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(Andrew Becraft / Flickr)

Capitalismo y trabajo asalariado

Para destruir el capitalismo, primero hay que entenderlo.

Al analizar la relación asalariada estamos acostumbrados a pensar en una relación basada en la coacción económica, donde los productores se ven obligados a trabajar para otros por carecer de los medios necesarios para vivir. Por contraste, en las formas precapitalistas de explotación, los productores son compelidos por medios políticos, físicos o legales. Aunque se suele aludir a este contraste como una oposición entre trabajo forzado y trabajo libre, es más precisa la definición que da Marx en los Grundrisse, cuando refiere a formas directas e indirectas de coacción, lo que pone el acento en el cambio del mecanismo de forzamiento, antes que en la existencia (o no) del mismo.

La coacción económica que sustenta a la relación asalariada, por su lado, se originaría en la acumulación originaria, ese «proceso histórico de escisión entre productor y medios de producción» que Marx analiza en el capítulo XXIV del tomo I de El Capital. Esta separación, en la que los trabajadores son «liberados» de su vínculo con la tierra y demás instrumentos de trabajo, se realizaría fundamentalmente por medio del uso del poder estatal, con el objetivo de crear las condiciones de posibilidad para la reproducción capitalista. Es por ello que este proceso «configura la prehistoria del capital y del modo de producción correspondiente al mismo». A partir de esas condiciones creadas por medio de la fuerza directa se despliega la lógica capitalista, que produce de modo constante a la riqueza como capital en un polo, y al trabajo como fuerza de trabajo desposeída en el otro. Es decir que, en el curso del propio proceso de acumulación ampliada, se reproduce el capital y también la relación social capitalista, recreando las condiciones para que la coacción económica opere como mecanismo indirecto de sojuzgamiento del trabajo al capital.

Esta imagen dicotómica de una «prehistoria del capital» signada por el uso de la fuerza política para despojar al productor y crear las condiciones de existencia del capital, por contraste con una «historia» capitalista en la que solo opera la coacción económica del mercado y la reproducción ampliada, domina en las discusiones sobre la acumulación originaria y los orígenes de la relación asalariada moderna. Siguiendo el planteo de Marx de que «la expropiación que despoja de la tierra al trabajador constituye el fundamento de todo el proceso», y que dicha expropiación «reviste su forma clásica» en la Inglaterra del siglo XVI, se ha enfatizado especialmente la importancia de los cercamientos (enclosure) de las tierras, la privatización de los comunales y el «despejamiento» (cleaning) de las haciendas, es decir, la expulsión de los pobladores, como acta de nacimiento del proletariado moderno.

Aunque por supuesto contiene elementos verdaderos, esta concepción ha sido criticada por esquemática y reduccionista. En especial, fue revisado en dos sentidos claves. Por un lado, se ha cuestionado la idea de que la acumulación originaria refiera a un período pretérito y caduco, anterior al capitalismo propiamente dicho (su «prehistoria»). Según esta perspectiva, la reproducción contemporánea del capital sigue dependiendo de procesos político-estatales de expropiación de los productores. Planteada originalmente en el marco de las discusiones sobre el intercambio desigual entre el centro y la periferia, esta concepción ha tomado nueva fuerza en ciertos análisis del proceso de reconversión capitalista que conocemos como neoliberalismo. Estos «nuevos cercamientos» operarían entonces como modalidades actuales de separación de los productores respecto de los medios de producción por mecanismos extraeconómicos. La continuidad de la acumulación originaria, su reproducción en el capitalismo contemporáneo, remitiría a la actualidad de la expropiación de los productores y a toda transferencia, desde las deudas externas de los países periféricos hasta las privatizaciones neoliberales, en que la intervención de organismos políticos y estatales contribuya a reproducir la desposesión.

Por otro lado, también se puede objetar la forma dicotómica y excluyente en que se plantea la relación entre coacción extraeconómica y capital. En rigor, el propio capital se ha valido de la coacción extraeconómica, esto es, de relaciones de explotación distintas al trabajo asalariado «libre», para su valorización. En efecto, la idea de la acumulación originaria como una prehistoria de coacciones políticas por contraste con una historia capitalista de trabajo asalariado «libre» tiende a embellecer el desarrollo real del capitalismo, relegando a un período conceptualmente anterior todo fenómeno de trabajo abiertamente forzado, e interpretando como un «resabio» del pasado toda presencia contemporánea del mismo. Este es el aspecto que desarrollamos en lo que sigue.

