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(Foto: Santiago Oroz / ig: santi.oroz)

Tiempo histórico liminal

Estamos en un momento de excepcionalidad del curso histórico en el que el futuro social se muestra tal como es de manera descarada: contingente y aleatorio. Las propuestas de nuevos horizontes predictivos que emergen en el seno de las clases plebeyas tienen la probabilidad extraordinaria de ponerse a prueba ante la emergente disponibilidad social a adoptar nuevos esquemas cognitivos.

Recuperando a Goethe y a Hegel, Marx llegó a referirse al «espíritu de la época» [1] como el ambiente de expectativas que caracterizaba a la sociedad en un tiempo histórico. Por lo general, las personas, las clases sociales y los pueblos viven sus luchas diarias, sus decisiones cotidianas, sus competencias, colaboraciones y riesgos orientadas por un horizonte de esperanzas que les dan direccionalidad y convergencia a sus múltiples acciones. Se trata de creencias la mayoría de las veces inalcanzables en su totalidad pero que, en su cumplimiento parcial, superficial o tangencial, refuerzan su validación como expectativa creíble. Este «espíritu del mundo» es un destino organizador de la previsibilidad estratégica imaginada del curso de las cosas que, si bien es en gran parte ilusorio, permite un espacio de relativa certidumbre, de anclaje temporal, en un mundo turbulento atravesado de permanentes contingencias e imprevisibilidades.

La emancipación, la liberación nacional, la revolución o la democracia en unos casos; o el libre mercado, el «fin de la historia» y la globalización en las últimas décadas, fueron unos de los tantos nombres que asumió el «espíritu de la época», pudiendo coexistir jerárquica e interclasistamente varios «espíritus» durante un mismo periodo.

Pero resulta que ahora, con múltiples crisis coetáneas, el horizonte predictivo del mundo se ha derrumbado. Ni las élites dominantes planetariamente, ni las clases sociales subalternas, ni los conglomerados empresariales, ni los filósofos, ni los gobiernos pueden imaginar convincentemente lo que les depara a las sociedades en el mediano y largo plazo.

Es como si el sentido de la historia hubiese colapsado ante la inmediatez de un mundo sin dirección compartida del porvenir. El «espíritu de la época» se ha desvanecido ante una aleatoriedad del presente atrapado por el miedo de unos, el vacío de otros y la angurria desbocada e inmediatista de pocos.

El Estado actual del mundo

Las crisis siempre han sido parte de la regularidad de la modernidad capitalista. Pero hay momentos en que las crisis son de tal envergadura estructural que provocan un estupor generalizado que desmonta el optimismo histórico de las aristocracias planetarias. Hoy estamos atravesando eso. Se ha producido una sobreposición abigarrada y anudada de múltiples crisis.

Por una parte, la crisis médica. Al momento de escribir esto, ya se contabilizan 1.600.000 muertos por el COVID-19 y 69 millones de afectados, junto a una segunda ola de contagios en los países del norte a pesar del anuncio de los inicios de la aplicación de varias vacunas inmunizadoras. La silenciosa desazón que corroe la confianza histórica radica en que, pese a los grandes adelantos tecnológicos, a la euforia de la inteligencia artificial, a la nanotecnología y a los planes de colonización de otros planetas, no se ha podido aplicar un método más eficaz contra un virus que el arcaico aislamiento de las poblaciones. Es como si la humanidad se hubiera chocado con un límite para sobreponerse ante los ilimitados desastres que es capaz de provocar la desenfrenada apropiación de las fuentes de la riqueza material, el trabajo humano y la naturaleza. Y, por si no estuviéramos experimentado con suficiente dramatismo esta catástrofe humana, la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad, vinculada a las Naciones Unidas, informa que existen más de 850.000 virus aun no descubiertos en mamíferos y aves que podrían tener la capacidad de infectar a las personas en cualquier momento.

