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Luis Arce con una campera de Tupac Katari. (Gentileza C. Walker)

Memorias de la Rebelión

Con el triunfo del MAS y el retorno de Evo Morales a Bolivia, las referencias a Túpac Amaru y Túpac Katari estuvieron a la orden del día. Pero, ¿de qué se trataron los levantamientos que encabezaron? ¿Cuál fue su significado, su impacto, como para seguir siendo invocados tanto tiempo después?

«Volveré y seré millones» fue una de las frases más extendidas en las redes sociales para saludar el retorno de Evo y Álvaro a Bolivia. Y no es para menos: las referencias a Túpac Amaru, Túpac Katari y las rebeliones andinas de 1780 son una constante entre un pueblo boliviano que lleva 500 años luchando y todavía no da muestra alguna de cansancio. Incluso el flamante presidente Luis Arce hizo referencia, durante la campaña electoral, al líder indígena asesinado hace casi doscientos cuarenta años, llevando una imagen suya bordada en la espalda de su campera.

Pero, ¿de qué se trataron las rebeliones andinas? ¿Cuál fue su significado, su impacto, como para seguir siendo invocadas tanto tiempo después? Lo cierto es que las últimas décadas del dominio colonial español en América han sido con frecuencia objeto de debate. Y es que se trata de uno de aquellos momentos en la historia en los que el tiempo parece acelerarse.

En poco más de cincuenta años, la región fue testigo de la más ambiciosa empresa de reforma política y económica jamás lanzada por la Corona, desesperada por recuperar posiciones en un cambiante sistema europeo que relegaba al otrora imponente Imperio Ibérico a una progresiva marginalidad. Al mismo tiempo, esta ambiciosa iniciativa peninsular se vio obstaculizada –particularmente en la región andina— por el más extendido y contundente cuestionamiento al orden imperante: una insurrección generalizada, extendida tanto geográfica como socialmente que, en sus versiones más radicalizadas, llegó a resquebrajar las bases mismas del dominio colonial.

Finalmente, por si fuera poco, este período que inicia con el ascenso de los Borbones a la Corona española y el consecuente reordenamiento integral del sistema imperial, cierra con la invasión napoleónica a España y las guerras de independencia americanas, proceso conjugado que tuvo como resultado la pérdida de la gran mayoría de las posesiones españolas en América.

Sin embargo, las últimas décadas del dominio colonial no pueden explicarse solo a través de estos tres grandes procesos. Entre el fin de la denominada «Gran Rebelión» (1780–1782) y las guerras de independencia (digamos, de 1821 a 1824), esto es, entre un período atravesado por una serie de levantamientos eminentemente indígenas y mestizos cuyo denominador común fue el cuestionamiento de la noción de inferioridad racial –fundamento último del dominio colonial— y una etapa signada por disputas al interior de las élites y la prefiguración de un Estado independiente de carácter excluyente y elitista, existe un período clave que es necesario explicar.

Los últimos cuarenta años de colonialismo se presentan como una fase cargada de contradicciones, producto de los intentos por parte del Estado borbónico de reconstruir el orden social quebrado y los efectos ambiguos que acarrearon tales tentativas.

La tragedia del éxito

A mediados del siglo XVIII, la posición progresivamente marginal en la que iba cayendo España en una geopolítica europea determinada por el ascenso constante de una Inglaterra en vías de revolución industrial resultaba evidente para propios y extraños. Que el resurgimiento de las potencias ibéricas tenía por precondición un control más completo y seguro de la economía de sus colonias parecía una conclusión irrefutable, y esa será la tarea que asumirán los reformistas borbónicos desde su ascenso al trono. El fin inmediato que perseguían los Borbones, imbuidos en los conflictos bélicos europeos, consistía en reorganizar el sistema tributario en pos de incrementar los ingresos fiscales de la Corona.

Sin embargo, para cumplir tal objetivo se imponían una serie de transformaciones complementarias, tanto en el plano mercantil como en el social y, principalmente, en el administrativo. El diagnóstico que se hacía en la metrópoli era que en las Indias imperaba la corrupción y el control (y usufructo en provecho propio) de las élites locales sobre el aparato institucional. De esta manera, la solución consistía en alejar a aquellos sectores de la administración colonial reemplazándolos con burócratas peninsulares, a quienes se percibía como «funcionarios fieles que cumplirían sin titubeos las medidas ordenadas».