El control de la fuerza de trabajo

Aunque no es nuestro objetivo ahora, puede demostrarse que Marx tenía una concepción más compleja de la acumulación originaria que la sola expropiación violenta de los productores, entendida como «prehistoria» del capital. De hecho, si bien con brevedad, en el tercer apartado del capítulo XXIV de El Capital se presta atención al disciplinamiento de la fuerza de trabajo proletaria, esto es, a la utilización del poder político y legal para sojuzgar al obrero, para obligarlo a ponerse bajo el mando del capital. Este aspecto tiene una importancia fundamental. Dicho de modo taxativo, si es necesario disciplinar al obrero es porque la coacción económica por sí misma no lo hace. En otras palabras, expropiar al productor no lo convierte automáticamente en asalariado: al decir de Marx en los Grundrisse, es necesario el uso de «la horca, la picota, el látigo» para introducir a esa masa desposeída en «el estrecho camino que lleva al mercado de trabajo».

Este hecho relativamente simple tiene consecuencias importantes para nuestra comprensión del proceso de formación de la relación asalariada. Por lo pronto, al prestar atención al uso de la violencia directa para formar al proletariado, la perspectiva cronológica se modifica por completo. Ya no se trata de atender a una expropiación que, en el «clásico» caso inglés del siglo XVI, en algún momento hace surgir a la clase obrera moderna, sino de un largo período, correspondiente a toda la historia moderna, en que se impone sobre la clase obrera una legislación brutalmente represiva, destinada a obligarla a trabajar para el capital, a convertir a una masa de desposeídos en una clase asalariada propiamente dicha. Desde esta perspectiva, el uso de la fuerza directa deja de ser una «prehistoria» del capital para convertirse en la historia misma de la formación y desarrollo de la sociedad moderna: desde la crisis feudal del siglo XIV hasta el siglo XVIII (y más tarde aún en ciertas regiones), el Estado usó sistemáticamente su poder legal y coactivo para poner a disposición de los propietarios la mano de obra necesaria para la acumulación.

Esta legislación es muy variada, pero podemos resumir esquemáticamente sus temas más importantes y recurrentes. Hacia mediados del siglo XIV, diversas monarquías europeas promulgan leyes destinadas a regular el trabajo asalariado, basándose en principios que la normativa de escala local o urbana ya había esbozado previamente. Se establece la duración de la jornada laboral, prolongándola normalmente de sol a sol e imponiendo la pérdida del jornal a quienes no la cumplan en su totalidad. Se imponen salarios máximos para distintas actividades y momentos del año, en función de la estacionalidad del  trabajo agrario.

Esto no obedece solamente a la coyuntura de caída demográfica provocada por la Peste Negra, puesto que se mantienen vigentes una vez revertida la curva poblacional. Pero además, y esto es lo más importante, la propia legislación informa que existe una masa de hombres baldíos, vagabundos, sin empleo ni recursos propios, mientras las tierras de los medianos y grandes propietarios permanecen sin labrar. Esto habla a las claras de una situación donde fallan los mecanismos de compulsión indirecta, económica, y por lo tanto el poder del Estado viene no a crear esa compulsión, sino a sustituirla por otra más eficiente, legal y directa.

En esta línea se impone la obligación de trabajar, a la que podríamos llamar, usando la expresión de Robert Miles, trabajo asalariado forzado. Todo aquel que no tenga hacienda propia ni practique un oficio de modo independiente está obligado a tomar empleo so pena de ser encarcelado u obligado a trabajar gratuitamente para quien lo denuncie. No casualmente en el siglo XIV se inaugura lo que durante toda la historia moderna europea va a ser la legislación represiva de la mendicidad y la vagancia. El caso inglés de las Poor Laws y las workhouses comentado por el propio Marx tal vez sea el más conocido, pero el fenómeno se reproduce a escala continental: se trata discriminar con exactitud quién está efectivamente incapacitado para el trabajo (y, por tanto, puede vivir de la caridad) y quién está en condiciones físicas de trabajar y, por tanto, legalmente obligado a ello.

La importancia que adquiere el tema de la vagancia y todo el dispositivo estatal orientado a regularla y a exprimir trabajo asalariado de ella revela la enorme dificultad que se experimenta, durante el largo período del capitalismo preindustrial, para obtener fuerza de trabajo en las cantidades y condiciones necesarias para la acumulación. Otras formas más amplias de represión hacia las prácticas populares deben interpretarse en el mismo sentido. Las investigaciones feministas han mostrado cómo la caza de brujas se enmarca en estas estrategias de ofensiva estatal contra las formas de vida y los ámbitos de autonomía y resistencia de los sectores subalternos. Más en general, la legislación de los propietarios está permeada de hostilidad hacia las tabernas, la bebida, los juegos de azar y demás prácticas de sociabilidad popular. El miedo al relajamiento de la disciplina se combina aquí con la represión de espacios identificados con prácticas horizontales potencialmente peligrosas, desde la circulación de información y la comercialización de objetos robados, hasta la organización de acciones de resistencia.

