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El Partido Socialista Italiano (PSI) celebró su congreso nacional en Livorno el 21 de enero de 1921.

El Partido Comunista Italiano y el viento de la revolución

Traducción: Valentín Huarte

A 100 años del congreso de Livorno, que supuso el nacimiento del Partido Comunista Italiano, la opción revolucionaria de aquel enero de 1921 sigue generando polémica.

Como era previsible, con ocasión del aniversario del nacimiento del Partido Comunista Italiano se publicaron una considerable cantidad de libros, artículos y ensayos. Luego de leer algunos y hojear otros, da la sensación de que el aniversario tiene un único objetivo: afirmar que la escisión no debería haberse producido.

Un viejo esquema, podría decirse, para nada original. Tantas veces leímos y discutimos sobre el presunto aventurerismo de aquel puñado de luchadores –Antonio Gramsci, Amadeo Bordiga, Angelo Tasca, Umberto Terracini, y Palmiro Togliatti– que, en lugar de rendir sus homenajes a la justa y natural unidad de la izquierda, se dejaron capturar por el sectarismo y por cierta presunción de suficiencia.

Sin embargo, en estos complicados años veinte del 2000, atrapados entre la crisis económica y la crisis pandémica, vemos que la mayoría de los ataques apuntan contra aquel núcleo que, a la salida del Congreso del PSI, protagonizó la escisión de 1921 y proclamó, en el teatro Marconi de Livorno, el nacimiento del Partido Comunista de Italia. En síntesis, para decirlo de una vez y no darle más vueltas, se trata, de nuevo, de la alternativa revolucionaria, de ese escándalo recurrente de la política moderna y contemporánea que descansa en los cajones de la historia.

El viento de la revolución

El «viento de la revolución» (expresión tomada del título de un volumen dedicado al centenario y firmado por Marcello Flores y Giovanni Gozzini) es la causa que explica todo –o casi todo– de la trama y la existencia de un partido que se denominó comunista hasta 1991-1992 y que siempre ha representado, algunas veces a pesar de sus dirigentes, la memoria de esa ambición, de la ruptura con la situación actual. El impulso revolucionario, que tiene su origen en el acontecimiento clave de la Revolución rusa de 1917, se expandió por el resto de Europa y precipitó, por motivos internos y externos, la formación de nuevos partidos comunistas luego del fracaso de la Segunda Internacional y del alineamiento de la mayor parte de los partidos socialistas con las posiciones belicistas de sus propios gobiernos. Esto en contra del internacionalismo reanimado por la toma del poder en Rusia, por el salto adelante que consumaron los bolcheviques guiados por Lenin y Trotsky, que le dio consistencia a una posibilidad inédita hasta ese entonces.

Y es curioso que el núcleo político e histórico que explica estos acontecimientos ocupe solo una nota marginal en este libro de Flores y Gozzini que, por más elegantes que sean sus maneras, argumenta a favor del carácter evitable de la ruptura. En esta nota se lee que el aspecto más importante en todo esto es que «el comunismo fue un ideal». Movilizando a millones de hombres y mujeres, e incluso a dirigentes políticos, es un sentimiento profundo que se mezcla con otros y, detrás «de la ideología de partido, de las decisiones de los grupos dirigentes, de los errores clamorosos y de las rigideces sectarias, se sitúa este núcleo originario de solidaridad con los más pobres, de mejoramiento de sí mismo y de los otros, de reacción contra el mal y de propensión hacia el bien».

Si asumimos esta afirmación, abiertamente sesgada, como ángulo de observación para la reconstrucción de los hechos, hay que decir que las cosas se desarrollaron de una manera mucho más simple de lo que indican los estudios posteriores, considerados como ficticios, y que el análisis de aquellos días memorables y de las décadas sucesivas se podría comprender mejor con las categorías de quien escribe.

Si comprendo bien, de hecho, el gesto inicial, la ruptura de enero de 1921 –que, en realidad, maduró durante los meses anteriores– es considerada como un pasaje en el cual el componente comunista del PSI decide que no se circunscribirá más a los márgenes internos del partido y que reivindicará la idea de fondo que la Revolución de Octubre había afirmado cuatro años antes.

