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La posibilidad de seguir maravillándonos

Traducción: Valentín Huarte

Maradona fue y será mucho más que el más grande de los jugadores de la historia del fútbol, mucho más que un rebelde que siempre estuvo del lado de los últimos de la tierra.

La última transformación de la gran obra ha concluido, la sustancia perdió su forma y se volvió impalpable: el pibe de oro se transformó en una lágrima de oro. La materia prima circunscrita en una zurda encantada ha sido liberada en el agua que está en todas partes y que todo lo rodea. Siempre seremos el Diego. Estará a nuestro alrededor, estará dentro nuestro. En este maldito año dos mil veinte, donde ni siquiera es posible culpar al amor por la miseria del mundo, solo podemos llorar lágrimas de oro. Porque el Diego fue y será mucho más que el más grande de los jugadores de la historia del fútbol, mucho más que un rebelde que siempre estuvo del lado de los últimos de la tierra. Era la hipótesis de todo lo que podía ser y la posibilidad de seguir maravillándonos.

Las fotografías son tantas, son demasiadas, son infinitas. Forman parte de esa obra de arte en la que nos reconocemos, esa obra de la cual somos autores en conjunto. El Diego es una colectividad, es una multitud.

Son los siete toques y la pelota lanzada al cielo el 5 de julio de 1984, cuando frente a ochenta mil personas apretadas en el estadio San Paolo se presentó en el Napoli. La revelación como anuncio de la revolución. Y el abrazo todavía joven con Fidel Castro, el símbolo de la gran revuelta de América Latina. La elección del corazón prima sobre la del campo, prima la voluntad de tomar partido por los últimos de la tierra en contra de los dueños del mundo. Y del fútbol. Es la falta de Andoni Goikoetxea en el Camp Nou de Barcelona el 24 de septiembre de 1983, que le quebró el tobillo al argentino. Es el tiro libre de adentro del área, que entra al ángulo el 5 de noviembre de 1985 en el partido ganado 1-0 contra la Juventus. Como el abejorro, que según las leyes de la física no puede volar pero como no lo sabe se lanza al aire, la pelota no habría podido entrar al arco pero nadie lo sabía. Y entonces entró. Es el gol más bello de todos, por su destreza técnica y por su dificultad balística.

Es el “hijos de puta” gritado frente a las cámaras el 8 de julio de 1990 en el Estado Olímpico de Roma. Es su grito de guerra, su grito de dolor, está dirigido a la hinchada italiana que abuchea el himno nacional cuando empieza la final de la Copa del Mundo entre Argentina y Alemania, está dirigido a las altas esferas de la FIFA que le arrebataron una final, a una humanidad famélica que comienza a destrozarlo. Además de los políticos y los cantantes, de los personajes equívocos y de las amistades inestables, siempre es fácil juzgar a los otros. Al Diego nos lo devoramos, queríamos un poco, reclamábamos un pedazo. Y él nunca dijo que no. Ese grito de dolor, esa súplica para que nos preste atención, resuena todavía hoy en las paredes del Estadio Olímpico de Roma. Vacío para siempre desde aquel día.

Son los ojos que ríen cuando alza la Copa del Mundo el 29 de junio de 1986, después de llevar al triunfo a sus compañeros en el Estadio Azteca de la Ciudad de México. Los ojos ausentes que algunos años después se fijan en un punto indefinido en una fiesta de Navidad con el equipo del Napoli, con Careca a su lado, inmortalizados durante un tiempo que parece infinito en el espléndido documental de Asif Kapadia. Ojos apagados, inmóviles, confundidos, mientras la gente a su alrededor se amontona para arrancarle un pedazo de divinidad y comérsela. Son los ojos incrédulos del niño enamorado que persigue la pelota en Villa Fiorito, barrio carenciado de la periferia sur de Buenos Aires, sin agua, sin electricidad ni teléfono, son los ojos endemoniados con los que corre hacia la cámara después de marcar el gol contra Grecia el 21 de junio de 1994. Jugó, ganó, meó, perdió, escribió un poeta.

Criatura mitológica, demiurgo que tuvo que mediar entre la ferocidad de los hombres y la miseria de los dioses, el Diego es simplemente humano. Traicionó a su primer amor y traicionó al niño nacido de esa traición, se traicionó a sí mismo para no traicionar a su público, al que por fuerza debía darle felicidad. Y nosotros, público infame, queremos siempre un pedazo más de felicidad, a costa de arrancárnosla los unos a los otros, a costa de devorarla y dejar atrás unos restos miserables. El Diego se dejó agarrar, se entregó a nosotros porque él era nosotros y nosotros podíamos ser él. Con generosidad, con grandeza. El diez se dejó destrozar por los hombres por amor a los hombres, porque la revuelta siempre es un acto de amor.

