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Andrés Manuel López Obrador, presidente de México. (Foto vía primeraplana)

¿México ante el fin del neoliberalismo?

Crisis, tensiones y reformulaciones de la dominación en México en el contexto de la crisis económica y sanitaria.

El caso mexicano siempre despierta curiosidades: la radicalidad de sus movimientos sociales, la ambigüedad del poder estatal, el paradójico y problemático equilibrio entre la falta de legitimidad de las instituciones y el fuerte consenso entorno a la autonomía de los pueblos. Cuesta pensar esta multiplicidad de elementos en el contexto latinoamericano.

El triunfo de López Obrador en julio de 2018, en un momento de abrumador retroceso de los procesos «progresistas» en el Cono Sur, pareció volver a ubicar México en el mapa de América Latina. Su acceso al gobierno fue visto como una «esperanza» tanto a nivel nacional, por representar la posibilidad (por vez primera) de que una fuerza de oposición, ubicada a la izquierda de las demás oponentes, ganara la presidencia sin que un fraude electoral lo impidiese, como regional, idea que se vio reforzada con la llegada de Alberto Fernández a la presidencia en Argentina. 

Sin embargo, lo cierto es que la estrategia del Estado dio como resultado que, para septiembre de 2020, México se encuentre entre los diez países del mundo con los índices más altos de letalidad y de muertos por millón de habitantes. Hasta el día primero de junio (cuando se anunció la vuelta a la «nueva normalidad»), solo había poco más de 93 mil contagios y 10 mil muertes. Las cifras se sextuplicaron en tres meses.

Aquella «nueva normalidad» respondió a la demanda norteamericana para retomar el funcionamiento industrial y reactivar los sectores de consumo masivo y de la economía informal como uno de los pilares del sostén familiar. En ese sentido, aunque sin la extravagancia de aquellos mandatarios, los discursos negacionistas de López Obrador se asemejaron problemáticamente a los de Trump y Bolsonaro. En relación con las directivas de la Casa Blanca que marcaron el pulso y la táctica del gobierno mexicano en este contexto, es significativa la firma del TMEC y la visita de López Obrador a Estados Unidos en pleno pico de contagio en ambos países.

Es cierto que los primeros meses de gobierno estuvieron marcados por una mezcla de triunfo popular, toques de optimismo y de un genuino y sincero deseo (expresados muchas veces en voz baja por parte de la izquierda o de sectores intelectuales críticos) de que «la situación mejore un poco» o, al menos, «la cosa no se ponga peor». Bajo una estrategia simbólica muy sofisticada, la presidencia fue colocando uno a uno diversos elementos que mostraban el «cambio histórico»: una ceremonia afro-indígena en la que le entregaron el bastón de mando, el remate de varios bienes suntuosos y la apertura al público de la residencia presidencial de Los Pinos, mientras López Obrador –como había hecho en su momento Benito Juárez– regresaba a vivir al Palacio Nacional.

También eliminó el cuerpo de escoltas, viajando con un mínimo personal de apoyo y usando las líneas comerciales. Desde el primer día, mantuvo sus conferencias de prensa diarias como símbolos de transparencia. Pero lo más importante, sin duda, es que con base exclusiva en sus propias declaraciones decretó el «fin de la corrupción y el neoliberalismo en México».

¿Gesto político, toque de gracia o disputa interna? A dos años de su asunción, algunos elementos concretos de las prácticas políticas, económicas y sociales del gobierno brindan argumentos para encontrar la respuesta.

¿Cuarta Transformación o «transformar conservando»?

Sin lugar a dudas, el acontecimiento más relevante de esa primera etapa fue la autodefinición del nuevo gobierno como aquel que representaba y llevaría a cabo una Cuarta Transformación (4T). Un suceso histórico continuador y solo comparable con la revolución de Independencia (1810-21), las guerras de Reforma (1857-61) y con el proceso revolucionario de comienzos del siglo XX (1910-19). 