Este conjunto de prácticas laborales, muy alejadas de la supuesta imposición generalizada de la disciplina impersonal del mercado, permite comprender la continuidad entre las formas capitalistas preindustriales y formas de explotación anteriores. En rigor, el modelo de la acumulación originaria exclusivamente centrado en la expropiación del productor supone que el capital surge a partir de la destrucción de una economía de pequeños productores campesinos libres. Si bien este es el caso en algunas regiones, y en particular podría ser válido como modelo para ciertas áreas del campo inglés en los siglos XV y XVI, se trata claramente de una circunstancia particular antes que un modelo universal.

En otros casos, como señalara el propio Marx al pasar, el origen de la relación capitalista bien puede limitarse al cambio en la forma del sojuzgamiento del productor, esto es, la transformación de la explotación feudal en explotación capitalista; o incluso, podemos agregar, a la resignificación de formas de sometimiento anteriores en función de la acumulación de capital.

A estos fenómenos aludía Lenin cuando conceptualizó la «vía prusiana» o «capitalismo desde arriba». Modalidades serviles de sometimiento personal (lo que se ha dado en llamar servilidad, por contraste con la servidumbre propiamente feudal), heredadas de la Baja Edad Media, son utilizadas durante todos los siglos iniciales del desarrollo capitalista. En especial, la amalgama entre jurisdicción y propiedad, característica del universo señorial, se traslada a la mano de obra contratada, entendida como un bien o servicio adquirido en propiedad y sobre el que, por tanto, el propietario detenta un poder de mando jurisdiccional de amplio alcance. Las formas de trabajo asalariado forzado que hemos mencionado más arriba, de hecho, comienzan a ser delineadas en la normativa feudal local del siglo XIII, adquieren amplio alcance con la legislación monárquica central del XIV y pasan de allí, como prácticas regulares, a integrarse en todo el repertorio de instrumentos de dominio patronal de la era moderna a escala global.

La llamada servidumbre por contrato, una de las modalidades más extendidas hasta el siglo XIX, es un buen ejemplo de ello. Todavía a fines del siglo XVIII una hacendada rioplatense podía afirmar con naturalidad ante los tribunales que el peón «por su salario, se sujeta a servidumbre» y debe obedecer en todo «lo que el amo le ordena». En la autobiografía de Fred Kitchen, un jornalero inglés de fines del siglo XIX que experimentó en carne propia la situación, los contratos que obligaban a los peones a permanecer en el establecimiento por todo el año son descriptos como una situación en que el obrero llega a «convertirse realmente en propiedad de su amo», una forma de dependencia que no excluye ni las limitaciones a la movilidad ni los castigos físicos sobre el asalariado, y que en la agricultura debe haberse prolongado por más tiempo dada la lentitud de la trasformación tecnológica en esa rama.

Una percepción histórica más sensible de las formas de coacción directa sobre la clase trabajadora de los primeros siglos de desarrollo capitalista, a su vez, diluye la forma polar en que estamos acostumbrados a pensar el mundo laboral en la Modernidad. En efecto, la suposición de la existencia de una mano de obra «libre» en Europa occidental se suele contrastar con la existencia de una mano de obra forzada en el resto del globo, sea la llamada «segunda servidumbre» de Europa oriental o las diversas formas de trabajo forzado (esclavitud de plantación, esclavitud y peonaje por deudas, mita, servidumbre por contratos, etc.) en el mundo extraeuropeo.

Sin embargo, no es tan fácil hacer un contraste simplista entre formas libres y forzadas. Como dicen dos especialistas en el tema, Europa Occidental no tuvo «segunda servidumbre» pero sí leyes laborales coactivas, que cumplieron un rol similar. En todos los casos, la violencia del estado y la coacción legal son utilizadas para obligar a la mano de obra a ingresar en la relación laboral y a permanecer en ella. Las formas más brutales, esclavistas, del trabajo forzado directo llevan este principio hasta el extremo más radical, en que la retención del productor se perpetúa mediante su cosificación. Esta situación sin duda se diferencia con claridad del trabajo asalariado, pero no porque éste estuviera radicalmente exento de coacción política o legal. Marx entendía esta continuidad de la coacción legal en el proletariado europeo cuando recordaba en El Capital que la legislación que permitía demandar en el fuero criminal al obrero por la ruptura del contrato laboral, «mantiene hasta la fecha su plena vigencia».

