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Dos mujeres durante la cuarentena en el techo de su casa en el campo de refugiados de Jabalia el 28 de agosto de 2020 en la ciudad de Gaza. (Foto: Fatima Shbair / Getty Images)

Un camino a ninguna parte

Traducción: Valentín Huarte

Dos décadas después de que caducaron el proceso de paz entre el Camp David y la cumbre de Taba, mucha gente recuerda con nostalgia los Acuerdos de Oslo entre Israel y la OLP. Pero el historiador Ilan Pappé argumenta que el fracaso de Oslo a la hora de garantizar la soberanía palestina estaba predeterminado.

El 13 de septiembre de 1993, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y el gobierno israelí anunciaron la firma de los Acuerdos de Oslo con bombos y platillos. El acuerdo fue el invento de un grupo israelita que formaba parte del think tank Mashov, dirigido por el entonces ministro de Asuntos Exteriores Yossi Beilin.

Su supuesto era que una convergencia de factores había generado una oportunidad histórica para imponer una solución. Entre estos factores se contaban, por un lado, el triunfo del Partido Laborista Israelí en las elecciones de 1992 y, por otro, la drástica erosión de la posición internacional de la OLP luego del apoyo de Yasser Arafat a la invasión de Saddam Hussein en Kuwait. 

Los arquitectos de los acuerdos asumieron que el pueblo palestino ya no estaba en posición de resistirse a los dictados de Israel, que representaban lo máximo que el Estado judío estaba dispuesto a conceder en aquel momento. Lo mejor que pudieron ofrecer quienes representaban al «campo de la paz» israelí fueron dos bantustanes —una reducida Ribera Occidental y un enclave en la Franja de Gaza— que gozarían de la categoría de Estado en términos simbólicos pero permanecerían, en la práctica, bajo control israelí.

Además, este acuerdo debería ser declarado como el fin del conflicto. Todas las demás demandas, tales como el derecho de retorno de las personas palestinas refugiadas o los cambios en el estatuto de la minoría palestina al interior de Israel, fueron suprimidas de la agenda de la «paz».

Una receta para el desastre

Este decreto era una nueva versión de las viejas ideas israelitas que habían dado forma al denominado «proceso de paz» de 1967. La primera fue la denominada «alternativa jordana», que implicaba repartir —geográfica o administrativamente— el control sobre los territorios ocupados entre Israel y Jordania. El movimiento obrero israelí apoyó esta política. La segunda fue la idea de una autonomía palestina limitada en estos territorios, que estuvo en el centro de las conversaciones para la paz con Egipto a fines de los años setenta.

Todas estas ideas —la alternativa jordana, la autonomía palestina y la fórmula de Oslo— tenían una cosa en común: proponían dividir la Ribera Occidental entre áreas palestinas y judías, con el objetivo de integrar la parte judía a Israel en el futuro, manteniendo la Franja de Gaza como un enclave conectado a la Ribera Occidental por un puente terrestre controlado por Israel.

Oslo difería de las iniciativas anteriores en muchos sentidos. El más importante era que la OLP se asoció a Israel en esta receta para el desastre. Sin embargo, debe darse crédito a la organización por no haber aceptado, hasta el día de hoy, los Acuerdos de Oslo como un proceso terminado.

Su participación, y el reconocimiento internacional que recibió, fue el aspecto positivo (o al menos potencialmente positivo) de Oslo. El aspecto negativo de la participación de la OLP fue el hecho de que la política unilateral de progresiva anexión territorial y división de los territorios ocupados gozó entonces de la legitimidad de un acuerdo que las autoridades de la OLP habían firmado.

Otra diferencia fue el compromiso de un equipo académico supuestamente profesional y neutral cuya actuación facilitaría los acuerdos. La fundación noruega FAFO estuvo a cargo de la campaña de mediación. Adoptó una metodología que fue muy ventajosa para el lado de Israel y desastrosa para el pueblo palestino.

Fundamentalmente, se trataba de definir lo mejor que la parte más fuerte estaba dispuesta a ofrecer, y luego intentar coaccionar a la parte más débil para que lo aceptara. No había ninguna posibilidad de que la parte definida como débil pudiese actuar. Todo el proceso se convirtió en una imposición.