Mucho se ha discutido acerca de las consecuencias y los alcances de estas reformas. Lo importante, en todo caso, es que sus resultados resultaron contradictorios: fueron precisamente los mecanismos dispuestos por la Corona para incrementar la recaudación (exitosos, puesto que la recaudación fiscal efectivamente aumentó en el período) los que terminaron por concitar la oposición del conjunto de la sociedad local, uniendo a sectores de la élite criolla con gran parte de las masas indígenas en el rechazo a tales medidas.

A partir de esta coincidencia de intereses se articuló un movimiento insurreccional sin parangón en la historia colonial, ejemplificado tradicionalmente en los levantamientos de Túpac Amaru II y Túpac Katari en 1780–82, pero extendido por el conjunto de la región andina antes y después de esas fechas.

Rebeliones

Al igual que las reformas borbónicas, también las denominadas «rebeliones andinas» son objeto de debates. No solo su caracterización de conjunto está en discusión, sino también la relación y el contraste entre ellas, así como el vínculo establecido entre los líderes y las masas indígenas en uno y otro caso.

Existen quienes, por ejemplo, señalan que buena parte del carácter de ambos movimientos viene determinado por el origen socioeconómico de sus líderes, diferente en el caso de Túpac Amaru (perteneciente a la élite indígena, descendiente inca) que en el de Katari (de origen más humilde, sin una red de relaciones clientelares que explotar ni una legitimidad inherente a su posición social sobre la que apoyarse). Otros estudios han hecho hincapié en que el cuestionamiento de los cacicazgos en La Paz provoca que el movimiento allí ostente un carácter más igualitario, en el que el antagonismo principal gira en torno a la oposición comunidades–élites, imprimiendo un sesgo más clasista a la disputa  –a diferencia del Cusco, donde estaba establecido entre élites criollas y peninsulares—.

Las principales lecturas pueden sistematizarse en torno a tres acercamientos diferentes: aquellas que las interpretan en tanto proyectos revitalistas incas, las que lo hacen en tanto formas masivas aunque tradicionales de negociación política y las que las ven como antecedentes clave de las posteriores guerras de independencia.

La primera interpretación presenta estos movimientos como un esfuerzo por resucitar el Imperio Inca. No obstante, si bien el mesianismo inca representó un factor importante en la composición ideológica de los levantamientos, no constituye un elemento suficiente para explicarlos. Además, la idea de un Imperio Inca restaurado tenía un significado distinto entre los diferentes sectores sociales, por lo que se dificulta señalarlo como un denominador común.

La segunda interpretación ubica al movimiento de Túpac Amaru en el marco de la disputa del poder dentro de los límites tradicionales, como un intento por parte de los sectores sublevados de renegociar los términos del colonialismo. Funda su argumento en el recurso extendido por parte de los líderes comunarios a legitimar el levantamiento en la fidelidad al monarca, presentando el conflicto como una lucha contra el «mal gobierno» local. Sin embargo, el contenido de las rebeliones no puede analizarse solo en base al discurso de sus líderes, sino que también se deben contemplar las acciones emprendidas por los movimientos y su capacidad para expandirse rápidamente, factores ambos que apuntan hacia una comprensión en tanto fenómenos que exceden el ámbito de lo local.

La tercera interpretación, finalmente, ve en los movimientos insurreccionales –y en particular en el dirigido por Túpac Amaru II— un antecedente de masas de lo que sería el posterior derrocamiento de los españoles y la construcción por parte de las élites criollas de Estados nación independientes. Pero esta lectura pasa por alto una cuestión fundamental: la relación problemática entre estos levantamientos y las guerras independentistas. Y es que buena parte del carácter excluyente del Estado prefigurado por las élites hacia las primeras décadas del siglo XIX encuentra explicación en el temor que inspiró en ellas la potencialidad revolucionaria de las masas indígenas movilizadas en las rebeliones.

