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El diputado y referente de Más País, Íñigo Errejón (Foto: EFE)

Lo que pudimos. Lo que podremos

Íñigo Errejón suma su aporte a esta serie de artículos sobre la experiencia política reciente en el Estado español. Con su texto concluye este dossier pero no se agota el debate, que deberemos recuperar y enriquecer toda vez que intentemos «tomar el cielo por asalto».

Serie: Dossier España

Podemos fue un afortunado ejercicio de imaginación política colectiva. Una experiencia política y electoral generada por un reducido grupo de intelectuales y activistas durante la última crisis económica, política y social en España para, en sus propias palabras, «convertir la mayoría social golpeada en una nueva mayoría política».

Concebido como «una herramienta para la unidad popular y ciudadana», nació, casi accidentalmente, como una candidatura para las elecciones al Parlamento Europeo del 25 de mayo de 2014. Su rapidísimo crecimiento y su aún más desbordante liderazgo en el debate público caracterizaron los dos años más acelerados de la historia política española reciente, consiguiendo recabar apoyos de procedencias sociales e ideológicas muy diversas en torno a un programa de refundación democrática del país, patriotismo progresista y justicia social.

Fue parte de las plataformas municipalistas que se hicieron con los gobiernos de las principales ciudades españolas (Madrid, Barcelona, Zaragoza, Cádiz, A Coruña o Santiago) y llegó a alcanzar los 5 millones de votos, el 21% del sufragio popular, en las elecciones generales de diciembre de 2015.

En la repetición electoral de junio de 2016 Podemos decidió concurrir a las elecciones coaligado con el partido político Izquierda Unida (del que forma parte y dirige el PCE), lo que se saldó con una pérdida conjunta de un millón de votos: Podemos tenía 5, IU 1 y al coaligarse obtuvieron 5 en total. Aquella coalición tuvo, en todo caso, importantes consecuencias políticas más allá de los resultados electorales.

En su II Congreso, Podemos tomó un rumbo que en lo interno se saldó con la conquista de todo el poder de la organización para quienes, provenientes de la izquierda tradicional y habiendo perdido allí las disputas internas, se incorporaron a Podemos atraídos por sus éxitos electorales y la posibilidad de conseguir cargos y recursos, al mismo tiempo que en lo político e ideológico se consagró un giro que lo alejaba de la hipótesis «nacional-popular» de los inicios y su discurso transversal, y (re)ubicaba a Podemos en el espacio identitario de esa izquierda tradicional española de la que provenía su nueva dirección.

Desde entonces, lo que fuese Podemos, hoy Unidos Podemos, no ha dejado de perder apoyos en cada cita electoral, descendiendo hasta la mitad de la confianza popular que un día tuvo, reduciendo de 71 a 35 sus diputados en el Parlamento, y habiendo perdido el liderazgo intelectual de la sociedad española que tuvo cuando marcaba la agenda y los términos del debate público.

Sin embargo, merced a los rendimientos decrecientes de aquellos años de irrupción y hegemonía, Unidos Podemos ha conseguido sentarse en el Gobierno de España como socio minoritario del Partido Socialista Obrero Español –algo que la dirigencia actual dijo que nunca haría por no querer «subalternizarse» y que fue su estandarte en la disputa interna— con Pablo Iglesias como el Vicepresidente Segundo de Pedro Sánchez. En declive político y cultural pero con un importante sostén institucional. Se produce así una cierta paradoja, que marca el escenario político español del tiempos de COVID-19: hay ministros nominalmente más a la izquierda que nunca en los últimos 70 años en España, al mismo tiempo que las posiciones progresistas impugnadoras se encuentran en retroceso cultural y electoral.

En las instituciones pero a la defensiva, tras años cultural y políticamente a la ofensiva. El ciclo destituyente abierto por «los indignados» el 15M de 2011 y catalizado por el Podemos de 2014 parece estar dando paso, como en un movimiento de péndulo, a una restauración de los actores políticos tradicionales, coincidente con el regreso de la polaridad izquierda-derecha, con el peso de la impugnación recayendo en la ofensiva de las derechas radicalizadas y alimentadas de la confrontación territorial.

En el siguiente texto intento explicar de dónde nació y con qué ideas, qué fue de la experiencia Podemos, cuáles fueron sus cambios sustanciales y en qué situación queda hoy el régimen político español tras unos años en los que pareció que todo podía cambiar. Escribo estas páginas advirtiendo, desde el comienzo, que mi análisis es situado y de parte. Como el de todos, pero supongo que el mío especialmente.

Fui fundador de Podemos, director de todas sus campañas electorales hasta 2016, Secretario Político y Portavoz parlamentario de esta formación que es y siempre será parte de mi biografía personal, intelectual y militante. Fui además, posiblemente, la referencia más conocida de lo que en el texto describo como «sector nacional-popular» para identificar a quienes compartimos la hipótesis política del primer Podemos y marcamos su rumbo hasta el año 2016. Hoy, como todas y cada una de las compañeras del núcleo fundador y dirigente de los años 2014-2015, ya no pertenezco a lo que hoy se llama Unidos Podemos.

Sigo militando por la soberanía popular, la libertad y la justicia social, y soy diputado en el Congreso. Pero lo hago desde otro espacio: Más País. La historia de lo que fue y lo que pudo ser Podemos es, en cualquier caso, mi historia, como lo es para cientos de miles de españoles que formaron parte de una experiencia verdaderamente memorable que ha dejado algunas conquistas, algunas experiencias frustradas y algunas lecciones para la lucha política por la transformación social. Porque esa es una lucha que no se acaba nunca y que no entiende de caminos rectos, pero que merece la pena.

Como dice Álvaro García Linera: «Luchar, vencer, caerse, levantarse, luchar, vencer, caerse, levantarse. Hasta que se acabe la vida, ese es nuestro destino».

Los mimbres intelectuales y políticos

En mayo del año 2011 la Puerta del Sol de Madrid es noticia en todo el mundo porque decenas de miles de jóvenes acampan allí de forma permanente en protesta por la situación social y política que atraviesa España. En todas las plazas del país, de las grandes ciudades a los pequeños pueblos, se replican asambleas, concentraciones y manifestaciones contra las élites políticas y económicas, acusadas de corruptas y de haber rendido los intereses del país y las necesidades del pueblo español a su propia avaricia, corrupción y servilismo para con los poderes financieros internacionales.

Desde que en 2008 estallase la crisis financiera internacional, España comenzó a notar de forma muy marcada su sacudida: las fragilidades del modelo económico español –extrema concentración en sectores de escaso valor añadido como la construcción y el turismo, desigualdad creciente, corrupción generalizada, pérdida de poder adquisitivo de los salarios y nivel de consumo mantenido durante años mediante el endeudamiento familiar, una insostenible estructura fiscal con poca capacidad de recaudación, entre otros factores— hacían a nuestro país particularmente débil frente a las turbulencias mundiales.

Las políticas mal llamadas «de austeridad», dictadas desde Bruselas y asumidas primero por el gobierno del PSOE de Zapatero y después por el del PP de Rajoy, ahondaron en la crisis social y la descargaron sobre los hombros de las familias trabajadoras a través de una política de durísimos recortes en los servicios públicos y aguda devaluación salarial interna, destruyendo el poder contractual de los trabajadores. El ciclo endeudamiento-recortes-endeudamiento, agravado por la corrupción y el secuestro de lo público por las maquinarias de los partidos, bloqueaba el ascensor social, expulsaba a la pobreza a millones de familias humildes y segaba la hierba bajo los pies de la clase media. Extendía además la desconfianza hacia el sistema político y las élites, unidas horizontalmente en su descrédito generalizado.

En paralelo, aunque a veces de forma no visible desde la óptica madrileña, se agravaba la crisis territorial española y la dinámica involucionista de los sectores dominantes del Estado iba convenciendo cada vez a más catalanes de que sus aspiraciones no podrían encontrar acomodo dentro del sistema político y administrativo español. Esta evolución desembocaría en la mayor crisis constitucional de las últimas décadas.

Desde entonces comenzaron a incrementarse las protestas, que finalmente desembocarían en el movimiento de «los indignados» del 15M de 2011, de fuerte impronta generacional pero consiguiendo irradiar a amplísimos y muy diversos sectores de la sociedad española.

