Por Tomás Guarnaccia y
Miguel Savransky
Nicolás Prividera es docente, escritor, crítico y cineasta, distintas facetas convergentes a través de las que configura una gran y peculiar coherencia entre su “obra” y el fragor de la discusión pública en el campo cinematográfico y la crítica cultural. Yendo muchas veces en contra de ciertas orientaciones dominantes de entronización, canonización y adopción compulsiva de modelos extenuados —incluso en el auto-denominado “cine independiente”—, Prividera trabaja, hace años, en un relevo circular entre crítica y realización, para aguijonear los conservadurismos estéticos y políticos, intentando desarmar por izquierda ciertas operaciones de legitimación y consenso.
Su primer largometraje, M (2007), posterior a la crisis del 2001 y anterior a la emergencia del “kirchnerismo”, es una investigación y una pelea cuasi detectivesca en primera persona por alcanzar la memoria, la verdad y la justicia de su madre desaparecida. Allí, un Prividera protagonista hurga entre quienes la conocieron, presiona al Estado e intenta efectuar un ajuste de cuentas generacional con el obrar de Montoneros —organización política a la que su madre pertenecía—. Luego vino Tierra de los padres (2011), su segunda película, un ensayo cinematográfico emplazado enteramente en el Cementerio de la Recoleta, el espacio material y simbólico de una historia “oficial” asediada por fantasmas, crímenes sin reparación y batallas recurrentes por el sentido que subsisten encarnadas en un juego polifónico de discursos proferidos por lectoras y lectores ante tumbas ilustres.
A fines de noviembre pasado, tuvo su estreno mundial en la Competencia Internacional del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata su tercer largometraje, Adiós a la memoria, un ensayo documental en el que el deterioro cognitivo que afecta drásticamente la memoria del padre es tomado por el director/hijo como trampolín para articular un aluvión de reflexiones heteróclitas sobre los delicados juegos del olvido y la memoria históricas, las continuidades y desplazamientos entre dictadura y postdictadura, el espesor ominoso del pasado y las encrucijadas críticas del presente bajo el ciclo político macrista ya en retirada. Toda una serie de cavilaciones entretejidas en un vaivén que va de lo subjetivo a lo objetivo, de lo personal a lo colectivo, de lo íntimo a lo público —y viceversa—. Una película sobre la estricta actualidad, pero a la vez intempestiva en sus periplos genealógicos que recobran el hilo rojo de luchas históricas soterradas para inquietar la imaginación política del futuro. Una carta al padre que jamás habría podido llegar a su destinatario, hecha en buena medida a partir de restos de restos, de filmaciones analógicas caseras del padre hechas en los ‘60 y ‘70, a las que responde, en un juego de ecos y variaciones, la urgencia de imágenes tomadas por el hijo desde la digital precariedad audiovisual de un celular. Padre e hijo son tales en tanto sujetos de su tiempo y en ambas inscripciones históricas el cine deviene memoria de su tiempo, aunque se trate de una memoria fragmentaria, magmática, no-cronológica y revocable. En definitiva, un cine que no cultiva una servil fascinación y añoranza por lo que ha sido, pero que procura restablecer el diálogo inter-generacional para armarse de cara al presente y el futuro.
Escribimos con mayor detenimiento sobre la película y el cine de NP previamente aquí y aquí. En diciembre nos juntamos (virtualmente) con Nicolás para charlar, en principio, sobre su reciente película, pero luego fuimos abriendo los ejes de conversación hacia otras zonas de su usual labor crítica: el panorama actual de los festivales de cine, de la crítica y del cine contemporáneo —tanto argentino como internacional—, la preservación del patrimonio audiovisual, su próximo libro sobre cine argentino, entre otras cuestiones. Como el material es extenso, lo dividimos en dos partes: la primera más concentrada en Adiós a la memoria, y la segunda en los debates sobre el cine y la cinefilia del presente.
TG/MS
– En la película vemos fragmentos de los cuadernos con anotaciones del padre que operan como una tecnología de memoria ante el deterioro cognitivo, que se convierten a la vez en una anticipación del guión y en un laberinto. A la vez vemos cuadernos tuyos, del hijo, con anotaciones y complejos bosquejos de la estructura serial de la película y de las diferentes combinaciones entre elementos. ¿Cuánto surgió sobre la marcha y cuánto estaba escrito, pensado de antemano?