Contra todo moralismo y rehuyendo cualquier manierismo, el Diego no fue un talento divino al servicio de lo humano. Corrió y entrenó, sufrió y se levantó, construyó con disciplina un cuerpo y una mente que le permitieron resistirse al asalto de los defensores y abandonarse al placer de los vicios. Simplemente hacía lo suyo, cuando quería y cuando podía, cuando lo obligábamos y cuando lo adorábamos. Nos restregó en la cara sus tapados y sus cigarros, su dinero y su intolerancia, con la misma gracia y ternura con la que nos mostraba tímidamente su tatuaje del Che Guevara y su solidaridad con la revolución bolivariana. Con la misma humildad y respeto con la que conoció y apoyó a las Abuelas de Plaza de Mayo, a las madres que en su sonrisa infantil podían ver reflejados a los hijos que les arrancó la dictadura.

Las fotografías son tantas, son demasiadas, son infinitas. Son instantáneas que no se pueden guardar, son momentos a los cuales solo nos quedamos pegados. Al Diego no se lo narra, se lo percibe. El Diego es un culto pagano, es un rito colectivo.

El Diego es la foto que se puede replicar al infinito y desde cualquier ángulo, sacada el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca de la Ciudad de México, en medio de la tarde, cinco minutos después de haber marcado un gol con ese puño cerrado con el que reivindica el derecho a habitar la tierra expropiada del poder colonial, sea una isla, una montaña, un continente o el mundo entero. Porque el Diego nunca se vistió de frac como Pelé, ni ocupó altos cargos como Platini. El Diego salió a la calle contra los tratados de libre comercio, insultó a los presidentes de los Estados Unidos que hacían la guerra y peleó contra un Papa que predicaba la pobreza y se rodeaba de lujos.

Es el partido entre Argentina e Inglaterra, cinco minutos después de la mano de dios, el puño levantado al cielo en ese estadio que algunos dicen que se construyó vertiendo toneladas de concreto sobre un inmenso cementerio indígena, de pueblos orgullosos como el Maya y el Azteca, masacrados por el hombre blanco. Cinco minutos después, el Diego recibe la pelota en su campo y empieza a bailar. Es una danza fuera de tiempo, improvisada, incoherente. Es una danza cuyo ritmo se escande al ritmo del tambor de la reconquista y cuyo recorrido está marcado por la sangre de los indígenas sepultados bajo el rectángulo verde. El Diego sigue una línea temporal mística que atraviesa la tierra y que lo guía en el camino de los hombres, avanza con paso firme entre los adversarios como si fuesen sepulturas, siguiendo la ruta marcada por los indígenas que lo guían desde las entrañas de la tierra, toca la pelota once veces, supera a cinco adversarios, recorre todo el campo a una velocidad loca y ralentizada, y mete la pelota en el arco.

Es la toma de uno de los miles de fotógrafos amontonados frente al ingreso del área de terapia intensiva de algún hospital de Buenos Aires, el 13 de abril de 2007. Es una de las miles de hospitalizaciones de emergencia a las que fue sometido el Diego después de dejar de jugar a la pelota. Hinchado, gordo, pálido, hipertenso. Es el conjunto azul con el que entrena, corre, se estira y flexiona frente a la mirada incrédula de los transeúntes y de los autos de un estacionamiento de Acerra, un pueblo de la periferia de Nápoles, algún día de diciembre de 1984. Un poco más allá se juega un picadito para recaudar dinero para ayudar a un niño que debe afrontar una operación difícil. El Diego se presenta, juega. Al niño lo operan, sobrevive. Jugó y ganamos, lo hicieron mear y perdimos.

Arruinado por su generosidad, víctima de sus contradicciones humanas y de nuestra devoción celestial. Cada vez que el Diego se arrancaba un pedazo de felicidad para dárnosla, lo consumíamos con desesperación, sin darnos cuenta que él era nosotros y que la felicidad era ya nuestra: estaba dentro nuestro. El Diego se lleva con él todas sus posibles contradicciones para que solo nos quede la dulce belleza, la gracia infinita. Y ahora que el Diego no está más, nos sentimos todos un poco más solos y tristes. Pero de repente nos circunda un calor ancestral y nos damos cuenta de que todavía está aquí, a nuestro alrededor, en nuestras lágrimas. Y volvemos a reírnos y a maravillarnos. El Diego es una hipótesis, una posibilidad. El Diego es un camino que solo podemos recorrer. Entonces es tiempo de ponerse nuevamente en marcha, calle abajo, llorando lágrimas de oro.

 


[*] Publicado originalmente en Jacobin Italia.

 

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