El problema a resolver para el capital en estos siglos tempranos, entonces, no es «liberar» a la mano de obra, sino fijarla y retenerla. La separación de productores respecto de los medios de producción, el corazón de la interpretación tradicional de la acumulación originaria, generaliza abusivamente ciertos aspectos particulares la transición en Inglaterra. A escala más amplia, sin embargo, la generación de una masa de mano de obra desarraigada y flotante fue también producto de la propia evolución de la sociedad feudal tardía, de una expropiación realizada por efecto de «resortes puramente económicos», como señala Marx previendo lecturas demasiado unilaterales del capítulo XXIV. Frente a ello, la intervención del estado y el uso de la violencia directa tienen la función de crear una fuerza de trabajo disciplinada, valiéndose de formas represivas que combinan la naturaleza contractual de la relación laboral con formas de alienación de la persona del productor que prolongan y refuerzan, en la modernidad capitalista, formas de sojuzgamiento anteriores.

En resumen, los tres primeros siglos del desarrollo capitalista se basaron más en formas de trabajo asalariado legal y políticamente forzado que en formas de lo que hoy consideraríamos trabajo asalariado «libre». La disciplina no la impone el mercado sino el estado. La violencia directa no se usa solo, en ocasiones ni siquiera principalmente, como método de expropiación de los medios de producción, sino como forma de obligar a la mano de obra a trabajar para el capital. La amenaza que pesa sobre el obrero no es la expulsión del trabajo, la pérdida del empleo, sino la cárcel en caso de que quiera dejarlo. La criminalización de la ruptura del contrato laboral por parte del obrero expresa una modalidad asalariada históricamente específica, que debe entenderse en función de los patrones de la acumulación capitalista preindustrial. Pero entonces, ¿cuándo y por qué se generaliza la coacción económica y el trabajo asalariado formalmente «libre»?

La forma desarrollada del trabajo asalariado

La acumulación originaria en sentido amplio, entendida no como precondición del capital sino como el largo período de su estructuración entre la Edad Media Tardía y el siglo XVIII, se identifica con lo que Marx denominó la subsunción formal del trabajo al capital; esto es, un período en que el capital se ha apropiado de la producción pero todavía no ha revolucionado el proceso de trabajo mismo, adecuándolo a sus necesidades de acumulación.

Hasta que esto no ocurra, primero con la manufactura centralizada y luego con la gran industria, el capital subordina procesos de trabajo existentes y los absorbe en su dinámica de acumulación, pero sin transformar radicalmente, de un modo revolucionario, las condiciones materiales de la producción. Por lo tanto, el capital no es externo al proceso productivo, como podría ser el caso tradicional del capital comercial precapitalista, pero ese proceso productivo tampoco es una creación del capital mismo.

En este contexto histórico, en estas condiciones materiales concretas, se reproducen las formas de trabajo asalariado forzado (y de trabajo forzado directo a secas) que hemos analizado antes justamente porque los mecanismos de control y disciplinamiento no emanan de las propias condiciones materiales del proceso de trabajo. La expropiación de los productores, que se inicia con su pérdida de control sobre la tierra y demás medios de producción, no es plenamente efectiva como forma de dominio de clase hasta tanto el capital no ha expropiado y transformado las condiciones de la producción social en su totalidad, lo que solo ocurre cuando la base técnica artesanal y campesina que pervivía como sustrato de la subsunción formal es radicalmente barrida de la escena.

En cambio, cuando se produce la subsunción real, esto es, a medida que se desarrollan en el período manufacturero la división del trabajo y la reconfiguración de los procesos productivos, adquiere realidad el obrero colectivo, basado en «la unilateralidad e incluso la imperfección del obrero parcial». Esta mutilación del obrero individual supone un salto cualitativo en su dependencia y subordinación al capital. Como señala Marx:

el individuo mismo es dividido, transformado en un mecanismo automático impulsor de un trabajo parcial… Si en un principio el obrero vende su fuerza de trabajo al capital porque él carece de los medios materiales para la producción de una mercancía, ahora es su propia fuerza de trabajo individual la que se niega a prestar servicios si no es vendida al capital.