NP
El proceso fue largo. El espectador ve una película como un proceso terminado, como algo cerrado. Sobre todo con este tipo de películas, que siempre tienen algo de diario filmado, y por tanto no dejan de ser un borrador publicado. Pero uno nunca sabe cuánto va a durar este proceso, que puede llevar años y pasa por distintas fases, por lo que habría que historizar el propio hacer para dar cuenta de él. Por empezar, en un primer momento pensé que sólo iba a usar el material fílmico de mi padre, no estaba en mi mente usar otra cosa, quería que fuera sólo archivo, algo al estilo de Moreira Salles en No intenso agora (2017) o Cuatreros de Carri (2016), dos películas que tenía en mente aunque para discutir con ellas.
Pero en algún momento me di cuenta que eso no alcanzaba, y debía incorporar otros materiales al proceso de Adiós a la memoria, así que me abrí a nuevas posibilidades y me pregunté qué más podía ingresar, cómo, hasta donde. Uno necesita límites cuando trabaja en películas donde nadie lo está corriendo (hasta que por haber concursado o por interesar a un festival se precipita una entrega), porque los procesos pueden ser eternos y entonces tenés que encontrar ciertas autolimitaciones, que ayudan a no perderse en el camino. Entonces una primera limitación fue plantearme usar sólo ese material, pero en el momento en el que decidí romper esa regla la cuestión era qué incorporar y cómo. Todo eso llevó un largo proceso de decantación.
De hecho, podría haber hecho mucho antes una película solo con esos materiales, pero quería hacer otra cosa. Porque me parece que justamente ese cine de material de archivo está ya muy explotado actualmente, a veces de manera interesante y a veces más burocrática, porque la pura potencia del archivo no alcanza. Digo: se pueden hacer películas vagas, en todo sentido, solo pegando el material y untándolo con una voz amable. Pero el cine hecho con material de archivo requiere un verdadero trabajo. A veces el esfuerzo es encontrarlo, y otras veces, cuando ya lo tenés, exige un procesamiento interno, una intervención más decidida.
En general, todos los materiales vienen predeterminados, tienen inscritas ciertas direcciones, sean las que históricamente otros han usado antes o las que la historia del cine ha producido de alguna manera; y a mí lo que me interesaba era romper un poco con esas determinaciones previas. Porque en general en el material de las películas familiares tiende a aparecer, incluso cuando se lo usa en la ficción, una relación cuasi fetichista con el pasado, una especie de pasado idealizado o añorado, una suerte de nostalgia heredada o impostada. Los archivos familiares, especialmente los de Super 8, parecen teñidos por defecto de esa sensación de nostalgia, tanto que incluso hay películas que como no tienen ese material lo recrean, y hacen un “falso Super 8”. Un ejemplo de esto es El padre de Mariana Arruti (2016). Y si ya el Super 8 usado de esa manera nostálgica me parece algo problemático, el hecho de recrearlo acentúa esta idea de recostarse en un uso precodificado de las imágenes.
También podía haber hecho una película en esos términos, y el resultado hubiera sido convencionalmente aceptado. Pero para mí el trabajo era, entonces, de alguna manera, pelear con ese material, o más bien con sus usos habituales. Porque si uno pelea demasiado también puede estar en problemas. En algún momento de esa pelea interna se me ocurrió hacer algo completamente experimental, incluso llegué a pensar en romper literalmente el material, rayar el fílmico, o bien fragmentarlo lo más posible. Hasta el momento del montaje pensé que iba a ser mucho más experimental, incluso con pantallas divididas o superpuestas, cosas de ese tipo. Pero finalmente me fui entregando a algo que estaba ya en ese guión que había escrito tan trabajosamente, y que estaba ahí también ya en mis anteriores películas, que es la voluntad de trabajar con un espíritu narrativo —aún dentro de los fragmentos y del trabajo con ciertas historias y cuestiones donde hay cosas que nunca se pueden completar—, para tratar de construir una historia, casi diría con mayúsculas, si no se enojan los temerosos de la mayestática. Porque lo que trato siempre de plantear o no olvidar es que siempre hay un relato, o que hay que buscarlo, para encontrar aunque sea un sentido en la búsqueda misma.
Allí había un desafío, porque romper el relato también parecía una vía fácil y quería desmarcarme de cierto cine experimental hecho en piloto automático. En ese sentido, es como si hubiera querido equilibrar ese momento experimental con un tipo de relato más clásico. De hecho en algún momento pensé en hacer un híbrido, una película que vaya progresivamente deshaciéndose, de algo estructurado a algo más fragmentario y azaroso, que emulara el deterioro de la memoria de mi padre. Y en el montaje final hay una pequeña secuencia que sobrevivió de esa idea, solo que ahora está sobre el texto de Blanqui y antes era el final de la película… A veces hay que llevar al extremo las ideas, tirarlas sobre la mesa y luego dejar que decanten. Como alguien sugería: “hay que filmar como un libertino y montar como un censor”. Acercarme de una manera más aleatoria a ese material no era lo que me interesaba, a fin de cuentas.
