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El «leninismo ecológico» es la respuesta a la crisis climática

No vamos a parar el cambio climático o la venida de nuevas pandemias dejando actuar al capital y desconectándonos de él en lo local. El Estado es, de momento, la principal palanca disponible para enfrentar a los barones del petróleo, los exportadores de soja y otros poderes consolidados cuyos intereses se ven favorecidos con el deterioro ambiental (y social) generales.

Andreas Malm es, a pesar de su relativa juventud, una figura importante en el campo del ecomarxismo. Su escritura cabalga entre la historia socioambiental, la teoría crítica y el compromiso militante ecologista desde una posición marxista. Ha escrito varios libros analizando el vínculo entre la acumulación de capital, los combustibles fósiles y la crisis ecológica en curso. 

Corona, Climate, Chronic Emergency es en parte una intervención en el debate sobre la pandemia de Coronavirus desatada mundialmente en 2020, que plasma algunas consideraciones más amplias sobre el cambio climático, las dinámicas sociales que favorecen los desastres naturales y las formas de intervención política en un mundo de emergencia cronificada. Escrito en abril de 2020, en algunos aspectos parece haberse desactualizado rápido. Con todo, el libro tiene varios puntos de interés que trascienden la intervención inmediata. En esta reseña voy a tratar de rescatar esos puntos y situarlos en un campo de discusiones sociales y políticas más amplio.

Crónica de una zoonosis anunciada

Todo el libro de Malm está construido a partir de una premisa fundamental, a saber: «convertir la crisis de los síntomas en una crisis de las causas» (93). En un principio, las rápidas, severas y decisivas respuestas de los Estados ante la crisis del COVID-19 parecen contrastar con su crónica inacción frente al cambio climático.

Década tras década, las comunidades científicas y los movimientos sociales han lanzado reclamos sobre la insostenibilidad acelerada del régimen ecológico-económico del capital, gobernado por lógicas de crecimiento permanente. La reducción inmediata de las emisiones de CO2 a la atmósfera es una condición básica para mantener al sistema de la Tierra dentro de un espacio de operaciones seguro para la vida social. 

Sin embargo, década tras década, el desarrollo capitalista sigue acumulando gases de efecto invernadero en la atmósfera, y los gobiernos parecen debatirse entre el negacionismo abierto y la adopción de medidas desproporcionadamente tímidas en relación a la magnitud del problema en ciernes. Superficialmente, su respuesta a la «coronacrisis» parece haber sido la inversa: rápida disposición de medidas de aislamiento, que afectaron las vidas de los particulares y el funcionamiento del mercado. En algunos casos, la intervención estatal llegó a comandar tramos de la actividad privada, para garantizar la fabricación de respiradores o la provisión de servicios de salud. 

Con todo, si vamos de los síntomas a las causas, la posibilidad de una pandemia de origen zoonótico estaba hace tiempo inscripta en las dinámicas socioambientales del capitalismo tardío. Las advertencias existieron, y los gobiernos tampoco actuaron.

«Si hubo un sentimiento que los científicos que trabajaban en el desbordamiento zoonótico no expresaron cuando despegó el COVID-19, fue el shock» (p. 42). Los factores socioambientales que  hicieron posible la pandemia vienen acumulándose hace décadas. Entre estos factores están procesos como la deforestación, que reduce la biodiversidad, expulsa a especies huéspedes de patógenos desconocidos de sus ambientes preexistentes y multiplica sus puntos de contacto con seres humanos, multiplicando los riesgos de zoonosis. 

La industrialización masiva de la agricultura y la ganadería, que se han profundizado en el Sur global desde los años 90, responde a una lógica secular del capital, que «aborrece el vacío de la naturaleza salvaje» (p. 51). Los espacios no colonizados por la producción de mercancías, muchas veces selvas o bosques de gran diversidad biótica, son vistos por el capital como fronteras de conquista y expropiación. La economía de la valorización solo puede relacionarse con estos espacios aún-no-colonizados adosándolos a sí misma, tornando cualquier existencia previamente indiferente a los humanos en un momento del ciclo siempre hambriento del capital.