Con los lemas «No somos mercancía en manos de políticos y banqueros», «lo llaman democracia y no lo es», «Que no nos representan» y «esta crisis no la pagamos», cristalizó un amplísimo movimiento social que despertó simpatías transversales en la mayoría de hogares españoles, nombrando un gran divorcio hasta entonces silencioso, por el cual el «país oficial» se había ido separando del «país real». Los acampados en las plazas reclamaban, con un notable éxito cultural, es decir: con notable legitimidad, ser la voz de un pueblo no representado en las instituciones y maltratado por los poderosos. Este pueblo exigía ser escuchado, tenido en cuenta y, en el extremo, recuperar la soberanía secuestrada por unas élites que, por encima de sus diferencias internas, compartían su común distancia con «la gente».

Por encima de la divisoria «izquierda/derecha», identificada con la conservación del orden oligárquico, se generalizaba una reordenación del campo político según la cual la diferencia fundamental era entre «los de abajo» y «los de arriba». Un incipiente momento populista, como los que una década antes habían hecho caer los gobiernos neoliberales en América Latina o como los que  luego hemos visto recorrer Europa y EE. UU. hasta convertirse en el signo de los tiempos.

Aquel 15M descolocó tanto a las derechas, que no podían encerrarlo en los lugares denigratorios tradicionales, como a las izquierdas, que recelaban de un movimiento que desbordaba las identidades clásicas y que –precisamente por eso— era tan masivo. En todo caso, es imprescindible decir que en la extensión de sus reclamaciones concatenadas y en la apertura de todo lo que le cabía dentro, el movimiento de los indignados podría recibir articulaciones ideológicas del más distinto signo. Aunque estas no fueron sus orientaciones finales, en las plazas, en las pancartas, en las asambleas y en el enfado generalizado del momento había materiales culturales también para una suerte de reivindicación tecnocrática y antipolítica del tipo «fuera los políticos, que gobiernen los expertos», o para un populismo de signo autoritario y que cargase parte de las culpas de las situación nacional sobre los más desfavorecidos.

Las movilizaciones del 15M se extendieron a lo largo y ancho del país, pero solo lograron un efecto indirecto en el sistema político español. El movimiento no fue capaz de generar formas de poder alternativas, pero tampoco se planteó el acceso electoral al poder. Seguramente no habría podido, dada su amplitud y diversidad.

El movimiento toca así un cierto techo de su fase «expresiva»: tras sacar a millones de personas a la calle, las movilizaciones comienzan a decaer en número y frecuencia, también por la respuesta represiva que reciben, incluyendo una muy pronto apelada «Ley Mordaza» diseñada explícitamente contra las manifestaciones y protestas en la fase más dura de empobrecimiento social. Para el año 2013 se encuentra ante el bloqueo de no poder ofrecer horizonte político más allá de continuar las movilizaciones. No obstante, el 15M ha formado a miles de activistas, ha abierto una brecha en el orden neoliberal impactando en el sentido común de la sociedad española y ha abierto una gran oportunidad política.

El orden elitista sigue reinando pero tiene una grave carencia de legitimidad, de prestigio, de capacidad de ofrecer horizonte a importantes sectores de la sociedad española que esperan un cambio mayor que la alternancia de partidos en las instituciones, bajo el mando de la oligarquía que no concurre a elecciones pero gobierna siempre a través de los dos partidos que se alternan.

Es esa oportunidad política la que un reducidísimo grupo de militantes decidimos intentar aprovechar. En la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid veníamos trabajando juntos dos o tres decenas de estudiantes, investigadores y profesores que veníamos de tradiciones distintas pero cuyo núcleo provenía de experiencias movimientistas y de lo que entonces se llamaba «el área de la autonomía», de influencias italianizantes.

No en vano la asociación estudiantil que construimos en la facultad se llamó «Contrapoder» y sería después una verdadera escuela de cuadros de la que saldrían algunos de los principales dirigentes de la iniciativa «Juventud Sin Futuro», nacida del movimiento estudiantil pero primera en plantear generacionalmente su impugnación al «régimen de 1978», precursora en unos meses de las movilizaciones de los indignados en 2011 y caudal político intelectual determinante en la fundación y los primeros años de Podemos.

Al mismo tiempo, en aquel pequeño hervidero de iniciativas se mezclaban La Tuerka, el importante laboratorio audiovisual conducido por Pablo Iglesias, que pronto comenzaría a hacerse famoso en las tertulias televisivas, y la Fundación CEPS, un think tank que había acompañado y asesorado los procesos progresistas y nacional-populares latinoamericanos  de la primera oleada del siglo XXI.

Este pequeño grupo formó, con Izquierda Anticapitalista, el escaso músculo militante y organizativo que lanzó Podemos y lo estructuró en sus primeros meses. Anticapitalistas, una fuerza política de matriz trotskista –«marxista revolucionaria», dirían ellos— apostó sinceramente por la experiencia y fue crucial en su nacimiento, aunque no compartiese la llamada «hipótesis populista» ni la estrategia que de ella se derivaba y que guiaría a Podemos en toda su primera fase.

Evaluado hoy, se puede afirmar que estas fueron las dos corrientes intelectuales y políticas que convivieron en Podemos y que libraron una disputa intelectual y política por la orientación del proyecto: un alma nacional-popular y un alma izquierdista. De manera significativa, las dos fueron acorraladas y purgadas hasta encontrarse hoy ambas fuera de Unidos Podemos. Como en otros casos en la historia, la dirección actual –biográfica y políticamente formada en el PCE y sus juventudes y aupada como camarilla de Iglesias— osciló entre ambos polos con más ligereza intelectual y seguramente más destreza en la vida de partido, supeditando sus posiciones a la maximización del poder interno: al contrario que las otras dos, su diferencia con la izquierda tradicional no era tanto estratégica como «comunicativa» y sobre quiénes deberían ser las personas al mando.

El 15M como momento populista y la hipótesis Podemos

El movimiento de los indignados había abierto una importante brecha en el sentido común de época en España y se estaban acumulando demandas insatisfechas que el sistema político no tramitaba aunque eran vistas como muy razonables por la ciudadanía española. Pero esto no hacía «necesario» a Podemos. La política que aspira a ser algo más que la gestión de lo existente no «administra» espacios, sino que los crea. La contrahegemonía es posible porque en política las posiciones no están dadas.

En primer lugar, los partidos políticos tradicionales podrían haber reaccionado con mayor flexibilidad a las reclamaciones de regeneración que venían de la sociedad. No lo hicieron porque las estructuras internas normalmente priman la lealtad por encima de la capacidad.

Hoy casi nadie lo recuerda pero no puede ser más revelador: la Iniciativa Podemos nació como un desafío a Izquierda Unida para que realizase primarias abiertas para las elecciones europeas, que Pablo Iglesias estaba dispuesto a encabezar. Afortunadamente, la ceguera típica de los aparatos permitió, casi por accidente, que naciese una experiencia populista y democrática que aspiraba a refundar el país y no solo su izquierda. Por desgracia, años después aquella «carambola» histórica sería reconducida a las posiciones previsibles.

Tampoco las élites españolas, tras años de selección inversa, fueron capaces de una mínima adaptación que recogiese parte de lo que la calle pedía, también porque la corrupción es un mecanismo que impide a las élites adelantarse a los acontecimientos y pensar en el largo plazo. Pero si lo hubiesen hecho, quizás Podemos no habría nacido. No hay procesos de ruptura sin desorganización por arriba.

En segundo lugar, el 15M tuvo un impacto social mucho mayor al número de personas movilizadas. Digamos que inauguró un cierto clima valorativo y afectivo en España. Pero este clima no era anticapitalista ni había decretado que la transición a la democracia pactada con el franquismo fuese mentira, ni pretendía realizar una transformación larga, dura y costosa del modelo socioeconómico. Esos eran los deseos de las vanguardias, que no deben confundirse con el ánimo social convertido en impugnación de masas.

El 15M abría un «momento populista» porque dibujaba una frontera entre las élites y lo que solo entonces volvía a llamarse «pueblo» –ciudadanía en los tiempos más fríos—. Esa frontera estaba hecha de frustraciones y anhelos que en modo alguno tenían una necesaria traducción ideológica «por izquierda». No se denunciaba la meritocracia, sino que se exigía que funcionase; convivían propuestas tecnocráticas con propuestas de democracia directa, se reclamaba que el ascensor social volviese a ponerse en marcha para los hijos de la clase media, al mismo tiempo que se culpaba a los bancos de la crisis. Se trataba, en fin, de un gran movimiento destituyente que impugnaba a las élites dominantes por no haber cumplido sus propias promesas, no porque hubiese dejado de creer en ellas.

