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Deforestación en una mina de carbón en Borneo, el 8 de junio de 2013. Foto: IndoMet

«Necesitamos un leninismo ecológico»

Traducción: Valentín Huarte

A pesar de los obvios paralelos con los confinamientos a los que dio lugar la pandemia de coronavirus, los Estados muestran poca determinación a la hora de implementar las medidas necesarias para lidiar con la emergencia climática. Según Andreas Malm, debemos dejar de pensar en el cambio climático como un problema del futuro y debemos usar el poder estatal para imponer una reorganización drástica de nuestras economías.

Por Dominic Mealy

El último día de 2019 –año marcado por un récord de altas temperaturas, incendios forestales y tormentas tropicales– China informó a la Organización Mundial de la Salud que un nuevo virus había empezado a propagarse en la ciudad de Wuhan. Inicialmente desestimado en muchos países occidentales, como si se tratara de un evento desafortunado que se desarrollaba en una tierra lejana, el COVID-19 se expandió rápidamente hasta convertirse en una verdadera pandemia, causando la muerte de cientos de miles de personas, intensificando abruptamente las desigualdades raciales y de clase, y conduciendo a la recesión mundial más grande que ha podido observarse desde la Gran Depresión.

En unas pocas semanas, el saber económico heredado acerca los límites de la intervención estatal fue completamente trastornado, al igual que la vida cotidiana de miles de millones de trabajadores y de trabajadoras en todo el mundo. Se cerraron las fábricas, las escuelas y las fronteras, y poblaciones enteras fueron confinadas a sus hogares bajo la amenaza de abultadas multas y encarcelamientos. Las autoridades tecnocráticas de los Estados se reinventaron como oficiales de guerra que dan batalla contra un invasor invisible.

El discurso dominante en los medios acerca de la pandemia ha definido la situación como un shock exógeno contra la normalidad de los negocios tradicionales, cuyos orígenes deberían buscarse en procesos naturales que no tienen ninguna relación con las prácticas humanas o en los defectos de algún Estado o cultura específicas (es decir, China). Se han realizado llamados a castigar a un culpable todavía desconocido, abundan las teorías de la conspiración, y la izquierda radical internacional –desprovista de poder real en casi todas partes– se ha contentado con aplaudir los confinamientos draconianos y soñar inútilmente con un mundo mejor.

Al mismo tiempo, la crisis climática en curso ha sido en buena parte borrada de la narrativa dominante. Los medios sociales se han llenado con imágenes de cielos azules sobre ciudades que normalmente se encuentran eclipsadas por el esmog, de delfines atravesando canales navegables y de animales salvajes que hurgan en las ciudades desiertas buscando comida. Intelectuales y analistas que prestan atención a los problemas ecológicos han expresado esperanzas sobre una posible recuperación verde de la crisis (aunque estas han sido mayormente silenciadas, dadas las restricciones estructurales que cercan su camino).

En un intento por dar sentido a la pandemia, a sus orígenes y a sus consecuencias para el movimiento por la justicia climática, Dominic Mealy, editor de Jacobin en Berlín, conversó con Andreas Malm, quien es reconocido mundialmente por sus investigaciones sobre ecología humana. Autor de media docena de libros y de innumerables ensayos sobre la economía política del cambio climático, el antifascismo y las luchas en Medio Oriente, entre los trabajos de Malm pueden destacarse The Progress of This Storm y Fossil Capital, ganador del Premio Deutscher. También es autor de un libro de próxima aparición acerca del COVID-19, titulado Corona, Climate, Chronic Emergency: War Communism in the Twenty-First Century, que será publicado por Verso Books.

 

DM

¿Podrías empezar explicando cuál es la relación entre la pandemia actual de COVID-19 y el cambio climático?

