Una pandemia no es una cuestión infectológica sino una cuestión política y social compleja. Es un laberinto, y así debería ser entendida y analizada si lo que queremos es superarla.
El COVID-19 inscribió en la agenda pública las desigualdades sociales, el rol del Estado, los sistemas de salud públicos y privados, la salud como derecho o como mercancía, el racismo, la discriminación, las nuevas subjetividades, el egoísmo, el desastre ambiental, el ingreso ciudadano y el trabalenguas que para muchos significó la palabra epidemiólogo o epidemiológico. Bioterrorismo, desastre ambiental, manipulación genética, modos de producción de la cadena alimentaria o evolución biológica. Son variadas –y muchas veces dudosas– las explicaciones del origen del COVID-19. En lo que no cabe ninguna duda es que la enfermedad se globalizó y, al hacerlo, puso en jaque la idea del progreso capitalista, que ahora se muestra como un engaño, otra desilusión más.
Al observar los datos de la pandemia a nivel mundial surge la pregunta acerca de las razones por las que hay más afectados en América Latina que en otras regiones. La respuesta no tiene que ver con la infectología, sino con la economía. Latinoamérica es la región más desigual del mundo. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el 10% más rico concentra una mayor porción de los ingresos que en cualquier otra región (37%) y el 40% más pobre recibe la menor parte (13%). Y la pandemia no mejoró esas desigualdades, sino que las incrementó. Ahí es donde deberíamos comenzar a recorrer nuestro camino de salida del laberinto.
La ciencia contra el cientificismo
Estos tiempos de «pandemencia» nos ubican en un laberinto que el poder neoliberal, a través de los medios hegemónicos, pretende ignorar con explicaciones lineales, descontextualizadas o contrafácticas disfrazadas de científicas a través de estadísticas, gráficos y simulaciones que muy pocos entienden y que se presentan como predicciones certeras del futuro. Pero el futuro, por naturaleza, es incierto.
Todo esto reduce la representación de la pandemia a una visión cientificista que poco tiene que ver con la ciencia. Frente a los problemas complejos –y la pandemia lo es sobradamente– se deben pensar abordajes complejos, pocas veces enseñados en las universidades, rendidas ante la razón instrumental. ¿Cómo se sale del laberinto? Por arriba, como escribió el poeta Leopoldo Marechal.
La cuarentena, el aislamiento, la distancia social, el lavado de manos rápidamente se generalizaron como indicaciones esenciales para la prevención. Pero esas normas –científicamente fundamentadas– implican el supuesto de hogares sin hacinamiento y con servicios básicos. Es decir, son normas pensadas, como mínimo, para familias de clase media. Olvidaron que en América Latina son muchos los que no tienen un techo debajo del cual protegerse, una mesa en la que apoyar el plato de comida y un servicio de agua para lavarse las manos (y esto no solo desatiende necesidades biológicas sino, además, impide dar cuenta de un hecho social como es la comensalidad). La ciencia, en una palabra, se vuelve cientificista en la medida que no atiende a la realidad social.
Las expresiones habitacionales de quienes sufren las brutales condiciones de desigualdad en la región reciben distintos nombres según los países: villas miserias, favelas, cantegriles, barrios, tugurios, callampadas, campamentos, pueblos jóvenes, ranchos, barracones, ciudades perdidas o palomares. Esas configuraciones marcan los límites que la realidad impone a los más vulnerables: las (im)posibilidades fácticas de cumplir con las premisas de la cuarentena. Ante esta situación, las indicaciones de prevención son vividas, muchas veces, como abstracciones, dada la imposibilidad material de cumplirlas.
La pandemia trajo la pérdida de elementos sustanciales del proceso de socialización cotidiano de las personas. Por ejemplo, para los argentinos es triste y frustrante no poder saludarse con un beso o un abrazo, o reunirse para los asados con familiares o amigos los fines de semana, o compartir el mate en reuniones sociales o en el trabajo, o encontrarse en bares para charlar. Todo esto llevó, de manera progresiva, a la desobediencia de las normas de aislamiento y distancia social. Normas que también afectaron a otros procesos más difíciles de soportar, como el no poder acompañar o visitar a un paciente internado, en aislamiento o en terapia intensiva, o no poder cumplir con el ritual de despedida ante la muerte.
Valores que son vectores
Las normas de prevención que se proponen desde lógicas sanitarias, suponen una subjetividad basada en la solidaridad, la justicia, la responsabilidad, la empatía y la otredad, pero esos supuestos están ausentes en la subjetividad que viene construyendo desde hace décadas el neoliberalismo. Hoy tenemos una subjetividad autocentrada, un objeto más del mercado que modificó las relaciones con los otros y con el propio yo, que enfatiza el consumo, el hedonismo, la «selfi» y el cuidado de sí, construyendo una racionalidad estética narcisista. En todo ello se desprecia la solidaridad y se niega al otro, en tanto no sea el propio yo proyectado –es decir, «lo mismo»– y en esa lógica se confluye con la discriminación y el racismo. Pero, paradojalmente, cuando la sociedad observa el incumplimiento de las normas de quienes van a las playas, se encuentran en bares, en reuniones familiares o van al shopping, surge el asombro y el reclamo de los valores que se perdieron.
Los valores hegemónicos resultan funcionales a la propagación de la pandemia. Los medios de comunicación, que por décadas habían apostado y promovido la construcción de subjetividades neoliberales, a veces los señalan como irracionales. Pero, por otro lado, ese poder –neoliberal en lo económico y conservador en lo cultural– convoca a los movimientos anticuarentena y antivacunas, negando la virulencia del virus o calificándolo como una «gripezinha».
