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(@matthew_tsimitak / Flickr)

Necesitamos un reinicio socialista

Traducción: Victor Ramos

Žižek dice que ante la pandemia nos han dado dos opciones: un retorno a la vieja normalidad explotadora y un «Gran Reinicio» corporativo, que promete ser incluso peor. Necesitamos una alternativa real, un reinicio socialista.

En abril de 2020, reaccionando a la pandemia del COVID-19, Jürgen Habermas señaló que «la incertidumbre existencial está expandiéndose global y simultáneamente en las mentes de individuos conectados s a través de los medios». Y continuó: «Nunca hubo tanto saber acerca de nuestro no-saber y de las limitaciones para actuar y vivir en la incertidumbre».

Habermas está en lo cierto al decir que este no-saber no solamente concierne a la propia pandemia (al menos, allí tenemos expertos), sino que tiene más que ver con sus consecuencias económicas, sociales y psíquicas. Noten su formulación precisa: no es simplemente que no sabemos qué es lo que sigue: nosotros sabemos que no sabemos, y este no-saber es en sí mismo un hecho social, inscrito en las formas en que funcionan nuestras instituciones.

Ahora sabemos que en tiempos medievales, o en la modernidad temprana, la gente sabía mucho menos (pero no lo sabía, porque contaba con un soporte ideológico estable que garantizaba que nuestro universo era una totalidad coherente). Lo mismo vale para algunas visiones del comunismo, e incluso para la idea del fin de la historia de Francis Fukuyama: todos creían saber hacia dónde avanzaba la historia. Asimismo, Habermas tiene razón al localizar la incertidumbre en «las mentes de los individuos conectados a través de los medios»: nuestro lazo con este universo conectado expande tremendamente nuestro conocimiento, pero al mismo tiempo nos lo devuelve como una incertidumbre radical (¿estamos hackeados?, ¿quién controla nuestro acceso?, ¿son noticias falsas lo que estamos leyendo?). Los virus golpean en ambos sentidos del término: el biológico y el digital.

Cuando tratamos de descubrir cómo se verán nuestras sociedades después de que la pandemia termine, la trampa a evitar es la futurología, la cual, por definición, ignora nuestro no-saber. La futurología se define como un pronóstico sistemático del futuro a partir de los patrones actuales de la sociedad. Y allí es donde reside el problema: la futurología sobre todo extrapola lo que vendrá a partir de las tendencias actuales. Sin embargo, lo que la futurología no toma en cuenta son los «milagros» históricos, rupturas radicales que únicamente pueden ser explicadas retroactivamente una vez que han sucedido.

Tal vez deberíamos movilizar aquí la distinción que funciona en Francia entre futur y avenir: «futur» es lo que vendrá después del presente, mientras que «avenir» apunta hacia un cambio radical. Cuando un presidente gana una reelección, él es «el actual y futuro presidente», pero no es el presidente «por venir» (el presidente por venir es un presidente distinto). Entonces, ¿será el universo poscorona simplemente un nuevo futuro o será algo nuevo, algo «por venir»?

Esto depende no solamente de la ciencia, sino de nuestras decisiones políticas. Ahora el tiempo ha venido a decirnos que no deberíamos tener ilusiones acerca del resultado «afortunado» de las elecciones de Estados Unidos, lo cual trajo cierto alivio entre los liberales de todo el mundo. La película They Live (1988), de John Carpenter, una de las piezas maestras olvidadas de la izquierda hollywoodense, cuenta la historia de John Nada, un trabajador vagabundo que accidentalmente tropieza con una pila de cajas repletas de lentes de sol en una iglesia abandonada. Cuando se pone los anteojos mientras camina por la calle, se da cuenta de que un panel publicitario colorido que nos exigía disfrutar las barras de chocolate ahora simplemente muestra la palabra «OBEDECE», mientras que otro cartel con una seductora pareja abrazándose con fuerza, visto a través de los lentes, le ordena al espectador: «CÁSATE Y REPRODÚCETE».

