El pasado 7 de febrero Ecuador concurrió a las urnas para elegir como nuevo presidente a uno de entre tres candidatos: el banquero Guillermo Lasso, que representa a los partidos tradicionales de derecha; el joven economista Andrés Arauz, del movimiento político del expresidente Rafael Correa y parte del llamado «progresismo latinoamericano», o Yaku Pérez, candidato del partido indígena. Estas elecciones han sido históricas por tres razones.
En primer lugar, por la crisis sanitaria disparada por el COVID-19, que se ha manejado con negligencia y corrupción. Como en la mayoría de países, la pandemia ha revelado el profundo desprecio de las élites por la clase trabajadora, a la que consideran desechable y reemplazable. A diciembre de 2020, Ecuador tenía alrededor de 40 mil muertes (en comparación, el Reino Unido tenía alrededor de 80 mil, pero con una población cuatro veces mayor).
Tras un sinnúmero de escándalos de corrupción, la afrenta más reciente al pueblo ecuatoriano fue la promesa de adquirir 4 millones de vacunas, tras lo cual solo llegaron 8 mil dosis. Además, la campaña de vacunación se llevó a cabo en secreto, en medio de la repulsión generada por la noticia de que el Ministro de Salud y su familia estuvieron entre las primeras personas vacunadas, antes incluso que la gran mayoría de médicxs que han estado en primera línea.
La segunda razón por la cual los comicios de este año revisten particular importancia es que, por primera vez en la historia de este país profundamente racista, un candidato del poderoso movimiento indígena ecuatoriano, estructurado en torno a la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y a su brazo político, Pachakutik, tiene todavía cierta posibilidad de ganar la presidencia.
Este cambio en la política ecuatoriana es una respuesta al éxito del levantamiento indígena y popular de octubre de 2019, una manifestación que significó 11 días de bloqueos, marchas y enfrentamientos físicos con la policía y el ejército en todo el país. El levantamiento (a raíz de la decisión del gobierno de Lenín Moreno de retirar subsidios al combustible pero rechazando, más en general, la restablecida injerencia del FMI en la economía nacional) fue reprimido violentamente y terminó con 11 personas asesinadas en el contexto de las protestas, más de 1200 heridxs y varixs líderes indígenas criminalizadxs.
Pero también terminó con una ronda de negociaciones, transmitida en vivo por televisión y redes sociales, en la que la dirigencia indígena negoció con los Ministros en igualdad de condiciones, en nombre de toda la población ecuatoriana y frente a una audiencia masiva compuesta, en muchos casos, por personas que acostumbran a ver a los indígenas como «cuasi ciudadanos» o directamente «ignorantes».
Aunque Yaku Pérez no fue una figura destacada en el levantamiento, su candidatura se ha beneficiado de esta visión renovada de la política indígena. Su candidatura prevaleció por sobre las de dos líderes del levantamiento debido, sobre todo, a su largo historial de activismo antiminero y ambientalista. En esa línea, ha prometido frenar la expansión de la frontera petrolera, revertir las concesiones mineras en fase de exploración y apostar por la agroecología.
Sin embargo, en su plan económico no está claro cómo financiará la salida de la crisis o enfrentará al agronegocio. En cambio, durante su campaña ha revelado posturas que parecen coincidir cada vez más con las de la derecha. Ha dejado abierta la posibilidad de continuar el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (hecho que desencadenó el levantamiento) y de firmar un nuevo tratado de libre comercio con Estados Unidos, al tiempo que rechaza imponer impuestos a los más ricos o forzarles a repatriar capitales para la inversión nacional.
También ha señalado, en varias ocasiones, que el tamaño del Estado debe ser reducido. En suma, su predilección por la austeridad y su actitud reacia hacia medidas que controlen la acumulación obscena ponen en tela de juicio su compromiso con una agenda antineoliberal plasmada en la propuesta del Parlamento de los Pueblos, construida tras el levantamiento de octubre, como sería de esperar de un candidato de izquierda respaldado por la CONAIE.
Pero estas elecciones también son históricas por un tercer factor. Y es que presentan la posibilidad del retorno del llamado «progresismo» a Ecuador, rememorando el período en el que los gobiernos de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina y brevemente en Uruguay se alinearon en posturas más a la izquierda luego de años de gobierno neoliberal. Luego de aquellos años, la derecha ha logrado volver a tomar el poder sucesivamente en todos esos países, excepto en Venezuela.