A ello se suma la crisis ambiental. La ONU anuncia que la temperatura promedio del planeta se ha incrementado en 1,1 grados centígrados por encima de la existente en la era preindustrial, dando lugar a una época de creciente calentamiento global provocado por la acción humana de consecuencias desastrosas para todas las formas de vida del planeta. Fruto de ello, el gradual derretimiento del permafrost boreal y del ártico podría liberar gran parte de los más de 1400 gigantones de carbono orgánico actualmente aprisionados a metros bajo tierra, el doble del carbono ya existente en la atmosfera. En general, la ruptura capitalista del «intercambio metabólico» entre la acción humana y el resto de la naturaleza está generando una serie de eventos climáticos que están desestructurando su regularidad cíclica y los saberes que habíamos acumulado durante siglos, dando paso a una imprevisibilidad de los procesos naturales que nos rodean.

Acompañan a todo ello dos crisis económicas simultáneas y superpuestas: una de carácter estructural y la otra inmediata. En este último caso, la OCDE anticipa una caída del PIB mundial del 4.4%; para América Latina del 8%; para EEUU del 4,3% y para la zona euro de 8.3%. A pesar de la ininterrumpida concentración de riqueza en manos de una oligarquía planetaria, hay menos riqueza hoy en el mundo que el año pasado. Ello está llevando a que la extrema pobreza aumente en nuevas 115 a 150 millones de personas hasta el año 2021. En América Latina se calcula que pasaremos de 185 a 209 millones de pobres, y de 67 a 82 millones de pobres extremos. Según la OIT, al segundo trimestre de 2020 se hubieran perdido, en horas de trabajo, un equivalente a 495 millones de empleos de tiempo completo, en tanto que los ingresos provenientes del trabajo hubieran tenido una caída de al menos el 10% a escala mundial.

Todas las medidas asumidas por los Estados para hacer frente a la expansión del virus COVID-19, si bien han logrado atenuar los contagios mortales, han llevado paralelamente a una intensificación del desempleo, la pobreza, la precariedad, la angustia y el sufrimiento de las clases trabajadoras, visibilizando un hecho histórico que ya comenzó a presentarse desde hace una década: el declive de la fase ascendente, o propiamente dicho, el inicio de la fase descendente de la ola globalizadora iniciada en 1980.

La crisis financiera de 2008 con las hipotecas subprime fue ya el primer campanazo respecto a la ralentización del expansionismo privatizador. Los gobiernos de las potencias capitalistas tuvieron que «nacionalizar» bancos y empresas privadas para transferir recursos públicos y contener una quiebra escalonada de compañías. Poco tiempo después, el brío comercial que durante los años 1990-2012 crecía a una tasa dos veces mayor que el propio PIB mundial, cayó a la tasa promedio o menor al PIB para finalmente desplomarse a un -10% en 2020. De la misma manera, los flujos transfronterizos de capital, emblema de la globalización financiera cuyo crecimiento había pasado del 5% en 1989 al 20% en 2007 respecto al PIB mundial, desde 2012 apenas se sostienen en torno al 5% [2].

Y, en medio de este declive, las potencias económicas comienzan a divergir de los caminos a emprender hacia el futuro: Inglaterra se separa de la Unión Europea para atrincherarse en su isla; la Unión Europea se aferra al libre comercio cuando se habla de exportaciones, pero se escuda en un nacionalismo seguritario cuando se trata de importar tecnología 5G de China; Estados Unidos inicia una escalada de premios y sanciones a sus empresas a fin de repatriar algunas de sus inversiones en el mundo, chantajea a Tik Tok a «nacionalizarse», desata una guerra comercial con China, maltrata a los alemanes y le dice al mundo que, ante los problemas comunes, «América primero». El proteccionismo está de regreso. No es que ya no habrá más globalización; esta seguirá en muchos ámbitos materiales, aunque tendrá que negociarse su presencia y alcance con un ascendente proteccionismo estatal. Pero lo que sí ha colapsado es el relato, el imaginario de la globalización como destino final, deseado e insuperable de la humanidad.