Las líneas discursivas centrales de la 4T giran en torno al combate a la corrupción, los recortes presupuestarios a salarios de la alta y media burocracia, la reducción de funciones estatales (en línea con la austeridad impulsada por Washington) y una amplia gama de programas sociales para los más pobres. Sin embargo, las cuestiones que más han deteriorado a la población en México permanecen intactas:

La subordinación estratégica a Estados Unidos. Desde el despojo histórico de la mitad del territorio por el naciente imperio norteamericano, la relación de México con su vecino ha estado determinada por la tensión entre desarrollarse como nación soberana –con enormes dificultades y acoso permanente– o renunciar, sin más, a la posibilidad de desarrollo soberano, cediendo a los designios del vecino del norte. 

La justificación de enfrentarse en una pelea desigual no ha sido suficiente para lograr el consenso al interior de México. Con base en las experiencias y en los sentimientos patrióticos y antiimperialistas de las y los mexicanos, ambos Estados han construido una subordinación total en materia de bienes y recursos estratégicos, del territorio como plataforma productiva-consuntiva y comercial, de seguridad nacional, de los pilares fundamentales de la economía y la injerencia velada en asuntos políticos, pero con una aparente independencia y autonomía en cuestiones secundarias. El gobierno de AMLO continúa en el camino de la subordinación. 

En materia de bienes continúan las enormes ventajas económicas extractivas para las empresas extranjeras, y con la reciente firma del TMEC se abren nuevos caminos en privatización de semillas, conocimientos y bienes intangibles. En materia energética se sostiene la extracción de crudo por encima de un desarrollo petroquímico avanzado. En cuestiones territoriales, México continúa siendo la plataforma de articulación comercial de EE. UU. para las conexiones Pacífico-Atlántico y la iniciativa de zonas francas se sostiene con su apuesta de corredor Transístmico y Tren Maya. 

Ligado a lo anterior y articulado con la seguridad nacional, está la militarización de las fronteras para regular la mano de obra indocumentada proveniente de México, Centroamérica y Caribe. Frente a la competencia entre China y EE. UU., el actual gobierno ha optado por priorizar los negocios con EE. UU., atrayendo negocios de maquila automotriz y aeroespaciales que se encontraban en China, ofertando mano de obra más barata que la China y con recursos minerales a bajo precio, sin importarle siquiera buscar una diversificación mínima de socios comerciales.

El papel de las Fuerzas Armadas y la militarización del país. Desde el levantamiento zapatista de 1994, y sobre todo con el inicio de la guerra contra las drogas en 2006, el poder de las Fuerzas Armadas y su injerencia en la vida política nacional ha cobrado mayor fuerza. Pero la escalada de violencia en el país y la responsabilidad del propio cuerpo castrense en miles de crímenes en contra de la población socavaron la legitimidad ganada a lo largo de varias décadas como fuerzas nacionales, defensoras de la soberanía y libres de golpes de Estado desde 1913.

La política de la 4T ha ido encaminada a fortalecer a las FF.AA. y reconstruir su imagen lacerada por tantos años de operación irregular contra la población. En la retórica de AMLO, son innumerables las ocasiones en las que insiste con que el Ejército «ya no comete crímenes»; al caracterizarlo como «pueblo», trata de construir una condición de igualdad entre las FF.AA. y las mayorías del país.

La creación de la Guardia Nacional con mando militar legalizó la operación castrense en tareas policíacas, y aunque lo acotó a 2023, no hay garantía de que no se extienda. Vendido como prueba de la humildad y austeridad del presidente, desapareció el Estado Mayor Presidencial. Y en materia económica le ha entregado negocios en la distribución de gasolina, construcción de bancos del bienestar, el control de las aduanas, construcción del Aeropuerto Alterno a la Ciudad de México «Felipe Ángeles» y de un tramo del Tren Maya, lo que le da a las FF.AA. un amplísimo margen para generar sus propios recursos sin pasar por las negociaciones y acuerdos con los poderes de la unión.

El incremento sin control de la violencia y el papel de las fuerzas de seguridad. A pesar del discurso «abrazos no balazos», en dos años de gobierno la cifra de asesinatos asciende a más de 50 mil (cifras oficiales) y resulta evidente que más que una falta de estrategia para frenar la espiral de violencia, el problema radica en el mantenimiento de las mismas recetas de las pasadas administraciones (golpear a un cártel que se construye como el «cártel malo», tolerar a otro por ser «menos violento»). Sin dejar de reconocer que realizó un acto inédito de congelamiento de cuentas al Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) –algo inédito– las tácticas siguen siendo las mismas, y la militarización del país avanza.