En Argentina, el derechista Mauricio Macri fue elegido en 2015 tras 12 años de peronismo, la fuerza social que volvió al poder en 2019 con Alberto Fernández; Jair Bolsonaro llegó al poder en Brasil en 2019 después de que los 13 años de gobierno del Partido de los Trabajadores terminaran en 2016; Jeanine Añez, en Bolivia, reemplazó brevemente a Evo Morales en 2019 mediante un violento golpe de Estado, pero el Movimiento al Socialismo regresó, en 2020, por medio de la elección de Luis Arce.
Finalmente, Lenín Moreno ganó la presidencia de Ecuador en 2017, representando al partido de Rafael Correa (que había gobernado durante diez años) pero pronto se acercó a la derecha, reinstalando las políticas neoliberales.
Ahora, Moreno podría ser reemplazado por Andrés Arauz, quien representa tanto lo peor como lo mejor de Correa. Si bien promete frenar las políticas neoliberales, ofrece resistencia a la injerencia de Estados Unidos y del FMI y adopta políticas sociales que podrían ayudar a superar la crisis de salud del COVID-19 y obtener la vacuna para toda la población, no ha podido distanciarse de Correa o del recuerdo del autoritarismo y la violencia con que su gobierno trató a aquellos grupos que se oponían al extractivismo y, en general, a cualquier movimiento social que se atreviera a criticarlo, en particular al movimiento indígena.
Correa asumió el cargo en 2007 apoyado por una coalición de movimientos y organizaciones sociales liderada por la CONAIE y respaldada por una ola de resistencia contra las reformas neoliberales (privatizaciones, medidas de austeridad auspiciadas por el imperialismo estadounidense, tratados de libre comercio, etc.) que habían llevado al país a una masiva crisis económica y política en 1999 y a la salida de más de 2 millones de personas, transformados en migrantes económicos.
La CONAIE y sus aliados estuvieron en el corazón del movimiento antimperialista que estuvo detrás de la expulsión de una base militar y de una compañía petrolera estadounidenses del territorio ecuatoriano. Aunque Correa trabajó para establecer lo que llamó el «socialismo del siglo XXI en Ecuador», la coalición se deterioró rápidamente: para 2009, muchos izquierdistas y aliados del movimiento indígena en el gobierno habían renunciado, debido a desacuerdos sobre lo que se empezaba a conocer como «el modelo extractivista» pero también sobre los sistemas de educación indígena bilingüe y justicia indígena, la autonomía territorial y política de las comunidades indígenas, la determinación del gobierno de controlar los movimientos sociales y, lo que resultó más importante, el estilo autoritario de Correa. En poco tiempo, la CONAIE y otros aliados conformaron la oposición al gobierno desde la izquierda.
De los tres candidatos presidenciales, dos se presentan como de izquierda pero, por momentos, se enfrentan entre ellos con más pasión que la que muestran en sus debates con el candidato de derecha. Esto a pesar de que en los comicios del 7 de febrero la derecha neoliberal quedó reducida al 20% del voto popular y a ser la cuarta fuerza en la Asamblea Nacional: nada. Las diferencias surgieron al inicio del gobierno de Rafael Correa entre una izquierda que se quedó con Correa y otra que se separó de su proyecto político y ahora apoya a un candidato indígena, activista ambientalista y antiextractivista.
Sin dudas, las elecciones ecuatorianas –de manera similar a las elecciones bolivianas del año pasado– revelan la todavía convulsa relación entre la «izquierda tradicional» y los movimientos ambientalistas e indígenas.
Del petronacionalismo al posextractivismo
¿Cómo llegamos a este punto? El libro de Thea Riofrancos, Del petronacionalismo al posextractivismo en Ecuador (Verso, 2020) brinda algunas pistas en su análisis de la resistencia de Yaku Pérez a los intereses mineros y al gobierno progresista de Correa acerca de lo que lo ha llevado a ingresar a la carrera presidencial. El libro también llama a la izquierda latinoamericana a avanzar hacia un proyecto revolucionario que pueda cuestionar seriamente la base extractiva de la producción de riqueza y su relación con la crisis ambiental respetando, al mismo tiempo, la soberanía y autodeterminación de los pueblos indígenas.