Él también ve que el dinero impreso lleva las palabras «ESTE ES TU DIOS». Además, pronto descubre que muchas personas que se veían atractivas son realmente alienígenas monstruosos con cabezas metálicas… Lo que circula ahora en la web es una imagen que repone la escena de They Live en relación con Joe Biden y Kamala Harris: vistos directamente, la imagen muestra a los dos sonriendo con el mensaje «TIEMPO DE SANAR» [time to heal]; vista a través de los lentes, ellos son dos monstruos alienígenas y el mensaje es «TIEMPO DE OBEDECER» [time to heel] .

Esto es, por supuesto, parte de la propaganda de Trump para desacreditar a Biden y Harris como máscaras de las máquinas corporativas anónimas que controlan nuestras vidas. Sin embargo, hay (más que) algo de verdad en ello. La victoria de Biden significa el «futuro» como la continuación de la normalidad pre-Trump (es por ello que hubo tal suspiro de alivio después de su victoria). Pero esta «normalidad» implica el mandato del capital global anónimo, que es el verdadero alienígena en nuestro medio.

Recuerdo de mi juventud el deseo por un «socialismo con rostro humano» frente al socialismo «burocrático» de tipo soviético. Biden últimamente promete un capitalismo global con rostro humano, aunque detrás de este continuará la misma realidad. En educación, este «rostro humano» asumió la forma de nuestra obsesión con el «bienestar»: los estudiantes deberían vivir en burbujas que los protejan de los horrores de la realidad externa, burbujas que son las reglas de lo políticamente correcto.

La educación ya no está diseñada para tener el efecto soberano de permitirnos confrontar la realidad social, y cuando nos digan que esta seguridad prevendrá desequilibrios mentales, nosotros deberíamos refutar esto reclamando exactamente lo contrario: esta falsa seguridad  abre la posibilidad de se produzcan crisis psicológicas cada vez que nos vemos obligados a confrontar nuestra realidad social. Lo que nos ofrece la «actividad de bienestar», en vez de permitirnos cambiar la realidad, es meramente un «rostro humano» falso para cubrirla. Biden es el último presidente «del bienestar».

Entonces, ¿por qué Biden es mejor que Trump? Los críticos señalan que Biden también miente y representa al gran capital, solo que lo hace de una forma más educada. Sin embargo, desafortunadamente, esta forma importa. Con la popularización de su discurso público, Trump estaba degradando la sustancia ética de nuestras vidas, aquello que Hegel denominó Sitten (como lo opuesto a la moralidad individual).

Esta popularización es un proceso mundial. Tomemos el caso europeo de Szilárd Demeter, el comisionado ministerial y jefe del museo literario Petőfi en Budapest. Demeter escribió una columna periodística de opinión en noviembre de 2020 que afirmaba: «Europa es la cámara de gas de George Soros. Un gas venenoso circula desde la cabina de una sociedad abierta multicultural, un gas mortífero para el modo de vida europeo». Continúa caracterizando a Soros como «el Führer liberal», insistiendo en que su ejército liber-ario lo deifica más que el del propio Hitler».

Si le hubieran consultado, Demeter probablemente hubiera minimizado estos pronunciamientos como una exageración retórica; sin embargo, esto no desestima en ningún modo sus implicancias terribles. La comparación entre Soros y Hitler es extremadamente antisemítica: coloca a Soros al nivel de Hitler, afirmando que la sociedad abierta multicultural promovida por Soros no solo es peligrosa como el Holocausto y el racismo ario que la sostienen («liber-ario»), sino que es incluso peor, más riesgosa que «el modo de vida europeo».

Entonces, ¿existe una alternativa a esta visión terrible, distinta a la del «rostro humano» de Biden? La activista climática Greta Thunberg recientemente presentó tres lecciones positivas de la pandemia: «es posible tratar una crisis como una crisis; es posible poner la salud de la gente sobre los intereses económicos; y es posible escuchar a la ciencia».

