limits of Micropolitics”, …ment Journal Issue 6. 

Hester, H. (2019) Xenofeminismo. Tecnologías de género y políticas de reproducción. Buenos Aires: Caja Negra editora.

Murphy, M. (2012) Seizing the Means of Reproduction: Entanglements of Feminism, Health, and Technoscience. Durham: Duke University Press.

Preciado, P. B. (2008) Testo yonqui. Madrid: Espasa Calpe.

Radi, Blas (2019) “Políticas del conocimiento, hacia una epistemología trans*” en López Seoane, Mariano (comp.) Los mil pequeños sexos. Intervenciones críticas sobre políticas de género y sexualidades. Sáenz Peña: Eduntref.

 

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