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Comuneros en las barricadas durante la Comuna de París.

La relevancia de la Primera Internacional

Traducción: Valentín Huarte

En el marco de las crisis recientes del capitalismo, que han agudizado la explotación, la pobreza y las desigualdades, el legado de la organización fundada en 1864 ha recobrado relevancia y las lecciones que podemos extraer de él están más vigentes que nunca.

Los orígenes del internacionalismo

Luego de su primera reunión, celebrada el 28 de septiembre de 1864, la Asociación Internacional de Trabajadores (mejor conocida como «Primera Internacional») suscitó rápidamente polémicas en toda Europa. Haciendo de la solidaridad de clase un ideal común, inspiró a un gran número de hombres y mujeres a luchar contra la explotación. Gracias a sus acciones, los trabajadores y las trabajadoras fueron capaces de comprender con más claridad los mecanismos del modo de producción capitalista, volverse más conscientes de su propia fuerza y desarrollar formas nuevas y más avanzadas para luchar por sus derechos.

Durante el período de su fundación, la fuerza motriz más importante de la Internacional era el sindicalismo británico, cuya dirección estaba particularmente interesada en las cuestiones económicas. Luchaban para mejorar las condiciones de los trabajadores y de las trabajadoras pero sin poner en cuestión el sistema capitalista. Por lo tanto, concebían a la Internacional principalmente como un instrumento para evitar que se importara mano de obra desde el exterior durante los períodos de huelga. El segundo grupo más influyente de la Internacional durante este período eran los mutualistas, que desde hacía tiempo se habían convertido en la tendencia dominante en Francia. Siguiendo las teorías de Pierre-Joseph Proudhon, se oponían a que la clase obrera se comprometiera en cuestiones políticas y consideraban que la huelga era el arma principal en la lucha. Luego estaban los grupos comunistas, que se oponían al sistema de producción existente y defendían la necesidad de la acción política para derrocarlo. Durante este período, las filas de la Internacional estaban formadas también por un conjunto de trabajadores y trabajadoras inspirados por las teorías utópicas, y por personas exiliadas que sostenían ideas democráticas un tanto vagas y una concepción interclasista, lo cual les llevaba a definir a la Asociación como un instrumento para gestionar las demandas de liberación de las todas personas oprimidas en general. Por consiguiente, la Internacional fue, en sus comienzos, una organización en la que coexistían diferentes tradiciones políticas y la mayoría de ellas eran reformistas y no revolucionarias.

El mayor logro político de Karl Marx fue garantizar la convivencia de todas estas corrientes al interior de la organización, ordenándolas alrededor de un programa que estaba lejos de representar los enfoques con los que cada una había empezado. Su talento político le permitió reconciliar lo que en un principio parecía irreconciliable. Fue Marx quien le dio un objetivo claro a la Internacional y quien logró que adoptara un programa que, a pesar de haber estado construido claramente en torno a una perspectiva clasista, no era excluyente y se ganó el apoyo de las masas más allá de todo sectarismo. Marx fue el alma política del Consejo General (el cuerpo que gestionaba la síntesis entre las distintas tendencias y emitía las directrices que regían a toda la organización), redactó sus resoluciones principales y preparó casi todos los informes para los congresos.

Sin embargo, a pesar de la impresión que dejó en la historia la propaganda de la Unión Soviética, esta organización fue mucho más que un individuo único, incluso si era uno tan genial como Marx. Fue un movimiento social y político amplio para la emancipación de las clases trabajadoras y no, como se ha escrito con frecuencia, una «creación de Marx». Antes que nada, la Internacional fue el fruto de las luchas del movimiento obrero de los años 1860. Una de sus reglas básicas –y la que la distinguió fundamentalmente de todas las organizaciones obreras anteriores– fue «que la emancipación de las clases trabajadoras debe ser conquistada por las clases trabajadoras mismas». La perspectiva según la cual Marx aplicó mecánicamente a la etapa una teoría política forjada con anterioridad en los confines de su estudio se aleja demasiado de la realidad histórica. Marx fue esencial para la Internacional, pero la Internacional tuvo también un impacto muy importante en Marx. Involucrándose directamente en las luchas obreras, Marx encontró el estímulo para desarrollar y a veces revisar sus ideas, para poner en discusión antiguas certezas y plantearse nuevas preguntas, y para afinar su crítica del capitalismo bosquejando los trazos gruesos de una sociedad comunista.