A menudo, el grado de la ruptura populista está relacionado con el grado de descomposición del orden estatal. Y en España la crisis de legitimidad de las élites no fue nunca una crisis de Estado. Se estaba produciendo, en un cierto sentido, una revuelta cívica «conservadora», que exigía a los de arriba cumplir las (sus) normas y un cierto equilibrio social y regeneración democrática. Lo que sucede es que en nuestras condiciones geopolíticas cualquier intento de conservar seguridad, previsibilidad y lazos sociales se encuentra con el problema del neoliberalismo. En todo caso, este era el material cultural, ambivalente, heterogéneo, contradictorio incluso, que abrió la brecha que hizo que la impugnación del status quo fuese por momentos hegemónica.

Esto no significa que los revolucionarios tengan solo que adaptarse a lo que hay o a lo que va a ser entendido en el momento, pero sí estamos obligados a no engañarnos y a conocer los deseos y expectativas realmente existentes, mimbres con los que tejer la voluntad colectiva para la transformación. Más aún si lo que se quiere es llevarla más allá de sus posiciones iniciales.

En aquel momento solo una propuesta política que se hiciese cargo de esa radical heterogeneidad, de ambivalencia del ánimo social y que fuese nueva, que no estuviese clasificada en las identidades políticas de antes de la crisis, podía aspirar a ofrecer un horizonte y hegemonizar la nueva mayoría que parecía prefigurarse en España. Esto no podían hacerlo las izquierdas.

Podemos debió sus éxitos iniciales no tanto a ser «más de izquierdas que las izquierdas tradicionales» ni a su programa económico, como a ser nuevo y outsider, cabalgar el regeneracionismo gracias a un cierto prestigio intelectual de los impulsores, y a leer las condiciones culturales y anímicas del país sin las rigideces de los manuales de las izquierdas. De hecho, cuando esos ingredientes comenzaron a disiparse, comenzó el declive.

Nacimiento y auge del primer Podemos. La primavera 2014-2015

Desde las elecciones europeas de mayo de 2014, Podemos experimentó un crecimiento exponencial, embriagante: tenía un recuerdo de voto muy superior al apoyo realmente cosechado, sus eventos se desbordaban sin convocatoria, florecían lo que denominamos «círculos», mezclando inspiraciones latinoamericanas y gramscianas, para denominar agrupaciones abiertas de ciudadanos más que de partido.

Podemos vivía un desborde popular y España estaba pendiente de cada iniciativa de Podemos. Los partidos y los poderes privados se situaban claramente a la defensiva, en una campaña de hostigamiento y desgaste que buscaba principalmente mermar la credibilidad de sus dirigentes y a la vez ubicarlos en el imaginario colectivo en la extrema izquierda. De una manera curiosa, eran meses en los que tanto la izquierda tradicional como la oligarquía le pedían a Podemos pruebas de ser «de izquierdas» y le acusaban de indefinición, mientras el apoyo popular no dejaba de crecer.

Podemos había nacido desafiando tres lugares comunes de la izquierda, incluso gracias a ello. En primer lugar, negó que la división entre las metáforas izquierda y derecha agotase la política, y sostuvo que era más adecuada al estado del país la que diferenciaba entre arriba y abajo, democracia y oligarquía o entre la gente y la casta dominante. Había que devolver el país a su legítimo propietario: el pueblo español, y emprender un camino de democratización de las instituciones y las relaciones entre diferentes naciones en España, redistribuir la riqueza, desconcentrar la propiedad oligárquica y diversificar el modelo productivo con un rol emprendedor del Estado. Construyó una identidad típicamente populista y no izquierdista, pero la rellenó con contenidos democráticos, patrióticos y de justicia social, en lugar de racistas o reaccionarios. Así, cerró el campo discursivo a la extrema derecha que, de forma muy reveladora, solo ha surgido años después, tras el repliegue de Podemos a una identidad tradicional y más estrecha de la izquierda, y como respuesta reaccionaria contra el auge del feminismo y las reivindicaciones nacionales catalanas.

En segundo lugar, asumió explícitamente la función de los liderazgos catalizadores, de nombres propios que llegan a representar nombres comunes, como articuladores de identidades nuevas. Se puede objetar que ello desembocó en un modelo caudillista, pero es difícilmente sostenible que sin aquello se hubiese experimentado el éxito inicial. La gestión democrática de los liderazgos y sus cortes es históricamente un ángulo muerto, es cierto, de la teoría y práctica nacional-popular, que debería avanzar en un encuentro fértil aunque difícil entre lo populista y lo republicano.

En tercer lugar, Podemos desafió un cierto mecanicismo de lo social, muy querido por las izquierdas, por el cual la fuerza electoral es en todo caso una manifestación de la implantación y la fuerza social. Asumiendo explícitamente que el neoliberalismo había fragmentado hasta el extremo el terreno social, había devastado los vínculos sociales no mercantiles y había envejecido las memorias militantes, se planteó un rápido asalto electoral que convirtiese el descontento inorgánico en poder político para, ya desde ahí, sentar las condiciones para una reconstrucción de los vínculos sociales. Eso implicaba en todo caso una asunción: la de que la «ventana de oportunidad» abierta por la crisis de representación era profunda pero estrecha, y se iría cerrando con el paso del tiempo. Si esto era así se imponía por tanto una blietzkrieg o guerra relámpago electoral.

Esta visión estratégica y este orden de tiempos y prioridades fue debatido, explicado y adoptado por Podemos en su Congreso fundacional a finales de 2014. E igual que reconozco haber sido el redactor y autor de aquella estrategia y orientación política del primer Podemos, reconozco los efectos perniciosos del modelo organizativo que de esas prioridades políticas se derivaba.

Del primer Congreso de Vistalegre salió una organización profundamente vertical y de poder ultraconcentrado en el Secretario General, con una cultura interna de la eficacia y la rapidez. Sostengo que sin estas decisiones, un proyecto que aún no tenía entidad pero ya abarrotaba plazas y lideraba la agenda mediática, no habría podido conducirse en un año vertiginoso hasta disputar la presidencia del gobierno de España.

No es solo un problema de ritmos o de eficacia, también hubo una decisión política de fondo: es conocida la distancia entre militantes y electores, y nosotros escogimos un modelo que para la primera fase se concentraba en los segundos. Anticapitalistas, una de las dos almas fundadoras de Podemos, no compartía esta estrategia y quedó como minoría interna. Esta apuesta, sin embargo, fue entendida y compartida masivamente por las bases porque conectaba con un cierto anhelo generalizado entre la militancia: tras el bloqueo del movimiento 15M y las protestas en el año 2013, un año después la posibilidad de ganar se convirtió en una auténtica gasolina emocional e ideológica.

Se sabía que ganar el gobierno no era transformar el Estado, pero sí era la condición primera para comenzar a librar la disputa por recuperar las instituciones de su secuestro oligárquico. Esta idea galvanizó energías y se convirtió en una de las primeras razones de adhesión, casi de enamoramiento colectivo de una posibilidad: por fin «los nuestros», gente de fuera de las élites, podían ganar. Sin aquel horizonte no habría contado Podemos con el impresionante caudal de compromiso e ilusión popular.

Es importante recordar que la posibilidad de ganar las elecciones generales era ciertamente razonable, salía a menudo en las encuestas y estaba en boca de todos los analistas y en las preocupaciones de muchos de los estrategas de los poderosos, y eso tenía un impacto subjetivo decisivo. En las elecciones municipales de mayo de 2015, las candidaturas municipales que Podemos apoyó ganaron Madrid, Barcelona, A Coruña, Zaragoza o Cádiz, formando gobiernos municipales que se encargaban de millones de personas ya. Sabíamos que estábamos ante una oportunidad histórica y todo el mundo quería aprovecharla.

Aquella famosa «máquina de guerra electoral» hizo pasar a Podemos de un millón de votos en Mayo de 2014 a cinco millones y un 21% en las elecciones generales de Diciembre de 2015. Tras un año vertiginoso en el que se tuvieron que hacer todas las tareas a la vez.

No sería tampoco la primera experiencia histórica en la que haya sucedido algo así, pero la decisión de explotar al máximo las posibilidades del momento, de gobernar España antes de que los poderosos se recompusiesen de su crisis y su desorientación, comportó también importantes inconvenientes. La condición de posibilidad del ascenso rápido sentó algunas bases de las dificultades posteriores. Que un avance más lento habría sido más sólido es un contrafáctico indemostrable, pero la historia de los revolucionarios está también llena de avances a paso firme con ritmos geológicos que nunca llegan a buen puerto.