La salud en cuidados intensivos
El COVID-19 exige prácticas de prevención no rentables para la medicina entendida como mercancía, y además amenaza con el colapso de las capacidades de internación de hospitales públicos y privados. En ese contexto, la sociedad recuperó la importancia de los sistemas públicos de salud, a pesar de los intentos neoliberales por desregularlos (metáfora sutil para la privatización) que venían sufriendo desde la década de 1980.
En los inicios, la pandemia se abordó desde una lógica binaria que obligaba a los países a optar entre la salud o la economía. Lo cual fue incorrecto, ya que hay –o puede haber– mucha economía en la salud y mucha salud en la economía, dependiendo de lo que entendamos por cada una y lo que se haga en cada campo. Los sistemas de salud de muchos países tienen más relación con la economía que con la salud. Estados Unidos es un muy buen ejemplo, con un 17% del PBI en gasto en salud y, en plena pandemia, con más de 40 millones de personas por fuera de toda cobertura.
Por el contrario, hay salud en los planteos que desde la economía sostienen la necesidad del impuesto a la riqueza, del desarrollo de la economía popular y de formas de trabajo cooperativos, por citar algunos ejemplos. Lo que ocurre es que la medicina se apoderó de la palabra «salud», y la sociedad piensa –erróneamente– que «medicina» es sinónimo de ella. Es evidente que el dilema no es tal, sino que estamos en un laberinto, en una disputa de sentidos, con categorías de análisis y conceptos que sobran, y con cuestiones no pensadas que nos sorprenden.
Los países que optaron por la economía asumieron que los muertos se justificaban y decidieron minimizar la pandemia. Así entramos en un «campeonato» de números, en el que todos los días se cuentan los muertos y los infectados pero rara vez nos cuentan quiénes eran cada uno de ellos y ellas. Nuevamente Estados Unidos, junto a Brasil, constituyen los ejemplos más evidentes de esas situaciones.
Los países que priorizaron la salud y se enfocaron en la lucha contra el COVID-19, a medida que pasaron los días y la cuarentena se extendía, se encontraron con que los problemas de los pacientes crónicos o las urgencias del día a día tenían dificultades para ser resueltas por insuficiencia de personal. Las consecuencias sanitarias de esas postergaciones se verán en el mediano plazo, al analizar las cifras de morbimortalidad en la población de cada país en el año 2020 y compararlas con las de años anteriores.
Cruje el sistema sanitario
El campo de la salud se estremeció por la pandemia. Acostumbrado a la alta autonomía de sus trabajadores, de repente necesitó una dinámica muy normativa que tensionó sus formas de trabajo y provocó que las instituciones crujieran y aparecieran nuevos problemas organizativos. En el devenir de la pandemia, los equipos de salud se vieron muchas veces diezmados por distintos motivos: enfermos y muertos por COVID-19, licencias por constituir grupos de riesgo, implementación de turnos rotativos para evitar que los contagios llevaran al cierre de servicios, ausencia de atención diferenciada entre pacientes con o sin COVID-19, precariedad laboral y pluriempleo, además de los lógicos temores personales ante la enfermedad o la muerte.
Las condiciones de trabajo tampoco fueron ideales. En los inicios de la pandemia, la guerra de los barbijos provocó que los gobiernos de muchos países no consigan elementos de bioseguridad en el mercado mundial para la protección personal de los trabajadores. En otras ocasiones, las miserias del capital indujeron a que esos elementos faltaran, ya que su compra disminuía la tasa de ganancia, lo que obligó a los trabajadores a exponer su propia salud.
La pandemia dejará, además de los cientos de miles de muertos, el peligro potencial de que, en el imaginario social, se fortalezca la idea del hospital y las altas tecnologías como destino necesario de las inversiones futuras en detrimento de los centros de salud, sus equipos y el trabajo territorial. No es cuestión de generar un falso dilema –ambas dimensiones son necesarias– sino de pasar de sistemas hospitalocéntricos a sistemas centrados en los territorios. Estos territorios deben contar con equipos de salud instalados, configurando procesos relacionales en los que no solo se conozca a la persona, sino también a la familia, el barrio, el ambiente, el trabajo y el sinfín de vínculos que se dan en la complejidad de cualquier territorio, reservando para los hospitales la atención de los problemas complejos (en promedio, el 15% de las consultas) con toda la tecnología necesaria.
Una oportunidad para sanar la salud
En el marco de la pandemia, los equipos territoriales y los centros de salud hubiesen obtenido mejores resultados en la morbimortalidad si hubiesen funcionado 24 horas para educar y acompañar a la comunidad y prevenir los contagios; en general, esto no siempre se pudo o se quiso hacer. El territorio es el lugar donde se puede enfrentar con mayor éxito a las epidemias (incluidas las pandemias), instalando allí múltiples dispositivos sociosanitarios que interactúen con la singularidad de esas complejidades. Cuando la esperanza se coloca en los respiradores y las unidades de terapia intensiva, es evidente que se llegó tarde, que se está corriendo detrás del virus, y solo nos queda esperar más muertes.
¿Qué solucionará la vacuna? La inmunidad de las personas. ¿Podrá ocultar la vacuna lo que desnudó el COVID-19? Dependerá del poder para mantener en discusión lo que la pandemia puso al descubierto, en una lógica procesual que construya actores sociales capaces de trabajar la agenda pública, con una construcción de lo político que alimente a las políticas. El problema es tanto económico como cultural. ¿Cuánto tiempo nos llevará entender y aceptar que no se trata de ser más ricos, sino de ser menos desiguales? En esa pregunta se juega el enigma del laberinto en que nos encontramos.