Estupor y cansancio hegemónico

Que The Economist, la biblia por fascículos de los neoliberales contemporáneos, haya titulado en su tapa de mayo del 2020 «Goodbye globalisation» no solo refleja la histeria ante el «lockdown», que ha paralizado la economía mundial durante meses, sino la profundidad del desfallecimiento de la narrativa dominante en las últimas décadas. Ante el riesgo de muerte, los Estados son los que han tenido que salir al frente, incluso para proteger a unos mercados y empresas que miraban impotentes cómo las sociedades volvían a centralizar la condensación de sus expectativas de seguridad y certidumbre en los anteriormente vapuleados Estados nacionales.

El consenso planetario neoliberal ya había comenzado a fisurarse en América Latina desde inicios del siglo XXI, y lo que la pandemia hizo fue irradiar al mundo entero las divergencias sobre cómo encarar el futuro de la economía mundial. Ya no había una sola respuesta para todo –la globalización con libre mercado– sino muchas respuestas distintas, y ninguna con el peso moral de la historia de su lado.

Esta fragmentacion del horizonte dominante, visible en los hechos fácticos, tuvo su estocada final en la narrativa lanzada por el FMI en su último informe de octubre de 2020, cuando debió abdicar de todo el discurso anterior, impuesto durante décadas a fuego y chantaje sobre el mundo de países subalternos, para abrazar ahora un dejo de proteccionismo «progresista» que añade más confusión a una época sin destino. Así, el «libre comercio», «menos impuestos a las empresas», «cero déficit fiscal», «rechazo al populismo redistributivo» repetido machaconamente durante años ya años, ahora ha dado paso a la recomendación de instituir «impuestos a las propiedades más costosas, las ganancias de capital y los patrimonios», además de asegurar «tributación internacional a la economía digital», un inmediato «incremento de la inversión pública» y un «apoyo prolongado a los ingresos de los trabajadores desplazados» [3].

Más allá de las inocultables intenciones de contención de la protesta social mundial y de utilización de la mayoría recursos públicos para salvar al empresariado, estas consignas fondomonetaristas multiplican las fisuras y contradicciones entre un núcleo fosilizado de devotos que siguen orando por el «libre mercado», el «déficit fiscal cero» y el «milagro de emprendedurismo» y una creciente opinión publica desorientada carente de certidumbre alguna.

Y es que, en muy corto plazo, todos los anteriores instrumentos dominantes fetichizados como los garantes de un futuro cierto e inevitable se han derrumbado, enterrando ingenuidades colectivas: los mercados no cohesionan a las sociedades ni sustituyen a los Estados; la globalización no apacigua a los descontentos; la ciencia sometida a la rentabilidad no protege a los pueblos y pareciera ser que hay un límite humano a la reparación de los efectos destructivos de las propias acciones humanas.

El «gran consenso neoliberal» dominante de los últimos cuarenta años comienza a derrumbarse. Es una nueva «muerte de los dioses» que deja un sentimiento de desolación y abandono. Y en medio de los restos desfallecientes de estas estatuas fetichizadas, la democracia está también amenazada de ser arrastrada por el cataclismo cognitivo. Claro, hasta hace poco, el «gran consenso» tuvo la virtud de unir libre mercado con democracia representativa, lo que aseguró no solo una convergencia estratégica entre élites dominantes, sino además una legitimidad popular a unas medidas inevitablemente antipopulares. Pero ahora que el «libre mercado» eclipsa ante unas élites dominantes divergentes en cuanto a cómo afrontar la incertidumbre, se ha desatado una intensa pugna entre ellas: unas más globalistas, otras más proteccionistas, unas mas libertaristas, otras más progresistas e igualitaristas, todas con posibilidades de acceder al poder de Estado, a las que se suman aquellos sectores populares que quieren democratizar la propiedad y la riqueza, núcleo sagrado e intocable del consenso neoliberal.