AM

Desde que comenzó la pandemia, muchos análisis intentan establecer comparaciones entre la crisis del COVID-19 y la crisis climática. Sin embargo, creo que estas comparaciones directas están viciadas en el sentido de que la pandemia actual constituye un acontecimiento específico, mientras que el calentamiento global es una tendencia de largo plazo. No obstante, perderíamos de vista la esencia de la epidemia de COVID-19 si no lográramos reconocer que se trata de la manifestación extrema –pero previsible– de otra tendencia de largo plazo: el incremento de las tasas de enfermedades infecciosas que saltan de animales salvajes a poblaciones humanas. Esta es una tendencia que ha crecido a lo largo de las décadas recientes, y se proyecta que se acelerará en el futuro.

La fuerza motriz detrás de la generación de la pandemia ha sido esclarecida por la literatura científica y es la deforestación (que también es la segunda causa más importante del cambio climático). El lugar en el que se encuentra la mayor biodiversidad sobre la Tierra son los bosques y las selvas tropicales, y esta biodiversidad incluye a los patógenos. Estos patógenos, que circulan entre animales no humanos en los hábitats silvestres, generalmente no plantean un problema para la humanidad, siempre y cuando las personas se mantengan alejadas de ellos. Sin embargo, el problema aparece cuando la economía humana empieza a realizar incursiones cada vez más profundas en estos hábitats. El desmonte de los bosques y de las selvas para la tala de árboles, la agricultura, la minería y la construcción de caminos produce nuevas interfaces en las que las personas entran en contacto con la flora y la fauna silvestres. Gracias a estas interfaces, los patógenos animales son capaces de mutar y saltar a las poblaciones humanas a través de un proceso denominado infección por derrame.

El calentamiento global también acelera esta tendencia. A medida que las temperaturas se elevan, ciertos animales se ven forzados a migrar buscando climas semejantes a aquellos a los que están adaptados. El caos generalizado se produce cuando las poblaciones animales –que incluyen, significativamente, a los murciélagos– empiezan a establecer un contacto cada vez más estrecho con las poblaciones humanas, incrementado de esta manera las tasas de transmisión. A pesar de que hay más de 1200 especies diferentes de murciélagos, todos comparten un rasgo común que los hace únicos entre los mamíferos, a saber, su capacidad de volar distancias largas. Este rasgo compartido no solo hace que tengan mayor movilidad y que, por lo tanto, sean más susceptibles frente a las migraciones que induce el cambio climático, sino que también implica que gastan cantidades enormes de energía, lo cual eleva su tasa metabólica a un punto en el cual la temperatura corporal alcanza los 40°C durante muchas horas, un nivel que para la mayoría de los mamíferos sería experimentado como fiebre. Este proceso ha sido postulado como el motivo fundamental por el cual los murciélagos son los principales portadores de patógenos como los coronavirus. Los virus que infectan a estos animales deben adaptarse a sus altas temperaturas corporales. Por lo tanto, a pesar de que estos patógenos no afectan el sistema inmune de sus huéspedes murciélagos, son capaces de sofocar el sistema inmune de otros animales si logran saltar a ellos. En todo el mundo, los murciélagos están siendo desplazados a causa de la deforestación y conducidos a latitudes más altas a causa del calentamiento global. China no es ninguna excepción. Las poblaciones de murciélagos se han visto conducidas al norte y al centro de China, y forzadas a vivir más cerca de las personas en el marco de poblaciones de alta densidad, lo cual crea cada vez más interfaces a través de las cuales pueden producirse infecciones por derrame.

Estos son solo algunos de los vínculos que existen entre la crisis del COVID-19 y la crisis climática. A pesar de que deben ser distinguidas, las tendencias al calentamiento global y al incremento de las enfermedades están entrelazadas por múltiples factores causales y, como tales, constituyen dos dimensiones de una catástrofe ecológica más amplia que está desarrollándose en la actualidad.

DM

Y, sin embargo, la respuesta a estas dos crisis no podría ser más distinta. Mientras que la respuesta al cambio climático ha sido la inacción y algunas medidas ineficientes, la epidemia de COVID-19 ha elevado la intervención económica a niveles que no se habían observado desde la Segunda Guerra Mundial. ¿Cómo explicas este contraste?