Así, esta «era de la insurrección andina» encuentra límites precisos: la imposibilidad de esa coincidencia de intereses entre élites y comunidades para trascender el plano coyuntural y opositor y erigir un proyecto alternativo al sistema de dominación colonial. Y es que las dos fuerzas que componían el movimiento rebelde eran potencialmente antagónicas: los anhelos de un proyecto nacional propugnados por la aristocracia indígena y el proyecto de clase que emergía de la práctica misma de los levantamientos.

Fue esa contradicción interna inherente a los movimientos insurreccionales el obstáculo que explica, en gran medida, su fracaso. Lejos de simbolizar el inicio de una larga batalla contra el dominio español, las guerras por la independencia en el Perú del siglo XIX encarnarían un movimiento diferente, con unos objetivos y una composición social diferente a los levantamientos del siglo anterior.

Donde hubo fuego, cenizas quedan

Ahora bien, entre un período de insurrección de carácter fundamentalmente anticolonial y fuerte participación indígena y unas guerras de independencia eminentemente elitistas, que configuran un Estado excluyente y mantienen buena parte de las relaciones sociales del período colonial, se abre un paréntesis que es preciso analizar con mayor detenimiento para salvar la relación de continuidad entre un proceso y otro.

Dicho de otra manera, si bien es cierto que para construir la historia de las últimas décadas del dominio español en la región andina los tres procesos señalados más arriba (reformas borbónicas, rebeliones, guerras de independencia) son fundamentales, no menos cierto es que entre el período insurreccional y las guerras de independencia se abre un hiato de alrededor de cuatro décadas signado por los intentos por parte del Estado de reconstruir las relaciones sociales quebradas –o cuanto menos cuestionadas— a partir de la movilización del período anterior.

En las décadas posteriores a la insurrección el Estado colonial no fue capaz de impedir nuevos levantamientos ni de desmantelar la autonomía comunal, así como tampoco pudo aumentar los tributos en la medida que lo hubiese deseado. No hubo una «segunda conquista de los Andes: la derrota de las rebeliones en el campo de batalla resultó ser más sencilla que la implementación de las transformaciones perseguidas por la Corona».

La metrópoli –a través del visitador Areche— creía ver las causas de la insurrección en tres problemas fundamentales: la corrupción y los abusos de los corregidores, el poder y la legitimidad que conservaban los caciques hacia dentro de las comunidades y la pervivencia y reproducción de la cultura andina, expresada en las ideas mesiánicas y de restauración del Inca que habían acompañado los levantamientos.

Se propuso abordar, entonces, los tres problemas mediante medidas específicas. Para la primer cuestión, y como continuación del más amplio proyecto reformista borbónico, se dispuso la implementación del modelo francés de las intendencias. Con ello se buscaba mejorar el control sobre el territorio y racionalizar la administración, reduciendo las anteriores dimensiones inabarcables de las Audiencias a jurisdicciones más acotadas controladas por intendentes. De ellos dependían los subdelegados, que venían a reemplazar a los corregidores, identificados como los principales responsables del descontento social. Al depender de los intendentes y no de la capital virreinal o la Audiencia, estos subdelegados ejercían un poder considerablemente más limitado que sus predecesores.

Por otra parte, el Estado colonial buscó socavar el sistema de solidaridad panandina a través de la puesta en práctica de una represión cultural integral reflejada, por ejemplo, en el llamado a la «extirpación» del quechua y la castellanización de los Andes, la campaña de asimilación religiosa y la proscripción de representaciones y símbolos relacionados al pasado incaico.

El tema de los cacicazgos generó un debate mayor. Con Túpac Amaru en mente, el visitador Areche había alegado que, dada su ascendencia sobre las comunidades, los caciques eran una amenaza. No obstante, visto desde otro ángulo, esta deferencia representaba una razón fundamental para mantener a los caciques en sus puestos, ya que estos constituían un efectivo control sobre las masas indígenas y eran los únicos en condiciones de persuadirlas para aceptar los mandatos imperiales.