Retrospectivamente, es bastante fácil reprocharles a los comunistas haber roto el Partido Socialista justo en el momento en el que crecía el fascismo, que se consolidará un año más tarde con la Marcha sobre Roma. Pero esta posición (que es evidente, por ejemplo, en los libros de Ezio Mauro o de Piero Fassino) no tiene en cuenta los factores internacionales, la presión constante del partido ruso que lleva a la confrontación con los reformistas –y, en el fondo, el punto que originó la escisión fue el pedido realizado al PSI de expulsar a los reformistas conducidos por Filippo Turati– e ignora, al mismo tiempo, el debate interno.

El partido de Polichinela

En 1920, en virtud de la posición de la mayoría del PSI y de su relación con el gobierno de Giolitti, se abandona la gran movilización obrera que había dado vida a los consejos. Los consejos fueron la piedra angular de la acción política de L’Ordine Nuovo, la publicación en torno a la cual se reunió el grupo dirigente turinés que, junto con Antonio Gramsci, le dio vida al PCI. Esta trama es emblemática de los límites del reformismo italiano, y Gramsci acusa la «cortedad de mente de los responsables del movimiento obrero italiano» aunque, al mismo tiempo, este repliegue le hace notar por primera vez «la falta de cohesión revolucionaria de todo el proletariado italiano, que no logra expresar desde su interior una estructura sindical que sea el reflejo de sus intereses y de su espíritu revolucionario» (L’Ordine Nuovo, mayo de 1920).

Más adelante, luego de la escisión, Gramsci definirá al PSI como «el partido de Polichinela»:

Polichinela es el tipo característico del pueblo italiano, flojo e indiferente, y el Partido Socialista, en algunas de sus actitudes, ha encarnado realmente bien este tipo […]. Le han enseñado que la lucha de clases es como un juego en el que está destinado a tener razón siempre, porque piensa que la Historia, una divinidad superior, está ahí para darle la razón («Pulcinela e la storia», L’Ordine Nuovo, 16 de abril de 1921).

Este es el contexto en el que se produce la escisión, que se integra en el marco del debate internacional precipitado por la Revolución rusa. Revolución sin la cual, aunque parece obvio señalarlo, probablemente no hubiese nacido el Partido Comunista Italiano ni muchos de los otros partidos comunistas europeos.

En el corazón de los primeros años de la década de 1920 debe valorarse la complejidad de las relaciones políticas, humanas y culturales que explican la acción de los dirigentes y de los militantes. El elemento emotivo y pasional inflama a las masas, que de ahora en más son protagonistas de la política de principios del siglo XX, bajo la consigna «hacer como en Rusia». Una determinación política y sentimental cuyo precedente más importante puede encontrarse en la Revolución francesa de fines del siglo XVIII. El mito de la revolución, la atracción que genera Lenin y el prestigio de los comunistas se apoyan sobre un elemento esencial de la lucha política: tuvieron éxito y, por lo tanto, no hay motivos para pensar que el proceso no puede replicarse en otros lugares de Europa. Y así toda la actividad de los partidos socialistas –no solo la del italiano– termina siendo trastornada por el comunismo: la táctica parlamentaria y ciertos juegos de acercamiento (como, por ejemplo, el que lidera Turati en Italia junto a los liberales de Giolitti) son desafiados por la hipótesis revolucionaria.

En las primeras elecciones con sufragio universal masculino de 1919, el PSI obtuvo el 32% de los votos y el Partido Popular, el 20%. Las masas son ahora protagonistas y, por consiguiente, la dimensión parlamentaria empieza a jugar un papel decisivo en el debate y en las decisiones de los socialistas italianos. Dos vías enfrentan a los dirigentes del movimiento obrero italiano: «hacer como en Rusia» o continuar con el juego parlamentario. A esto se reduce la alternativa. Pesan, ciertamente, las incógnitas de la presión rusa, que con frecuencia obedece más a las preocupaciones de la política exterior de Moscú que al desarrollo del análisis político y social. Hay que recordar también que estas presiones y esta seducción se precipitaron en un contexto signado por el abrumador legado de la Gran Guerra, que movilizó a las masas marcándolas profundamente, empobreció a millones de proletarios y planteó con nitidez la necesidad de tomar decisiones fundamentales.