TG/MS
– ¿Fue en ese momento que surgió la idea de la fragmentación de la película por “episodios”, siete partes y un epílogo?
NP
No, ese es un yeite más de guionista, digamos, que surgió casi al final, para escandir una película muy profusa y dejar que el espectador respire. Pero siempre tuve la idea de que iba a haber “capítulos”, como en M. Supuse que una vez más iba a haber tres grandes secciones, siguiendo los actos rituales del manual de guión, porque como el guión de documental es mucho más libre que el clásico de ficción, permite jugar sin perder de vista la necesidad de una estructura sólida que permita hacerlo. En ese sentido, era clave pensar que el film tuviera un claro principio, desarrollo y final, aunque —como diría Godard— no fuera necesariamente en ese orden.
Tenía entonces esta idea básica de tres actos, pero a su vez, al volver sobre los materiales y mis anotaciones, tenía la sensación de que en verdad me faltaba un acto, el último acto. Y en ese momento tuve la sensación, de nuevo, de que la película podía cerrarse de todos modos ahí, que con esos “dos actos” podía hacer una película, el típico “documental subjetivo”, pero no era la película que quería hacer. Faltaba algo. Y por eso el desarrollo del proyecto se demoraba en avanzar. Iba acumulando textos, propios y ajenos, y variadas ideas sobre el material, pero no dejaba de sentir que algo importante faltaba, aunque no sabía qué. Yo lo comparo con la tabla periódica: el tipo que la descubrió no tenía todos los elementos, pero sabía que en esos lugares en blanco iba algo que completaba el cuadro. Y a veces pasa algo similar, aunque sin la certeza científica: algo falta, aunque uno no sepa exactamente lo que era.
Lo que faltaba podía ser un elemento formal, pero también narrativo. Porque lo que para mí justificaba la película era todo aquello que la sustrajera de la “película familiar” y la llevara hacia un lugar más abierto. Y así como estaba yo no sabía a dónde iba, o bien no quería hacer una película mortuoria, no me interesaba hacer otra película decadente sobre la decadencia física o social, un mero registro de la pérdida de la memoria, como muchas películas sobre el Alzheimer o el presente. (Dicho sea de paso, la enfermedad de mi padre no era Alzheimer, pero una parte de la crítica insistió en esto, incluso cuando aclaro explícitamente en la película que no se trata de esa “enfermedad que nos deja más tranquilos”.)
Sea como sea, lo fortuito siempre puede ser determinante, y el encuentro con eso que faltaba apareció durante el viaje que aparece al final de la película. Ahí me di cuenta que no era solo un tercer acto lo que faltaba, sino reestructurar y reescribir toda la película a partir de lo que había encontrado en el viaje, que de algún modo no era sino la conclusión luego del largo proceso de llevar la película a cuestas. Ahí fue cuando se incorporaron Blanqui, Montecristo, y otros hilos conductores que no estaban en versiones previas del guión. Y eso ayudó a que todo lo demás se acomodara en su lugar, empezando por darme cuenta que la película no era tanto sobre la memoria como sobre el encierro.
TG/MS
– ¿Se podría decir que París estructuró todo?
NP
Dicho así parece un final de cuento digno del “viaje estético” del que hablaba Viñas, porque el viaje a París fue toda una tradición argentina y latinoamericana… Digamos entonces que el viaje de descubrimiento fue otro tópico que se incorporó a la película al volver. Y de nuevo desde la idea de cómo romper con ese lugar común, sin deshacerme de él. De hecho en un principio todo el episodio de París era mucho más largo de lo que finalmente quedó en el montaje, y probablemente ese material también pida su propia película, como me pasó con las películas familiares cuando decidí usarlas en M y ver que la desbordaban. Pero el viaje en sí, y no solo por la distancia, realmente me ayudó a unir muchos cabos sueltos y llevar la película en otra dirección.
Fotograma de Adiós a la memoria
TG/MS
– En la película decís que literalmente te encontraste con la tumba de Blanqui, ¿fue así?
NP
Sí, claro, me la encontré por casualidad. Tanto que ni siquiera la filmé con el cuidado que hubiera necesitado. Era mi último día en la ciudad (en la que también pude estar por casualidad, por una invitación al festival de Nantes), y ahí en un Pere Lachaise extrañamente solitario se empezaron a decantar varias cuestiones que tanto el viaje como el proyecto mismo me habían obligado a revisar. El libro de Blanqui, por ejemplo, lo había leído años antes, pero nunca había hecho la conexión con Adiós a la memoria. Y a partir de ahí, recordando que lo llamaban “el encerrado” surgió la convicción de que ese era el tema profundo de la película, más allá de la omnipresente memoria: el encierro, en sus distintas formas y metáforas. Políticas, por supuesto. Fue como encontrar una clave de relectura, y al volver, todo lo que tenía confuso en los papeles y cabeza de pronto se organizó, encontró una trama.