Riofrancos ve la necesidad de construir un movimiento ecológico de masas capaz de forzar un cambio radical, dirigiendo la lucha contra el capitalismo y no solo contra el extractivismo. Su libro también nos recuerda, en la actual coyuntura ecuatoriana, estar atentos a la instrumentalización del ambientalismo por parte de la derecha.
El libro comienza señalando que la «izquierda en el poder» (los partidarios de Correa que ahora respaldan a Arauz) y la «izquierda en resistencia» (la que abandonó el proyecto de Correa y respalda a Yaku Pérez) se habían distanciado hasta el punto de ver el uno en el otro «un enemigo político más peligroso que el neoliberalismo». Riofrancos explora este enfrentamiento mostrando que estas «dos izquierdas» presentan diferentes proyectos para avanzar hacia una sociedad posextractiva en el contexto del Estado plurinacional del Ecuador.
Para la izquierda en el poder, la extracción de petróleo y minerales era necesaria para permitir el desarrollo nacional y la reducción de la pobreza; su exportación proporcionó ingresos para incrementar el gasto social, aunque «sin transformar el modelo de acumulación o las relaciones de clase que genera». Si bien el régimen de Correa aumentó el gasto social y logró reducir la pobreza y –al menos hasta el año 2011– también la desigualdad, se negó a evaluar los impactos sociales y ambientales de la extracción de petróleo y minerales y reprimió y criminalizó a las comunidades y pueblos indígenas que se oponían al extractivismo.
En el libro, Riofrancos aboga por un futuro posextractivo al tiempo que critica la comprensión del «extractivismo» en Ecuador y América Latina por parte de activistas antiextractivistas. El extractivismo refiere a la extracción a gran escala de materias primas para la exportación con poco o ningún procesamiento y poca generación de riqueza en el país de origen, proceso que genera un daño socioecológico intenso y duradero.
Riofrancos describe «un modelo [que] contamina el medio ambiente, viola los derechos colectivos, refuerza la dependencia del capital extranjero y socava la democracia [que] se originó con la conquista europea y solo fue reproducida por el reciente giro hacia el nacionalismo de recursos posneoliberal». Es decir, el extractivismo es un legado colonial que ha continuado a lo largo de la historia latinoamericana.
En su crítica al «sentido común hegemónico» del extractivismo, la autora comienza por rastrear los orígenes del término. Si bien el ecologismo popular ecuatoriano ha denunciado desde la década de 1990 los impactos de la extracción de petróleo (sobre todo, en la Amazonía norte del Ecuador), la oposición al extractivismo surgió como movimiento cuando las movilizaciones antineoliberales de 1990-2006 se encontraron sin proyecto político en el marco de un nuevo momento histórico en el que el gobierno se alejaba del neoliberalismo, nacionalizaba las reservas de petróleo y minerales y aumentaba la participación estatal de los beneficios.
Los activistas antiextractivistas vieron que sus preocupaciones sobre los impactos socioambientales de la extracción no eran escuchadas e incluso eran ridiculizadas por el gobierno de Correa, una postura que fue interpretada como un desprecio del socialismo del siglo XXI por las preocupaciones ecológicas. En ese contexto, la «izquierda en resistencia» pasó de exigir la propiedad pública del petróleo y los minerales y la expulsión de transnacionales a la demanda de detener por completo el extractivismo y avanzar hacia una «sociedad posextractiva».
Este proceso fue conflictivo, enfrentando a la «izquierda en el poder» con la «izquierda en la resistencia» en torno al papel de la extracción de recursos naturales en la generación de riqueza y bienestar (vale aclarar que, con los lógicos matices, el conflicto en torno al extractivismo se ha hecho presente en casi todos los regímenes progresistas: el caso del Arco Minero en Venezuela, la presa de Belo Monte en Brasil, el TIPNIS en Bolivia y Vaca Muerta o Pascual Lama en Argentina).
Antiextractivismo o anticapitalismo
Thea Riofrancos organiza su crítica al extractivismo en torno a tres elementos. En primer lugar, expone cómo el movimiento antiextractivista yerra al presentar la visión de un Estado monolítico obsesionado con la extracción y exportación de materias primas. Más bien, describe una facción crítica de la burocracia correísta que, de hecho, buscó construir un gobierno posneoliberal y que ha planificado la transición hacia un futuro posextractivo.