También jugaron su rol las dinámicas de los grupos dirigentes. El prestigio de los comunistas rusos y el renacimiento de una Internacional constituyen un aglutinante inevitable para quienes proyectaban la revolución en Occidente. Y esta dimensión cristaliza en el congreso de la Internacional que definió, bajo una forma que no se corresponde con las categorías actuales, la cuestión nacional. El pasaje clave, en este sentido, es el II Congreso de la Comintern, celebrado en 1920, que aprobó los 21 puntos que sirvieron de base para el manifiesto programático de la izquierda del PSI. Entre esos puntos se cuentan la expulsión de los reformistas del partido socialista y la convicción de que la revolución llegará tarde o temprano.

¿Se trataba de un análisis errado? Claro que sí. Los dirigentes comunistas que dirigieron la escisión se inclinaron de forma sectaria hacia un ideologismo absoluto, lo cual puede leerse en el documento. También pesó muchísimo la hipoteca de Moscú, que acompañó prácticamente todas las decisiones de las décadas sucesivas. Durante mucho tiempo será difícil imponer un enfoque unitario para con el resto de la izquierda, enfoque rechazado durante los primeros años y, de hecho, adoptado solo después del giro hacia los «frentes populares» impulsado por Stalin en la segunda mitad de los años treinta, aunque teorizado entonces bajo las perspectivas de la mediación y el compromiso.

Por cierto, fue Gramsci quien confesó su «pesimismo» luego del asunto de los consejos, aunque esto no lo llevó a revisar su juicio sobre el «partido de Polichinela». A lo cual se debe, probablemente –al menos hasta la concepción de los «fortines»– el que subestime la fuerza del fundamento social, el archipiélago de estructuras sindicales, cooperativas y asociativas que son una estructura de referencia ineludible.

Sin embargo, también cuenta el equilibrio interno de la izquierda socialista que se reúne alrededor del Manifiesto, en el cual jugó un rol fundamental Amadeo Bordiga, el más decidido a construir la organización, aun si era también el más «sectario» y «puro» desde el punto de vista doctrinario. Al principio, el grupo turinés de Gramsci, Terracini y Togliatti es minoritario y pasarán algunos años antes de que Gramsci se convierta en el líder del partido.

Son condiciones y causas excepcionales, en su mayoría únicas, las que explican este pasaje histórico y condicionan la vida del partido durante las primeras dos décadas: la relación con Moscú, los altibajos en la relación con el Partido Socialista y el frente antifascista. El nuevo equilibrio del grupo dirigente gira en torno a una estrategia que tiene un fin crucial: la revolución.

Togliatti y el nuevo partido

Y la revolución seguirá siendo el trasfondo inexplorado, aunque inevitable, del «partido nuevo», que es la segunda vida del Partido Comunista luego de la fase dramática y trágica de sus primeras dos décadas. Décadas en las cuales se produce el encarcelamiento y la muerte en manos fascistas de su líder e intelectual indiscutido. Décadas en las cuales se asiste, también, al asesinato de muchos militantes y dirigentes como fruto del régimen de Mussolini.

Dos décadas en las cuales el partido se sacude siguiendo las oscilaciones impuestas por el PC ruso: la línea del «tercer período», la definición suicida del «social-fascismo», los «frentes populares», el pacto con Alemania y la resistencia contra los nazis. Son los años de la violencia de los procesos de Moscú, de la estalinización definitiva del movimiento comunista y de la eliminación del Comité Central italiano para reconstruir de arriba abajo el partido bajo el dominio absoluto de Togliatti.

Sin embargo, seguirá siendo el «mito» revolucionario, reanimado por los éxitos de la guerra y de la resistencia conducidas por la Unión Soviética, el que condicionará los años que siguieron al conflicto mundial. Los modos y las razones mediante los cuales Palmiro Togliatti define el giro del «partido nuevo» son conocidos. El Migliore, que se convirtió durante el fascismo en un apéndice fundamental de la Comintern y que, más que ejecutor de las directivas estalinistas fue una pieza clave de la dirección comunista internacional, inaugura el camino de un partido que tendrá la responsabilidad esencial de gestar la decisión estratégica internacional de la URSS: la «coexistencia pacífica».

Sobre el giro de Togliatti se detiene Luciano Canfora en el pequeño volumen La Metamorfosi que concluye –luego de haber definido la ruptura comunista como algo tan «necesario» como la Reforma protestante– con la invitación a recomponer la izquierda en el marco de la socialdemocracia, la única realidad que queda en pie después de un siglo. Se pregunta simplemente, fuera de toda «recriminación y puntualización historiográfica», si la socialdemocracia «podrá soportar la prueba de la victoria planetaria del capital financiero».

