Cuando una puja es evidentemente asimétrica, en lenguaje futbolero se dice que la cancha está inclinada. Un equipo juega con todo en su contra, y por ello se le hace muy difícil ganar alguna vez. Es lo que sucede con los trabajadores en el capitalismo, siempre. Pero en los últimos años la cosa parece haberse acentuado.
Si observamos el panorama europeo, por ejemplo, resulta patético observar que cada vez que alguno de los estados de la Unión Europea en formación sometió el proceso a la voluntad popular, el resultado fue negativo: los ciudadanos se pronunciaron en contra de la unión en toda ocasión en que se les consultó. Ello no obstante, los estados siguieron adelante como si nada. Hubo gobiernos que fueron escandalosamente rechazados por el electorado debido a esas políticas, pero sus sucesores (por lo general de otra fuerza política) no las modificaron más que cosméticamente (y a veces ni eso).
En América Latina el panorama no es mucho mejor. Una década larga de explosión de los precios de las commodities combinada con gobiernos «progresistas» sirvió para mejorar un poco las condiciones de vida de las grandes mayorías populares, sin que casi se viera afectada la increíble desigualdad que caracteriza a nuestra región. Los pobres eran un poco menos pobres, pero los ricos cada vez más ricos. Pasada la coyuntura favorable, la caída de los precios internacionales agrícolas y petroleros junto con la llegada al poder de gobiernos menos comprometidos con la «justicia social» provocó que se desandará, en pocos meses, lo que supuestamente se había avanzado en dos o tres lustros. Por lo demás, el crecimiento económico –condición necesaria, se nos dice, para conseguir a lo sumo módicas mejoras de las clases populares– está devastando el planeta. Este es un problema acuciante en la actualidad: el crecimiento económico se parece demasiado al crecimiento de un cáncer.
¿Por qué, entonces, no hay el más mínimo atisbo de marchar hacia una mayor igualdad de la riqueza y el ingreso, si las grandes mayorías votan y eligen a los gobernantes? ¿Por qué esos gobiernos que juran y perjuran su amor por el pueblo no son capaces de dar más que limosnas mientras, invariablemente, sea cual sea el signo político del partido de gobierno, los ricos se enriquecen cada vez más y pagan menos impuestos? ¿Por qué la opinión y la confianza de los «mercados» es tan omnipotente? La emergencia de lo que Wolfgang Streeck ha llamado «estado deudor» (ahora en proceso de devenir «estado de consolidación») se halla en la base del asunto. Conviene no olvidar que fue sólo la catástrofe de las guerras mundiales y el horror provocado entre las clases propietarias por la revolución rusa lo que hizo posible un capitalismo en el que la desigualdad se achicara.
Se piense lo que se piense en términos teóricos, explicativos, proyectuales o propositivos sobre la célebre obra de Thomas Piketty El capital en el siglo XXI, las evidencias empíricas que presenta sobre la evolución histórica de la desigualdad son incontrovertibles [3]: a excepción de lo que –visto retrospectivamente– se presenta como un paréntesis de reducción de la desigualdad que duró unas décadas, la dinámica del capital desde el siglo XVIII tiende a producir una desigualdad cada vez mayor. Sólo las circunstancias excepcionales de guerra total y revolución a las puertas asustaron lo suficiente a la gente que vive de la renta y la ganancia como para aceptar reducciones de la desigualdad, impuestos elevados, amplios gastos sociales. Pasado el temblor y perdido el temor, volvieron a desatar sus impulsos naturales por medio del ascenso del neoliberalismo.
Pero, entre tanto, el poder relativo de estados y capitales se escoró sensiblemente en favor de los segundos, como consecuencia de dos procesos concomitantes. Aunque los estados capitalistas siempre debieron ser sensibles a atraer inversiones –garantizando altas tasas de beneficio a los explotadores–, las transformaciones tecnológicas de las últimas décadas, unidas a la financierización de la economía, han proporcionado al capital una capacidad extorsiva mucho mayor que en el pasado: tanto la fuga de capitales como la relocalización de empresas son hoy en día mucho más sencillas. Paralelamente, y en segundo término, el elevado nivel de endeudamiento de todos los estados capitalistas los coloca virtualmente en manos de los acreedores.
Para entender cómo se toman decisiones políticas en los estado contemporáneos y comprender las razones por las que –según la certera formulación de Streeck– «la democracia ha sido esterilizada como democracia redistributiva de masas y reducida a una combinación de Estado de derecho y entretenimiento público», quizá deberíamos pensar las decisiones fundamentales de un gobierno como la resultante de un partido que se juega simultáneamente en tres canchas. O, mejor dicho, como la consecuencia de tres partidos cuyos resultados se juntan. Los partidos de la deuda, de las inversiones y de la ciudadanía.