El constante impulso a convertir todo cuanto existe en mercancía, traduciendo las múltiples formas de existencia al monolingüismo del valor y la acumulación, se suplementa con la tendencia, también secular, a la compresión espacio-temporal. Combustibles fósiles (y calentamiento global) mediante, el capital tiende a reducir el espacio mediante la aceleración del tiempo. Si los derrames zoonóticos se vuelven más probables por la lógica de la expropiación permanente de la naturaleza, su mundialización pandémica se vuelve irrefrenable por la compresión espacio-temporal intercontinental, acelerada con los combustibles fósiles. 

En este plano de análisis, los Estados no solo no hicieron nada para evitar la pandemia. Por el contrario, al fomentar el desarrollo capitalista, promovieron activamente su gestación.

Marxismo postdualista

La múltiple crisis ecológica, junto con el cada vez mayor atravesamiento de la técnica en la vida cotidiana, parece que nos imponen pensar mejor las maneras como la sociedad se inserta en el conjunto de la naturaleza. Esto significa salir un poco del «antropocentrismo» de las teorías enmarcadas en el giro lingüístico, con su énfasis en las interacciones humano-humano mediadas por el lenguaje. 

Las teorías sociales centradas en la hegemonía discursiva (Laclau) o la interacción comunicativa (Habermas) parecen envejecer aceleradamente en planeta que se sobrecalienta. En un mundo marcado por la crisis climática y sanitaria, se impone desarrollar una teoría crítica de los entornos materiales en que se desarrolla la vida social. La sociedad, al final, no se puede reconstruir adecuadamente haciendo abstracción de la naturaleza, de la que forma parte.

Malm aborda este necesario «giro materialista» con una discusión de las teorías críticas de la vulnerabilidad social. Estas teorías estudian las dinámicas específicamente sociales que condicionan la vulnerabilidad de los diferentes grupos ante los eventos catastróficos. Analizan las catástrofes como «shocks exógenos» de la naturaleza indómita, cuyos efectos se reparten desigualmente a partir de tramas sociales dadas por las interacciones entre personas (donde las personas pobres, las mujeres, los colectivos racializados, los cuerpos queer, siempre padecen más los eventos catastróficos). 

Estas teorías son, para Malm, insuficientemente dialécticas, en cuanto no consideran la coimplicación entre sociedad y naturaleza en la gestación de las crisis ambientales. Estudiar mejor esa imbricación podría mostrar cómo las crisis naturales son fomentadas, en parte producidas, a partir de la acción humana: no son meros azares de la naturaleza irreverente, sino resultados del metabolismo socionatural conducido por la lógica del capital. Abajo un gráfico de cómo pensar un «modelo dialéctico» (metabólico, socio-ambiental) de los desastres pandémicos (el autor desarrolla también otro modelo dialéctico del desastre climático).

Una teoría materialista de la pandemia o el cambio climático debe atacar tanto el lado izquierdo como el derecho del gráfico. Si solo consideramos el lado izquierdo, seguiremos «naturalizando» la generación de desastres evitables. La pandemia, como el calentamiento global, son más bien emergentes del arreglo metabólico del capitalismo, con su lógica de expansión sobre la naturaleza y compresión del espacio. 

Un modelo metabólico de la catástrofe la estudia en términos de la dialéctica de sociedad y naturaleza en el capitalismo avanzado. Se trata de pensar cómo las relaciones sociales existen a través de modificaciones ambientales (artefactos, paisajes, cultivos, minería, etc.). Esas modificaciones ambientales son parte constitutiva de la sociedad, que se objetiva, dotándose de estabilidad y durabilidad, en sus «cosas».

La primera crisis O’Connor

Malm recupera al ecomarxista James O’Connor para abordar la crisis del Corona. Según O’Connor, el capitalismo está sometido estructuralmente no a una, sino a dos contradicciones fundamentales. La primera es la contradicción «clásica» entre fuerzas productivas relaciones de producción, que da lugar a crisis de sobreproducción generadas inmanentemente por la propia dinámica de la acumulación. 

La segunda contradicción opera entre las relaciones y las condiciones de producción. El capital necesita partir de dos elementos no puestos por su dialéctica inmanente, «encontrados» en el mundo y subsumidos externamente en su lógica autopropulsada (subsumir es imponer una norma sobre una exterioridad). Esos elementos son la naturaleza y la fuerza de trabajo. Ambos son presupuestos como condiciones de producción del capital. 