Togliatti inaugura la que desde ese entonces se convertirá en la única estrategia del PCI: la alianza de las fuerzas populares, la búsqueda de un acuerdo con el PSI y luego con la DC, que dio vida al primer gobierno nacional de posguerra hasta la repentina (y, para los comunistas, inesperada) ruptura de 1947, dictada por la determinación capitalista de los Estados Unidos y sus aliados del Atlántico. A pesar del shock y de la derrota electoral de 1948, Togliatti trabajó para convencer «pedagógicamente» a la base militante del cambio de rumbo estratégico. Rumbo que, más allá de todo, todavía requiere la perspectiva, por más lejana y confusa que sea, de una palingenesia de la sociedad.

Se trata de una necesidad que hace que se vuelva imposible, en el debate interno, proponer la reunificación con el Partido Socialista, sugerida al inicio de los años sesenta por Giorgio Amendola, quien fue prácticamente ignorado, y que impide –principalmente por los vínculos internacionales y la hipoteca soviética– plantear la cuestión de una centroizquierda integral que se extienda hasta el PCI (y no solo al PSI).

El debate sobre esta opción casi no deja rastro, pero existe y condiciona las sucesivas decisiones comunistas hasta que Enrico Berlinguer cruza el Rubicón en 1973 con la propuesta de un «compromiso histórico». Reemerge la alianza entre las fuerzas populares, aunque ahora, a inicios de los años setenta, el partido popular ha gobernado durante treinta años y se ha convertido, a los ojos de las masas, en una fuerza estatal, represiva y desconcertante (Piano Solo, Piazza Fontana, corrupción y despojo del Estado, etc.).

Es decir, después de la guerra, al PCI le quedaba solo una carta por jugar y la jugará hasta el fracaso del «gobierno de la abstención», que nació en 1976 con la «no desconfianza» del PCI frente al gobierno de Andreotti. Una elección que atraviesa el caso Moro, convocado muchas veces de forma inapropiada para explicar los motivos de un fracaso estratégico que, en cambio, es fruto de la imposibilidad de hacer nacer lo que parecía posible durante la Segunda Guerra Mundial (los primeros pasos hacia la alianza antifascista, sin el prejuicio antimonárquico, se dieron durante la cumbre de Tolosa de 1941), pero en el curso de los años setenta, cuando la agitación social es dominante. Una propuesta que contradice no solamente la «naturaleza» del Partido, que por cierto se ha modificado durante la posguerra, sino la realidad italiana nacida de los años sesenta y del binomio 1968-1969.

La propuesta berlingueriana desaparece tras la derrota electoral de 1979, pero además, dada la clausura del cuadro político y la decisión por la «alternativa» que caracteriza los últimos años de la dirección de Berlinguer, hay que decir que fue solo una maniobra defensiva. De hecho, no implicó ninguna perspectiva novedosa, no tuvo interlocutores y parecía de otra época. En efecto, luego de Berlinguer quedan solo la rendición, la disolución y la decisión de pasar al progresismo liberal de Achile Occhetto eligiendo, de hecho, convertirse en una variante democrática del capitalismo, respecto al cual el PCI se había mantenido como «distinto» a lo largo de toda su historia (aun si en algunos casos lo hizo con posturas reformistas).

Compromiso o ruptura

Resta considerar la unidad de todo lo que aconteció. Y esta unidad puede ayudarnos a comprender que las historias políticas pueden analizarse y estudiarse, pero nunca repetirse. Reiterar hoy la necesidad de la decisión revolucionaria de 1921 no significa establecer que siempre y en cualquier circunstancia esta alternativa no puede convivir con una opción reformista en el marco de un partido único que tenga en su centro los intereses del proletariado (o lo que hoy nos gusta llamar «la mayoría de quienes tienen que trabajar para vivir»).

En el caso italiano, desafortunadamente, el problema ni siquiera se plantea, dado que no existe ninguna formación con vocación revolucionaria ni reformista. Permanece la cuestión de la alternativa entre la ruptura y el compromiso. La situación del capitalismo internacional, no solo italiano o europeo, plantea con fuerza la necesidad de una alternativa a la sociedad y al sistema. El carácter dramático de las condiciones del planeta, la incapacidad del capitalismo para encontrar una solución socialmente eficaz a límites estructurales como el predominio de la esfera financiera, la debilidad mortal que ha mostrado el sistema occidental frente a la pandemia del coronavirus (que arrasó con sistemas de salud y de educación enteros), parecen indicar que una reforma de lo existente sería, en cualquier caso, mejor que asistir a la descomposición de sectores sociales enteros.

