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Imagen: CELAG

Trumperialismo

Más allá de diferencias discursivas, las crisis económica, ecológica y geopolítica que enfrentará Biden es la misma que desafió a Trump. En su desesperación por restaurar la hegemonía norteamericana global, los demócratas podrían adoptar posturas aún más agresivas.

La interminable elección presidencial norteamericana por fin se acerca a una conclusión con la derrota de Donald Trump. El cambio de gobierno es, sin duda, buena noticia para los pueblos latinoamericanos en lucha, aunque tampoco motivo de celebración: el retorno del ex vicepresidente Joe Biden a la Casa Blanca probablemente implicará más continuidades que rupturas con la política de Trump en la región. 

La gestión del imperio por parte de Trump es el objeto de un nuevo libro publicado por el equipo de investigación del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG): Trumperialismo. La guerra permanente contra América Latina [*]. Allí, los autores afirman el lugar estratégico que tiene la región en las disputas geopolíticas actuales para un imperio que enfrenta crecientes desafíos a su hegemonía global. Privilegian la noción de «guerra híbrida», mapeando la expansión militar norteamericana y el despliegue del poder blando a través del lawfare y una densa red de agencias estatales, medios de comunicación, ONGs y think tanks. 

En la introducción del volumen, Silvina Romano caracteriza al trumperialismo como un «imperialismo recargado». Si bien América Latina no puede darse el lujo de no discriminar entre una presidencia demócrata o republicana, el análisis de los autores revela abundantes afinidades entre Trump y sus antecesores. También nos permite anticipar, en cierta medida, la agenda del nuevo mandatario. 

Seguridad

El Estado norteamericano recurre a diversos pretextos para justificar su expansión militar en América Latina: desde el combate al narcotráfico y la migración irregular, hasta la preparación para desastres naturales. Bajo el gobierno de Trump, Tamara Lajtman identifica una «renovación de ‘enemigos’ y ‘amenazas’ a la seguridad hemisférica, que ‘justifican’ el rol protagónico que vuelve a adquirir el Pentágono en la política exterior estadounidense hacia la región y el incremento de la presencia del Comando Sur».

Hubo una recuperación de la figura del «narcoterrorista» para satanizar los gobiernos de Venezuela y Bolivia, junto con una afirmación del imperativo de «asegurar» la región —en especial, los intereses energéticos— frente a la supuesta injerencia de China, Rusia y hasta Irán. Asimismo, se redobló la cooperación con Colombia y Perú y se aprovechó el éxito de la contraofensiva reaccionaria en Brasil, Argentina y Ecuador para retomar y profundizar las relaciones militares y la cooperación en defensa en esos países.

La agenda de seguridad nacional norteamericana es bipartidaria y de largo plazo. Lajtman destaca la relativa autonomía del Pentágono frente al presidente de turno. También señala que la política de seguridad se articula con tratados de libre comercio, acuerdos de preferencias comerciales y megaproyectos.

En este sentido, Aníbal García afirma la unidad entre marcos como la Iniciativa Mérida y el T-MEC en México para facilitar la acumulación privilegiada del capital estadounidense. Podemos entender, de la misma forma, la integración del CAFTA con el CARSI en Centroamérica, o el Plan Colombia y su respectivo TLC con Estados Unidos.

De hecho, en otro capítulo los autores sistematizan datos del comercio, la cooperación, visitas diplomáticas, acuerdos comerciales y económicos, y presencia, coordinación y compras militares para identificar los Estados latinoamericanos con mayores vínculos de dependencia con Estados Unidos en la actualidad: según el estudio, México, Colombia, Guatemala y Honduras «muestran los indicadores cuantitativos y cualitativos más altos de dependencia», relación cimentada de manera especial por los TLC y acuerdos de seguridad que garantizan su integración subordinada con Estados Unidos.  

Guerra por otros medios

En su análisis de la campaña golpista bipartidaria contra Venezuela, Arantxa Tirado define la guerra híbrida como una combinación de acciones que incluyen la tercerización (uso de contratistas o mercenarios) y el recurso a medios no-militares, como las operaciones psicológicas, el fomento de la oposición y otras medidas de desestabilización económica, mediática o diplomática. 

Durante el siglo pasado, la guerra híbrida ha sido implementada en casos notorios como los de Chile y Nicaragua. A lo largo de los últimos veinte años, Venezuela se ha convertido en el «ejemplo paradigmático de una silenciosa guerra híbrida en el este siglo XXI», escribe Tirado. Fue Obama quien declaró a Venezuela como «amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional» de EE. UU., implementando una ofensiva económica y mediática contra el país.