A causa de las presiones crecientes por la abolición del cargo, así como también producto de la ambigüedad y la falta de resolución por parte de la Corona para con este punto, la política colonial del período con respecto a los caciques siguió un camino sinuoso. Pero las diferentes estrategias seguidas a este respecto (que, por lo general, implicaron el reemplazo de los caciques «de sangre» por «caciques interinos») no redundaron en un mejor control de la comunidad indígena sino, por el contrario, en un reavivamiento de las tácticas de resistencia, tanto bajo la forma de rebelión organizada como mediante el recurso de las comunidades a los procesos judiciales.

En realidad, el conjunto de las reformas impulsadas por la Corona en el período post insurreccional se caracterizó por una aplicación incompleta de resultados contradictorios. El temor a provocar otro levantamiento a raíz de las medidas implementadas, la distancia que separaba las intenciones de los borbones de su capacidad efectiva de implementación y la ausencia de una base social local que respalde esos intentos reformistas constituyeron las causas principales del fracaso global de la monarquía en su intento de reordenar las relaciones coloniales.

Pese a esto, la Corona tuvo éxito en la represión de las rebeliones y logró, en definitiva, conservar sus posesiones durante casi medio siglo luego de aquel cuestionamiento generalizado. Sin embargo, las comunidades indígenas, a pesar de la represalia real, lograron impedir el avance sobre su autonomía comunal, utilizando el terror del Estado colonial a un nuevo levantamiento como arma para subvertir el orden por medio del sistema legal. Las élites criollas, por su parte, pudieron sobreponerse al ataque que significaba la reforma administrativa y cooptar rápidamente a los funcionarios peninsulares reproduciendo, así, la misma dinámica de corrupción y abusos que había estado en el origen del impulso reformador.

Pero en lo que ninguno de estos tres sectores tuvo éxito fue en la completa imposición de su proyecto sobre el conjunto de la sociedad colonial. Ante el fracaso de la monarquía para reconstruir el orden no existió un proyecto alternativo –andino— capaz de disputar su dominio. Luego de la Gran Rebelión ya no se reeditaría la alianza entre las élites locales y las comunidades indígenas, coalición que había estado en la base de su enorme potencial y su capacidad para poner en cuestión el orden colonial.

El Gran Temor surgido a partir de las insurrecciones no afligió sólo a la Corona, sino también a las élites locales: luego de aquella experiencia, y con el temible modelo que brindaba la experiencia de Haití, confirmarían que la contención de la insurrección indígena constituía una prioridad de primer orden para la conservación de su status político y social, sea en el orden colonial o sea en un nuevo orden republicano independiente.

Se configuraba así una suerte de empate triple, en el que cada sector tenía el poder suficiente para resistir los embates del otro pero no el necesario para imponerse sobre el resto. La ruptura de este «equilibrio inestable» llegaría recién varios años más tarde, producto de la acción conjugada de tres factores: la invasión napoleónica a España, que hirió de muerte la legitimidad de la Corona, las leyes de las Cortes de Cádiz, que otorgaron carácter constitucional al levantamiento de la noción de inferioridad racial y, finalmente, las acciones de los ejércitos libertadores del Río de La Plata y de la Gran Colombia, cuya intervención resultaría decisiva para la subversión definitiva del orden colonial.

Los Estados nacionales erigidos en América Latina a partir del triunfo de las élites criollas hicieron todo lo posible por borrar de la memoria de los pueblos el recuerdo de las rebeliones. Durante un tiempo, lo consiguieron. Pero la memoria popular tiene raíces hondas y bien arraigadas, y la referencia e identificación de los pueblos con aquellas rebeliones sigue en pie. Recuperarlas, identificarse con ellas y llevarlas hoy como bandera no alude, únicamente, al proceso independentista. Representa, sobre todo, la reivindicación de un proyecto que se erige desde abajo, un proyecto popular, indígena, en oposición a la sociedad para pocos, excluyente, que estará siempre en los planes de las élites blancas.

En estas tierras, como señala Charles Walker, Túpac Amaru y Túpac Katari se empeñan en seguir volviendo. Y ser millones.

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Publicado en América Latina, Artículos, Bolivia, Historia, homeIzq, Perú and Sociedad

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