En otras palabras, en cierto sentido, el desacuerdo entre las «dos izquierdas» (cada una, dentro de sus movimientos más amplios) giraría en torno al modo de organizar la transición y al ritmo de la transición. Sin embargo, para buena parte del antiextractivismo cualquier mención a una transición planeada fuera del extractivismo fue descartada como retórica vacía por parte del gobierno. Así, buena parte del movimiento antiextractivo cultivó una imagen de un Estado todopoderoso que despoja a la población local de su tierra y niega su derecho a oponerse a tales proyectos. Tal imagen preparó el camino para un líder como Yaku Pérez, que ofrece «reducir el Estado».
La segunda característica que identifica Riofrancos en la comprensión del extractivismo que condujo al antagonismo entre las dos izquierdas en Ecuador descansa en el polémico tema de la soberanía nacional versus la autonomía local indígena. El antiextractivismo ecuatoriano surgió de demandas antineoliberales y antimperialistas para asumir la defensa del derecho de las comunidades locales a decidir si quieren o no emprender un proyecto extractivo en sus territorios.
Ecuador, en tanto Estado plurinacional, otorga a las comunidades indígenas el derecho constitucional de vetar proyectos extractivos mediante consulta previa, derecho ganado luego de décadas de luchas lideradas por la CONAIE que obligaron al Estado a reconocer los territorios indígenas como «espacios socio-naturales y sitio de soberanía indígena» con autodeterminación y autonomía política.
La izquierda en resistencia, y mucho del activismo de Yaku Pérez, presentó la autonomía local indígena frente a la soberanía nacional como elemento vital para proteger a los pueblos y la naturaleza del extractivismo a través de la consulta previa. La izquierda en el poder, en cambio, asumió una posición de defensa del interés nacional y el «bien común», para lo cual el extractivismo era vital. La violación por parte del gobierno de la autonomía territorial indígena para implantar proyectos extractivos llevó a políticas racistas, a cientos de líderes indígenas criminalizados y a decenas de comunidades desalojadas violentamente. Este pasado autoritario y violento está pasando factura a las posibilidades de Andrés Arauz de ganar las elecciones y favoreciendo sin duda a Yaku Pérez.
Finalmente, Riofrancos recurre a un tercer elemento del extractivismo que afecta, además, al movimiento ambiental global: su incapacidad para levantar un movimiento de masas que escale desde lo local y se muestre capaz de construir una política global para combatir la crisis ecológica. En el capítulo final del libro, la autora cuestiona la capacidad de la izquierda dentro del movimiento antiextractivo para movilizar «un movimiento de masas de la escala y fuerza de la coalición del sector popular antineoliberal que arrastró a los gobiernos de izquierda al poder en primer lugar».
Esta incapacidad se debería, en parte, al análisis del extractivismo como una dinámica autónoma que explica todo lo que está mal en América Latina, posición de una miríada de activistas e intelectuales antiextractivistas latinoamericanos, muchos de ellos citados en el libro. El modelo de desarrollo, la subordinación Norte–Sur, la forma en que los humanos se relacionan con el mundo, tienen sus raíces en el modelo extractivista.
Además, el extractivismo, más que el capitalismo, es visto como un régimen político y económico y un organizador del territorio. Riofrancos explica que, en la consolidación de los movimientos antiextractivos que se produjo en el contexto de una confrontación cada vez más aguda con el régimen posneoliberal y antiimperialista de Correa (como en otros gobiernos progresistas de la región), el concepto de «sociedad posextractiva» se convirtió casi en un sistema político en sí mismo.
Así definido, el extractivismo aparece como el principal enemigo a enfrentar, mientras que el objetivo de combatir el capitalismo o, incluso, el neoliberalismo, queda relegado o pospuesto. El vocabulario anticapitalista ha sido excluido también debido a un diagnóstico erróneo que ve al «socialismo realmente existente» como un sistema tan dañino para el medio ambiente como el capitalismo, una postura superficialmente apolítica dentro de ciertas facciones del movimiento antiextractivo en el que tanto la derecha como la izquierda, «el capitalismo y el socialismo de Estado [exhiben] un desprecio desenfrenado por la armonía socio-natural» y que podemos leer, por ejemplo, en el plan de gobierno de Yaku Pérez.