AM

Hubo un momento en marzo de 2020 en el que, quienes formamos parte del movimiento por la justicia climática, vimos con sorpresa cómo los gobiernos de Europa y de otras partes del mundo estaban dispuestos a cerrar por completo sus economías en un esfuerzo por contener la pandemia. Esto es impactante, dado que esos mismos Estados jamás contemplaron la posibilidad de intervenir en la economía para combatir la crisis climática. La razón principal de esto radica en los diferentes tiempos en los que las personas se ven afectadas por estas dos crisis.

Ahora bien, en términos generales, la pandemia ha tenido efectos similares a los del calentamiento global en el sentido de que quienes han sufrido más y quienes tienen más riesgo de morir pertenecen a la clase trabajadora (especialmente las personas de color y quienes viven en los lugares más conflictivos del Sur Global). Mientras tanto, la gente rica ha sido capaz de autoaislarse con facilidad, escapando a sus tradicionales casas de campo, y han tenido la posibilidad de acceder al sistema de salud privado.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental: la anomalía del COVID-19 también golpea a la gente rica desde un primer momento, con grandes capitalistas, celebridades y autoridades políticas enfermándose. Hay que tener en cuenta que toda esta gente no es vulnerable a los efectos del calentamiento global en esta etapa. A diferencia del impacto del calentamiento global, la transmisión de coronavirus se propaga a través de las líneas aéreas y, para ponerlo en términos sencillos, la gente rica vuela más que la gente pobre. A pesar de que es cierto que la pandemia llegó a los distintos países través de varios canales, el transporte aéreo proveyó el principal punto de entrada para el virus, lo cual dio lugar a la paradoja de que la gente rica fue la primera en enfermarse. Por ejemplo, en Brasil fueron los sectores más acomodados de la sociedad los que introdujeron el virus, pero es la gente común de clase trabajadora la que está muriendo de a montones. Este no ha sido el caso de los desastres producidos por el cambio climático, y este es uno de los factores clave para explicar la sorprendente diferencia que se observa en la reacción que tuvieron los gobiernos.

Normalmente, desde el punto de vista del Norte global, los desastres suceden en Haití, en Somalia, o en otros lugares distantes y pobres en donde la gente parece haber vivido siempre en la desdicha y en la miseria. Es allí donde suceden los terremotos, la enfermedad por el virus del Ébola y el HIV, y esto simplemente se ha convertido en el ruido de fondo de la vida moderna. En cambio, la pandemia golpeó repentinamente y desde un primer momento a los países ricos, y por lo tanto se convirtió en una amenaza a la integridad corporal de la gente que se supone que está a cargo de dirigir la producción y el consumo en el corazón del capitalismo global. Este es el motivo por el cual el Estado se vio obligado a tomar cartas en el asunto. Por supuesto, hacerlo fue también una cuestión de supervivencia política para estos gobiernos. Esto explica, por ejemplo, el giro en «U» que impulsó el gobierno de los tories en el Reino Unido. Luego de adoptar inicialmente la estrategia de «inmunidad de rebaño», dieron media vuelta para apoyar el confinamiento y otras medidas intervencionistas, después de darse cuenta de que si dejaban que murieran cientos de miles de personas, pagarían el costo político en las urnas.

DM

La izquierda parece haber sido tomada por sorpresa por la magnitud de la intervención estatal desplegada para enfrentar la pandemia. Se han garantizado políticas que solo unos meses atrás hubiesen sido ridiculizadas como algo imposible por la mayoría de los medios y analistas tradicionales. ¿Representa esto una sentencia de muerte para capitalismo neoliberal? ¿Podría ser esta una oportunidad para que la izquierda se movilice a favor de sus propios movimientos e ideas?

