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25 de octubre de 2019 en Santiago. (Claudio Santana / Getty Images)

Proceso constituyente y desafíos de la izquierda

El próximo 25 de octubre es la fecha señalada para el Plebiscito Nacional en Chile, que podrá aprobar o rechazar la apertura de un proceso de reforma de la Constitución pinochetista. Los debates que tal iniciativa suscita entre la izquierda, tanto en relación al proceso constitucional en sí como en función de los modos de articular lucha callejera y lucha institucional, son muchos y de profundo arraigo.

Serie: Dossier Chile

El pasado mes de septiembre se cumplieron cincuenta años del triunfo electoral de la Unidad Popular, primer triunfo democrático de la vía socialista a nivel mundial. Este año, la efeméride fue abordada desde un enfoque que transformaba el tradicional anhelo nostálgico en una convocatoria hacia la reflexión, la memoria y el debate sobre las lecciones de la experiencia histórica de movilización popular y el despliegue político social de la izquierda chilena al momento de encabezar dicho proceso histórico. Y la razón para ello es evidente: desde el 18 de octubre de 2019, una revuelta popular interrumpió la narrativa nacional e internacional del «oasis» económico y político del modelo neoliberal chileno instaurado en la dictadura de Augusto Pinochet, dándole a la izquierda la posibilidad de retomar y reformular sus viejos anhelos de transformaciones sociales.

En efecto, después de varios ciclos de movilizaciones, desgaste del modelo rentista neoliberal y, sobre todo, de erosión del pacto binominal de la transición a la democracia, hoy vuelven a ser posibles importantes transformaciones al diseño de la sociedad chilena, que se alista, este 25 de octubre, para aprobar nada más ni nada menos que el cambio a la Constitución de 1980.

Esto ha provocado múltiples debates; sobre todo, relativos a la actualización de los imaginarios transformadores que nos permitirían posicionar desafíos en las claves de la sociedad chilena del siglo XXI, dimensionando las heterogéneas determinaciones de su composición y sus experiencias de politización, en contraposición a una rigidez institucional que se conserva desde el golpe de Estado pinochetista. Nos referimos, por supuesto, a la fragmentación del sujetx en un paradigma de consumo que desafía a aquel trabajo-céntrico del siglo XX,  logra rupturas con el universal masculino del esquema del «hombre nuevo» y, debido a una progresiva autonomización de la política institucional de la sociedad, privilegia instancias de organización movimentales por sobre las partidistas, para volver a posicionar la construcción de lo común desde abajo en contraposición a los cierres políticos desde arriba.

En ese marco, identificar puntos estratégicos para la izquierda de cara al momento constituyente es un ejercicio urgente. Más aún cuando nos encontramos en un contexto donde se retoman las movilizaciones, luego de meses de atranco provocados por la pandemia del COVID-19. Así, este escrito aspira a identificar algunos desafíos para el despliegue de una izquierda democrática durante la coyuntura constituyente, en miras a una ofensiva basada en la construcción y ampliación de derechos sociales y políticos en Chile.

Interrogar la ilusión electoralista

Desde los inicios del «estallido» chileno se retomó una demanda de larga data: el cambio de la constitución dictatorial mediante participación popular. En efecto, el paso de los años convirtió a la «democracia chilena» –que volvía a prometer una socialización de la política a partir del triunfo del «NO» en el referéndum de 1988– en un ejercicio democrático restringido y tutelado, que separa tajantemente las aguas entre sociedad y política dándole continuidad a la impunidad de violadores de derechos humanos y permitiendo el abuso de las élites empresariales.

Si bien el cambio de la constitución comenzó siendo un objetivo central para el movimiento popular al momento del retorno a la democracia, a diferencia de los modelos de transición a la democracia en el resto de América Latina, esta demanda fue rápidamente desactivada a través de la desmovilización y cambios cosméticos llevados a cabo desde la institucionalidad.  Efectivamente, la ilegitimidad de la constitución fue un asunto menor durante los gobiernos de la Concertación. En el intento de cambio constitucional del segundo gobierno de Bachelet existe un proceso de participación ciudadana considerable a niveles de derecho comparado (con la participación de 200 mil personas, aproximadamente), pero las ansias por comandar un cambio constitucional encabezado por el poder ejecutivo, como ocurre en los procesos latinoamericanos recientes, no llega a puerto y finalmente es fácilmente desactivado apenas comienza el segundo gobierno de Sebastián Piñera.