Teorías y luchas

El final de los años sesenta y el comienzo de los setenta del siglo XIX fueron períodos durante los cuales los conflictos sociales se extendieron por toda Europa. Muchos trabajadores y trabajadoras que participaron de las protestas de aquel momento decidieron ponerse en contacto con la Internacional, cuya reputación creció rápidamente. Desde 1866 en adelante, las huelgas se intensificaron en muchos países y se convirtieron en el centro de una nueva e importante ola de movilizaciones. La Internacional fue esencial en las luchas que ganó el movimiento obrero en Francia, Bélgica y Suiza. El mismo proceso se repitió en muchos de estos conflictos: los trabajadores y las trabajadoras de otros países recaudaban fondos en apoyo a las huelgas y acordaban no aceptar el trabajo que les ofrecían los mercenarios de la industria. Como resultado, los patrones fueron forzados a comprometerse con muchas de las demandas obreras. Estos avances se vieron muy favorecidos por la difusión de los periódicos que, o bien simpatizaban con las ideas de la Internacional, o bien eran verdaderos órganos del Consejo General. Ambos contribuyeron al desarrollo de la conciencia de clase y a la rápida circulación de las noticias relacionadas con las actividades de la Internacional.

A lo largo de Europa, la Asociación desarrolló una estructura organizativa eficiente y su número de afiliaciones creció, llegando a 150 mil en el momento más álgido. A pesar de todas las dificultades vinculadas a la diversidad de nacionalidades, idiomas y culturas políticas, la Internacional se las arregló para conquistar la unidad y la coordinación efectiva de un amplio espectro de organizaciones y luchas espontáneas. Su mayor mérito fue demostrar la importancia fundamental que tenían la solidaridad de clase y la cooperación internacional.

La Internacional fue la sede de algunos de los debates más famosos del movimiento obrero, como el que opuso al comunismo con el anarquismo. Los congresos de la Internacional también fueron el lugar donde, por primera vez, una organización transnacional enorme tomó decisiones acerca de asuntos cruciales, que eran debatidos desde antes de su fundación y que en lo sucesivo se convirtieron en puntos estratégicos para los programas políticos de los movimientos socialistas de todo el mundo. Entre ellos pueden mencionarse: la función indispensable de los sindicatos, la socialización de la tierra y de los medios de producción, la importancia de participar de la contienda electoral y de hacerlo a través de partidos de la clase obrera independientes, la emancipación de las mujeres y la concepción de la guerra como un resultado inevitable del sistema capitalista.

La Internacional también extendió su influencia afuera de Europa. Al otro lado del Atlántico, inmigrantes que habían llegado durante los años previos a la fundación de la Internacional empezaron a fundar las primeras secciones en los Estados Unidos. Sin embargo, la Internacional tuvo dos defectos de nacimiento que nunca logró superar. A pesar de las exhortaciones del Consejo General de Londres, fue incapaz tanto de trascender el carácter nacionalista de muchos de sus grupos afiliados como de incluir a los trabajadores y a las trabajadoras nacidos en el «Nuevo mundo». El Comité Central de la Internacional para Norteamérica, fundado por las secciones alemana, francesa y checa en diciembre de 1870, fue el único en toda la historia de la Internacional que estuvo compuesto exclusivamente por personas «nacidas en el extranjero». El aspecto más llamativo de esta anomalía fue que la Internacional en los Estados Unidos nunca dispuso de un órgano de prensa en idioma inglés. A comienzos de los años 1870, la Internacional llegó a tener un total de cincuenta secciones y una membresía de 4000 personas, pero esto representaba a una pequeña porción de una fuerza de trabajo industrial que, solo en Norteamérica, estaba compuesta por más de dos millones de personas.

La cumbre y la crisis

El momento más importante en la historia de la Internacional coincidió con la Comuna de París. En marzo de 1871, luego del fin de la guerra franco-prusiana, los trabajadores y las trabajadoras de París se levantaron contra el nuevo gobierno de Adolphe Thiers y tomaron el poder en la ciudad. De allí en adelante, la Internacional estuvo en el centro de la tormenta y ganó mucha fama. Para el capital y las clases medias representaba una gran amenaza al orden establecido, mientras que entre las clases trabajadoras alimentaba las esperanzas de un mundo sin explotación e injusticia. El movimiento obrero tenía una enorme vitalidad y esto se volvió visible en todas partes. Creció el número de periódicos vinculados a la Internacional y creció su total de ventas. La insurrección de París fortaleció al movimiento obrero, impulsándolo a adoptar posiciones más radicales y a intensificar su militancia. Una vez más, Francia demostró que la revolución era posible, aclarando que el objetivo era construir una sociedad distinta del capitalismo, y probó también que, para llegar a este punto, los trabajadores y las trabajadoras deberían crear formas de asociación política duraderas y bien organizadas. El paso siguiente consistía, como afirmó Marx, en comprender que «el movimiento económico de la clase trabajadora y su acción política están indisolublemente unidos». Esto llevó a que la Internacional, durante la Conferencia de Londres de 1871, presionara para fundar un instrumento fundamental para el movimiento obrero moderno: el partido político. Por supuesto, debe tenerse en cuenta que la comprensión que se tenía de este instrumento era mucho más amplia que la que adoptaron las organizaciones comunistas después de la Revolución de Octubre.