AM

Creo que, en términos generales, los gobiernos están aplicando estas políticas con la expectativa de que la crisis terminará pronto y podremos retomar con normalidad los negocios tradicionales. Hasta ahora, no veo que ninguna de las iniciativas para afrontar el COVID-19 tengan otro objetivo además de mantener vivo al sistema. Sin embargo, es una oportunidad en el sentido de que ha implicado el cese temporario de muchas de las actividades más nocivas para el medioambiente: el transporte aéreo masivo ha sido suspendido, decrecieron las emisiones de carbono, se detuvo la extracción de combustibles fósiles, etc. Es un momento en el que podemos decirle a los gobiernos: «Si fueron capaces de intervenir para protegernos del virus, entonces pueden intervenir para protegernos también de la crisis climática, cuyas consecuencias son mucho peores». La coyuntura actual nos brinda una oportunidad para oponernos al retorno normal de los negocios tradicionales, para presionar por la transformación de la economía global y para impulsar algo parecido a un Green New Deal.

Sin embargo, tampoco debemos engañarnos acerca de la situación en la que nos encontramos. El COVID-19 ha implicado la destrucción repentina de todo lo que el movimiento por la justicia climática había alcanzado hacia fines de 2019. Desde el comienzo de 2020, el COVID-19 ha paralizado completamente todos los progresos más prometedores del movimiento ecologista: Fridays for Future, Extinction Rebellion, Ende Gelände, etc. Es una situación desastrosa. Antes de esto, hubo un gran impulso para perturbar agresivamente la normalidad de los negocios tradicionales, y a pesar de que ha habido intentos de mudar temporalmente todas estas acciones a las redes sociales, no hay ninguna manera de ejercer la misma presión por medios digitales. No puede sustituirse la acción directa y la organización de masas por la publicación de fotos sosteniendo carteles en Instagram. Desde mi punto de vista, la digitalización de la política ha sido perjudicial para la izquierda radical y beneficiosa para la extrema derecha, así que avanzar por esa vía no tendrá nada de positivo.

También debemos ser realistas acerca de la correlación de fuerzas. En gran parte del mundo, la tendencia política general ha sido el crecimiento de la extrema derecha. En muchos países, especialmente en la Unión Europea, han sido temporalmente marginados, apelando a la movilización de las bases electorales detrás de los gobiernos de turno. El momento más interesante llegará pronto, en cuanto las restricciones del confinamiento empiecen a relajarse. Existen condiciones para que se produzca un deshielo en la política, dado que muchas de las fuerzas que estaban en movimiento antes del COVID-19 están listas para volver a la vida cuando la crisis de la salud pública empiece a mutar en una crisis económica de proporciones enormes. La pregunta entonces es cuáles fuerzas estarán en una mejor posición para beneficiarse de una situación de desempleo masivo y de agitación social. Tal vez estoy siendo demasiado pesimista, pero me parece que será la extrema derecha, simplemente porque se encontraba en una posición mucho más fuerte antes de la epidemia de COVID-19 y también porque la pandemia reforzó ciertos paradigmas políticos nacionalistas con el cierre de las fronteras, la idea de que el propio país es lo más importante y la sospecha que pesa sobre las personas migrantes.

Esto plantea un problema muy serio para el movimiento ecologista en el sentido de que las fuerzas de la extrema derecha –particularmente en Europa, en EE. UU. y en Brasil– han emergido como una de las principales defensoras del capital fósil. Estas niegan la ciencia del clima y promueven la aceleración de las deforestaciones y la extracción de combustibles fósiles. Entonces está claro que, por ejemplo, si deseas cerrar las minas de carbón en Alemania deberás infligir una derrota política enorme contra Alternative für Deutschland [extrema derecha]; si quieres impedir que se siga diezmando la selva amazónica, entonces debes derrotar al movimiento político organizado alrededor de Jair Bolsonaro. Por lo tanto, no puede aliviarse la situación climática sin una gran derrota de la extrema derecha en los países capitalistas avanzados y también en muchos de los países en vías de desarrollo.