Sí, pero estas son posibilidades: también es posible utilizar una crisis para obstruir otras crisis (por ejemplo: gracias a la pandemia, deberíamos olvidarnos del calentamiento global); es posible usar la crisis para volver más ricos a los ricos y empobrecer todavía más a los pobres (como sucedió efectivamente en 2020, a una velocidad nunca antes vista); y también es posible ignorar o aislar a la ciencia (solo recuerden a aquellos que rechazaron aplicarse las vacunas, el explosivo aumento de teorías conspirativas, etc.). Scott Galloway presenta un bosquejo más o menos exacto de las cosas en nuestros tiempos de corona:

Estamos encaminándonos hacia una nación con 3 millones de señores que están siendo atendidos por 350 millones de siervos. No nos gusta decir esto en voz alta, pero siento como si esta pandemia hubiese sido creada para convertir al 10% que está más arriba en un 1% y hacer descender al 90% restante. Hemos decidido proteger a las corporaciones, no a la gente. El capitalismo literalmente colapsará sobre sí mismo, a menos que renueve el pilar de la empatía. Hemos decidido que el capitalismo signifique ser amoroso y comprensivo con las corporaciones, y darwinista y cruel con los individuos.

Entonces, ¿cuál es la salida de Galloway? ¿Cómo deberíamos prevenir el colapso social? Su respuesta es que «sin empatía y amor, el capitalismo colapsará por sí mismo»: «Estamos ingresando al Gran Reinicio, que está sucediendo rápidamente. Muchas compañías desaparecerán trágicamente por la repercusión económica de la pandemia, y aquellas que sobrevivan cambiarán de forma. Las instituciones serán mucho más adaptables y resilientes. Los equipos distribuidos, que actualmente se desarrollan con menos control, harán que la autonomía avance todavía más. Los empleados esperarán que los ejecutivos continúen dirigiendo con transparencia, autenticidad y humanidad.

Pero, una vez más, ¿cómo se realizará esto? Galloway propone una destrucción creativa que deje quebrar los negocios mientras protege a la gente que pierde sus trabajos: «Nosotros somos quienes permitimos que la gente sea despedida, de forma tal que Apple crece y Sun Microsystems queda afuera del negocio, y luego somos también nosotros quienes aprovechamos aquella prosperidad increíble y somos más empáticos con la gente».

El problema es, por su puesto, quién es el misterioso «nosotros» de la última oración citada, es decir, cómo se hace exactamente la redistribución. ¿Solo tributamos más a los ganadores (Apple, en este caso) mientras les permitimos mantener su posición monopolista? La idea de Galloway tiene un cierto estilo dialéctico: la única manera de reducir la desigualdad y la pobreza es permitiendo que la competencia de mercado haga su cruel trabajo (dejamos que la gente sea despedida) y luego… ¿Qué? ¿Esperamos que los mismos mecanismos de mercado creen nuevos puestos de trabajo? ¿O que el Estado lo haga? ¿Cómo se operacionalizan el «amor» y la «empatía»? ¿O contamos con la empatía de los ganadores y esperamos que todos se comporten como Gates y Buffett?

Creo que estos suplementos de los mecanismos de mercado, como la moralidad, el amor y la empatía, son sumamente problemáticos. En vez de permitirnos obtener lo mejor de ambos mundos (el egoísmo de mercado y la empatía moral), es muy probable que obtengamos lo peor de ambos.

Los rostros humanos de este «liderazgo con transparencia, autenticidad y humanidad» son Gates, Bezos, Zuckerberg, son los rostros del capitalismo corporativo autoritario, los que posan como héroes humanitarios, como una nueva aristocracia celebrada por los medios, que los citan como si fuesen humanistas inteligentes. Gates dona billones a las organizaciones caritativas, pero deberíamos recordar cómo se opuso al plan de Elizabeth Warren sobre un pequeño incremento a los impuestos. Él felicitó a Piketty y una vez casi se autoproclamó socialista, es cierto, pero en un sentido sesgado y muy particular: su riqueza proviene de lo que Marx denominó nuestros «bienes comunes», aquel espacio social compartido en el cual nos movemos y comunicamos.