Las masacres, las desapariciones forzadas y los estados de sitio en algunos municipios continúan, así como el auge sospechoso de grandes desarrollos industriales en zonas altamente violentas. La inauguración de la planta de Toyota en Apaseo el Grande, Guanajuato, en días de fuertes enfrentamientos entre el crimen organizado y las FF.AA., lleva a inferir que la violencia del «narco» sigue siendo complementaria –cuando no vital– para que los grandes negocios legales prosperen en la extracción de recursos y el disciplinamiento de la mano de obra.

Se sostiene el Pacto de Impunidad y se obstruye la verdadera construcción de procesos de paz. De la mano del fin del neoliberalismo y el fin de la corrupción, AMLO insiste con que en México «ya no hay impunidad». Así como Salinas de Gortari encarceló a Joaquín Hernández Galicia y destituyó a Jongitud Barrios y Zedillo encarceló Raúl Salinas, hermano de su predecesor, y Peña Nieto a Elba Esther Gordillo y a los gobernadores Javier Duarte y Guillermo Padrés, AMLO detiene a Emilio Lozoya (expresidente de Petróleos Mexicanos) y franquea un ataque a Luis Videgaray (ex Secretario de Hacienda de Peña Nieto) al mismo tiempo que, sobre el caso Ayotzinapa, busca encarcelar a Tomás Zerón. Sin embargo, esto parece estar más enmarcado en «ajustes de cuentas» y castigos a algunos políticos importantes más que en una intención de abordar el trasfondo del pacto de impunidad entre los políticos más poderosos. 

Aunque cualquier avance en las investigaciones del caso Ayotzinapa resulta relevante, de fondo se sostiene un mismo relato: que el asesinato de algunos y la desaparición de otros ocurrió por «haberlos confundido con narcotraficantes». Este discurso invisibiliza que lo que sucedió en Iguala fue un crimen de Estado, planificado y premeditado, con fines a destruir a un grupo social –los normalistas rurales– por el peso histórico de su participación política y por la radicalidad de sus demandas. 

El despojo sobre los territorios indígenas y comunitarios del sur del país para la instalación de Megaproyectos. En esta línea se encuentran los alcances más significativos del gobierno, con un paquete de programas sociales. Los más destacados: el apoyo universal a mayores de 65 años por cerca de 50 USD al mes; las becas del bienestar para estudiantes menores de 18 años en situación de pobreza extrema de 40 USD al mes; el programa Jóvenes Construyendo Futuro, en que el Estado paga la fuerza de trabajo aprovechada por empresas privadas con un monto mensual de 170 USD; las becas universitarias, de 50 USD al mes; los apoyos a personas de 0 a 64 años de edad, así como niñas, niños y jóvenes con discapacidad permanente o de 0 a 29 años que vivan en municipios y zonas urbanas de alta y muy alta marginación, por 60 USD al mes, y el más atractivo de los programas, Sembrando Vida, que ofrece 200 USD mensuales a campesinos que tengan al menos 2,5 hectáreas para la siembra de árboles frutales o maderables. A pesar de que pueda sonar excesivo, para que una familia de cuatro personas rebase la línea de la pobreza tendría que tener un ingreso mayor a los 500 USD por mes, según el CONEVAL.

Reconociendo que esta transferencia de recursos del Estado a los sectores más pobres resulta insuficiente, la apuesta de la 4T se concentra en el desarrollo de megaproyectos de infraestructura, industria y turismo en el sur del país, apostando al «derrame económico». Los dos grandes proyectos se centran en la península de Yucatán y el Istmo de Tehuantepec. Del primero, la cara visible es el (mal) llamado Tren Maya, que incluye la creación de polos de desarrollo turístico, 18 ciudades y granjas de producción animal y agrícola. El segundo consta de una serie de proyectos energéticos, instalación de industria y transporte multimodal en los estados que convergen en el istmo de Tehuantepec (Veracruz, Chiapas, Tabasco y Oaxaca). 

Ambos megaproyectos han sido denunciados por parte de la población local y por diversas agrupaciones sociales y populares que, a lo largo de los años (y no solo ahora) han dado vida a las resistencias populares en aquellas regiones. A pesar de que las consultas han resultado favorables para los proyectos, el rechazo en los territorios es fuerte, aunque las difíciles condiciones de organización del movimiento social no siempre dejan ver la fuerza de su oposición.