Un trago amargo

Hemos estado ahí antes. La Comisión Especial de las Naciones Unidas para Palestina (UNSCOP, por sus siglas en inglés) adoptó un enfoque similar durante los años 1947-1948. El resultado fue catastrófico. La población palestina, que era autóctona del lugar y mayoría en el territorio, no tuvo ninguna influencia en la solución propuesta. Cuando la rechazaron, las Naciones Unidas ignoraron su posición. El movimiento sionista y sus aliados impusieron la división por la fuerza.

Cuando se firmó Oslo I, el primer conjunto de acuerdos mayormente simbólicos, la falta desastrosa de cualquier aporte palestino no salió a la luz inmediatamente. Estos acuerdos incluían no solo el reconocimiento mutuo entre Israel y la OLP, sino también el retorno de Yasser Arafat y de la conducción de la OLP a Palestina. Esta parte del acuerdo creó una euforia comprensible en una parte de la población palestina, dado que disimulaba el objetivo real de Oslo.

Este trago amargo un poco edulcorado rápidamente hizo sentir su verdadera naturaleza con el siguiente conjunto de acuerdos, implementados en 1995 y conocidos como los Acuerdos de Oslo II. Fueron difíciles de aceptar hasta para el debilitado Arafat, y el presidente egipcio Hosni Mubarak literalmente lo forzó a firmar el pacto frente a las cámaras de todo el mundo.  

Una vez más, como en 1947, la comunidad internacional implementó una «solución» que servía a las necesidades y a la visión ideológica de Israel, ignorando completamente los derechos y las aspiraciones de palestina. Y, una vez más, el principio subyacente de la «solución» fue la división.

En 1947, se le ofreció el 56% de Palestina al movimiento colonizador sionista y este tomó el 78% por la fuerza. Los Acuerdos de Oslo II brindaban a Israel otro 12% de la Palestina histórica, consolidando el estatus más grande de Israel sobre el 90% del país y creando dos bantustanes en el resto del área.

En 1947, la propuesta fue partir Palestina entre un Estado árabe y uno judío. La narrativa hilada por Israel, la FAFO y los agentes internacionales involucrados en la mediación de Oslo fue que el pueblo palestino había perdido una oportunidad para gozar de su Estado dada la posición irresponsable y reaccionaria que había adoptado en 1947. Por lo tanto, se les ofrecía esta vez, de forma didáctica, un espacio mucho más pequeño y una entidad política degradada (que no puede considerarse un Estado sin importar desde donde se lo mire).

La geografía del desastre

Los Acuerdos de Oslo II crearon una geografía del desastre que permitió que Israel anexara todavía más territorio de la Palestina histórica encerrando al pueblo palestino entre dos bantustanes; o, para ponerlo en otros términos, dividiendo la Ribera Occidental y la Franja de Gaza entre áreas palestinas y judías.

El área A bajo el mando directo de la Autoridad Nacional Palestina (ANP, que se asemeja a la categoría de Estado pero no tiene ninguno de sus poderes); el área B bajo el mando compartido de Israel y de la ANP (pero que en realidad está bajo el mando de Israel); el área C bajo el mando exclusivo de Israel. En la actualidad, la zona está siendo anexada de facto a Israel.

Los medios para alcanzar esta anexión han incluido el hostigamiento militar y colonial sobre las poblaciones palestinas (obligando a mucha gente a abandonar sus hogares), la declaración de amplios territorios como campos de entrenamiento militar o «pulmones verdes» ecológicos de los cuales el pueblo palestino está excluido y, finalmente, las transformaciones constantes de la legislación sobre la tierra, para tomar más tierra para nuevos asentamientos o para expandir los más viejos.

Para el momento en que Arafat llegó al Camp David en 2000, el mapa de Oslo se había desplegado con claridad y, en muchos sentidos, había iniciado un proceso irreversible. La principal característica de la cartografía posterior a Oslo fue la bantustanización de la Ribera Occidental y de la Franja de Gaza, la anexión oficial del área más grande de Jerusalén y la separación física del norte y del sur de la Ribera Occidental.

Había otras que no eran menos importantes: la desaparición del derecho de retorno de la agenda de «paz» y la continua judaización de la vida palestina al interior de Israel (mediante expropiación de tierras, el estrangulamiento de poblados y ciudades, el mantenimiento de asentamientos y ciudades exclusivos para personas judías y la aprobación de una serie de leyes que institucionalizaron a Israel como un Estado de apartheid).