La riqueza de Gates no tiene nada que ver con los costos de producción de los productos que Microsoft está vendiendo (uno incluso puede sostener que Microsoft está pagando a sus trabajadores intelectuales un alto salario). Es decir, la riqueza de Gates no es el resultado de su éxito en producir buenos softwares a más bajo costo que sus competidores, o de una mayor explotación de sus trabajadores intelectuales contratados. Gates llegó a convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo apropiándose de la renta que genera la comunicación de millones de personas a través del medio que él privatizó y que controla. Y, de la misma forma en la que Microsoft privatizó el software que usamos en general, se privatizan también nuestros contactos de Facebook, nuestras compras de libros en Amazon o nuestras búsquedas en Google.

Hay, entonces, una parte de verdad en la «rebelión» de Trump contra los poderes corporativos digitales. Vale la pena escuchar War Room, el podcast de Steve Bannon, gran ideólogo del populismo de Trump: uno no puede sino estar fascinado por las verdades que combina en el marco de una mentira general. Sí, bajo el gobierno de Obama la brecha que separaba a los ricos de los pobres creció enormemente y hubo grandes empresas que crecieron mucho… pero bajo el gobierno de Trump, este proceso continuó y, además reducir los impuestos, imprimió dinero especialmente para rescatar a las grandes compañías. Estamos entonces encarando una falsa y horrible alternativa: un gran reinicio corporativo o el populismo nacionalista, que resulta ser lo mismo. «El gran reinicio» es la fórmula que dice cómo cambiar algunas cosas (o más bien, muchas cosas) para que en realidad sigan siendo prácticamente iguales.

Por lo tanto, ¿existe una tercera vía, por fuera del espacio de los dos extremos de restablecimiento de la vieja normalidad y del Gran Reinicio? Sí, un verdadero gran reinicio. No es un secreto lo que hay que hacer. Greta Thunberg lo evidenció. En primer lugar, deberíamos finalmente reconocer la crisis de la pandemia como lo que es, a saber, solo una parte de la crisis global de todo nuestro modo de vida, lo cual implica desde la ecología hasta nuevos conflictos sociales. En segundo lugar, deberíamos establecer el control y la regulación social de la economía. Y, en tercer lugar, deberíamos ampararnos en la ciencia. Ampararnos, que no significa aceptarla como una comisión que toma decisiones.

¿Por qué no? Retornemos a Habermas, con quien comenzamos: nuestra dificultad es que estamos obligados a actuar mientras sabemos que no sabemos todas las coordenadas de la situación en la que estamos, y no actuar funcionaría en sí mismo como un acto. Sin embargo, ¿no es esta la situación elemental de todo acto? Nuestra gran ventaja es que sabemos cuánto no sabemos, y este saber acerca de nuestro no-saber abre el espacio a la libertad. Actuamos cuando no conocemos la situación entera pero esta no se convierte simplemente nuestra limitación: lo que nos da libertad es que la situación –en nuestra esfera social, por lo menos– es en sí misma abierta, no (pre)determinada del todo. Y nuestra situación, en la pandemia, se encuentra definitivamente abierta.

Ahora aprendimos la primera lección: «apagar las luces» no es suficiente. Ellos nos dicen que «nosotros» –nuestra economía– no podemos resistir a otro duro confinamiento. Entonces, cambiemos la economía. La cuarentena es el gesto negativo más radical dentro del orden existente. Ir más allá, hacia un nuevo orden afirmativo, nos conduce a la política, no a la ciencia. Lo que tenemos que lograr cambiar nuestra vida económica; de este modo, esta será capaz de sobrevivir confinamientos y emergencias, que seguramente no tardarán en llegar, de la misma forma que una guerra nos obliga a ignorar las limitaciones del mercado y encontrar una manera de hacer lo «imposible» en una economía de libre mercado.