El partido de la deuda pública es el gran juego de los bancos. El viejo dicho no debe ser olvidado: «de enero a enero, la plata es del banquero». Más allá de las infinitas complicaciones técnicas, la dinámica de fondo es muy simple: el pago de la deuda y la adquisición de nuevos créditos (muchas veces para pagar viejos créditos, y siempre bajo el imperativo no declarado de que la alternativa de aumentar significativamente los impuestos a los ricos no es una alternativa «realista»). La razón fundamental por la que los estados han debido contraer deudas crecientes es que no han tenido la capacidad fiscal para cobrar grandes impuestos a las grandes fortunas. Y a medida que los capitales se concentran, cada vez quieren pagar menos impuestos, al tiempo que poseen más capacidad para comprar políticos afines a su intereses o para extorsionar a las autoridades públicas. Los recientes rescates a los bancos tras la crisis mundial de 2008 son muestra clara de ello, y contrastan con la actitud hacia los jubilados y pensionados: los unos son «demasiado grandes para caer», los otros demasiado pequeños como para pagarles pensiones decentes.
En este partido, el gran juego de la deuda, las autoridades estatales negocian con sus acreedores. El capital y los capitalistas juegan fuerte, y juegan en posición ventajosa: ellos son los que cobran, no los que pagan. Los trabajadores, por su parte, ni siquiera participan. Y, si lo hacen (por ejemplo, vía fondos de pensión privatizados), nunca saben de qué van la cosas: sus ahorros jubilatorios pasan a engrosar los dineros de los grandes bancos que exigirán más flexibilización laboral y lindezas por el estilo. En el improbable caso de quitas de deudas, ellos serán los primeros (y, en general, únicos) perjudicados.
El segundo partido es el de las inversiones: atraer capitales dispuestos a invertir en la producción real de bienes, antes que en la especulación bursátil. Pero las nuevas tecnologías y la expansión financiera han acrecentado exponencialmente la capacidad extorsiva del capital: para que se digne a invertir en empresas reales, exige reducciones impositivas, bajos salarios, condiciones laborales de superexplotación (eufemísticamente llamadas «flexibles»), etc. O invierten en otro sitio, o no invierten (siempre pueden refugiarse en el pujante sistema financiero, que se reproduce, sobre todo, en base a las deudas públicas que pagamos todos pero sólo gozan algunos). Quienes viven de su salario o de su trabajo no juegan este partido. No tienen ahorros que invertir, o los tienen en cantidades insignificantes.
Por último está el partido de la ciudadanía, exageradamente llamada democracia. Allí las clases populares juegan, desde luego. Pero las clases propietarias también lo hacen. Los trabajadores son numéricamente mayoría, pero las campañas electorales requieren dinero –mucho dinero–, y el dinero lo aportan las empresas y los capitalistas. Este partido, sin embargo, hay que jugarlo, y a diferencia de los anteriores no se sabe de antemano quién podría ganarlo. Sin embargo, y aún cuando los sectores populares pudieran obtener una victoria en este tercer partido, ya han perdido en los dos restantes. En el mejor de los casos, haciendo todo bien y con viento a favor, lo único que se consigue es perder por menos diferencia. Y la condición económica que hace posible «perder por menos» es el crecimiento económico… el mismo crecimiento que –hoy está claro– está destruyendo el planeta. Entre tanto, las desigualdades se disparan, la miseria se resiste a desaparecer y quienes viven en el lujo y el derroche pregonan austeridad con la misma hipocresía con la que ellos y ellas, que tienen una cómoda vida asegurada por generaciones, alaban las virtudes de la incertidumbre.
Es imperioso salir de este círculo vicioso y ecológicamente autodestructivo. Las políticas «progresistas» que nos proponen –pero rara vez alcanzan– lustros con tasas de crecimiento superiores al 5% para reducir unos puntos porcentuales la pobreza (mientras la riqueza se concentra cada vez más) son una estafa. Lo que necesitamos no son políticas «contra la pobreza» ni objetivos (a los que luego se renuncia sin mayor escándalo) de «pobreza cero».
Lo que necesitamos, en bien de los trabajadores y en bien de la naturaleza, es atacar al capital y la riqueza privada. No necesitamos más riqueza, sino una riqueza mejor distribuida. No más capital, sino medios de producción colectivizados. Para ello es necesario democratizar en serio, es decir, socializar, colocar bajo la soberanía popular no sólo la administración del estado, sino también el control del sistema de crédito y las inversiones. Y no habría que perder mucho tiempo: el planeta ya no resiste la endiablada lógica expansiva de un sistema social depredador. Dejemos de soñar con el crecimiento: la sustentabilidad es mucho más importante y vital. No nos engañemos más con anhelos de desarrollo: la igualdad es un objetivo mucho más importante y accesible. Volvamos a llamar a las cosas por su nombre: al empleador, explotador; al banquero, usurero; al rentista, parásito; a los «mercados», clase capitalista. Y a los cambios necesarios, revolución.
[*] Extracto del libro La revolución: revisión y futuro (Red Editorial, 2020).