Y entonces, para los neoliberales fosilizados o conservadores neoproteccionistas, la democracia no solo ha devenido ahora en un estorbo, sino un peligro; pues una ampliación plebeya de sus significados anuncia incorporar la propiedad, la riqueza y el poder en el espacio de la querella pública. Contra ello, emerge en el mundo un neoliberalismo fascistizado, que hace gala de abiertas actitudes racistas, vengativas, autoritarias y antidemocráticas para preservar el viejo orden oxidado. Así, la promesa de globalización y democracia al final del camino, que caracterizaba el discurso planetario dominante, ha sido sustituida por la amenaza de un «estado de naturaleza» hobbesiano.

Época Liminal

¿Cómo caracterizar este tiempo histórico tan confuso? Precisamente por la ausencia de características aglutinadoras, por la muerte de los espacios de expectativas colectivas de mediano y largo plazo. Es una época carente de consensos activos que no sean las hilachas heredadas de la inercia de pasadas glorias y acuerdos. Marx hablaba de un «espíritu de época sin espíritu» [4], en tanto que antropólogo V. Turner propuso el concepto de liminalidad [5] para dar cuenta de esos singulares momentos de vaciamiento de sentido del destino de las personas. Llamaremos entonces época liminal a estos momentos en que las sociedades entran a un umbral histórico, a un pórtico que separa un tiempo histórico cansado, meramente inercial, que deambula como un zombi, de un nuevo tiempo histórico que aún no llega, que tampoco se anuncia, que no se sabe cómo será, pero que todos esperan que algún rato llegue.

El tiempo liminal supone que el viejo horizonte predictivo con el que las personas organizaban, real e imaginariamente, la orientación de sus vidas a mediano plazo ha colapsado, se ha extinguido. Por tanto, la incertidumbre táctica en medio de una clara certidumbre estratégica, tan propia de la volatilidad diaria de la modernidad, ahora ha sido sustituida por una certidumbre táctica de que no hay ninguna certidumbre estratégica.

Al paralizarse el horizonte predictivo, no hay un mañana; no hay un destino al cual aferrarse para sortear la previsible aleatoriedad táctica de las cosas del mundo. Y, al no haber un mañana, entonces tampoco hay un tiempo histórico entendido como una sucesión encadenada de eventos que nos acercan a un destino compartido. Es el tiempo de un tiempo histórico suspendido en el que los vertiginosos acontecimientos se suceden no como suma acumulativa dirigida a una meta, sino como eventos caóticos, sin sentido ni vocación.

Al no haber dirección del mundo, lugar hacia dónde ir, el tiempo ha perdido su direccionalidad e intencionalidad colectiva compartida. Y entonces no hay flecha del tiempo social. Lo único que se vive ahora es la experiencia de un tiempo suspendido en el que, pese a la vorágine de los acontecimientos, estos suceden como si tardaran una eternidad, como si nunca dejaran de pasar, todos entremezclados. Si en las épocas revolucionarias el tiempo se comprime y lo que sucede en décadas se agolpa en semanas, en la época liminal el tiempo se dilata, como si nunca avanzara. Es la experiencia subjetiva del fin de una época sin sustitución sensible.

Pero la angustia de un final que no concluye es el dolor corporal del resquebrajamiento de unas dominaciones que sujetaban a los designios de los poderosos del mundo pero que, en contraparte, afincaban las gratificantes certezas que daban sentido a todo. Ahora, la liminalidad supone, en cambio, la vivencia de una igualación perpleja de las subjetividades. Claro, como las autoridades planetarias portadoras del poder simbólico para enunciar el destino social con efecto performativo están paralizadas ante la crisis, se sienten fracasadas ante los acontecimientos y se hallan ahogadas en contradicciones ante los riesgos inmediatos, entonces nadie monopoliza el poder simbólico de crear horizontes predictivos cautivantes de las expectativas colectivas planetarias.