En este panorama, la lucha antiextractiva coloca como meta final el posextractivismo, que, según Riofrancos, deja solas a las comunidades locales combatiendo tanto a las empresas petroleras y mineras como al «Estado extractivista». La desconfianza hacia los regímenes de izquierda acerca a ciertos sectores del movimiento antiextractivo a las políticas de derecha. Que esa desconfianza está basada en años de persecución y criminalización por parte del gobierno de Correa a los activistas antiextractivistas y al movimiento indígena también es cierto; como ya se empieza a señalar, cuestionar la violencia ejercida, así como la base extractiva de la economía es uno de los retos que tiene Andrés Arauz, para lo cual distanciarse de la figura de Correa es vital. Pero, al mismo tiempo, transcender el anticorreísmo y mantener una posición férrea antineoliberal resulta vital para Yaku Pérez si quiere seguir siendo el representante de las luchas históricas indígenas y ecologistas populares.
Un enfoque alternativo
En cierto sentido, Riofrancos aboga por un enfoque alternativo, aún marginal, que sitúa al extractivismo dentro del proceso más amplio de acumulación capitalista (Galafassi y Riffo 2018). En esta explicación, la intensidad y escala del momento extractivo actual es síntoma de la fase contemporánea de expansión capitalista y su poder destructivo, en la que los ciclos de reproducción del capital se aceleran gracias también a los avances tecnológicos. Estxs autores argumentan que no deberíamos ver el extractivismo como «un fenómeno autónomo [sino mas bien] comenzar a considerar el ‘proceso extractivo’ como un componente característico del régimen de acumulación contemporáneo».
Esta comprensión alternativa del extractivismo tendría dos efectos en la estrategia política, y aquí radican las contribuciones centrales del libro de Riofrancos para nosotrxs, activistas antiextractivistas y climáticos parte del movimiento ambientalista global.
En primer lugar, debemos liberarnos de las estrechas y limitadas demandas antiextractivas (o de carbono neutral o de conservación de la naturaleza). Es necesario definir una alternativa que no tome como punto final un futuro posextractivo que únicamente demande el fin de la dependencia de los combustibles fósiles y minerales, sino que ubique claramente en su horizonte combatir las estructuras de desigualdad capitalistas. Para Riofrancos, un objetivo anticapitalista tendría más potencial para atraer a personas no directamente afectadas por la extracción pero que se solidarizan con las comunidades locales porque se reconoce una relación común de explotación por parte del capital.
En otras palabras, el camino para que el ecologismo se convierta en un movimiento de masas es adoptar un objetivo anticapitalista claro (además de ser antirracista y antiimperialista). El objetivo anticapitalista puede ser el «pegamento» que aglutine diversos movimientos y posibilite su salto de lo local a lo nacional y lo global.
En segundo lugar, el libro nos muestra que sin un objetivo político anticapitalista, el ambientalismo puede ser fácilmente cooptado por la derecha. Que bajo una imagen de ambientalista un candidato simpatice con medidas de austeridad que favorecen al imperialismo y a las élites locales, como lo estamos presenciando hoy en las elecciones ecuatorianas.
Una vez más, un objetivo anticapitalista pondrá en primer plano la necesidad de una transición planificada para superar el extractivismo, pero en un claro camino por la izquierda. Como afirma Riofrancos, lo que se necesita es comenzar con un programa transformacional que
exija de manera coherente tanto la redistribución de los ingresos petroleros y mineros como una transición del modelo extractivo de acumulación que genera esos ingresos. Esa visión influyó el programa político de 1994 de la CONAIE, publicado en medio de movilizaciones masivas contra las reformas agrarias neoliberales, que pedían una economía comunitaria ecológica planificada.
Para una transición ecosocialista, debemos pensar seriamente en cambiar la propiedad y el control de los medios de producción, reorganizando la división internacional del trabajo que confina a millones de personas al papel de arrancar las materias primas del mundo natural. Debemos enfrentar el desastre ecológico mientras construimos proyectos políticos capaces de comprender las soberanías subnacionales y la autodeterminación indígena.
Esos son objetivos que cualquier nuevo gobierno plurinacional, popular o progresista debe considerar una vez que llegue al poder. Y, para eso, la derecha debe ser mantenida a raya.
[*] El texto anterior es una versión revisada y actualizada del artículo «Anti-extractivism and radical politics in Ecuador» publicado el 5 de febrero en el sitio Revolutionary Socialism in the 21st Century (rs21).