Una estrategia exitosa para enfrentar la crisis climática deberá encontrar la forma de entrelazar la justicia ecológica, las luchas de la clase trabajadora y la oposición a la extrema derecha. La salida de la crisis económica y sanitaria en curso implica la construcción de un movimiento que sea capaz de realizar una transición rápida para apartarse de los combustibles fósiles, lo cual no se parece en nada a un keynesianismo verde, ni a unas cuantas inversiones en energías renovables que se añaden a la economía de los combustibles fósiles, sino la destrucción real y absoluta del capital fósil en sí mismo, lo cual implica el cierre inmediato de las minas de carbón y el fin del transporte aéreo masivo. Esto solo puede alcanzarse a través de enormes inversiones públicas y del incremento del control estatal sobre grandes franjas de la economía. Toda crisis es una oportunidad para la izquierda, pero en el pasado hemos demostrado que somos proclives a desperdiciar estas oportunidades.

DM

¿Podemos darle a las personas que nos leen alguna idea de la magnitud de la intervención que se requiere para implementar una transición verde sustentable?

AM

El nivel de intervención requerido es a la vez más blando y más difícil que el que se ha implementado para combatir la pandemia. Nadie está pidiendo un confinamiento masivo para combatir el cambio climático. Nadie está pidiendo el arresto domiciliario de poblaciones enteras ni el congelamiento de la economía de un día para el otro. En cambio, lo que se necesita es una transformación fundamental del sistema energético y productivo en un sentido que sea sustentable a largo plazo, y no simplemente un paréntesis en el statu quo. Para estabilizar el calentamiento global en 1,5°C, las emisiones deberían reducirse 8% cada año hasta alcanzar un neto equivalente a cero. Es absolutamente imposible implementar este tipo de cambio mediante pequeños ajustes en los mecanismos de mercado o mediante la introducción de impuestos al carbón; en cambio, se requiere una expansión masiva de la propiedad estatal y una planificación económica considerable.

DM

¿Cómo respondes a la objeción que suele plantearse a este tipo de razonamiento por parte de quienes sostienen que muchas empresas de servicios públicos están bajo control estatal y sin embargo siguen siendo fuentes enormes de emisión?

AM

La propiedad pública no es una panacea en sí misma, pero hace que la tarea de descarbonización se vuelva mucho más fácil. La ventaja de tener a las empresas de servicios bajo propiedad estatal es que habilita a que los gobiernos las reorganicen rápidamente. No necesitas expropiarlas primero ni abocarte a la tarea de forzar a las empresas de propiedad privada a que revisen sus prácticas usuales y abandonen la extracción combustibles fósiles.

DM

Eres uno de los principales críticos de la noción de «antropoceno» y has acuñado en cambio el término «capitaloceno» para describir la época geológica actual. La epidemia de COVID-19 parece haber reavivado la idea de que hay una responsabilidad compartida sobre la crisis, cuya mejor síntesis tal vez sea el eslogan «el corona es la cura, la humanidad es la enfermedad». ¿Qué dirías frente a este tipo de argumentos?

AM

Este argumento, según el cual la humanidad en sí misma es el problema, es como un espectro que acecha al discurso ecológico. Está presente en el reciente documental de Michael Moore El planeta de los humanos. También está presente en la retórica de la extrema derecha y en el discurso ecologista liberal. Es un argumento pernicioso, profundamente errado y políticamente peligroso. Nada que tenga que ver con el COVID-19 lo hace más creíble que antes. No es la humanidad en general la responsable de la deforestación, del calentamiento global ni del tráfico de especies silvestres, que son las principales causas del crecimiento de las infecciones por derrame; el responsable es el capital.

Las políticas implementadas para lidiar con la pandemia solo sirven para combatir el síntoma, es decir, el virus en sí mismo, mientras se hace silencio sobre sus causas profundas y no se hace absolutamente nada para revertirlas. Las responsabilidad de contener la propagación del contagio ha recaído sobre la gente común, que es castigada cotidianamente si es incapaz de autoaislarse. No se puede lidiar con los factores que causan esta pandemia apelando a que los ciudadanos y las ciudadanas cambien sus hábitos, de la misma forma en que no puede enfrentarse el cambio climático a través de la modificación de los patrones de consumo individuales.