Sin embargo, la dinámica autopropulsada, ciega y siempre creciente de la acumulación tiende a socavar esas condiciones de producción. Éste debilita la capacidad de reproducción del trabajo y la tierra, al someterlos a la dinámica abstracta (indiferente al valor de uso) de la valorización. Llegado el momento, el deterioro de las condiciones de producción, dado por la indiferencia del valor expansivo a los procesos cualitativos y situados de sostenimiento de vidas y ambientes, conduciría a interrumpir la propia dinámica de la acumulación. Sin trabajadoras que explotar o recursos que extraer, después de todo, el capitalismo sería imposible.

La teoría de O’Connor tiene, sin embargo, un punto débil en el problema de la mediación. No hay un mecanismo directo y lineal que traduzca los deterioros ambientales en frenos para la valorización. El capital, fundamentalmente una entidad abstracta y por lo tanto flexible y mudable en sus configuraciones materiales, parece un parásito inmortal. Puede apropiarse de porciones de la naturaleza y cuerpos trabajadores, destruirlos, arrasar sus tierras y mudar inmediatamente a una nueva forma o desplazar sus fronteras. 

La crisis de las condiciones de producción no se traduce inmediatamente en crisis de acumulación, siempre y cuando haya nuevos terrenos de expropiación y nuevas configuraciones materiales que el capital pueda adoptar. El capital podría destruir a varios de sus «huéspedes» socioambientales antes de autoaniquilarse como lógica abstracta y por tanto parcialmente flexible en sus instanciaciones materiales.

La coronacrisis, sin embargo, parece haber sido «la primera crisis O’Connor» (p. 72), en sentido pleno, de la historia. En su desarrollo intervinieron mecanismos mediadores que tradujeron el deterioro de las condiciones de producción en un obstáculo para la valorización. En el centro de esos mecanismos está el Estado. 

En efecto, las medidas de aislamiento dispuestas por los Estados bloquearon, al menos transitoriamente, la producción y el consumo. La contracción generalizada de la actividad económica estuvo mediada por normas estatales que impusieron la distancia social con fuerza de ley. En estas intervenciones de los Estados se ponen de manifiesto todos los entramados de poder y conflicto de las sociedades, incluyendo las relaciones entre clases, los compromisos coagulados en leyes, etc. Es a través de la acción política general de la sociedad, con su capacidad de coercionar a los individuos, que se efectivizó la mediación entre condiciones de producción y relaciones de producción.

Política postdualista: ¿soviets con geoingeniería?

Una política de izquierdas postdualista apunta, por decirlo en los términos de Alejandro Galliano, a un «comunismo total» que incluya a las cosas en la perspectiva estratégica. Superar las teorías sociales dualistas quiere decir abordar la politicidad de los entramados técnicos que sostienen a la sociedad, y por lo tanto atender a la coimplicación entre diseños artefactuales o intervenciones ambientales y política. Se impone dejar de pensar los arreglos técnicos como una base neutral e inerte, que soportaría pasivamente una dimensión política a dirimirse en otra parte. 

En cambio, en los artefactos de una sociedad, en sus entramados materiales, sus ambientes y sus tecnologías, se constituyen las propias relaciones sociales. En los objetos técnicos en sentido amplio se delegan normas, prescripciones, anhelos y otras dimensiones agenciales de la vida social. La técnica y la política, bajo esta mirada, se coproducen. Esto significa que debemos, también, perder la inocencia tecnológica de las políticas emancipatorias. El tiempo de privilegiar las interacciones humano-humano ha terminado.

Frenar el calentamiento global exige, para Malm, una doble reorganización tecnológica. De una parte, encaminarnos ahora (no en algunas décadas) a una forma de vida con emisiones de carbono nulas. Caminar hacia una decarbonización absoluta, o casi, de la economía. Esto supone tanto modificar nuestras fuentes de energía como pautar una reducción de actividades económicas insostenibles energéticamente, desde la ganadería industrial hasta la aviación masiva. 

De otra parte, dada la cantidad de CO2 ya acumulada en nuestra atmósfera y sus efectos de retroalimentación a largo plazo sobre el calentamiento global, parece que vamos a necesitar tecnologías de secuestro de carbono. Esto es, no solo dejar de emitir, sino sostener años de emisiones negativas, que quiten CO2 de la atmósfera para frenar el calentamiento residual que se seguirá acumulando en el futuro por las décadas décadas pasadas de capitalismo fósil.