TG/MS
– Es una película de montaje y suponemos que el trabajo con Hernán Rosselli debe haber sido muy determinante. ¿Cómo trabajaron juntos en ese proceso de ensamblaje?
NP
A la vuelta estuve todo el verano del 2018 escribiendo el guión “definitivo”, encontrando ya la estructura final y reorganizando todos los textos previos, ya pasados a tercera persona, dejando también atrás la primera usada en la escritura original, después de probar también con la segunda. Lo que no terminaba de tener claro era cómo trabajar con las imágenes, más allá de alguna certeza sobre cuáles quería utilizar específicamente en algunas secuencias. El guión muchas veces solo decía “aquí va material en Super 8” y poco más. Una vez más, el momento de montaje fue el proceso de escritura final de la película, y por eso quise hacerlo con Hernán Rosselli, que además de montajista de variada experiencia es director. Eso también dificultó muchas veces la tarea, porque Hernán tenía su propia mirada sobre la película y le costaba seguir el guión que yo había terminado de armar después de ese largo proceso, en el que necesariamente la voz off articulaba todos los fragmentos, pero hasta cierto punto la discusión siempre es buena porque ayuda a reforzar lo que creemos irresignable, además de cambiar lo que no podemos defender.
Pero muchas veces es cuestión de distintas miradas, no solo de métodos de trabajo, aunque en ambos casos un proceso de edición muy largo puede dar lugar a tensiones cuando hay desacuerdos. Sobre todo si una película tiene esta curiosa forma abierta y cerrada a la vez, en la que hay un guión que se ha hecho “de hierro” porque viene muy trabajado de antes, y a la vez hay mucha libertad para buscar cómo maximizar un material que era tan vistoso como repetitivo, además de otros problemas de base. La cuestión era cómo resolver formalmente las “escenas”, porque cada una representaba un desafío diferente y necesitaba una resolución distinta de la anterior. Pero a la vez todas tenían que hilarse y relevarse entre sí, lo que hizo que fuera un trabajo complejo que todo encontrara su tempo y lugar. Luego de varios meses llegamos a una versión completa sobre la que después hubo que hacer reajustes y cambios hasta llegar a la versión final, pero la estructura básica que había logrado encontrar se mantuvo en pie.
TG/MS
– Hablaste de la estructura en general, sus ramificaciones y su unidad. Para seguir, una cuestión más específica pero que también parece estructural en el montaje de ideas y materiales. Hay varias líneas en la película —las escenas de personas “en situación de calle” y de desidia cotidiana, la secuencia musicalizada con Porque hoy nací con las calles de la ciudad vacías y las personas conectadas a los celulares en el subte o a las pantallas de los televisores mirando el mundial de fútbol— en las que nos enfrentamos con la “pasividad de las masas” (aquello contra lo que acicala Gramsci en el fragmento leído), una población que es gobernada pero que no es un sujeto político. Pensando en discusiones que tuviste con otras personas y en algunas lecturas y escritos sobre la cuestión del pueblo en el cine contemporáneo, ¿la decisión de no filmar ninguna manifestación popular anti-macrista o expresión de resistencia fue adrede?
NP
La película está desarrollada efectivamente bajo el macrismo y ese es su mood. No tengo el recuerdo de mucha resistencia al principio. Luego vino lo de la reforma previsional y empezó a manifestarse una oposición más articulada, pero creo que durante mucho tiempo fueron estallidos aislados e incluso a veces contradictorios. Lo sentí como un revival de la desazón de los años 90. Por eso incorporé la secuencia de las calles vacías, que obviamente no tienen nada que ver con la pandemia. La idea era que las calles se habían abandonado, que nos habíamos replegado, por la derrota o la confusión de no saber para dónde encarar. Lo sentí como un momento muy desmovilizador, y esa fue la potencia sobre la cual se montó e hizo fuerza el macrismo en sus primeros años. Pero también y paradójicamente, y aquí la película también tira puntas sobre esto, como las referencias al cualunquismo, hay también la certeza de que el populismo de derecha (como forma actual del viejo fascismo) no solo implica “indiferencia” sino también movilización, por eso aparece sobre el final esa suerte de marcha de la resistencia del macrismo, ya de salida.