Pero, ¿es posible encontrar un compromiso en esta realidad? Tal vez lo sea por un tiempo limitado, aunque las condiciones necesarias para algo así solo se plantearon hasta ahora durante treinta de los 150 o 170 años de historia del capitalismo. Solo entre 1945 y 1973 se produjo el «compromiso keynesiano» al que hoy muchos miran con nostalgia.

La historia –y no solo la del PCI– ha demostrado que, a la larga, el compromiso no se mantiene, y que una de las fuerzas está destinada a prevalecer. No se sostuvo el compromiso con la DC y el PCI de 1945-1947, ni tampoco el compromiso entre el PSI y la DC que dio lugar a la centroizquierda orgánica durante los años 1962-1963. Mucho menos se sostuvo el «compromiso histórico». En términos más generales, no se sostuvieron los compromisos sociales que alimentaron democracias más robustas que la italiana, como la alemana, y la socialdemocracia ibérica ni siquiera ha podido sanar algunas heridas sociales profundas. De todas las experiencias de compromiso surgieron, tarde o temprano, regurgitaciones reaccionarias todavía más peligrosas, como lo demuestra el trumpismo estadounidense que siguió al período de Obama.

La lúcida previsión de aquel puñado de revolucionarios que, durante el principio de la década de 1920, se lanzaron a la aventura de construir un partido comunista –uno realmente nuevo– profetizó estos resultados. En el corazón de las contradicciones fundamentales del capitalismo se dibuja una decisión necesaria: la de su superación, que es dictada por una cesura más o menos definitiva.

En el choque histórico contra el reformismo de aquel entonces, desafortunadamente, aquellos comunistas y aquella Internacional perdieron el rastro de una intuición del marxismo de la que, luego de la helada estalinista, solo Trotsky se hizo cargo en su Programa de transición. La intuición refiere a la capacidad de

superar la contradicción entre la madurez de las condiciones objetivas de la revolución y la falta de madurez del proletariado y de su vanguardia […]. Es preciso ayudar a la masa, en el proceso de la lucha, a encontrar el puente entre sus reivindicaciones actuales y el programa de la revolución socialista. Este puente debe consistir en un sistema de reivindicaciones transitorias, partiendo de las condiciones actuales y de la conciencia actual de amplias capas de la clase obrera a una sola y misma conclusión: la conquista del poder por el proletariado. (Leon Trotsky, Programa de transición, 1938)

Sobre la transtoriedad, como recuerda Canfora, escribió también Togliatti cuando tuvo que explicarles a sus militantes que el «partido nuevo» no implicaba abandonar las aspiraciones iniciales: «Transitorio y provisorio son conceptos radicalmente distintos […]. Lo transitorio se plantea en una situación de desarrollo y se apoya sobre la adhesión a esta situación, por un lado, y sobre la tendencia y la capacidad de transformarla, moviéndose en una dirección determinada, por el otro». Este concepto, concluye Togliatti, constituye la sustancia de una «política comunista».

Delineando un espacio disputado entre el «ya no» y el «no todavía», lo transitorio pudo servir ciertamente como sedante para una base desplazada por la estrategia de compromiso que la dirección del PCI implementó durante el período de posguerra. Una especie de realidad transitoria infinita, podemos agregar, en la cual el desenlace revolucionario no llega nunca y la «adhesión a esta situación» deviene, como sucedió con el PCI, en un eterno presente.

Pero el concepto de transitoriedad sigue siendo fecundo para ligar las condiciones efectivas y las ambiciones revolucionarias y para evitar el sectarismo frente a los proyectos de reforma, que son insuficientes pero pueden ser útiles para abrir una posibilidad. La necesaria oposición al capitalismo y la capacidad de unir la mayor cantidad de fuerzas no puede dejar de tener en cuenta este esquema lógico y político. Es el mejor modo de rendirles homenaje a aquellos revolucionarios de 1921.


[*] Este artículo fue originalmente publicado en Jacobin Italia (Dietro la scissione, la rivoluzione).

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