Diversos especialistas y periodistas han denunciado que estos megaproyectos implican el despojo de territorios, la destrucción del tejido social, la imposición de proyectos económicos lesivos para las comunidades, alteraciones graves al medio ambiente y la violación de los derechos de los pueblos y las irregularidades y ocultamiento del proyecto. Las amenazas contra quienes resisten al megaproyecto, como sucedió con Pedro Uc, alertan que se puede repetir un crimen similar al cometido contra Samir Flores en Morelos, también bajo el gobierno de AMLO.

Estos proyectos no representan la llegada del Estado por primera vez a «zonas abandonas», sino la intensificación de los ya existentes en la región en materia de industria alimentaria, especulación, turismo y transporte de cara a la sumisión geoestratégica de México a las dinámicas de libre comercio. Si bien estas iniciativas se remontan al Plan Puebla Panamá y a las Zonas Económicas Especiales de Peña Nieto, este proyecto resulta más ambicioso y, al mismo tiempo, más prometedor para los empresarios, en la medida que el gobierno que los impulsa tiene mayor simpatía de la población en la zona que los gobiernos anteriores y una parte de sus operadores en la región provienen de espacios sociales.

Antes y después de la Pandemia

La situación de México ya era preocupante para inicios de 2020. En aquellos días, dos movimientos irrumpieron en la denuncia del horror que se vivía y en la enunciación de alternativas ante el desastre: 1) El Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, exigiendo un alto a la violencia, los asesinatos y las desapariciones, ante la falta de una estrategia de seguridad integral y civil, reclamando la necesidad de asumir un proyecto de «justicia transicional»; 2) El movimiento de mujeres, con una fuerza y masividad inéditas en México, condenando la violencia del sistema en contra de ellas, los abusos del sistema patriarcal y, de manera más enfática y urgente, llamando a detener los feminicidios. En ambos casos, de parte de la presidencia y del partido en el poder (Morena) se denostaron a los actores y se tergiversaron las demandas, haciéndolas aparecer como movimientos de la derecha, cuando no intentonas golpistas. Incluso se llegó al extremo de llamar a atacar a la movilización de familiares de víctimas de la violencia, algo que nunca había ocurrido antes (ni siquiera con Calderón o Peña Nieto).

Además del descontento social y las expresiones políticas que comenzaban a hacerse eco, la pandemia llegó a nuestro país en medio de una crisis de salud producida por la implantación de un sistema alimentario basado en la agroindustria tóxica y en la adopción de patrones de consumo norteamericanos, por los procesos de devastación ambiental y contaminación provocados por actividades industriales y por el desmantelamiento del sistema de sanidad pública producto de décadas de políticas neoliberales en beneficio del sector médico y farmacéutico privado.

En cuanto al control de la crisis sanitaria, los países más exitosos en América Latina como Venezuela o Cuba, cerraron sus fronteras muy tempranamente e implementaron estrictas cuarentenas desde las pocas decenas de casos (además de estar ocupados en la salud integral de su población), lo que les permitió reactivar también antes su economía. Mientras tanto, en México se apeló a la necesidad de sostener el flujo con el exterior –refiriéndose principalmente a Estados Unidos–, manteniendo abiertas las fronteras no solo para el paso de personas sino también, y sobre todo, para garantizar el funcionamiento de las maquilas norteamericanas.

La desprotección social ha sido otro rasgo de la gestión epidemiológica en México. Otros países con gobiernos «progresistas» (aunque recién llegados tras devastadoras gestiones neoliberales), como España o Argentina, optaron por proteger el consumo básico de la población mediante medidas como el ingreso familiar de emergencia. En México se optó tan solo por otorgar créditos a algunas Pymes y algunas ayudas puntuales a ciertos sectores, sin atender las necesidades básicas que más del 40% de la población que vive del trabajo informal requería en estas circunstancias.