Recuerden que uno siempre ve dos horas de algo que fue haciéndose por etapas, y que a veces cuesta en ese lapso hacer sentir las capas de tiempo. A veces es difícil dar una idea precisa del proceso tal como fue, y muchas veces el cine mismo nos engaña, porque lo que aparece es una concentración y contracción de tiempos más largos. En todo caso uno puede dejar eso expuesto, como capas superpuestas. Si como decía toda película tiene algo de diario, en este caso es un diario de su propio hacerse, que deja expuestas esas zonas como cuando se derrumba una casa y vemos la huella de su planta en la pared.
Asumo que se trata de un material fragmentario, y también que soy un hijo de mi tiempo. Me interesa la idea del fragmento, aunque en todo caso me peleo con la idea de la cita, o de la pura referencia posmoderna. Aparecen ciertas continuidades o contigüidades, y el orden del montaje tensiona el orden del sentido, pero no pretende agotarlo de ninguna manera. Esta no es una película que busca plantear una tesis sobre el macrismo, como Tierra de los padres no pretendía hacer una lectura cerrada de la historia argentina toda. Por suerte Adiós… no es una tesis, aunque tampoco reniegue del cine de tesis, porque habría que cancelar casi toda la historia del arte, no solo del cine.
TG/MS
-¿Dónde creés que reside lo político en la película?
NP
Suele decirse que lo político debe estar en la forma, siguiendo el dictum de Godard, y está muy bien. Pero la forma porta sentidos, aunque sean más poéticos que analíticos. Hay vacíos que no se pueden llenar, menos en algo que no es un libro ni pretende serlo, porque sabemos también que hay temas inagotables sobre los que se han escrito bibliotecas. Una película solo puede dar cuenta de ciertos trazos o trazas, casi arqueológicamente hablando.
Los ‘90, por ejemplo, no están en la película más que como deja vu. Porque al seguir, en términos narrativos, el material de mi padre, no podía sino culminar en los ‘80. Ese fue uno de los problemas estructurales a resolver, del mismo modo que el hecho de contar con mucho más material de los ‘60 que de los ‘70. La dictadura es lo presente-ausente en muchos sentidos, y la película propone que esa herencia de la dictadura que sobrevivió hasta el macrismo encuentra su nexo en los ‘90. Esa escena de las calles vacías y futboleras también podría ser de los ‘90, que para mí eran eso: una festividad alienada.
Fotograma de Adiós a la memoria
TG/MS
– Como contraparte de lo anterior, sí tomás una decisión (desde nuestro punto de vista audaz, lúcida e importante) que es la de filmar una manifestación macrista desde adentro, un registro documental del “microfascismo por abajo”. La película trabaja sobre distintas temporalidades, la coyuntura y el largo aliento, lo que quizás la vuelve más ominosa desde el hoy. En cierto sentido, se la podría ver como anticipación de nuestra estricta actualidad: se escuchó mucho la repetida cantinela de que la derecha ganó las calles con las manifestaciones anti-cuarentena en tiempos de pandemia, aunque es cierto que viene cada vez más cebada, con las funestas figuras opuestas pero similares de Berni y Bullrich azuzando públicamente lo peor de las pulsiones “cualunquistas” y los afectos de atemorizamiento que demandan la presencia de un gran gendarme. ¿Cómo se te ocurrió ir a filmar esa movilización?
NP
La marcha se incorporó sobre el final del proceso de montaje de la película. Fue lo que más dudé en agregar, justamente sobre el final, porque uno nunca sabe qué puede suceder mañana una vez cerrada la película. Por eso es parte de un epílogo abierto. Pero a la vez una necesaria apuesta. Y hoy me alegro de haberla incluido, porque creo que efectivamente lo que se alude allí sigue más vivo que nunca, como lo sugería la cita de Camus.
El cine en general está, consciente o inconscientemente, trabajando siempre sobre su tiempo, el registro de lo actual queda en las películas. Desde la edad de los actores o los distintos estilos de moda, en los casos más inconscientes, hasta los documentales que se montan sobre su tiempo como quien surfea una ola. El problema son las películas que se creen capaces de esquivar las determinaciones de su tiempo, y apuestan a que para sobrevivir a su coyuntura deben borrar sus marcas temporales, o incluso espaciales. Como si el miedo de muchos realizadores, fuera que si aparecen referencias directas a la realidad sus películas quedarían fechadas y envejecerían pronto, cuando hay mil ejemplos que contradicen esa premisa. Basta pensar que si hay un cine que trabaja constantemente con el registro del presente es el admirado cine norteamericano, que nunca tuvo miedo a las referencias directas. Se puede trabajar muy conscientemente, incluso como en este caso, con un registro muy inmediato de la realidad, sin dejar a la vez de pretender que la película pueda ser vista mucho después sin temor a haber quedado fechado como un alimento perecedero. Nada envejece más que lo que pretende borrar toda huella.