Entre los efectos indeseados de aquella decisión estratégica destacan dos. En primer lugar, la organización hipervertical funcionaba mientras había entendimiento en el núcleo dirigente. En cuanto se manifestaron diferencias sobre el rumbo a seguir –diferencias, en todo caso, ya inscritas en las culturas políticas de cada cual— el modelo organizativo se convirtió en una trampa para la pluralidad y la deliberación. Las discrepancias en seguida se convirtieron en traiciones, y la capacidad política o intelectual pronto fue sustituida por la obediencia y la disciplina.

Los órganos formales, pronto, marcaban menos la geografía del poder que la cercanía al líder. Y no habíamos construido refugios seguros para un pluralismo leal. El ciclo acelerado electoral había educado a las bases en un cierto tipo de adhesión plebiscitaria y de ahí a la sectarización el camino fue, en ocasiones, muy corto. La estalinización progresiva de la vida y el clima interno de Podemos fue expulsando a los compañeros y las compañeras más sensibles y menos «duchos» en las batallas internas; más importante aún, se convirtió en una máquina de expulsión del talento, que había sido uno de los rasgos iniciales de prestigio social de Podemos.

En segundo lugar, «la construcción de movimiento popular», en los términos de entonces, nunca dejó de ser la segunda tarea, a expensas de lo electoral. La formación de cuadros, la construcción de infraestructura que permitiese echar raíces en cada territorio, el fomento de una cultura política más elevada, una relación más cuidadosa con otros sectores militantes o experiencias sociales. Todo ello eran tareas teorizadas para las que nunca había tiempo. Y cuando ya se comenzaron a dedicar recursos fueron en general supeditados a una lógica de acumulación de poder interno. Siendo sincero, ni siquiera sé si una formación política que aspira a gobernar es el actor más indicado para hacer estas tareas, pero en aquel tiempo vertiginoso y de ilusión, nos parecía que podríamos hacerlo todo si tan sólo el día tuviese 26 horas.

Pese al tropiezo en las elecciones catalanas de septiembre de 2015, a las ya incipientes desavenencias internas y al desgaste tras un año de hostigamiento mediático, Podemos protagonizó en el otoño e invierno de 2015 la campaña de la «Remontada» en la que le dio la vuelta a las previsiones electorales en una recta final ascendente que, de haber durado una semana más, le podría haber colocado como primera fuerza alternativa al gobernante Partido Popular y, por tanto, como primera opción de gobierno.

Los resultados de aquellas elecciones suponen hoy un techo histórico muy lejos de las posibilidades electorales de las fuerzas transformadoras. Pero más allá de lo cuantitativo, dibujaron unos alineamientos interesantes: el componente generacional y urbano del voto a Podemos, su componente plurinacional, la decadente resistencia del PSOE y la aparición con fuerza del partido Ciudadanos. Estos cuatro factores serían clave en el futuro inmediato.

El voto de Podemos aparecía muy marcado por los clivajes de edad y de campo/ciudad. Podemos fue ya la primera fuerza en entornos urbanos, con alto nivel educativo y jóvenes, pero tenía muchas dificultades para llegar a los padres, madres o abuelos de quienes ya le apoyaban. Podemos era un partido más del norte que del sur, y desde luego más de las costas y las grandes ciudades que de la España interior.

Parecía como si, además del tradicional eje izquierda/derecha, el eje nuevo/viejo se afirmase con rotundidad. Entre quienes querían cambiar España, Podemos era con diferencia el primer partido. Entre quienes veían el futuro con más prudencia o conservadurismo, los partidos tradicionales resistían. Si esto se cruza con la estructura demográfica envejecida española y con un sistema electoral que sobrerreprersenta las provincias menos densamente pobladas, nos encontramos con que las fuerzas tradicionales, aún en un profundo declive, tenían importantes sostenes sociológicos e institucionales. Podemos estaba muy cerca de ser fuerza de gobierno, pero para avanzar el terreno que necesitaba más allá de sus posiciones, debía comenzar a generar certezas y confianza entre los sectores sociales más retardatarios.

El segundo dato destacable es que Podemos, en plena crisis territorial, ganaba las elecciones en Euskadi y Catalunya –de donde obtuvo uno de cada cinco de sus votos totales—, y obtenía importantes resultados en Galicia, Navarra, Baleares o País Valenciano. Es decir, en los territorios donde existían identidades nacionales distintas a la española, en general en retroalimentación con posiciones progresistas. Al mismo tiempo que obtenía resultados muy buenos en Madrid, Asturias o Andalucía.

Desde muy pronto en su nacimiento, Podemos apostó por la «plurinacionalidad», un término hasta entonces no utilizado en la política española, para responder a la crisis territorial con un planteamiento osado y democráticamente muy avanzado: España era un estado compuesto por distintas naciones que podían vivir juntas siempre que esto fuese el resultado del libre acuerdo. Lo que para Catalunya, significa la propuesta de un referéndum. Desde el principio, un rasgo distintivo de Podemos fue su patriotismo social y democrático, sintetizado en la consigna «la patria es la gente», de clara resonancia nacional-popular. Esto era radicalmente innovador en España desde el final de la dictadura, y fue duramente criticado por las izquierdas que le acusaban de acercarse a la extrema derecha –cuando le estaba cerrando el paso, bien se vio después— o de preferir un sujeto «interclasista» a la clase trabajadora.

Ese patriotismo, de clara inspiración en los procesos emancipadores y democratizantes latinoamericanos, exigía en España dos traducciones. En primer lugar, no podía ser solo un patriotismo popular y plebeyo sino también, habida cuenta de la densidad y madurez institucional y el tipo de vínculo que eso genera con lo público, de carácter «ciudadano». Es por eso que su dirección política se llama –quizás para horror o desconocimiento de quienes ahora la ocupan— Consejo Ciudadano.

La segunda traducción es la que requiere la plurinacionalidad: la formación de una voluntad colectiva nacional-popular en España se tiene que hacer desde la asunción de que en ella convivimos distintas naciones, y los demócratas que queremos un proyecto compartido debemos asumir por todo pegamento el acuerdo. También las fuerzas nacional-populares de las naciones sin estado deben asumir que por sí solas no tienen la fuerza para cambiar el statu quo; y las fuerzas progresistas españolas, que sin la concurrencia de estas primeras, tampoco.

La crisis económica y su politización por el movimiento 15M había sido una de las dos impugnaciones democratizantes del orden político nacido en 1978. Pero la otra era sin duda la de la progresiva voluntad soberanista catalana. La propuesta de Podemos extraía su fuerza de articular la democratización social con la democratización territorial del Estado, frente a una dinámica oligarquizante y recentralizadora implementada durante la crisis. Los ciclos de contestación catalán y español no siempre convergerían, y a veces incluso entrarían en contradicción.

Una buena parte del empuje del primer Podemos tuvo que ver con las sinergias entre ambos; y una una buena parte de sus mayores dificultades, con sus contradicciones y bifurcaciones.

Esta sensibilidad le permitió a Podemos no solo establecer alianzas sino levantar desde España un discurso sobre la diversidad nacional y territorial del Estado nunca antes escuchado, que consiguió articular las reivindicaciones de democracia social con las de democracia territorial en una propuesta política de futuro. Bebió así también de una acumulación «republicana» en diferentes territorios que no le era propia a Podemos pero a la que supo ofrecer un cauce. Una suerte de melodía polifónica con la democracia y el cambio como hilo narrativo.

No fue hasta que esta dio síntomas de agotamiento y se produjo el repliegue indentitario hacia la izquierda clásica que la crisis catalana alcanzó sus cotas más altas en octubre de 2017. Podemos no era la única variable, y evidentemente el soberanismo catalán tenía horizonte, objetivos y trayectoria propia. Pero Podemos sí fue la última esperanza para mucha gente que terminó por convencerse de que era más fácil hacer un país nuevo que cambiar España. Además, el fracaso posterior de PSOE y UP para formar gobierno en 2016 puso en manos de Rajoy y la derecha la gestión del referéndum del 1 de octubre de 2017 en Catalunya, cuyo saldo represivo tiene y tendrá un peso enorme en la memoria y la conciencia del pueblo catalán.

La tercera cuestión, verdaderamente decisiva, es la de la relación con el Partido Socialista Obrero Español. Una muy buena parte de los votos de Podemos provenían del PSOE, y en clave generacional era fácil leerlos como los hijos votando por un partido y los padres por otro. Las relaciones con el PSOE estuvieron marcadas desde el principio por una durísima rivalidad electoral pero, al mismo tiempo, por la necesidad de ser capaces de llegar a acuerdos.