Trump intensificó estas medidas multiplicando las sanciones económicas e impulsando un nuevo intento de golpe de Estado, con Juan Guaidó a la cabeza. Este proceso incluyó apagones eléctricos coordinados, el concierto Venezuela Live Aid y una fracasada invasión colombiana; también implicó un cerco diplomático liderado por la OEA y el Grupo de Lima. Según la autora, se trata de «viejas recetas renovadas para un viejo objetivo». 

Hoy, las redes sociales, ONGs, think tanks, académicos y hasta personalidades de la farándula han cobrado protagonismo en estos procesos de desestabilización. Los autores visibilizan el trabajo ideológico de los think tanks estadounidenses para la construcción del «sentido común» neoliberal. Esta tarea que ha procedido sin mayores interrupciones durante la gestión de Trump. Aunque su discurso nacionalista de «America First» contenía una crítica a la globalización y el neoliberalismo, en los hechos no amenazó al orden imperante. 

«A pesar de las distancias, tensiones y diferencias entre los expertos (muchos de ellos miembros del establishment liberal) y un gobierno como el de Donald Trump, hay importantes coincidencias y continuidades en la definición de los principales problemas de América Latina y el origen de los mismos», señala Trumperialismo. Esta agenda común giró en torno a Venezuela, Centroamérica y México en temas como energía y migración, así como formulaciones con una pesada carga ideológica como la corrupción, el populismo y la crisis humanitaria. 

Los autores identifican ocho think tanks principales en cuanto a su influencia en América Latina: el Atlantic Council, Brookings Institute, Council on Foreign Relations, Inter-American Dialogue, Center for Strategic and International Studies, Wilson Center, Washington Office on Latin America (WOLA) y Cato Institute. Inciden, principalmente, a través de brindar asesoría al gobierno norteamericano y también en proporcionar información «experta» para los medios de comunicación dominantes.

El análisis revela, además, el entramado de intereses que ataña a estos actores con la agenda neoliberal y de la seguridad nacional de Washington. Se destaca, por ejemplo, el caso del Instituto sobre México del Wilson Center, que incidió en las negociaciones del TMEC y que recibió financiamiento de destacadas empresas tech, farmacéuticas y petroleras, entre otras beneficiadas por el acuerdo. 

Otra estrategia central de la guerra híbrida en América Latina es el lawfare como arma del poder blando norteamericano para la «desarticulación de alternativas al neoliberalismo», en el cual las derechas y élites nacionales «son el eslabón fundamental». Romano afirma que el lawfare opera a través del sistema judicial pero también de los medios de comunicación, ya que se trata de una estrategia de «eliminación y desmoralización del adversario político». 

La intervención norteamericana en los aparatos judiciales latinoamericanos se ha logrado a través de la reestructuración neoliberal y la «modernización del Estado», con agendas tecnócratas de eficiencia y anticorrupción. La cooperación para el desarrollo es uno de los canales principales, junto con programas de formación y capacitación profesional. Se trata, pues, de una «intervención política disfrazada de asesoría técnica». 

La autora destaca una serie de programas e instituciones financiadas por EE. UU. que sirven para imponer la agenda norteamericana en el ámbito jurídico y la política pública. Entre los ejemplos se cita el papel estadounidense en la operación Lava Jato, con la investigación del Departamento de Justicia a Odebrecht y el protagonismo de Sergio Moro, formado por el mismo Departamento.

También se alude a la persecución jurídica de Rafael Correa y su partido por el gobierno de Lenin Moreno en Ecuador como un caso de «criminalización del enemigo». Romano señala, entre otros enlaces, el papel de clave medios financiados por el NED en incitar las acusaciones contra Correa. En Argentina hubo funcionarios norteamericanos íntimamente involucrados en los procesos desarrollados en contra de Cristina Fernández de Kirchner. 

Romano argumenta que, con la crisis del neoliberalismo, los pretextos liberales y tecnócratas están siendo desplazados por estrategias más terroríficas: «la ‘gobernabilidad’ y la eficiencia que caracterizaron al paradigma neoliberal de los 90, han sido reemplazadas por diversas técnicas y relatos que incluyen desde la desertificación de la política, el debilitamiento y desacreditación de las instituciones, hasta la quiebra económica y el aislamiento político y diplomático de gobiernos y sectores políticos no alineados». 

Otro ejemplo de guerra híbrida es, sin dudas, el caso del golpe de Estado en Bolivia. En ese país, la injerencia norteamericana pasó por fomentar los grupos opositores al gobierno del MAS (conduciendo a la eventual expulsión de la DEA y USAID), pero la asistencia económica y —en especial— el financiamiento de la oposición a través del NED ha continuado. Asimismo, los altos mandos militares y funcionarios involucrados en el golpe fueron formados por instituciones militares estadounidenses.

Los autores destacan la presencia de una «red de derechas» que opera en Bolivia a través de fundaciones, medios de comunicación y think tanks, muchos financiados por el NED. Después del golpe hubo una rápida reincorporación de Bolivia a los programas de asistencia y asesoría norteamericana y se empleó una estrategia de lawfare y criminalización del MAS por medio del discurso del narcoterrorismo, incitado por la OEA (proceso frenado, por ahora, gracias a las elecciones de octubre 2020).