TG/MS
-¿Cómo y por qué creés que es necesario filmar al enemigo?
NP
Por muchos motivos. En primer lugar, por disgusto ante ese falso ecumenismo de “somos todos argentinos”, que es precisamente uno de los modos en que el poder pretende borrar sus marcas, y no en vano fue el discurso del macrismo mientras desataba a la vez una caza de brujas sobre todo lo que oliera a “K”. En el sitio Perro blanco decían sobre la película algo así como que “no ocultaba su antipatía” hacia esa marcha. ¡Por supuesto! El problema es más bien disfrazar esa “antipatía” de objetividad. Por otro lado, quería dejar claro también que uno puede tomar una posición y las películas pueden seguir sosteniéndose, no sólo igual sino aún más por esa asunción de un punto de vista, lo que creo es la gran lección del clasicismo, y del cine moderno también (la línea Ford-Godard, digamos, que es menos fantasiosa que la línea Mayo-Caseros).
Esa idea de que el arte debe sostenerse sobre la ambigüedad está en lo cierto en cuanto a dejar abiertos todos los sentidos o lecturas posibles, en todo sentido, pero no de ser cobarde o pretender agradar a todo el mundo. Hay que revisar esos mandatos de estos tiempos conservadores disfrazados de tolerancia: de hecho resulta paradójico que se nos predique todo el tiempo la libertad pero a la vez se nos apremie sobre lo que se debe y no se debe hacer, sin ir más lejos en una película. Se ha construido una especie de decálogo falso, porque si uno va no sólo a la historia del cine sino a la historia del arte en general, lo que va a encontrar es un arte de tesis. Mejor o peor. La Capilla Sixtina, por solo poner un ejemplo, pero en general podemos pensar en todo el arte occidental, hasta mediados del siglo XX, no tuvo ningún problema en estar hecho desde una posición determinada, más bien era algo obvio asumir el lugar de enunciación. Solamente en los últimos años —ni siquiera diría del siglo XX— eso ha cambiado en base a toda esta corriente neo-conservadora que ha permeado también en ciertos mandatos del arte contemporáneo, y que no son más que otro modo de naturalizar el statu quo. Hace poco descubrí a Adam Curtis, y más allá de que no siempre sea interesante cinematográficamente hablando, como en It felt like a kiss (2009), tiene una larga serie de documentales que hizo para la BBC desde The Century of the Self (2002) a HyperNormalisation (2016), que trabajan un poco sobre estas cuestiones, justamente sobre los cambios culturales de los ‘60 para acá, y el giro conservador que ha tenido la cultura en general, la política, etc., y cómo podemos pensar toda una serie de cuestiones, entre las que incluiría el giro conservador de la cinefilia.
Entonces, en cierto modo, para mí el desafío del cine que hice es: ¿se pueden romper estos mandatos y a la vez no ser marginado? Porque efectivamente los mandatos funcionan así: si no los cumplís, no figurás, sea en un festival o en la consideración crítica. Y la verdad para mí era una duda enorme, hasta la selección en Mar del Plata. Y a la vez, tenía intriga de ver qué pasaba con eso, porque hasta las lecturas en contra eran también esperadas, y creo que ninguna fue inteligente. Porque “lo peor” que te puede pasar es tener una crítica en contra inteligente, y que haga mella en los lugares de debilidad que cualquier película tiene, pero no le entraron por ahí, sino por el lado que justamente la película estaba presuponiendo, por ser el espectador que la película estaba expulsando a conciencia.
Si a Quintín [ex crítico de El Amante y director del Bafici] le gusta mi película, tal vez hice algo mal. Quiero decir, brechtianamente, que tenemos que hacer algo que el enemigo no pueda utilizar a su favor. No hacer una obra que pueda ser tomada por el enemigo (o el adversario, para que no se pongan nerviosos los quintines). Entonces, de algún modo, esas cosas que claramente son las más irritantes para ciertos espectadores, como la marcha, también están puestas por eso. Fíjense que la crítica de Perro blanco no dice que la película es mala, dice algo así como “venía bien hasta que metió eso”. Y sí, está justamente para marcar esa línea.