En marzo de 2003, Donald Rumsfeld, entonces secretario de Defensa de los Estados Unidos, se involucró en un pequeño filosofar amateur acerca de la relación entre el saber y lo desconocido: «Existen saberes conocidos. Estas son cosas que sabemos que sabemos. Asimismo, existen desconocimientos conocidos. Es decir, estas son cosas que sabemos que no sabemos. Pero también existen desconocimientos desconocidos. Estas son cosas que no sabemos que no sabemos». Lo que olvidó añadir fue el cuarto término crucial: los «saberes desconocidos», cosas que no sabemos que sabemos (que es precisamente el inconsciente freudiano, el «saber que no se sabe a sí mismo», como Lacan solía decir).

Si Rumsfeld pensó que los principales peligros en la confrontación con Irak eran los «desconocimientos desconocidos», las amenazas de Saddam Hussein, cuyo verdadero alcance ni siquiera sospechamos, deberíamos responder que los principales peligros son, por el contrario, los «saberes desconocidos»: las creencias y suposiciones denegadas que ignoramos aunque estén adheridas a nosotros mismos.

Deberíamos leer la afirmación de Habermas de que nunca supimos tanto sobre lo que no sabemos a través de estas cuatro categorías: la pandemia removió lo que nosotros (pensamos que) sabíamos que sabíamos, nos hizo conscientes de lo que no sabíamos que no sabíamos y, en el modo en que la confrontamos, nos apoyamos sobre lo que no sabíamos que sabíamos (todas las presuposiciones y prejuicios que determinaron nuestros actos, pese a que no estamos seguros de ellos). No estamos lidiando aquí con el simple pasaje del no-saber al saber, sino con el mucho más sutil pasaje del no-saber al saber de lo que no sabemos. Nuestro saber positivo permanece intacto en este pasaje, pero ganamos un espacio de libertad para la acción.

Es en este sentido de no saber lo que sabemos, de presuposiciones y prejuicios, que China (y Taiwán y Vietnam) lo hicieron mucho mejor que Europa y los Estados Unidos. Estoy cansándome de repetir eternamente este dicho: «Sí, los chinos contuvieron el virus, pero a qué precio…». Concuerdo con que necesitamos un Julian Assange que nos permita saber lo que realmente sucedió ahí, la historia completa, pero el hecho es que, cuando la epidemia estalló en Wuhan, inmediatamente ellos ordenaron la cuarentena y detuvieron la mayoría de la producción del país entero, mostrando indudablemente que priorizaban las vidas humanas por sobre la economía (con cierto retraso, es cierto, pero abordaron la crisis de una manera extremadamente seria).

Ahora, están recogiendo la recompensa, incluso en lo económico. Y –seamos claros– esto solo fue posible porque el Partido Comunista es todavía capaz de controlar y regular la economía: existe un control social sobre los mecanismos de mercado, pese a que sea uno de carácter «totalitario». Sin embargo, otra vez, la pregunta no es cómo lograron eso en China, sino cómo nosotros deberíamos hacerlo. La vía china no es el único modo efectivo, no es «objetivamente necesaria» en el sentido de que, si analiza toda la información, la única forma de hacerlo es la vía china. La epidemia no es solo un proceso viral, sino que toma lugar dentro de ciertas coordenadas económicas, sociales e ideológicas, las cuales están abiertas al cambio.

Los últimos días de 2020 vivimos una situación delirante, en la cual el deseo de que las vacunas funcionen estuvo mezclado con la creciente depresión, e incluso con la desesperación, dado al incremento del número de infectados y los casi diarios nuevos descubrimientos sobre el virus. En primer lugar, la respuesta a «¿Qué hacer?» se encuentra aquí fácilmente: tenemos los instrumentos y los recursos para reestructurar el cuidado de la salud de modo que esto satisfaga las necesidades de la gente en un tiempo de crisis, etc. Sin embargo, para citar la última línea de «Elogio del comunismo», de Brecht, de su obra teatral Madre Coraje: «Es lo simple lo que es tan difícil de hacer».