El aparato y el establishment socialista reaccionó con dureza ante los que veía como intrusos en su campo electoral, pero sus votantes no compartían en absoluto esa dureza. Hasta las fallidas negociaciones del 2016, que desembocaron en una repetición electoral, el electorado socialista no comenzó a sentir recelo. Digamos que estaba dispuesto a cambiar de preferencia siempre que fuese sin traumas y sin que nadie le obligase a ningún revisionismo histórico ni a abjurar de sus preferencias pasadas. Curiosamente, los sectores que por herencia izquierdista más obsesionados estaban con el sorpasso eran los que más reafirmaban, con sus ofensas y desprecias, que el votante socialista se quedase en casa.

En último lugar, la aparición de Ciudadanos como partido de ámbito estatal trastocó el tablero político español. Ciudadanos copiaba los contenidos y discursos de Podemos en el ámbito de la regeneración democrática y la lucha contra la corrupción. Venía también a hacerse cargo de ese ánimo social de cambio que impugnaba a PP y PSOE como partidos anquilosados que habían patrimonializado el Estado. Se ubicaba también en el polo de lo nuevo frente a lo viejo. Pero marcaba dos fronteras con Podemos: su feroz centralismo y oposición a todo diálogo con los soberanistas catalanes, y su apuesta por una suerte de liberalismo económico «compasivo». Lo importante, más allá del origen de sus dirigentes, es dónde les colocaba la ciudadanía: aunque hoy parezca extraño, más cerca del polo del cambio y de lo nuevo.

La aparición de Ciudadanos suscitó un importante debate en Podemos entre quienes, desde las posiciones de la izquierda tradicional, señalaban que su nacimiento marcaba el fin del eje regeneracionista y obligaba a Podemos a ubicarse claramente en la izquierda, y quienes desde posiciones nacional-populares defendían que precisamente su nacimiento demostraba lo fértil que era el canal del regeneracionismo, que en ningún caso se podía abandonar sino que debía ser profundizado, y la posibilidad de establecer complicidades variables según los temas en disputa (los «sociales» con la vieja izquierda, los «civiles» o «regeneracionistas» con los nuevos neoliberales), como forma de trastocar definitivamente y decisivamente el orden político de 1978, arrebatándole a los viejos partidos ser el pivote de las alianzas.

El largo otoño iniciado en 2016. Unidos Podemos

En enero de 2016 las elecciones generales acaban de dejar un panorama ciertamente complicado. El Partido Popular vuelve a ser la primera fuerza pero no tiene mayoría suficiente para ser investido y mantener el gobierno. Podemos ha obtenido un resultado espectacular pero se ha quedado 300 mil votos detrás del PSOE –de manera muy reveladora, supera al PSOE ampliamente en buena parte del país pero este interpone 600 mil votos de diferencia en Andalucía— y por tanto no puede liderar la formación de gobierno alternativo a las políticas de saqueo y corrupción del PP. El PSOE y Podemos se ven abocados a unas difíciles negociaciones para formar gobierno, tras un año de dura competencia sentida como un «ataque» por los dirigentes llamados socialistas. Estas negociaciones generarán durísimas tensiones en ambas formaciones, y en ambas acabarán imponiéndose quienes no quieren acuerdo y apuestan por una repetición electoral.

En un proceso de negociación marcado por las profundas desconfianzas mutuas, cada desaire de un lado alimentaba el alejamiento del otro, en una espiral destructiva. Los sectores más conservadores del PSOE no querían explorar un acuerdo con Podemos que incluyese algún apoyo por parte de los independentistas catalanes de izquierdas, arguyendo que esa mayoría agudizaría la confrontación territorial y sería impracticable (cuatro años después, es esa mayoría la que sustenta a Pedro Sánchez y es evidente que la tensión territorial se acrecienta con la exclusión de los independentistas). Y los sectores de Podemos provenientes de IU estaban convencidos de que una repetición electoral permitiría por fin el «sorpasso» al PSOE, una referencia mítica para el eurocomunismo español.

De esta forma, se trataba de acudir a las negociaciones para armarse de argumentos para la siguiente campaña electoral. «Algunas veces, en los últimos segundos del partido entra el triple yugoslavo» sentenció el Secretario General, con una metáfora baloncestista, cuando nos abocábamos a la repetición electoral en la que Podemos acabaría por retroceder sustancialmente.

En Podemos la exitosa campaña electoral de diciembre de 2015 había minimizado –o más bien aplazado— importantes diferencias en el seno del grupo dirigente, con Pablo Iglesias cada vez más distanciado del sector nacional-popular y rodeándose de un nuevo grupo, llegados a Podemos tras los éxitos iniciales, provenientes de las Juventudes Comunistas y de IU/PCE. Este sector, en lo fundamental, no disputaba la conducción de las campañas electorales y el discurso de Podemos, pero sí se concentraba en cambio en la disputa metódica de los resortes de poder interno. La estrategia sobre la formación de Gobierno volvió a tensar las costuras internas haciendo algunas ya verdaderas trincheras: la dirección ya no deliberaba ni se escuchaba, los argumentos se conocían de antemano y, peor aún, servían fundamentalmente para conseguir ventajas o adhesiones de cara a la confrontación interna que todo el mundo daba por sentada.

La repetición electoral de junio del 2016 llegó en un ambiente de debate encanallado, de cansancio ciudadano y de regreso paulatino del eje izquierda-derecha, que en España equivale al regreso del bipartidismo y de la centralidad de PSOE y PP. Podemos acudió ya como Unidos Podemos a las elecciones, coaligado con Izquierda Unida. A nivel interno, eso serviría para desequilibrar la correlación de fuerzas en contra del sector nacional-popular. A nivel externo, los mítines se llenarían de las banderas y los gritos tradicionales de la izquierda española, que nunca había llegado a unos resultados como los de Podemos porque había interpelado siempre a un espectro mucho más reducido de la ciudadanía. La suma, se decía, serviría para superar al Partido Socialista.

Pero en política 2 + 2 no siempre suman 4: la suma restó votos, desorientó a los propios que se habían sentido atraídos por una formación nueva y transversal, comenzó a recolocar simbólicamente a Podemos donde sus adversarios siempre lo habían querido y el electorado de tradición socialista, ofendido y extrañado, decidió quedarse o regresar a casa. La repetición de elecciones perjudicó a Podemos electoralmente y abrió la puerta a transformarlo política e ideológicamente. Tras años de esfuerzos por recuperar y resignificar toda una historia nacional popular y democrática, el mitin de cierre de campaña en Madrid, absolutamente masivo, lo clausuró el Secretario General con un reconocimiento a los referentes del PCE como referentes de «nuestra tradición». Explicitaba así en el nuevo entorno dirigente una idea que con el tiempo se convertiría en dogma, y aquí las palabras escogidas no pueden ser más reveladoras: lo nacional-popular se entendía exclusivamente como un «lenguaje» para tiempos turbulentos, casi como un ropaje de mercadotecnia electoral.

Lo que en el fondo éramos, «nuestra tradición», «nuestro ADN» son los del Partido Comunista de España. Ningún hueco para que el nuevo movimiento generacional crease referencias nuevas o desbordase las identidades heredadas, ningún hueco tampoco para las riquísimas aportaciones de tradiciones libertarias o de otras familias del socialismo y el comunismo españolas. La política ya no es creación sino «ocupación de los espacios disponibles»; es decir, gestión de lo existente, que agotaría lo real. Se cerraba el círculo, y lo que había nacido como carambola por la cerrazón de la izquierda tradicional española volvía a su seno. Con el tiempo, volvería también a sus niveles de apoyo electoral e incidencia social.

El Partido Popular, sin alternativa ya y reforzado el bipartidismo por la repetición electoral, volvía a formar gobierno gracias a una abstención que desgarraría al PSOE. Rajoy se mantenía en La Moncloa más bien por agotamiento del país e incapacidad de articulación de la alternativa, casi como derrota moral sobre España. No saldría de ahí hasta que una moción de censura motivada por la confirmación judicial de sus casos de corrupción precipitase que Pedro Sánchez entrase por la puerta pequeña al Gobierno, ya claramente en relación de preeminencia sobre Unidos Podemos y con la extrema derecha llamando a las puertas por el giro de lo que podríamos llamar el «péndulo populista».