Sin embargo, lo más grave de todo es el incremento exponencial de los contagios y muertes desde el primer día de junio, momento en que se anunció la entrada en la «nueva normalidad». En aquel momento, las cifras eran de 90 mil contagios y 10 mil fallecidos. En los primeros días de julio los contagios estaban cerca de los 260 mil y los muertos rozaban los 31 mil. En poco más de un mes las cifras se triplicaron, según datos oficiales. La tasa de infectados aumentó en 189% y la tasa de muertos, 213%. En el mes de septiembre, a pesar de encontrarse en una fase de retroceso, se contabilizó un total de 64158 personas fallecidas. Pero se estima que las cifras reales de muertos fueron al menos del doble de las registradas. México se ubica entre los diez países con más muertes por COVID-19, entre los primeros países en contagios diarios y también entre los de más alto índice de letalidad. El incremento de contagios, además, ha llevado a una «ruralización» del contagio, provocando que se incremente la letalidad por las condiciones tan adversas para enfrentarlas en las comunidades.

En la medida en que la crisis económica se agudiza, el escenario de los meses próximos resulta preocupante. La crisis económica, acelerada por el paro mundial consecuencia de la pandemia, ha traído impactos económicos muy graves en México. El desempleo ha aumentado en grandes proporciones: se calcula que, a septiembre de 2020, se han perdido un millón quinientos mil empleos formales y que, al menos durante el mes de abril, 12,5 millones de personas dejaron de trabajar. Esto sin contar el impacto en la economía informal, sobre la que no hay datos claros.

Próximas elecciones: los usos de la polarización y los límites de los movimientos

Es difícil predecir los tiempos en que los conflictos irán dirimiéndose o transformándose. En un escenario tan inestable, nuevas eventualidades pueden alterar la situación con facilidad. Sin embargo, las elecciones de este año constituyen sin duda un momento clave. Éstas incluyen el cambio de 15 gubernaturas, de la cámara de diputados federal (500 diputados), 30 congresos locales (1063 diputados estatales) y 1926 ayuntamientos y juntas municipales en 30 entidades. Además, representan el posicionamiento más contundente –en términos electorales– que pueden hacer los partidos de cara a la contienda presidencial de 2024.

De esa contienda, lo que resulta evidente es que, a pesar de todo, la figura del presidente será el principal núcleo que atraerá votantes, por lo que Morena seguirá siendo el partido con más fuerza. Por eso, ya el Partido Verde (aliado antes con el PAN y con el PRI) se alineó a Morena y al PT. Esto ocurrirá también en grupos políticos y personalidades que buscarán el cobijo del partido en el poder. Además, la mayor parte de los partidos que posiblemente obtendrán el registro orbitan en torno a AMLO. La polarización, en este contexto, es una herramienta política fundamental para el actual gobierno, por eso la aviva, en la medida que obliga a las fuerzas a su alrededor a cerrar filas en torno a su persona.

En cuanto a la oposición, PAN, PRI y PRD (y, si consigue el registro, el Partido Libre) buscarán cosechar la inconformidad por la crisis económica y sanitaria de la mano de los discursos polarizantes, las fake news y el discurso del «riesgo» de que «la situación de México se torne tan grave como la de Venezuela». En su caso, la polarización opera en su favor para atraer votantes y es necesaria para que surjan liderazgos de contrapeso frente a AMLO. 

Al mismo tiempo, crece la beligerancia de grupos de la ultra derecha que intentan generar una desestabilización mayor, en especial del Frente Nacional Anti AMLO (FRENA). Su actividad ataca a AMLO exagerando cualquier acto y acusándolo de socialista, procubano o prochavista. Su lenguaje burdo y agresivo alimenta el clasismo y racismo latente en sectores diversos de la población (no solo en los sectores elitistas están latentes esas ideas) e incita a transformar discursos trillados en acciones agresivas. Los ataques realmente no van dirigidos contra el Presidente, sino contra las expresiones de izquierda y anhelos más radicales que su presidencia puede representar. Sabedores de que más allá de la 4T hay una emergencia de ansias de cambio que no puede resolver la derecha, su virulencia busca gestar organizaciones con capacidad de choque.

Pero la contienda solo tiene como centro la disputa por puestos de poder. Se ha desmoronado, por la convergencia de la crisis de salud y la económica, toda posibilidad de profundizar en el proyecto más radical de la 4T. La pugna entre actores será tan sólo por espacios de poder.