Y si no hay monopolio de las enunciaciones performativas de horizontes sociales, significa que estamos en medio de una democratización o igualación social de oportunidades de enunciación creíbles de futuro. Es como si todos los relatos posibles de porvenir tuvieran condiciones de irradiación relativamente parecidas, es decir, democráticamente escasas por el estupor y escepticismo predominantes en el aparato cognitivo de la sociedad. Sin embargo, el derrumbe de las viejas certidumbres sigue promoviendo la porosidad del sentido común predominante, la fisura de los esquemas lógicos, procedimentales y morales con los que las personas, especialmente las clases subalternas, se adecuan al orden social. Y es que, al fin y al cabo, la incertidumbre estratégica no puede ser perpetua, las personas, tarde o temprano necesitan aferrarse a algo que les devuelva la dirección, real o imaginada, del tiempo histórico.

Estamos en un momento de excepcionalidad del curso histórico en el que el futuro social se muestra tal como es de manera descarada: contingente y aleatorio. De hecho, el futuro siempre es así. Pero la consagración de los poderes, cualquiera que estos sean, necesita sobreponer un destino, que será entonces el destino dirigido por ese poder convertido ahora en dominante. A esto corresponden las distintas formas de hegemonía. Por eso, cuando la indeterminación salta a los ojos, como ahora, los grandes poderes planetarios entran en estado de suspensión y ya no pueden dominar, ni dirigir, ni convencer como lo hacían antes. Se inicia con ello el tiempo de una dolorosa apertura cognitiva de la sociedad, un proceso de compleja revocatoria de creencias, de modificación de las relaciones de dominación. Y en medio de todo esto, las propuestas de nuevos horizontes predictivos que se han incubado a lo largo de décadas o que emergen recientemente en el seno de las clases plebeyas tienen la probabilidad extraordinaria de ponerse a prueba ante la emergente disponibilidad social a adoptar nuevos esquemas cognitivos.

La liminalidad del tiempo derrumba las sólidas fortificaciones del sentido común dominante y lanza a todos los proyectos de sociedad a un campo de batalla pantanoso y voluble, pero en el que los subalternos tienen la posibilidad –y nada más que la posibilidad– de intentar construir ellos mismos la dirección de las certezas a las que se aferrarán duraderamente durante el nuevo tiempo histórico que vendrá.

No será una tarea fácil y no existe ninguna garantía de éxito. Por si fuera poco, este interregno de reblandecimiento de las creencias dominantes dura poco, y muchas veces es más cómodo volver a entregar la elaboración del horizonte social imaginado a los portadores de los grandes poderes económicos planetarios. En cambio, un horizonte propio, desde abajo y dirigido por las clases laboriosas requerirá una gigantesca voluntad de poder democratizado, capacidad de articular diversidades y fragmentos que siempre caracterizan la subalternidad, producción común de acuerdos temáticos y flexibles, desprendimiento para luchar por los demás, movilización para gobernar con la legalidad del voto y la legitimidad de las calles, etc.

En definitiva, la ausencia de horizonte histórico dirigente es el inicio patético de uno nuevo.

 


Notas

[*] Una versión preliminar de este texto fue leída al momento de recibir el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad Nacional de Rosario, Argentina, el 14 de diciembre de 2020.

[1] Marx, C., «Los debates sobre la libertad de prensa y la publicación de los debates de la Dieta», en Marx, C., Engels, F., Obras fundamentales, Tomo 1, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.

[2] McKinsey Global Institute, «The New Dynamics of Financial Globalization», Agosto de 2017

[3] IMF, World Economic Outlook, October 2020.

[4] Marx, C., «En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel», en Marx, C., Engels, F., Obras Fundamentales, Tomo 1, pág. 491, Fondo de Cultura Económica, México, 1982.

[5] V.W. Turner, El Proceso Ritual. Estructura y antiestructura, Editorial Altea, Taurus, Alfaguara, España 1988.

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