Tomemos como ejemplo el aceite de palma, cuyo cultivo es una de las principales causas de deforestación en el trópico, sobre todo en el sudeste asiático, donde enormes cantidades de murciélagos y otras especies animales sufren la invasión de las plantaciones. Si quiero comer crepes, aquí en Suecia, es prácticamente imposible que no contengan aceite de palma, y no hay nada que yo, como consumidor, pueda hacer para evitar esto. La responsabilidad está del lado de la producción. Además, la mayor parte del aceite de palma no se utiliza en productos que consume la gente común, sino en procesos industriales que es imposible transformar a través de un cambio en el consumo.

DM

¿El poder estatal debería ser utilizado para restringir ciertas formas de consumo que son dañinas para el medioambiente, o debería simplemente utilizarse para cambiar la producción?

AM

Evidentemente, el poder estatal debería ser utilizado para evitar las emisiones realizadas en función de la satisfacción de los estándares de consumo de la gente rica (los aviones privados deberían ser prohibidos inmediatamente, al igual que las camionetas 4×4 y otros vehículos que consumen cantidades absolutamente inexcusables de combustible). Este es el objetivo más fácil del movimiento por la justicia climática, dado que estas fuentes de emisión están entre las menos necesarias en términos sociales. La situación es completamente diferente si consideramos, por ejemplo, el metano proveniente de los arrozales en India, donde los problemas que causan las emisiones deben ser sopesados con la necesidad de producir comida para alimentar a las poblaciones. Una transición exitosa que deje atrás el combustible fósil no implicaría la planificación completa de la economía en el sentido de que los Estados planearían y racionarían el consumo individual, ni mucho menos. Pero algunas formas de consumo sí deberán ser limitadas o abolidas por completo. Esto no puede hacerse a través del mercado ni mediante llamamientos al consumo ético, sino solo a través de la regulación estatal.

Es cierto que el incremento del poder estatal trae consigo los peligros de la burocratización y del autoritarismo. En efecto, hay una tendencia que va en esta dirección, si consideramos el caso de Hungría, por ejemplo, donde se utiliza la pandemia para socavar la democracia e incrementar la coerción estatal. Sin embargo, si la transición energética es impulsada desde abajo por las fuerzas populares, si los movimientos sociales toman el poder de los cuerpos estatales para dirigir la transición, entonces podría mantenerse el peligro bajo control. A pesar de que puede parecer utópico en esta etapa, es importante proponer el cierre de las instituciones diseñadas para vigilar y controlar a las poblaciones y su reorganización para atacar al capital, apuntando directamente contra las fuentes del calentamiento global y de las infecciones por derrame. En el libro, por ejemplo, propongo abolir los organismos de control de fronteras y convertirlos en instituciones para combatir el tráfico de especies silvestres.

DM

Hablando de utopías, pareces rechazar rotundamente los argumentos del aceleracionismo de izquierda y de quienes sostienen la perspectiva de un «comunismo de lujo totalmente automatizado», proponiendo en cambio la idea de un «comunismo de guerra ecológico». ¿Puedes explayarte un poco sobre este tema?

AM

Encuentro que la idea detrás de estas perspectivas tecnoutópicas es completamente infantil y no guarda ninguna relación con las realidades materiales existentes. La noción de que estamos en la antesala de una realidad que se definirá por una abundancia material sin precedentes no puede ser defendida racionalmente. Basta considerar las graves restricciones que estamos enfrentando en casi todos los ámbitos, las cuales incluyen el agotamiento de los suelos, la reducción de los ciclos del agua potable y el aumento del nivel de los mares. Incluso si termináramos con toda la emisión en este momento, deberíamos enfrentar graves repercusiones climáticas por mucho tiempo.