Las técnicas de secuestro de carbono dan lugar a un debate álgido en la izquierda contemporánea en torno a las geoingenierías, es decir, las iniciativas para modificar el clima terrestre de forma deliberada y a gran escala. Es posible que el desafío de crear vidas vivibles en una tierra dañada nos imponga desplegar más, y no menos, disrupciones tecnológicas en un sistema de la Tierra que abandona aceleradamente los parámetros de la estabilidad climática holocénica. 

Sin embargo, la promesa verde de las geoingenierías podría ser un fruto envenenado del capital. Primero, porque podrían «solucionar» el cambio climático al precio de desplazar la brecha ecológica a otros ámbitos (por ejemplo, alterando vientos y precipitaciones necesarios para diversas agriculturas regionales). Segundo, porque las geoingenierías podrían interpretarse como una luz verde para continuar con las emisiones de CO2, multiplicando los riesgos para el planeta.

Malm, que en The Progress of This Storm (2017) rechazaba las geoingenierías de plano, modifica ahora su posición y brega por las tecnologías de secuestro de carbono directamente desde el aire (DACCS por su sigla en inglés: Direct Air Carbon Capture and Sequestration). Esta técnica, desarrollada por empresas como Climeworks, trabaja con turbinas gigantes que chupan aire y filtran el CO2, liberando los demás gases «limpios» a la atomósfera. El CO2 filtrado puede luego almacenarse bajo tierra, o reconvertirse para generar nuevos combustibles (en este caso hablaríamos de una energía carbono-neutral, es decir, que no alcanza la meta de las emisiones negativas pero al menos secuestra gases de efecto invernadero en la misma proporción en que los emite).

Malm privilegia la estrategia de DACCS por sobre rivales como el blanqueamiento de nubes, el oscurecimiento de la atmósfera con sulfatos o, por nombrar al rival aparentemente más viable, la plantación masiva de árboles para generar biocombustibles y luego recuperar el CO2 emitido (BECCS, Bioenergy with Carbon Capture and Sequestration). Esta última tecnología supondría destinar amplias superficies de tierra para «cultivar» biocombustibles, algo que profundizaría la deforestación y otras brechas metabólicas (la fabricación de fertilizantes artificiales es un proceso energía-intensivo, lo que multiplica los problemas). 

Por lo demás, ¿cómo se financiaría la implementación masiva de turbinas de secuestro de carbono a nivel planetario? Según Malm, la respuesta es tan simple como difícil de implementar: estatizando a las grandes petroleras y reconvirtiendo su capacidad instalada para el desarrollo de esta geoingeniería. El argumento es razonable (quienes hicieron el daño, deberían repararlo). Con todo, implica desafíos políticos difíciles de superar en la actualidad.

Más allá de la viabilidad técnica y política del secuestro de carbono directamente desde el aire, la propuesta de Malm parece terciar de manera razonable en el debate, probablemente mal planteado, entre tecnoutopistas y neoluditas, por formular una polaridad unilateral. La transición a una economía posfósil va a requerir renuncias planificadas a hábitos consumistas (los viajes en avión deberían reducirse a un mínimo y el consumo de carne debería desaparecer, por ejemplo). 

Esto nos aleja de promesas como la del «comunismo de lujo totalmente automatizado» de Aaron Bastani, cuyo tecnoutopismo guarda una cuota de deshonestidad. A la vez, enfriar la tierra recalentada y reorganizar la economía tratando de evitar privaciones colosales en el consumo requerirá nuevas intervenciones tecno-ambientales que no deberían retroceder ante apuestas prometeicas, como las tecnologías de secuestro de carbono.

Tal vez, duplas como prometeísmo/antiprometeísmo y similares revelen unilateralidades poco dialectizadas del pensamiento emancipatorio contemporáneo. Lejos de esta polaridad, Malm propone un comunismo de salvataje que no promete el país de Jauja tecnológico para la próxima década, pero tampoco rechaza de antemano combatir la disrupción ambiental con más disrupción.