Así como con las reformas de Lagos en 2005, es claro que ambas experiencias significaron intentos de procesamiento del ánimo constituyente de la sociedad chilena. No obstante, la reforma constitucional vuelve constantemente a la palestra por la obstrucción que esta significa para los cambios sociales: el uso de la constitución para impedir la consolidación de derechos (como la educación gratuita) o cambios mínimos (como la reforma laboral o la interrupción del embarazo en tres causales) dieron cuenta de su naturaleza obstruccionista frente a una sociedad que busca avanzar en la construcción de una vida digna.

Con la revuelta se establece, finalmente, un ultimátum. No solo –como pretende parte del reformismo de élite– para «modernizar» el texto, sino que además se retoman como ejes ciertos aspectos históricos aún pendientes en la sociedad chilena, como la reconstrucción de los lazos entre sociedad y política y la abolición de los símbolos coloniales. Esto, cabe mencionarlo, mediante autoconvocatorias a una asamblea constituyente que no estuviese anclada a ninguno de los poderes constituidos, ni el gobierno de turno, ni el Congreso o la denominada «clase política».

Así las cosas, «El Acuerdo» político del 15 de noviembre fue criticado por su origen desde arriba, configurándose como un número más del mito de «la cocina» de la democracia chilena y de las narrativas de mitigación o salida de las crisis de legitimidad política. Las élites llaman a suscribir a un «nuevo pacto social» mientras que, de facto, el estallido se asume como un momento prepolítico que debe ser encauzado por un itinerario que fije los límites del poder constituyente, de modo de resguardar a las instituciones de un quiebre irreversible. De este modo, para no cometer los «mismos errores» que el resto de los procesos latinoamericanos recientes, se construye un marco en el cual, a pesar del amplio reconocimiento de su ilegitimidad, la Constitución de 1980 es la que establece los límites para la creación de una nueva carta constitucional.

Sabemos, entonces, los límites a los que está sujeto este proceso. Pero también sabemos que, aun así, gran parte del movimiento del 18 de octubre se convocó a participar en él. Sin embargo, más allá del llamado a votar este 25 de octubre Apruebo (… el cambio Constitucional) y más allá, también, del tantísimo mejor escenario que se abre con el mecanismo de una Convención Constitucional (opción en la que el órgano encargado de crear la nueva Constitución se conforma íntegramente por ciudadanas y ciudadanos electos democráticamente), corremos el riesgo permanente de retomar una ilusión electoralista que, vemos, es propia de la narrativa transicional: los espacios desde arriba son los que monopolizan la autoridad para tomar decisiones.

Sobre esta cuestión, la izquierda aún no termina de reflexionar lo suficiente. Y esto debido a que aún no ha podido responder satisfactoriamente a las demandas desde los espacios territoriales y los sectores populares que participan activamente en la revuelta: cómo hacer para que sus debates e interrogantes sean espacios de efectiva deliberación política y no meramente «consultivos». En definitiva, entendemos que esta ilusión electoralista presenta el riesgo permanente en la política chilena: mirar hacia el proceso electoral como espacio ideal para el procesamiento de los conflictos sociales. Se arriesga, por tanto, a convertirse en una fábrica a gran escala de una nueva generación traicionada por la política.

Frente a esta dificultad, se nos presenta la alternativa evasista, donde el llamado es a no participar del proceso electoral o a participar pero con condiciones (como anular o alterar el voto relativo al órgano constituyente para expresar la autonomía política de los sectores subalternos). Pero si bien estas apuestas intentan «develar» las trampas del proceso, mostrando «la verdad» de su diseño desde arriba, finalmente se comportan de la misma forma: centrando su apuesta únicamente en el momento electoral, evitando la interrogante que existe frente a este proceso.

Nuestra postura es que el cambio constituyente. Más allá de las trampas del proceso, esta es una necesidad histórica que la sociedad pone sobre la mesa y que, con acuerdo o no, debe asumirse como tal. Entonces, ¿cómo traducir el reconocimiento de los límites de este proceso desde arriba en instancias de poder popular constituyente? ¿Cómo amplificamos, a partir del plebiscito, el tejido y la relevancia de poderes subalternos que han participado en la revuelta?

Intervenir desde la revuelta

Si, como pensamos, el momento constituyente se inaugura con la revuelta (y no con el Acuerdo del 15N), debiéramos pensarlo no solo como un proceso de reconfiguración jurídica del poder del Estado sino como un momento de reconstitución, politización y aprendizaje en espacios colectivos, es decir, de construcción de un lugar ahí donde se decía que no había lugar para la política. De esta manera, organizaciones que han acumulado poder –antes y desde octubre– pueden plantearse cómo este puede ampliarse, dialogar o incluso negociarse para consolidar espacios que, desde abajo, tengan la potencia de traspasar los principales límites impuestos desde la institucionalidad.