Más adelante, cuando se probó que era demasiado costoso sostener la presencia colonial en medio de la Franja de Gaza, las autoridades de Israel revisaron el mapa y la lógica de Oslo para incluir un nuevo método: imponer el asedio terrestre y el bloqueo marítimo de Gaza, dado su rechazo a convertirse en otra Área A bajo el gobierno de la ANP.

Después de Rabin

La geografía del desastre, de forma similar a lo que sucedió en 1948, fue el resultado de un plan de pacificación. Desde 1995, a partir de la firma de los Acuerdos de Oslo II, más de seiscientos puntos de control han privado a las personas de los territorios ocupados de su libertad de circulación entre los pueblos y las ciudades (y entre la Franja de Gaza y la Ribera Occidental). La vida en las Áreas A y B fue administrada por la Administración Civil, un equipo cuasi militar dispuesto a brindar permisos solo a cambio de una colaboración plena con los servicios de seguridad.

Los ocupantes siguieron atacando al pueblo palestino y expropiando sus tierras. El ejército israelí, con sus unidades especiales, siguió entrando a voluntad al Área A y a la Franja de Gaza, arrestando, hiriendo y matando a las personas palestinas. También prosiguieron bajo el «acuerdo de paz» los castigos colectivos mediante la demolición de hogares, los toques de queda y el cierre de territorios.

Poco tiempo después de que se firmaron los Acuerdos de Oslo II, en noviembre de 1995, el primer ministro de Israel Yitzhak Rabin fue asesinado. Nunca sabremos si tenía la voluntad –o si hubiese sido capaz– de avanzar en un sentido más positivo. Los que lo sucedieron hasta el año 2000, Shimon Peres, Benjamin Netanyahu y Ehud Barak, le dieron su completo apoyo a la política de transformar la Ribera Occidental y la Franja de Gaza en dos megaprisiones, en las cuales la circulación, la actividad económica, la vida cotidiana y la supervivencia dependen totalmente de la buena voluntad de Israel, que en general es escasa.

Las autoridades palestinas bajo el liderazgo de Yasser Arafat soportaron estos tragos amargos por varios motivos. Era difícil abandonar el semblante del poder presidencial, cierto sentido de independencia en algunos aspectos de la vida y, sobre todo, la creencia ingenua de que esto era un estado de cosas pasajero, que sería reemplazado por un acuerdo final que garantizaría la soberanía palestina (aunque debe notarse que estas autoridades firmaron un acuerdo que no menciona, en ningún documento oficial, el establecimiento de un Estado palestino independiente).

El espejismo del Camp David

Por un breve momento en 1999, pareció que el optimismo tenía algún fundamento. Al gobierno de derecha de Benjamin Netanyahu le siguió uno encabezado por el líder laborista Ehud Barak. Barak declaró su compromiso con el acuerdo y su voluntad para terminar de implementarlo. Sin embargo, luego de perder rápidamente la mayoría en el Knéset, él junto al presidente de los EE. UU., Bill Clinton –envuelto en ese momento en el escándalo Lewinsky–, precipitó a Yasser Arafat hacia una cumbre caprichosa durante el verano de 2000.

El gobierno israelí reclutó a un gran número especialistas y preparó montañas de documentos con un único objetivo en mente: imponer la interpretación de Israel de un acuerdo final con Arafat. De acuerdo con sus especialistas, el fin del conflicto implicaría la anexión de grandes asentamientos a Israel, una capital palestina en la ciudad de Abu Dis y un Estado desmilitarizado, sujeto al control y a la dirección de Israel en cuestiones de seguridad. El acuerdo final no incluyó ninguna referencia seria al derecho de retorno, y por supuesto –como sucedió con los Acuerdos de Oslo–  ignoró totalmente a las personas palestinas que vivían en Israel.

El lado palestino reclutó al Instituto Adam Smith de Londres para que lo ayudara en la preparación de esta apresurada cumbre. Produjeron algunos escasos documentos, que en cualquier caso no fueron considerados como algo relevante por Barak ni por Clinton. Estos dos caballeros estaban en un apuro para concluir el proceso en dos semanas, completamente en beneficio de su propia supervivencia política.

Ambos necesitaban un logro rápido del cual presumir (puede pensarse aquí en la catastrófica gestión que Donald Trump hizo de la pandemia de COVID-19 y la paz de Israel con los Emiratos Árabes Unidos, vendida como un gran triunfo de su gobierno). Dado que el tiempo apremiaba, dedicaron las dos semanas a ejercer una enorme presión sobre Arafat para que firme un acuerdo preparado de antemano en Israel.