Podemos, en adelante Unidos Podemos, afrontó inmediatamente y con sabor amargo un segundo congreso en el invierno 2016-2017. El sector nacional-popular y el nuevo oficialismo llegaban ya abiertamente enfrentados, y Anticapitalistas como tercero en disputa, a mucha distancia de los otros dos grandes polos, pero decidiendo en dos ocasiones decisivas el desempate –en un error que pagarían después en sus propias carnes— a favor del sector de Iglesias (en las primarias por la dirección de Madrid, en otoño de 2016, apoyando a Espinar, el candidato de Iglesias, y en la discusión para unas normas que permitieran un segundo Congreso abierto y con garantías). Los anticapitalistas se contentaron con el movimiento pendular del nuevo oficialismo que para imponerse en la disputa interna había escenificado un giro «izquierdista» de rechazo al papel en las instituciones y promoción de una política de movilizaciones en la calle que fueron fundamentalmente spots de campaña interna.

El Congreso vino precedido de un debate extremadamente agrio en medios de comunicación y en todo el territorio, que desgastó duramente a Podemos y enemistó a su grupo dirigente inicial. Finalmente el Congreso, controlado desde su convocatoria por el Secretario General, se saldó con su victoria, quedando el sector nacional-popular con un 34% y los Anticapitalistas con un 13%. Esos porcentajes no se reflejarían en la distribución interna de poder y posiciones, en las que todos los perdedores del Congreso vivirían un paulatino arrinconamiento sólo matizado por la necesidad de guardar las apariencias mediáticas hacia afuera.

Tras dos años de permanente campaña electoral y escasa atención al debate político hacia fuera, para gran parte de los simpatizantes, electores y aún para muchos militantes de Podemos, las diferencias entre dirigentes y proyectos distaron mucho de estar claras, perdidas entre el ruido mediático y una cultura interna que favorecía un cierto deseo primario de «que no se peleen». Solo meses después empezarían a hacerse evidentes las implicaciones de lo decidido. En adelante, en una acelerada descapitalización intelectual, las mejores cabezas del primer Podemos y la práctica totalidad de sus fundadores irían siendo forzados a abandonar la organización, ya claramente ubicada –y ubicada por los españoles— en los lugares tradicionales de la izquierda de antes de la impugnación de masas de aquel 15M y cada vez más estalinizada en su interior.

Además de los desgarros internos, Podemos salió de su segundo Congreso sin perspectiva estratégica, en rigor, sin una «línea». En el primer Congreso se aprobó una estrategia que después ha podido ser contestada y matizada, precisamente porque era clara. En todo caso agotó su ciclo, dejando importantes réditos así como mostrando algunos de sus límites. Pero aquellos documentos políticos de 2014 se pensaron, redactaron y enmendaron con la sinceridad y el atrevimiento de pretender ser una hoja de ruta para la conquista del poder político y la transformación democrática de España.

Dos años después, los documentos aprobados eran pura fraseología destinada a ganar la pugna interna y a permitir después a la dirección seguir un rumbo o el contrario en una sucesión de bandazos. Pero lo cierto es que pasadas las elecciones de 2016 Podemos se enfrentaba a un inmenso reto si quería seguir siendo una fuerza que pudiera conducir el cambio político en España. Ya había sido capaz de seducir a los sectores más dinámicos de la sociedad española, pero aún tenía que ganarse la confianza de los más prudentes, y eso se hace de otra manera.

Al mismo tiempo, la vida política comenzaba a estar menos marcada por la épica de la irrupción de «los de fuera» en las instituciones, y la certeza de que lo existente estaba corrompido no era suficiente para decantar la balanza por el cambio político. El sistema parlamentario obligaba a los «intrusos» a negociar y establecer alianzas. Se imponía un despliegue de guerra de posiciones que socializase la seguridad en la alternativa, con guiños y concesiones a los sectores dubitativos para desgajarlos de su adhesión inercial al viejo orden. También que formase el relevo de los primeros dirigentes en cientos de cuadros intelectuales, políticos y administrativos que nos arraigasen al territorio, ganasen en la vida cotidiana el respeto de sus conciudadanos y funcionasen como un sistema nervioso de Podemos.

España estaba cambiando y Podemos, para seguir siendo fuerza motora del cambio, debía cambiar con ella. Una fuerza nacional-popular no es aquella que necesita de la sucesión de «momentos populistas», ni aquella que cada cierto tiempo introduce en su discurso alusiones a la patria: es aquella capaz de leer sin prejuicios el sentido común de su tiempo, sus ambigüedades y sus desplazamientos, para adaptarse y librar en su interior una disputa en favor de las posibilidades de hacer de las necesidades y anhelos de los más la orientación nacional.

Nada de eso se hizo. La nueva dirección habló de «cavar trincheras» en una sociedad civil mitificada y comenzó a devolver a la militancia a sus certezas ideológicas previas al 15M y la oportunidad que lo abrió todo. Como si al pasarse el tan manido momento populista ya se pudiera prescindir de los disfraces para volver a ser «lo que siempre hemos sido». A día de hoy sigo dudando si fue un inmenso error de buena fe o un reconocimiento tácito de que «hasta aquí hemos llegado» de manera que blindase, al menos en el repliegue, sus posiciones como dirección.

Durante el año 2018, la dinámica política española se iría enrareciendo como agua estancada. La imagen outsider de los dirigentes de Podemos sufriría un importante y decisivo desgaste. El Partido Popular dejaba el poder en julio de 2018 como resultado de una moción de censura tras un escándalo judicial sobre su financiación ilegal, pero lo haría frente a una coalición negativa de la que solo el PSOE salía fortalecido. Podemos tuvo un papel decisivo en aquella moción, pero no la desencadenó por su generosidad, sino que el PSOE solo se vio cómodo para plantearla cuando se sintió bien asentado en la hegemonía del campo progresista frente a una fuerza que ya había pasado de competidora a flanco izquierdo. El PP, fuera del poder, se sumía en una importante crisis con la aparición de un competidor por su derecha. El Partido Socialista volvía a acostumbrarse a estar en el poder y comenzaba a afianzarse, más por resistencia a un ciclo muy turbulento para todos los actores políticos. Y porque en política, a menudo, el hábito hace al monje y los oropeles del Gobierno generan imagen de Gobierno. El cambio en La Moncloa, en todo caso, genera más atención de los periodistas que por parte de la ciudadanía. De nuevo, el juego institucional comienza a ser visto con distancia por el pueblo español. Ha habido alternancia pero no ruptura, en un marco de fortalecimiento del sistema político de la Transición. Y de sus palabras.

Solo el movimiento feminista, con la histórica huelga del 8 de marzo de 2018, experimenta una dinámica ascendente y de masas, abriendo una auténtica revolución cultural y configurándose como la principal fuerza de socialización política en valores emancipadores y el principal vector de democratización del presente español. De manera significativa, habiendo mantenido una trayectoria autónoma al ciclo electoral anterior y habiendo desarrollado una agenda a medio y largo plazo con mucho énfasis en la construcción de comunidad y la disputa cultural y estética. Al movimiento feminista se le añadiría un año después el movimiento ecologista protagonizado por las generaciones más jóvenes.

2019. Más Madrid y Más País

En Enero de 2019, el núcleo madrileño de la corriente nacional-popular (algunos y algunas ya expulsados de Podemos y otros en francas dificultades dentro) lanza la iniciativa Más Madrid en sintonía con la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, y su grupo. Yo era el candidato de Podemos para las elecciones a presidir la Comunidad de Madrid, pero esa era una posición oficial sin acompañamiento orgánico por debajo ni visibilidad institucional y, me atrevo a decir hoy, diseñada confiando en que fracasase. No le encuentro otra explicación a que la dirección impidiese las intervenciones institucionales o mediáticas de «su» candidato o le dificultase el planteamiento y arranque de la campaña.

La iniciativa Más Madrid pretendía volver a abrir el espacio político como se hiciera con las candidaturas municipalistas –en la propia de Carmena con Ahora Madrid cuatro años antes, sin ir más lejos— o con el socio catalán de Podemos, En Comú Podem. Entendía que solo así se podría revalidar la alcaldía de la ciudad y ganar la región, tradicionalmente un laboratorio neoliberal. Se vinculaban así las candidaturas municipales y autonómica en Madrid en una plataforma conjunta a la que invitaba a sumarse a fuerzas políticas progresistas y ciudadanía sin partido. Podemos respondió de nuevo con expulsiones del partido y la negativa a cualquier tipo de entendimiento.