Cuando la Internacional se disolvió luego del Congreso de La Haya de 1872, se había convertido en una organización muy distinta de la que había sido durante la época de su fundación: el reformismo no representaba más a la mayoría de la organización y el anticapitalismo se había convertido en la línea política de toda la Asociación (incluyendo nuevas tendencias, como el anarquismo liderado por Mikhail Bakunin). La situación general también había cambiado. La unificación de Alemania en 1871 confirmó el inicio de una nueva época, cuya forma principal de identidad territorial, legal y política era el Estado nación.

La configuración inicial de la Internacional quedó desfasada de la coyuntura en el mismo momento en el que concluyó su misión original. La tarea no era más la de coordinar y apoyar las huelgas en toda Europa ni la de exigir a los congresos que reconozcan la utilidad de los sindicatos o la necesidad de socializar la tierra y los medios de producción. Estos temas ahora eran parte de la herencia colectiva de la organización. Luego de la Comuna de París, el desafío real para el movimiento obrero se transformó en la búsqueda de una forma de organizarse para poner fin al modo de producción capitalista y derrocar las instituciones del mundo burgués.

El Internacionalismo ayer y hoy

El 156° aniversario de la Primera Internacional se desarrolla en un contexto muy diferente. Un abismo separa la esperanza de aquella época de la desconfianza que caracteriza a la nuestra, el espíritu antisistémico y la solidaridad de la Internacional de la subordinación ideológica y el individualismo de un mundo reestructurado por la competencia y la privatización neoliberal.

El mundo del trabajo sufrió una derrota histórica y la izquierda todavía se encuentra en medio de una crisis profunda. Luego de un largo período de políticas neoliberales, el sistema contra el cual los trabajadoras y las trabajadoras lucharon, logrando victorias importantes, ha vuelto a imponer condiciones de explotación similares a las del siglo XIX. Las «reformas» del mercado de trabajo –un término despojado hoy de cualquier sentido progresista que pueda haber tenido en sus orígenes– que han introducido año tras año mayor «flexibilidad» y mejores condiciones para que las empresas despidan a los trabajadores y a las trabajadoras, han creado desigualdades más profundas. Luego del colapso del bloque soviético se impusieron también otras transformaciones políticas y económicas importantes. Entre estas se cuentan los cambios sociales generados por la globalización, los desastres ecológicos ocasionados por el modo de producción imperante, una brecha creciente entre una minoría rica y explotadora y una gran mayoría empobrecida, una de las crisis más grandes de la historia del capitalismo (desatada en 2008), los tempestuosos vientos de guerra, el racismo, el chovinismo y, más recientemente, la pandemia del COVID-19.

En un contexto como este, la solidaridad de clase es algo todavía más indispensable que en el pasado. Fue Marx quien puso de relieve que la confrontación que se da al interior del pueblo trabajador, incluyendo la que enfrenta al proletariado nativo frente al extranjero (que en general sufre la discriminación), es un elemento esencial de la forma en que ejercen el poder las clases dominantes. No caben dudas de que es necesario inventar nuevas formas de organizar el conflicto social, los partidos políticos y los sindicatos, y de que no podemos reproducir esquemas utilizados hace 150 años. Pero la vieja lección de la Internacional, según la cual los trabajadores y las trabajadoras son derrotados si no logran organizar un frente único de todas las personas que sufren la explotación, sigue vigente. Si no seguimos esta enseñanza, el único escenario que cabe esperar es la guerra entre los más pobres y la competencia desenfrenada entre los individuos.

La barbarie del «orden mundial» imperante requiere que el movimiento obrero contemporáneo se reorganice urgentemente en función de dos rasgos característicos de la Internacional: la diversidad de su estructura y el radicalismo de sus objetivos. Las metas que se propuso la organización fundada en Londres en 1864 son hoy más oportunas que nunca. Para estar a la altura de los desafíos del presente, la nueva Internacional no puede evadir estos dos requisitos: pluralismo y anticapitalismo.

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