Esta idea es de suma importancia para comprender desde una perspectiva histórica las transformaciones de la relación asalariada y las condiciones concretas en las que la coacción económica va adquiriendo el lugar privilegiado como mecanismo de control del trabajo. Con la creciente transformación del proceso productivo por parte del capital, se internalizan las condiciones de dominación sobre el trabajo, que ahora aparecen emanando del propio proceso material de la producción. La dependencia del obrero pasa a estar inscripta en las condiciones técnico-económicas de la producción y deja de aparecer como un condicionamiento legal a su autonomía. Esta situación, que se potencia con la gran industria, permite por primera vez al capital prescindir realmente de la coacción directa como forma general de disciplinamiento y retención de la fuerza de trabajo. La coacción política adquiere entonces la forma de coacción económica.

Las determinaciones concretas de la relación asalariada plenamente desarrollada incluyen también los patrones del consumo proletario. El desarrollo del capital impulsa la ampliación de las necesidades sociales y del consumo obrero, al menos en la medida en que este último no se torna incompatible con la acumulación. Esta participación parcial del proletariado en el progreso civilizatorio y el desarrollo más pleno de sus necesidades materiales y espirituales, una situación «que lo distingue del esclavo» es un aspecto en el cual, según Marx, «se basa la justificación histórica, pero también el poder actual del capital» (Grundrisse).

Como señala Michael Lebowitz, «cada nueva necesidad se convierte en un nuevo eslabón en la dorada cadena que amarra a los trabajadores al capital». Por el contrario, afirmaba el conde de Liniers en el siglo XVIII, es difícil obtener la obediencia de los asalariados «si son seguros de subsistir en cualquier parte donde hallan un animal para matar y agua para beber». A la expropiación material del obrero, a la mutilación de sus capacidades productivas autónomas, se suma entonces su creciente dependencia del mercado y de la producción capitalista para la satisfacción de necesidades más complejas y elaboradas.

En definitiva, el trabajo asalariado «libre» en su forma clásica, lejos de ser la consecuencia espontánea de un acto de expropiación, es el resultado de un largo proceso de desarrollo histórico, de construcción de la subordinación del trabajo al capital. Solo al término de este recorrido se puede prescindir de la coacción directa; solo entonces la coacción económica se impone como forma dominante. La necesidad de disciplinamiento del capital sobre el trabajo deja de sostenerse en la retención legal de la mano de obra y pasa a descansar en la amenaza de expulsión.

Al mismo tiempo, las funciones del Estado capitalista se transforman. La normativa sobre salarios máximos y prolongación de la jornada de trabajo, sostenida por los Estados desde la crisis feudal en adelante, se transforman en la legislación moderna sobre reducción de la jornada e imposición de salarios mínimos. Paulatinamente se abandona, primero, la obligación legal de trabajar y, luego, los castigos penales para la ruptura del contrato de trabajo, que van a ser sustituidos por los modernos sistemas de asistencia al desocupado y por un derecho laboral que asume la desigualdad de la relación social.

A partir del siglo XIX comienza a desmantelarse la proscripción legal de las asociaciones obreras, progresivamente reconocidas y reguladas por la legislación. Al mismo tiempo que deja de intervenir de modo inmediato en la relación laboral, el Estado pasa a tener un rol clave en la formación y reproducción de la fuerza de trabajo a nivel social, a través de su injerencia en los sistemas de instrucción, de sanidad, de asistencia social, etc.

La ideología del Estado de bienestar y, más en general, del Estado como árbitro, se apoya materialmente en este estadio preciso del desarrollo capitalista y de subordinación del trabajo al que se ha llegado por medio del uso de esa coerción estatal, que ahora se reserva para los momentos en que peligra la reproducción del orden social y del statu quo. Entonces sí, la coerción directa, la violencia abierta, vuelven a manifestarse como el sustrato oculto de la relación social capitalista.

A modo de conclusión

La acumulación originaria tiene un status ambiguo en el interior de la teoría marxista. Entendida como «prehistoria del capital», aparece como un excursus pintoresco, cargado de denuncia política, pero irrelevante para la compresión actual del sistema (salvo por contraste con lo que este no es). La dependencia del trabajo respecto del capital se reduce a la expropiación material, lo que brinda una imagen empobrecida, simplificada y deshistorizada de la relación asalariada que constituye el fundamento de la sociedad burguesa.

Los proyectos de trasformación social basados en la sola modificación de las relaciones de propiedad son tributarios de esta concepción reduccionista. El conocimiento de la complejidad de las determinaciones concretas, históricamente construidas, del trabajo asalariado, por el contrario, permite una mejor valoración de la importancia de la autonomía obrera, de la crítica de las fuerzas productivas capitalista y de las normas capitalistas de consumo y del cambiante rol del Estado en ese proceso; en definitiva, una mejor comprensión no solo del pasado de la sociedad capitalista, sino también de su presente y de las tareas necesarias para transformarlo.

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