Por fuera de las posiciones de las élites, las expresiones populares se encuentran sumamente fragmentadas y con débil capacidad de movilización. Hasta ahora no han encontrado formas de recuperar la movilización que interrumpió la pandemia y, más allá de la coyuntura del COVID-19, no han logrado desarrollar organizaciones con fuerza social y proyectos capaces de mostrarse como una alternativa. No existe posibilidad de aglutinarse en torno a una propuesta electoral. Algo parecido ocurre con los sectores populares que simpatizan con AMLO y son parte de Morena, ya que tenderán a ser barridos por los acuerdos con ciertos sectores y partidos. 

¿Fin del neoliberalismo o nuevas máscaras del capitalismo?

Con la pandemia han surgido diversos discursos coincidentes en que estamos entrando en una época de cambios históricos y que nada será como antes. El ambiente imperante ha pasado de la apología de lo existente a una supuesta crítica radical de todo, inclusive del capitalismo. Al respecto, han surgido declaraciones «espectaculares» –pero sin fundamento– acerca de su «inminente fin». Sin embargo, todas esas voces, provenientes de los espacios de poder, pretenden (intencionalmente o no) una especie de aggiornamento de la dominación y del sistema en un momento en que resulta indefendible un discurso que, como en los años 80 y 90, insista en que no hay alternativa y que el capitalismo es el único de los mundos posibles. 

De la misma manera que en Washington se retiran monumentos y cambian nombres de las calles para ocultar el racismo y esclavismo del pasado y dejar que opere libremente y con legitimidad ese sistema de opresión en el presente, las proclamas del fin del neoliberalismo o de un mundo poscapitalista desde las voces oficiales probablemente logren una lavada de cara del propio sistema, método aplicado infinidad de veces para ocultar la continuidad del mismo.

Ante la convergencia de diversas crisis (ambiental, sanitaria, económica, política) se han abierto débiles vetas de crítica radical del capitalismo en todas sus maneras. Estas tienen en el poder socialista cubano y las comunas venezolanas los atisbos más cercanos y las posibilidades más reales de abrir nuevos horizontes. Por eso los ataques más violentos no van en contra de los actores de la real politik mexicana sino de los discursos que pueden ser reapropiados por los sectores populares más agraviados.

El martes 1 de septiembre de 2020 López Obrador llevó adelante el segundo informe presidencial, un acontecimiento obligado en la historia política mexicana. Se asemeja más a un acto enunciativo de logros y aciertos, que a un informe puntual de la situación del país en términos sociales, económicos y políticos. Ejemplos de esto último son las enunciaciones del tipo «hay menos feminicidios y menos robos» o «ya no hay García Lunas» (refiriéndose al Secretario de Seguridad de Felipe Calderón, que hoy está siendo juzgado en Estados Unidos por actos de colusión con el crimen organizado). También pudieron escucharse afirmaciones imprecisas o falaces, como «a pesar de la crisis, no se despidieron empleados».

***

Corresponde a los movimientos populares ahondar las vetas contra el capitalismo que las crisis han evidenciado. El hartazgo social puede llevar a explosiones de inconformidad, pero si no somos capaces de convertirlas en plataformas de lucha que articulen las demandas reivindicativas con planteamientos políticos profundos, en el corto plazo (y en el mediano también) ninguna fuerza social por fuera de la política dominante tiene la capacidad para disputar, a través de un proyecto y fuerzas propias, la conducción de la sociedad.

En tanto, las agrupaciones populares que se sostienen, las que resisten a los megaproyectos y las comunidades en resistencia cotidiana, tenemos que avanzar con la humildad necesaria para construir un espacio en que converjan nuestras luchas, para convertir la resistencia cotidiana en rebeldía. 

El acumulado histórico de nuestros pueblos permite enfrentar la resistencia más urgente: la supervivencia ante la crisis económica y de salud. Pero si somos consecuentes con las aspiraciones profundas que laten en el pueblo (y que la 4T demostró no poder realizar por las vías del establishment político), lo que corresponde a esta posible convergencia de fuerzas es enarbolar un proyecto y un programa político que, basado en ese acumulado pero yendo más allá de las acciones locales en que se expresa, abarque la dimensión nacional con un carácter anticapitalista y revolucionario.

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