Quizás la muestra más concreta, entre la revuelta y el día de hoy, de que es posible intervenir desde abajo es la paridad (se incorpora a la Convención Constitucional un mecanismo correctivo propio de las políticas de la presencia, para que ninguno de los dos géneros pase del 55% en caso de que gane este órgano). La paridad fue impulsada, desde un comienzo, por vías heterogéneas del movimiento social, y no únicamente desde espacios institucionales.

La intervención de la performance «Un violador en tu camino» del colectivo Las Tesis, como momento de irrupción feminista del estallido social, permitió una amplificación de las voces que en un primer momento parecían poder volver a ser neutralizadas bajo el universal masculino. Como ha señalado la historiadora Claudia Zapata, con esta intervención (y su adopción masiva por parte de las mujeres en la revuelta) se interviene el cuerpo del sujeto constituyente, y ante esto los movimientos sociales rápidamente agudizan sus expectativas, volviendo a presionar en la importancia de los feminismos para este proceso político, sobre todo en la reconfiguración del campo popular. Es claro que, sin dichas presiones, la disputa por la paridad hubiese mantenido límites institucionales, como la aprobación de la ley de cuotas de 2015 o el ideario bacheletista de participación de «mujeres de excelencia».

Efectivamente, las múltiples reconfiguraciones culturales que producen esta y otras intervenciones pueden ser cosechadas al traducirlas en clave de la disputa democrática: las subjetividades feministas, que hasta ese entonces se encontraban desplegadas en frentes clave del movimiento (violencia de género y aborto libre), abren paso a la necesidad de que existan mujeres en los espacios de deliberación. El resultado es que ahora «ya no hay democracia sin feminismos».

El nuevo desafío que se abre es la complejización de experiencias como la paridad, comprendiendo que clase, raza y otros aspectos clave en la agenda de los movimientos sociales han dado cuenta de la insuficiencia del esquema partidario que constantemente amenaza con ser un obstáculo más para la ampliación democrática. Que la izquierda logre canales abiertos entre los espacios de participación y los de representación, y que estos estén orientados a que la representación sea lo menos abstracta posible, es una dimensión que interviene y condiciona resultados, tanto a nivel subjetivo como a nivel institucional.

El escenario venidero es una Crisis

El teórico italiano Sandro Mezzadra ha planteado recientemente la urgencia que tienen las izquierdas y los movimientos sociales de anticiparse al escenario pospandémico. En efecto, cabe atender al llamado: el proceso constituyente chileno será, entre muchas otras cosas, uno que se lleve a cabo durante una crisis económica donde, sabemos, competirán tanto los imaginarios neoliberales de estabilización capitalista así como los de su superación o modificación.

En la práctica, esto significa que las expectativas que tiene la izquierda del proceso constituyente, sobre todo las del cambio de modelo de desarrollo en miras a construir un «buen vivir», se verán condicionadas en base al impacto de la crisis sanitaria. Desde el estado de las fuerzas económicas y productivas de Chile luego de la pandemia, al endeudamiento del más de 30% que provocó el gasto público durante este periodo, no es viable sostener una agenda de transformación desde la izquierda sin dimensionar el escenario post constituyente: un escenario de conflicto donde la pregunta acerca de quién paga la crisis no debe darse por contestada.

Que este escenario se haya intentado oscurecer lo más posible desde sectores económicos y políticos del empresariado en Chile bajo la idea de «nueva normalidad» no debiese ser un impedimento para el análisis desde la izquierda. La respuesta que ha tenido esta frente al conflicto de la crisis económico pandémica ha sido paliativa e instrumental para el proceso constituyente, pero es inviable en un largo plazo. Si bien la «liberación» del 10% de los fondos de pensiones permitió, por un lado, una experiencia antagónica con el empresariado y su brazo político ubicado en la derecha y la Concertación y, por otro, financiar parte del sobregasto inmediato que acaece gran parte de la población, al mismo tiempo es una estrategia que a largo plazo, se basa en la autodepredación de los recursos destinados a la vejez de los trabajadores y que deja intacto el modelo de reproducción económica y al Estado subsidiario neoliberal.

Vemos, entonces, que de no enfrentar esta incertidumbre en un escenario constituyente se desocupará fácil y riesgosamente un espacio que se llena con el imaginario de austeridad que presenta la derecha. Y hay que mencionar que el esquema de administración popular de los Gobiernos Locales (como el propuesto por el Partido Comunista a través de su alcalde y cuadro mejor posicionado a nivel nacional, Daniel Jadue), aunque necesarios para reorientar el sentido del gasto público, tampoco son suficientes frente al desafío de consolidar un «Estado Solidario».