Hay muchos obstáculos que hacen que sea difícil; por encima de todos, el orden capitalista global y su hegemonía ideológica. Entonces, ¿necesitamos un nuevo comunismo? Sí, pero uno que estoy tentado a llamar comunismo moderadamente conservador: hay que cumplir todos estos pasos que son necesarios, desde la movilización global contra el virus y otras amenazas con el fin de establecer operaciones que restringirán los mecanismos de mercado y socializarán la economía, pero hay que hacerlo de un modo conservador, en el sentido de mantener un esfuerzo por conservar las condiciones de la vida humana (y la paradoja es que tendremos que cambiar las cosas precisamente para mantener estas condiciones), y moderado, en el sentido de que debemos tomar cuidadosamente en consideración los efectos colaterales impredecibles de estas medidas.

Como Emmanuel Renault lo señaló, la categoría marxista clave que introduce la lucha de clases en el núcleo central de la crítica de la economía política es la denominada «ley tendencial», las leyes que describen una tendencia necesaria en el desarrollo capitalista, como la tendencia de la tasa de ganancia decreciente (como lo señaló Renault, fue Adorno quien ya había insistido en estas dimensiones del concepto marxista de Tendenz, que lo vuelve irreductible a una simple «corriente»). Describiendo esta «tendencia», el mismo Marx usa el término antagonismo: la tasa decreciente de ganancia es una tendencia que empuja a los capitalistas a endurecer la explotación de los trabajadores y a que estos resistan, de modo que el resultado no está predeterminado, sino que depende de la lucha (recordemos que, en algunos Estados de bienestar, los trabajadores organizados fuerzan a los capitalistas a realizar concesiones importantes).

El comunismo sobre el cual estoy hablando implica exactamente una tendencia similar: las razones de esto son obvias (necesitamos una acción global que luche contra las amenazas sanitarias y medioambientales; la economía tendrá que ser socializada de algún modo…), y deberíamos leer el modo en que el capitalismo global está reaccionando a la pandemia precisamente como una serie de reacciones a la tendencia comunista: el falso Gran Reinicio, el populismo nacionalista, la solidaridad reducida a la empatía.

Entonces, ¿cómo prevalecerá la tendencia comunista? La respuesta es triste: a través de más crisis repetitivas. Pongámoslo en términos más claros: el virus es ateo en el más duro sentido del término. Sí, se debería analizar cómo la pandemia es condicionada socialmente, pero es básicamente el producto de una contingencia irrelevante, no hay ningún «mensaje secreto» en ella (como cuando interpretaron la plaga como un castigo de Dios en los tiempos medievales). Antes de elegir la famosa cita de Virgilio sobre acheronta movebo como lema de La interpretación de los sueños, Freud consideró otra opción: las palabras de Satanás en El paraíso perdido, de John Milton: «Qué refuerzo podremos sacar de la Esperanza, o si no, qué resolución de la desesperación».

Si no podemos recibir ninguna ayuda de la esperanza, si estamos obligados a admitir que nuestra situación es desoladora, deberíamos obtener la solución de la desesperación. Así es como nosotros, satanases contemporáneos que estamos destruyendo nuestra tierra, deberíamos reaccionar al virus y a los riesgos ecológicos: en vez de buscar vanamente ayuda en alguna esperanza, deberíamos aceptar que nuestra situación es grave y actuar decididamente sobre ella. Para citar a Greta Thunberg otra vez: «Hacer lo mejor que podamos no será suficiente. Ahora tenemos que hacer hacer lo que es aparentemente imposible».

La futurología lidia con lo que es posible. Nosotros necesitamos hacer lo que es (desde la perspectiva del orden global) imposible.

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