Una región en disputa

Para ser un análisis del imperialismo, el libro de la CELAG dedica relativamente poca atención a las actividades del capital norteamericano. Algunas pistas sobre el tema, empero, pueden encontrarse en la tercera sección, dedicada al análisis de la región en una coyuntura geopolítica conflictiva. 

Un estudio de la inversión extranjera directa revela que la mayor inversión estadounidense no se encuentra en recursos naturales, sino en manufacturas y servicios: «en estos casos, EE. UU. recurre a la mano de obra barata, la cercanía territorial, las ventajas comparativas por exención impositivas», entre otros beneficios extraordinarios. No obstante, la extracción de recursos estratégicos como son los hidrocarburos y las «tierras raras», cobra cada vez más importancia en la disputa norteamericana con China. 

Durante la gestión de Trump hubo una progresiva agudización de ese conflicto. Las tensiones en América Latina giran en torno a la infraestructura, especialmente en materia energética. Se destaca la creciente influencia del país asiático en Centroamérica y el Caribe. 

La «amenaza rusa», por otra parte, es ante todo una fabricación del establishment demócrata, aunque Trump también mantuvo cierta hostilidad frente ese país. Rusia, por defender la multipolaridad y resistir las agresiones militares norteamericanas, tiene coincidencias diplomáticas con Latinoamérica, especialmente con los gobiernos progresistas. No obstante, los autores aseguran que, en el balance general, «EE. UU. es más una amenaza para la seguridad de Rusia que Rusia una amenaza para la seguridad estadounidense». 

«Bidenperialismo»

Como señala García, las políticas más denunciadas de Trump —la construcción del muro fronterizo o la separación, encarcelación y judicialización de familias migrantes— tienen antecedentes en los gobiernos anteriores. Y pocos políticos encarnan el proyecto imperialista bipartidario al nivel que lo hace Joe Biden.

En Latinoamérica, Biden ostenta un extenso récord en el apoyo a políticas de libre comercio, militarización y criminalización de la migración. Como senador, votó a favor del TLC con México de 1994 y de las notorias reformas reaccionarias antimigrantes de 1996. Se contó entre los autores originales del Plan Colombia del año 2000. Como vicepresidente, fue protagonista de la creación de CARSI en Centroamérica en 2008 y promovió la Alianza para la Prosperidad como un Plan Colombia para Centroamérica en 2015.

Hoy, Biden ha revivido esa propuesta en la forma de un paquete de cooperación de $4 mil millones para «prevenir la migración» centroamericana. El plan prioriza la inversión privada así como la capacitación de policías y fiscales y una mayor presencia de oficiales del Departamento de Justicia y del Tesoro en las embajadas en el nombre del estado de derecho y el combate a la corrupción. 

Tal como Trump representó un cambio más discursivo que material en la práctica imperialista norteamericana, Biden ofrece un retorno retórico a lo que Romano califica como «la doble moral liberal o neoliberal, […] los relatos sobre gobernabilidad, transparencia, eficiencia y buenas prácticas». Ya está ensamblando su gabinete, protagonizado por veteranos del gobierno de Obama, lobbistas del sector privado y profesionales de los think tanks. 

Más allá de eventuales diferencias discursivas, las crisis económica, ecológica y geopolítica que enfrentará Biden es la misma que desafió a Trump. En su desesperación de restaurar la hegemonía norteamericana global, los demócratas podrían adoptar posturas aún más agresivas (especialmente, frente China y Rusia). El partido de Biden lamenta que Trump haya debilitado al poder, el liderazgo y la legitimidad estadounidense frente al mundo, y promete un ejercicio imperial más eficaz y efectivo. 

Hay razones para esperar que Biden abandone las políticas más aberrantes de Trump en materia migratoria y ambiental. También para creer que recuperará algunos canales diplomáticos, y que adoptará un tono más civil en sus relaciones internacionales. Pero el gobierno de Biden no será más que un tercer gobierno de Obama. La maquinaria imperialista norteamericana seguirá desestabilizando a los gobiernos inconvenientes, y el gran capital al que defiende seguirá explotando al trabajo y los territorios latinoamericanos. 

De un «imperialismo recargado», volveremos a un imperialismo (neo)liberal. America is back, lema que tuiteó Biden recientemente, no es más que una reformulación del Make America Great Again de Trump.

[*] Silvina Romano (Comp.) Trumperialismo. La guerra permanente contra América Latina. CELAG, Colección Política y hegemonía, Mármol izquierdo ediciones, 2020. Disponible aquí.

 

 

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Publicado en Artículos, Estados Unidos, homeIzq and Políticas

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