Arafat alegó que necesitaba una conquista palpable para mostrar a su regreso a Ramala. Esperaba poder anunciar, al menos, la detención de los asentamientos y/o el reconocimiento del derecho de la ALP a Jerusalén, y tal vez algún tipo de comprensión por principio de la importancia del derecho de retorno para el lado palestino. Barak y Clinton ignoraron completamente su situación. Antes de que Arafat partiera hacia Palestina, los dos líderes lo acusaron de ser un belicista.

La Segunda Intifada

Luego de su regreso, Arafat –tal como informó luego el senador George Mitchell– fue muy pasivo y no planeó ningún movimiento drástico como un levantamiento. Los servicios de seguridad de Israel informaron a sus jefes políticos que Arafat estaba haciendo todo lo que podía para pacificar a la parte más militante de Fatah, y que todavía esperaba poder encontrar una solución diplomática.

Quienes rodeaban a Arafat sintieron que habían sido traicionados. Había una atmósfera de impotencia hasta que el líder de la oposición de Israel, Ariel Sharon, hizo una visita a la Explanada de las Mezquitas (Haram esh-Sharif). El comportamiento de Sharon disparó una ola de manifestaciones, a las que el ejército de Israel respondió con especial brutalidad. El ejército había sido humillado recientemente en manos del movimiento Hezbollah del Líbano, que forzó a las Fuerzas de Defensa de Israel a retirarse del sur del Líbano, erosionando de esta manera su poder de disuasión.

La policía palestina decidió que no podía resistir, y el levantamiento se militarizó. Se extendió hacia Israel, en donde una policía racista y con el gatillo fácil mostró con gran satisfacción la tranquilidad con la que podía asesinar a manifestantes que tenían la ciudadanía del Estado de Israel.

El intento de algunos grupos palestinos como Fatah y Hamas de responder con atentados suicidas y las represalias de Israel –que terminaron con la infame operación «Escudo Defensivo» de 2002– llevaron a la destrucción de pueblos y ciudades, y a más expropiaciones de tierra por parte de Israel. Otra respuesta fue la construcción de un muro de tipo apartheid que separaba al pueblo palestino de sus negocios, campos y centros de actividad cotidiana.

Israel ocupó de nuevo efectivamente la Ribera Occidental y la Franja de Gaza. En 2007, se restauró el mapa A, B y C de la Ribera Occidental. Luego de que Israel se retirara de Gaza, Hamas tomó el poder y el territorio estuvo, desde entonces, sujeto a un asedio que continúa en la actualidad.

Desde las cenizas

Algunas figuras políticas están convencidas de que han quebrado el espíritu palestino. Precisamente veintisiete años después de que se firmaron los Acuerdos de Oslo, la Casa Blanca fue sede de una nueva ceremonia a favor de los Acuerdos de Abraham, un acuerdo para la paz y la normalización entre Israel y dos Estados árabes, los Emiratos Árabes y Baréin.

Los principales medios de EE. UU. e Israel aseguran que este es el último clavo del ataúd de la tenacidad palestina. Piensan que la AP se verá obligada a aceptar cualquier cosa que Israel le ofrezca, dado que no hay nadie que pueda ayudarla en el caso de que rechace la propuesta.

Pero la sociedad palestina es una de las más jóvenes y educadas de todo el mundo. El movimiento nacional palestino resurgió de las cenizas del Nakba y podría hacerlo de nuevo. No importa cuan poderoso sea el ejército israelí y no importa cuántos más Estados árabes firmen tratados de paz con Israel, el Estado judío seguirá existiendo con millones de personas palestinas bajo su control en el marco de un régimen de apartheid.

El fracaso de Camp David en 2000 no fue la conclusión de un proceso de pacificación genuino. Nunca hubo un proceso verdadero en este sentido desde que el movimiento sionista llegó a Palestina a fines del siglo XIX; se trató, en cambio, del establecimiento oficial de la república del apartheid de Israel. Resta saber por cuánto tiempo el mundo estará dispuesto a aceptarla como legítima y viable, o si aceptará que la desionización de Israel, con la creación de un Estado democrático único que albergue a toda la Palestina histórica, es la única solución viable a este problema.

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