La campaña electoral de Más Madrid mayo del 2019, a pesar de realizarse ya en un clima notablemente menos efervescente que aquellas de 2014 y 2015, en un país en el que el que la lógica institucional volvía a predominar sobre la popular, fue capaz de despertar una oleada de movilización ciudadana importante y obtener unos resultados más propios del ciclo anterior. A pesar de la caída de participación (seguramente debida, esencialmente, a que estas elecciones se produjeron un mes después de las generales) la candidatura a la ciudad de Madrid ganó ampliamente las elecciones, con un importante margen en los barrios populares, aunque esta vez la extrema derecha sí entró en el ayuntamiento y sus votos, en lugar de perderse, sirvieron para que las derechas recuperasen la alcaldía.

Madrid no lograba así sustraerse a la ola que hizo caer prácticamente todas las llamadas «alcaldías del cambio» logradas en 2015. Paradójicamente, Barcelona se mantuvo, aunque no gracias a una victoria electoral sino a que allí el candidato de Ciudadanos, Manuel Valls, desobedeció a su partido y decidió votar por Ada Colau para evitar que la victoria independentista les permitiese llegar al gobierno de la ciudad.

La candidatura autonómica de Más Madrid cosechó un 15% del voto y amplió el campo progresista, aunque no lo suficiente como para lograr arrebatarle a las derechas el gobierno. Un mes antes, en abril, las derechas habían batido en la votación de Madrid para las elecciones generales a PSOE y Unidos Podemos por más de diez puntos de diferencia. En mayo de 2019, la entrada de Más Madrid redujo esta diferencia a tres puntos y permitió algo insólito que no se repetiría prácticamente en ninguna Comunidad Autónoma: que el espacio del cambio repitiese en Madrid los resultados de 2015, en un contexto de agudo retroceso en la arena nacional y territorio a territorio.

De nuevo, en política 2 + 2 no siempre suman 4. La candidatura de Unidos Podemos, levantada para competir contra Más Madrid y pertrechada con el arsenal simbólico de «la izquierda de verdad», obtuvo un 5% del apoyo popular.

El desequilibrio entre buenos resultados y ausencia de conquistas institucionales, en todo caso, arroja un balance agridulce pero un importante patrimonio político acumulado. Más Madrid supuso, a contrapelo del momento histórico y en pleno cierre del ciclo con los principales referentes sufriendo un acusado desgaste, un renovado horizonte para cientos de miles de ciudadanos cuando ya el movimiento generalizado era de alejamiento de la política oficial. Incorporó a nuevos sectores juveniles a la política transformadora, formó cientos de cuadros y, heredando y ampliando buena parte de la acumulación municipalista, tiene hoy asambleas locales en todos los barrios de la capital de España y en la gran mayoría de los municipios de la región.

De manera aún más importante, ha situado la «cuestión madrileña» como crucial para cualquier revolución democrática de alcance en España: la conversión paulatina de Madrid en una suerte de gran Distrito Federal financiero e inmobiliario, un fortín neoliberal que drena recursos del estado para trasladárselos a las élites locales ha tenido profundos efectos en la antropología de la región, se ha convertido ya en un problema para el equilibrio territorial y plurinacional de España, pero también para las y los madrileños de a pie, que ven como el Madrid Corte y fortín deserta de responder a las necesidades del Madrid Villa.

Esta decantación neoliberal y centralista histórica, que va derechizando progresivamente las mentes y las almas en Madrid, exige para ser revertida un trabajo cultural e ideológico fino y perseverante, que conteste al imaginario reaccionario en sus términos: con otra idea de Madrid pero también con otra idea de Madrid en España; por tanto, con otras alianzas y proyecto de país, porque los madrileños se comportan frecuentemente como locales y como centro del país. Más Madrid, que es en la práctica la primera y única oposición que comparece a la confrontación cotidiana de ideas con las derechas, es por tanto un pequeño fenómeno nacional desde su nacimiento.

Entre tanto, en el plano nacional el PSOE y UP volvían a fallar en la necesidad de llegar a un acuerdo y, en pleno auge de la extrema derecha, obligaban a los españoles a acudir de nuevo a las urnas. En ese contexto, Más Madrid decidió concurrir a la repetición electoral articulando Más País como espacio de encuentro con los ecologistas de Equo y con el nacionalismo progresista valenciano de Compromís y aragonés de la Chunta, entre otros, en un encuentro de carácter federalista, verde y de justicia social. La candidatura inicial obtuvo unos resultados muy inferiores a los esperados y previstos en su lanzamiento, en una campaña electoral marcada por las duras protestas en la calle contra el encarcelamiento de líderes de políticos catalanes por su organización de un referéndum sin efectos legales.

Esta experiencia demostró también que se estaba cerrando el ciclo abierto en 2014, en el que la visibilidad mediática, las expectativas electorales y una cierta pericia discursiva bastaban como levadura para levantar fuerzas políticas. El terreno se hacía lento y rugoso, y Más País no logró, entre el tacticismo y su marca de nacimiento como una escisión de Unidos Podemos, construir un perfil propio que convirtiese en voto las amplias simpatías que despertó. Habría sido una proeza construirlo en sus escasos dos meses de existencia más allá de Madrid que es de donde sacó, junto al País Valenciano, el grueso de sus apoyos, demostrando de nuevo que el arraigo territorial pesaba más en los nuevos tiempos.

Con todo, obtendría el respaldo de 600 mil ciudadanos y tres diputados en el Congreso nacional, decisivos, por cierto, para la investidura de Sánchez. EL PSOE y UP, en descenso ambos tras la repetición electoral, acordaron por fin la conformación de un gobierno de coalición en el que el PSOE concentra todos los ministerios llamados «de Estado» pero con Iglesias de Vicepresidente segundo de Sánchez y con una relevante cartera de Trabajo en manos de Yolanda Díaz, de UP. Esa coalición está en minoría en el Congreso pero apoyada por una mayoría progresista y plurinacional que, a menudo, ha servido de acicate empujando al Gobierno a medidas más decididas en materia de protección social, memoria democrática, derechos y libertades o justicia fiscal.

Merece un breve comentario aparte la nueva centralidad del ecologismo en el discurso de Más Madrid y Más País. Resultado de un proceso de reflexión y estudio, pero también de reencuentro entre viejos militantes, lo verde entró como dimensión principal en torno a la cual se articulaban un conjunto de propuestas y demandas diversas.

No se trataba tan solo de incluir propuestas de transición ecológica al programa o de añadir el apellido «verde» a las afirmaciones tradicionales, sino de convertirlo en una superficie de inscripción narrativa para un anhelo –aun disperso, pero muy generalizado— de vivir de otra manera, de vivir a menos velocidad, respirando un mejor aire y comiendo mejores alimentos, con menos desigualdad y siendo libres de la ansiedad y la precariedad y el miedo.

Lo verde, así, no vino a sustituir sino a complementar y, en cierta medida, a traducir en términos de futuro lo nacional-popular como propuesta de reconstrucción de la comunidad para cuidarnos a nosotros y al planeta frente al neoliberalismo disgregador, depredador e insostenible. La crisis del COVID-19 solo vendría a hacer aún más evidente la imperiosa necesidad de transformar nuestra manera de producir, consumir y relacionarnos con la Tierra, y de hacer de esa transición ecológica una palanca para la generación de miles de empleos verdes, para la justicia social y para recuperar la soberanía popular.

Otro país. La política en la España del COVID-19

Pedro Sánchez conforma un gobierno de coalición progresista, paradójicamente, en un momento de importante retroceso cultural de las ideas progresistas en la sociedad civil española. La ciudadanía muestra importantes señales de cansancio tras casi seis años de intensa politización y aceleración de los acontecimientos; la llamada «nueva política» no parece nueva ya a los ojos de nadie y el péndulo populista parece ahora haber basculado hacia el populismo reaccionario de VOX, una escisión ultraderechista y neoliberal del PP, que practica un discurso de lo que podríamos llamar «antipolítica de los millonarios» à la Trump o Bolsonaro.

La irrupción reaccionaria ha llevado el conflicto al interior de las derechas, les ha alejado por el momento del poder nacional pero les ha hecho muy competitivos en la España de base castellana y en el sur, al tiempo que ha puesto a la derecha en ofensiva cultural, estética e intelectual. Irónicamente, en 2014 el gobierno era de la derecha y las palabras y afectos eran nuestros. Hoy, en 2020, hay un gobierno progresista sobre una sociedad atravesada por la desafección, el cinismo y una importante ofensiva ideológica derechista, que busca hacer carne el descrédito de que los outsiders fuesen tan diferentes y de la pérdida de competencia por resignificar la identidad nacional española.