Desarrollo la idea de un comunismo ecológico de guerra en el libro en contraste con la idea tradicional de que la Segunda Guerra Mundial provee un modelo que los países deberían seguir para lidiar con la crisis climática, una noción que ha resurgido en los discursos sobre la pandemia de COVID-19. Mi argumento es que a pesar de que la movilización de la Segunda Guerra Mundial provee un análogo útil, enfrenta muchas limitaciones, siendo una de las más importantes el hecho de que el esfuerzo de guerra fue sostenido principalmente con enormes tasas de consumo de combustibles fósiles, además de haber dejado casi intacta la posición de la clase capitalista.

En cambio, enfrentar la crisis climática y prevenir las infecciones por derrame requiere acciones de emergencia que vayan en contra de los intereses creados de fracciones muy poderosas de las clases dominantes, para facilitar una rápida transformación de las economías. El comunismo de guerra provee una analogía con la que se puede jugar. Por supuesto, no en el sentido de copiar todo lo que hizo el partido bolchevique durante la guerra civil rusa, lo cual de ser aplicado al ejemplo de la Segunda Guerra Mundial nos llevaría a solucionar el cambio climático tirando otra bomba atómica sobre Hiroshima. Pero el comunismo de guerra sí provee el ejemplo de una transformación de la producción y de la organización de la economía veloz y dirigida por el Estado, en contra de la fuerte oposición de las clases dominantes. Una transición verde también requerirá algún grado de autoridad coercitiva para imponerse sobre las empresas de combustibles fósiles que, hasta el momento, han hecho todo lo que estuvo a su alcance para posponer y obstruir el combate contra el cambio climático.

DM

Elaboras esta propuesta en el libro convocando a un «leninismo ecológico». ¿Puedes explicar qué significa?

AM

Dado que si se pretende un cambio significativo deberá desafiarse al capitalismo, el legado socialista nos brinda un conjunto de recursos que podemos aprovechar. El problema con la socialdemocracia es que no admite que estamos frente a una catástrofe. En cambio, su premisa es más bien la opuesta, a saber, la idea de que tenemos mucho tiempo a nuestra disposición y de que la historia está de nuestro lado, lo cual implica que podemos avanzar hacia una sociedad socialista adoptando una serie de medidas graduales. Independientemente de su veracidad histórica, este no es el caso en la actualidad. Estamos en una situación de emergencia crónica, con crisis que golpean a un ritmo cada vez más acelerado y que imponen tiempos completamente diferentes de los que enfrentó, por ejemplo, la socialdemocracia sueca durante los años cincuenta y sesenta. Por lo tanto, es necesario recurrir a partes del legado socialista que cuentan con la idea de catástrofe. El anarquismo también es insuficiente frente a la situación, dado que, por definición, es hostil al Estado. Es sumamente difícil ver cómo algo distinto del poder estatal podría servir para realizar la transición que se requiere, dado que será necesario ejercer una autoridad coercitiva sobre quienes desean mantener el statu quo.

La elección obvia para quien busca una tradición que cuenta con un concepto del poder estatal en una situación de emergencia crónica es la tradición leninista antiestalinista. Al interior de esta tradición también puede encontrarse una caracterización de los peligros y de las contradicciones del poder estatal, que surge de las lecciones de la Revolución rusa. Toda la dirección estratégica de Lenin después de 1914 consistió en hacer de la Primera Guerra Mundial un golpe fatal contra el capitalismo. Esta es precisamente la misma orientación estratégica que debemos adoptar hoy. Y esto es justamente lo que yo denomino un leninismo ecológico. Tenemos que encontrar la forma de hacer que la crisis ambiental sea una crisis para el capital fósil en sí mismo.

Andreas Malm trabaja en la división de ecología humana en la Universidad de Lund. Es autor de Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, que será publicado próximamente por Verso Books.

Dominic Mealy es un escritor radicado en Berlín. En la actualidad se encuentra trabajando en un proyecto doctoral sobre la crisis capitalista y la mercantilización en los EE. UU.

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