Otra forma de la crítica, más desde el campo “amigo”, es la que supone que si una película como esta es mala, eso impugnaría su sistema, o mostraría sus “límites” o los de su autor. Una crítica miope, porque los resultados pueden ser mejores o peores más allá de si cumplen o no su programa. Ni hablar de los críticos que impugnan la idea misma de programa, cuando hasta el surrealismo tenía uno…
TG/MS
-Retomando la cuestión de los registros y las imágenes de su tiempo, otra decisión que nos pareció acertada pero que también fue cuestionada por una parte de la crítica fue la de filmar a personas en situación de calle. ¿Cómo decidiste filmar esos planos, acercarte a esas personas, encuadrarlas de esa manera? ¿Cómo fue ese acercamiento para evitar la violencia simbólica en la filmación de las víctimas o la famosa pornomiseria?
NP
Bueno, ese es también otro mandato a revisar. Digo: todos estamos con Agarrando pueblo (Luis Ospina, Carlos Mayolo, 1977) pero ya se convirtió también en una especie de lugar común. Porque si nos podemos extremistas a lo Lanzmann nunca podrías filmar la miseria, siempre habrá algo obsceno en eso. Ahora bien, lo que define la cuestión son los contextos. No es lo mismo La hora de los hornos (Fernando Solanas, Octavio Getino, 1968) que Elefante blanco (Pablo Trapero, 2012). ¿Dónde se juegan esas imágenes? ¿Cómo muestran esas imágenes? Quiero creer que en esta película se justifican. Tal vez algo se perdió con la secuencia original de París, porque ahí también había gente en la calle. En la ciudad luz, en el corazón de Europa, y no sólo en el Tercer Mundo, hay gente en la calle, y no la vemos en las películas sobre París, las haga quien las haga, sea un cineasta latinoamericano o uno europeo. Lo que me interesaba mostrar era la invisibilidad misma de la exclusión.
Además esos sujetos no están filmados en primer plano, sino en planos generales, porque la atención está en el mundo que los rodea. La indiferencia del mundo. Por eso los planos más inquietantes son los que muestran un estado de suspenso entre la vida y la muerte, aunque sospechamos que esos paseantes se detendrían con más curiosidad o indignación ante un muerto. Igualmente, otra vez, como es una película y no un libro cerrado, siempre está el riesgo de ser interpretado de otra manera. Lo que en todo caso irrita son las críticas maliciosas, o las que directamente sugieren algo que no está en la película, como hizo alguna de La vida útil.
TG/MS
-Pensando en el título, resulta difícil no pensar en Adiós al lenguaje (2014) de Godard, que sabemos que es una película que valorás mucho, porque en los dos casos se trata de un gesto disruptivo de despedida de instituciones sociales consideradas centrales en la civilización. No se trata necesariamente de que haya un vínculo entre las dos películas muy directo ni tampoco la idea es pensar en referencias que tuvieras en mente, pero así como Godard juega con distintas lecturas de ese sintagma y distintas maneras de entender qué significa decir adiós al lenguaje (es algo sobre lo que el propio JLG habló en abundancia y sobre lo que también se ha escrito mucho), lo mismo pareciera suceder aquí. Digamos, hay una lectura mucho más literal, obvia, ligada a la memoria individual del padre fuertemente afectada, hay una que es figurada y simbólica, y si se quiere irónica, que es digamos la encrucijada del macrismo como una amenaza que pende sobre la memoria histórico-social colectiva o como un nuevo embate del cíclico negacionismo de ciertos sectores sociales, pero a su vez la película tematiza y problematiza el deseo y la necesidad del olvido en una tercera lectura. ¿Cuáles eran entonces estos juegos de sentido planteados en el título mismo y en relación con Adiós al lenguaje?
NP
Todos los que mencionás, y el título es de algún modo la puerta de entrada. Un título que es también una cita, y que apunta a esperar más cosas de la película que un literal registro de una amnesia. Pero me es difícil reponer todas las decisiones que tomé, porque mi memoria no es buena y además se han ido acumulando a lo largo de bastante tiempo. Esta película fue la que más tiempo consciente me llevó de todas. Pero seguramente cuando se me ocurrió ese título ya había visto la película de Godard, aunque también tenía presente una novela de Hemigway de título ambivalente (A Farewell to Arms) . En general no me gustan los títulos que copian otros, y sin embargo los he usado varias veces, cuando les he encontrado una vuelta y sentido propio, como en M. Y efectivamente en este caso parecía un título que tenía la demandada ambigüedad. Pero más que ambiguo es un título ambivalente, es decir, es un título irónico o no-irónico a la vez, porque claramente es una película que aboga por cierta idea de memoria pero también por el llamado derecho al olvido. Si la sociedad recordara, uno podría olvidar.