El PSOE, partido decisivo del régimen del 78, ha recuperado, tras años de zozobra, su papel de partido central del orden político español. Pese a estar en minoría, ha recuperado sus maneras de Estado como quien regresa a casa. Está, en general, cómodo en la confrontación dialéctica con una derecha agresiva que le hace parecer progresista sin necesidad de serlo. Unidos Podemos ha hecho de la necesidad virtud. Como el que cobra una herencia en decadencia, ha conseguido convertir sus apoyos declinantes en entrada en el Gobierno.

Se desangra en los territorios, ha perdido la mitad de su peso en el Congreso en tan solo tres años y ya no es en modo alguno el faro intelectual y cultural de la vida política española que fuese. Pero sus dirigentes se sientan en el Consejo de Ministros, y pocas cosas generan tanto poder como la apariencia de poder.

En lo fundamental, fía su porvenir a mantenerse como socio subalterno de gobierno del PSOE confiado en que, incluso si siguen bajando, este no tendrá otra alternativa mientras subsista la polarización en el arco parlamentario. En lo orgánico, ha terminado con las limitaciones salariales y límites a la reedición de mandatos, ha terminado expulsando a Teresa Rodríguez y los anticapitalistas y se dirige a un proceso de fusión lenta con IU-PCE. Sánchez a menudo les recompensa, en el actual revival español de las categorías de la Transición, con comentarios elogiosos sobre la contribución histórica del Partido Comunista al régimen de 1978 como partido responsable y de orden.

Podríamos decir que hace seis años las palabras eran suaves y el discurso radical, por cuanto apuntaba a una confrontación democrática con la oligarquía y una refundación (pluri)nacional, y hoy las palabras son más duras (de más carga histórica y lírica para los militantes) mientras que el discurso se ubica en las coordenadas tradicionales del orden de 1978 y convoca a frenar a la derecha.

Es una constante histórica que los resultados institucionales sean más modestos que las expectativas que despertaron sus movimientos impulsores. El elemento decisivo, sin embargo, no son las preferencias de grado o velocidad, sino del rumbo y la conducción de los procesos: si están destinados a alumbrar una nueva hegemonía o a restaurar, modificada siempre, una anterior. Es en ese sentido que se puede describir, con Gramsci, el proceso actual como transformista, pero con una renovación de élites más modesta.

El Gobierno de Sánchez, pronto golpeado –como los de todo el planeta— por la pandemia del COVID-19 y el durísimo impacto social y económico derivado de las medidas de confinamiento, ofrece hasta ahora un balance de gestión que debe hacerse con atención a los matices. Ha reaccionado con una sensibilidad marcadamente distinta a la que habría caracterizado a un Ejecutivo del Partido Popular, aunque con un nivel de gasto público muy por debajo de la media de los vecinos europeos.

La causa de esta orientación quizás tenga que ver con que el PSOE haya aprendido del precio que pagó por implementar políticas mal llamadas «de austeridad» en la crisis de 2008; quizás con la presencia de ministros de UP; muy probablemente, en todo caso, porque la propia Unión Europea ha girado marcadamente en su forma de enfrentar la crisis, autorizando a los Estados a endeudarse y desplegando una importante partida de gasto público para contener y amortiguar los daños a las economías nacionales y para financiar la reconstrucción y reforma de los tejidos productivos. Además del aprendizaje de la anterior crisis, que la pandemia haya golpeado a los países centrales de la UE y no solo a los ayer llamados PIGS tiene sin duda un efecto en su cambio de postura. Ahora se pone en práctica aquel «haz lo que yo haga, no lo que yo diga».

En el corto plazo, las medidas de protección a los más vulnerables aprobadas por el Gobierno, de indudable sentido social, están quedándose más que cortas para cubrir a los millones de españoles en situación de pobreza o precariedad extrema. Más que probablemente, sobre todo si persisten las necesarias medidas de restricción de la movilidad, el Gobierno tendrá que multiplicar sus esfuerzos de cobertura social. La única manera de hacerlo con horizonte de futuro es caminar hacia una renta básica universal que sea uno de los pilares de un Estado de bienestar del siglo XXI, que no vincule los derechos sociales al disfrute de un empleo en un tiempo en el que son cada vez más escasos y volátiles.

En el medio plazo, con los fondos europeos (de referencia casi mítica para un progresismo que ve siempre en Europa la solución a la modernización española), espera el Gobierno poder sostener un programa de reformas sin redistribución, un programa progresista típicamente del PSOE, cuyo reformismo llega hasta el límite justo –ni un paso más allá— de la menor disputa con las oligarquías y los poderes privados de una economía española muy dominada por sectores típicos de periferia: rentistas, de bajo valor añadido, escasa diversificación y una competitividad que descansa en la cercanía al poder político y la reducción de los costes salariales. Es más que dudoso que, sin alterar esta correlación de fuerzas y liberar al Estado de su dominio por esos sectores, pueda emprenderse una senda de desarrollo que apueste por la industrialización inteligente, la transición ecológica y la redistribución de la riqueza.

Argumentar que este Gobierno es muy de izquierdas por el nivel de agresividad de los ataques de las derechas tiene varios problemas: el primero es que olvida que el sentido patrimonial que las derechas tienen del Estado le ha hecho tratar así a los anteriores gobiernos de centro izquierda del PSOE. El segundo es que le entrega a las fuerzas reaccionarias el termómetro de la política española, como el progresismo que a Biden le entrega chocar con un Trump que desplaza marcadamente el eje. Las fuerzas progresistas podrían así contentarse con chocar con la derecha política en el país oficial mientras por abajo, en el país real, el empobrecimiento, la ansiedad y la falta de expectativas pudren el clima social y profundizan la destrucción neoliberal de la confianza pública y las bases mismas de la democracia.

Un gobierno progresista no debería ser el que choca mucho con la derecha sino el que garantiza vidas libres de miedo para los humildes. Conviene no olvidar que los reaccionarios son el síntoma de un profundo envilecimiento social provocado por el neoliberalismo. Es por eso que el Gobierno necesitará una dinámica social, intelectual y política autónoma que le empuje a ir más allá de lo planeado. En todo caso, pagará el mismo precio por ser atrevido que por no serlo, en tanto que la derecha en España no les culpa de hacer sino de ser.

El COVID-19 ha cambiado todo. Deja muy atrás nuestra historia política reciente y abre una época nueva. Como todas las épocas abruptas, es una muy marcada por las contradicciones y las ambivalencias. El COVID multiplica la inseguridad y provoca una sacudida que empeora la crisis del neoliberalismo, provocando así mucho dolor social a añadir al de la enfermedad.

No obstante, el combate a la pandemia ha requerido de intervenciones excepcionales que, como siempre pasa en la historia, dejarán huella en el sentido común de las generaciones atravesadas por el trauma.

De pronto, en los días de más miedo e incertidumbre, y pese a décadas de propaganda neoliberal, nadie confió en la mano invisible del mercado ni en el emprendimiento privado: todos volvimos la mano hacia el Estado para que detuviese la movilidad, organizase parte de la producción y salvase vidas gracias a la sanidad pública. De pronto, tras décadas de propaganda del «sálvese quien pueda», entendimos que solo nos salvábamos cada uno salvándonos como sociedad, que existía el bien común y debía primar sobre los intereses de parte, y que para que eso sucediese necesitábamos instituciones del común a la altura de nuestras necesidades. De pronto entendimos que nada era tan importante como cuidarnos y como cuidar de la tierra, el aire que respiramos y las condiciones de vida.

Todas las épocas turbulentas llevan en sí simientes de lo peor y lo mejor. Así, el COVID ha impuesto restricciones e intervenciones sobre las libertades que podrían desarrollarse en un sentido autoritario, y está despertando fenómenos de «libertad caprichosa» como ausencia de límites para los que más tienen. Es innegable. Pero también ha puesto en primer plano la cooperación social y la necesidad de tener industria propia, un Estado fuerte y responsable y de reconstruir una comunidad solidaria que no deje a nadie atrás.

El tiempo que se abre, por tanto, presenta condiciones para una ofensiva verde, democrática y socialista. Para ayudar a empujar este tiempo en su mejor sentido posible, habrá que explicar y evaluar de dónde venimos, con orgullo pero sin nostalgia, para dar de nuevo lo mejor de nosotros mismos por la libertad y la igualdad. En ese camino acertaremos alguna vez. Nos equivocaremos cien veces. Y cien veces merecerá la pena.

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