Leninismo ecológico

El antecedente estratégico del comunismo de salvataje se encuentra, para Malm, en los años terribles del comunismo de guerra. Entonces, con la Rusia posrevolucionaria asediada por potencias enemigas, diezmada por la guerra y económicamente devastada, el partido bolchevique navegó por una sucesión acelerada de crisis, saltos y encrucijadas complicadas. 

Malm actualiza una vieja discusión estratégica a dos frentes, con la socialdemocracia y el anarquismo. La socialdemocracia (en el Sur  global habría que incluir a los populismos de izquierdas en este campo) no puede pensar la dimensión catastrófica de la acumulación de capital. Cree que el tiempo está de nuestro lado y podemos «acumular fuerzas» en un camino lento y largo, que aplace las rupturas decisivas hasta que las izquierdas estemos mejor preparadas. 

El presupuesto de esa estrategia, y también su punto ciego, es que necesita que la acumulación de capital funcione, e incluso prospere, en un horizonte de normalidad y estabilidad. Sin estabilidad capitalista, los resortes temporales lineales de las estrategias de acumulación lenta, sin ruptura, se desquician. Y lo que tenemos es precisamente la crisis multidimensional (no solo ecológica) del capitalismo. La crisis es el talón de Aquiles de las políticas de acumulación de fuerzas progresiva, vengan de la socialdemocracia o del populismo de izquierdas. 

Estas estrategias montan la temporalidad de las fuerzas populares sobre la linealidad de la acumulación de capital, y no contra ella. La crisis ecológica es el punto terminal (no exclusivo) donde la lógica acumulativa que ata nuestro propio desarrollo al del capital se desorganiza políticamente.

Del otro lado, los anarquismos o neoanarquismos suelen proliferar por abajo en la militancia ecológica (y no solo). Estas posiciones identifican llanamente al Estado con la violencia y el extractivismo, buscando formas de lo comunitario o de la resistencia a nivel local. El problema, dice Malm, es que para responder a los desastres (y, sobre todo, para detener sus causas socioambientales, y no actuar siempre a posteriori, cuando los incendios, las pandemias o el calentamiento global nos estallan en la cara), se necesita una concentración inaudita de poder

No vamos a parar el cambio climático o la venida de nuevas pandemias dejando actuar al capital y desconectándonos de él en lo local. El Estado es, de momento, la principal palanca disponible para enfrentar a los barones del petróleo, los exportadores de soja y otros poderes consolidados cuyos intereses se ven favorecidos con el deterioro ambiental (y social) generales.

Malm nos propone una tercera vía, que por parecer extemporánea no es menos actual: el leninismo ecológico. Contra la temporalidad lineal-acumulativa de la socialdemocracia (o del populismo de izquierdas), el leninismo ecológico milita desde la crisis, incluso desde la catástrofe, sin asumir que tenemos tiempo de acumular fuerzas. Contra el neoanarquismo, no abjura del Estado y la concentración de poder necesaria para que, por decirlo con Engels, «una parte de la población se imponga por sobre otra» (p. 94), llegado el caso de manera coercitiva.

Permanecer con el dilema

Malm intenta ser honesto y lúcido sobre los problemas de su propuesta. Sería «iluso y criminal» (p. 95) anteponer cronológicamente la creación de estados obreros o poderes duales a la transición energética. La razón es simple: el socialismo tardará mucho y la decarbonización es urgente. Se trata, entonces, de forzar al Estado capitalista a imponer la transición energética. Y, sin embargo, por su dependencia estructural con la lógica del capital, los Estados actuales parecen constitutivamente incapaces de producir transiciones tecnológicas hacia economías sustentables, ya que necesitan propulsar la acumulación para garantizar su propia solvencia fiscal y social. He ahí el primer dilema de la transición.

El panorama parece dar lugar a una situación acorralada, sin salida. Malm torna el acorralamiento estratégico en una espera impaciente de las ventanas de la oportunidad. Esa disposición política, inspirada en el pensamiento de Daniel Bensaïd, no descarta la posibilidad de que una experiencia socialdemócrata radicalizada, en un escenario de acorralamiento por las circunstancias, se «convierta en otro taxón del socialismo» y devenga revolucionaria para defender conquistas mínimas. Las crisis, después de todo, dejan pocas opciones para las alternativas intermedias e imponen, más bien, escenarios donde las demandas más básicas solo pueden satisfacerse con saltos sociopolíticos cualitativos.