Digo esto también porque entre los libros de la memoria hay uno bastante horrible llamado Elogio del olvido, de David Rieff, el hijo de Susan Sontag, un libro bastante tonto porque plantea la idea de que ¿para qué recordar, si finalmente todo se olvidará en el pozo del tiempo? Una idea que detrás de su pragmática encubre un conservadurismo atroz, sino un cinismo a la moda. Entonces, no quería que la película se confundiera tampoco con eso. No se trata de un “elogio del olvido” en general, sino la idea de que determinados momentos o determinadas personas necesitan “soltar”, como se suele decir.
Pero a la vez, la buscada paradoja es que claramente es una película sobre la necesidad de la memoria. Pero no justamente en el sentido también tan trillado asociado a esa palabra, que ya sabemos ilustra canciones con ese título, y que ha construido un cementerio de sentidos comunes alrededor de esta frase que alguien tomó de un libro de Kundera —creo que de El libro de la risa y del olvido—, que habla de “la batalla de la memoria contra el olvido”. Lo que quiero decir es que hay modos tranquilizadores de pensar la memoria, que es, como ya sabemos desde Nietzsche y Borges, un mecanismo paradójico, complejo y contradictorio.
Entonces, por supuesto, también es un título godardiano, pero pensando más en El libro de imagen (2018), que al final termina diciendo, brechtianamente, que “nuestras derrotas no demuestran nada”. Pero a la vez sin querer romantizar o edulcorar la idea de la memoria y sus luchas. Y en eso entraba también la última parte que quedó afuera, porque efectivamente París es una ciudad-museo, una ciudad pensada como un decorado, una ciudad careta, en la que se pueden ver los riesgos del memorialismo institucionalizado.
TG/MS
-En todas tus películas hay una presencia sobresaliente del Río de la Plata, ya sea como punto de partida de estas o como punto de llegada, de cierre. Además esto resulta especialmente interesante justo en el contexto reciente en el que volvió al debate público la idea de que Buenos Aires es una ciudad que le da las espaldas al río. ¿Qué se cifra en el giro de 180 grados que hacen tus películas frente a esta idea? ¿Qué es el Río de la Plata en tu cine y en particular en Adiós a la memoria?
NP
No sé, son cosas que se repiten como un motivo, en todos los sentidos de la palabra, aunque siempre de distinta manera, en esta última película con más autoconciencia pero a la vez de manera completamente natural. Así como está el Père Lachaise que sin haberlo buscado conecta con otros cementerios, el río está junto al Parque de la Memoria pero a la vez conecta con su lugar en las películas previas, que es otro aunque también el mismo. El río es el lugar donde nacen y mueren todas las metáforas, porque es un espacio imposible, y una tumba imposible también. Ahí se condensa la historia argentina y también la de una ciudad construida de espaldas al río. Es incomprensible y a la vez comprensible si uno piensa en lo que terminó siendo el Río de la Plata, un lugar que tal vez ya no sea nunca para andar bañándose despreocupadamente. Podría decir un montón de otras cosas más, pero que quizás son cuestiones más personales, y en las películas traté de que no hubiera ninguna que fuera sólo personal: desde M, no hay nada que sea un recuerdo que tenga sentido sólo para mí. Si no tiene un sentido mayor fuera de mi propia memoria, no tiene lugar en la película.
Ese también fue un modo de trabajo consciente. Todo el tiempo se trataba de trabajar con ese material tan “familiar” para desfamiliarizarlo en todos los sentidos de la palabra, de llevarlo hacia otro lado. Porque la película tenía toda esa carga tanática, y quería llevarla hacia una zona menos conclusiva, en todo sentido… Entonces fue todo un trabajo de distanciamiento de ese material, que a la vez me sirvió para hacer una película más buscadamente brechtiana.
Como siempre sucede, por lo menos en estas películas que hice, la cantidad de información que hay es a veces un poco abrumadora, entonces si encima vos al espectador lo distraés, o le dificultás la visión, formalmente hablando, ahí sí sería una película que estaría dejando gente afuera desde cierto elitismo. Además nunca había trabajado con voz off, y fue un aprendizaje, porque todas las películas que hice son distintas y traen siempre, o busco que traigan, algún elemento nuevo que hay que aprender a usar, y que tiene sus propias dificultades. Incluso también en función de la crudeza que tienen los materiales, del mismo modo en que hay objetos, cosas que aparecen de un modo muy directo. Por eso se ve también a veces el cuadro completo del fílmico con las perforaciones, refiriendo literalmente a la materialidad misma de la película como cosa que solo existe como movimiento en la memoria.
Sobre los entrevistadores
Tomás Guarnaccia es crítico de cine, editor y estudiante de Artes Audiovisuales (UNA).
Miguel Savransky es docente, investigador y crítico, doctorando en Filosofía (UBA).