La improbable transmutación de la socialdemocracia (o de algunos populismos de izquierdas) hacia la política socialista, que Malm imagina como posible ventana transicional, no deja lugar para los consensos moderados, la coexistencia pautada con el capital o los largos plazos de las reformas parciales. «La política socialdemócrata en la emergencia crónica tendría que ir más allá de sí misma para no renunciar a los objetivos mínimos (…) El tiempo del gradualismo ha terminado» (p. 78).

En este punto, en tren de crítica, podemos decir que Malm es algo parcial. Trata de imaginar una lógica transicional donde las presiones objetivas de la emergencia crónica fuercen a convertir las demandas mínimas en demandas máximas. Pero dialoga críticamente con la socialdemocracia, sin conceder su momento de verdad al «neoanarquismo».

Esto puede ser un error político, primero, porque es lamentablemente más probable que las formaciones socialdemócratas (o populistas de izquierda) opten por el compromiso antes que por la transición civilizatoria, incluso pagando grandes costos sociales y ecológicos por ello (ahí está Syriza, por nombrar solamente un ejemplo reciente entre muchos, para recordárnoslo). 

Segundo, y más importante, porque no hay transición civilizatoria sin la simultánea emergencia de formas de participación directa, desde abajo, que desquician el dispositivo de la soberanía estatal y ponen en acto la participación popular en formas más comunitarias que fundadas en la representación política (ahí está Chile, por nombrar solamente un ejemplo reciente entre muchos, también). 

En cualquier caso, en una formulación que equilibre mejor el análisis, la propuesta de una transición postcapitalista a partir de una situación acorralada permanece como una elaboración estratégica ecosocialista importante.

Por lo demás, la propuesta de un leninismo ecológico está llena de otros peligros, más creativos. Como en toda política emancipatoria, hay que discutir los riesgos internos de su eventual éxito, no solo sus posibilidades de fracaso. En particular, una política leninista encierra siempre peligros autoritarios, que Malm aborda muy cuidadosamente, y frente a los que propone algunas orientaciones preventivas, «anticuperpos» democráticos. 

El leninismo ecológico de Malm es, en este punto, una reversión en el siglo XXI del leninismo libertario que pregonara Daniel Bensaïd. No es posible evitar de antemano el peligro de la deformación autoritaria de las políticas emancipatorias, toda vez que éstas necesitan concentrar poder antes que dispersarlo. La opción de Malm es, parafraseando a Donna Haraway, «permanecer con el dilema» (p. 102), avanzando a la vez en políticas coercitivas anticapitalistas y democratizando la participación popular. Se trata de mantener la lucidez ante los peligros internos de la propia política, puesto que (se trata de un dilema) no hay camino regio que los haga evaporarse.

Si las consideraciones de arriba son correctas, la política ecológica, como la política feminista o la antirracista, tiene hoy una centralidad transversal a la política general. No es una instancia particular que se pueda agregar desde fuera a proyectos políticos constituidos en otro campo. 

En este punto, la propuesta de Malm encierra claves para la estrategia socialista en general. Después de todo, teóricxs como Nancy Fraser vienen señalando que, al menos desde 2008, asistimos a una crisis de conjunto del orden institucional capitalista en su fase neoliberal. En este punto, las nuevas derechas, con su olfato para la convulsión y la crispación política permanentes, parecen mejor dotadas de sentido de la coyuntura que las propias fuerzas de izquierdas, acorraladas por el momento en posiciones defensivas. 

En un momento de crisis multilateral del capital, Malm nos acerca algunos principios generales para pasar a la ofensiva. Se trata de convertir las crisis de los síntomas en crisis de las causas, tener siempre sentido de la velocidad y saltar a cada oportunidad para forzar al Estado a reorganizar la economía más allá del capital fósil. Esas tres directrices, amplias como son, configuran los contornos de un leninismo ecológico para nuestro tiempo.


El texto anterior es una reseña de Malm, Andreas (2020) Corona, Climate, Chronic Emergency. War Communism in the Tweanty-First Century, Londres y Nueva York: Verso. [Trad. Cast. de Miguel González Rod: El murciélago y el capital. Coronavirus, cambio climático y guerra social, Barcelona: Errata Naturae]

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Publicado en Ambiente, homeCentro5, Políticas and Reseña

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