Lo que queremos decir es que, si quiere salir victoriosa durante y después del proceso constituyente, la centralidad para la izquierda deberá estar puesta en una estrategia que se oponga a la estabilización capitalista, inspirada en los elementos antagonistas de la lucha de clases. El rival no es nada más ni nada menos que el empresariado, como toda vez que se persiguen estrategias y acciones para que sean ellos quienes paguen hoy y no la juventud mañana (individual o colectivamente).

Las preguntas, entonces, son: ¿desde qué mínimos podríamos dimensionar este problema? ¿Puede la izquierda comprometer con el gasto público a la mega acumulación privada de capital del empresariado en Chile? Es claro que si el objetivo es consolidar el buen vivir en base a un modelo solidario, estas respuestas deben buscarse desde la base del patrón de acumulación del neoliberalismo: la reproducción de la vida. En efecto, si la precariedad y desigualdad sobreviven como características del modelo de desarrollo, deberíamos prepararnos para admitir que un proceso de esta índole se puede considerar fracasado. Es urgente instalar un debate que presente una propuesta de estabilización frente a la crisis, que asegure la integridad del crecimiento y reproducción de la vida de sectores subalternos.

Esto significa que superar la idea de una mera «mejor gestión» o «gestión popular» es urgente, y que debe pensarse a través de la maduración de propuestas para las disputas clasistas por sectores claves para un concepto del buen vivir: la salud, educación, el medio ambiente, las pensiones. Asimismo, se necesita movilizar aún más la participación popular y su respaldo durante el proceso. Este elemento se amplifica cuando entendemos que el rival es el empresariado, que en este terreno ha mostrado capacidad de organización y movilización inmediata de sus fuerzas de choque (como fue el caso de la huelga de los Camioneros en plena pandemia, para apresurar su agenda en el Wallmapu).

Hacia un sujetx del poder popular constituyente

La pregunta acerca de qué sujetxs impulsan estos cambios debe dimensionarse a partir de la magnitud de las dificultades del proceso. La izquierda no solo debe garantizar su despliegue durante los plebiscitos y votaciones; sobre todo, tiene que producir rápidamente elementos que permitan (re)establecer canales de comunicación entre la movilización popular y el poder institucional, con el objetivo de amplificar la experiencia constituyente. De otra forma, la crisis de legitimidad de la política desde arriba que produce el neoliberalismo es algo que puede aislar a la izquierda del sujetx popular que necesita para transformar (y no solo administrar) políticamente la economía y al Estado.

Uno de esos elementos consiste en acelerar su formación política. Siguiendo teorizaciones sobre la subjetividad neoliberal, como las de Raquel Gutiérrez y Verónica Gago, se debe avanzar en una estrategia de reconocimiento de aquellos trastocamientos que permiten que la racionalidad neoliberal, que nos construye como subjetividades empresarias de sí, sea alterada. En Chile esto es grave; en este terreno, el empresariado ha jugado sin rival por mucho tiempo, y solo en el ciclo abierto desde la última década el modo de vida neoliberal ha sido interrogado a partir de la configuración de sujetxs heterogéneos y colectivos.

Desde el inicio de la revuelta, la emergencia de unx sujetx se ha acelerado y productivizado visiblemente, sobre todo en múltiples reconfiguraciones estéticas: la apropiación de los muros, que interrumpe la hegemonía visual-consumista que gozan grandes empresas en la ciudad; la recuperación del cancionero de protesta (tanto del período de la Unidad Popular como el de la dictadura y postdictadura) comprendiendo que este, como señala Judith Butler, «representa la libertad de reunión justo en el momento y en el lugar donde está prohibido por la ley de modo explícito»; el surgimiento de «superhéroes del pueblo» anónimos –como la tía Pikachu– así como la multiplicación de artefactos visuales como memes y afiches, que reflejan la resignificación de elementos de la cultura de mercado en clave popular volviéndose emblemas del momento político. Esto da cuenta de que hay mutaciones muy profundas (como el quiebre definitivo con la noción de autoría y su reemplazo por la noción de «patrimonio colectivo»). Nos referimos, por ejemplo, a emblemas apropiados por la revuelta, como la bandera chilena negra, el acuñamiento de la figura del perro Negro Matapakos o las múltiples performances y denuncias de represión policial.

La multiplicidad de estas experiencias revisten culturalmente las expresiones políticas de la revuelta, traduciendo sus elementos políticos a lenguajes de lo común, que consolidan el despliegue de un nosotrxs. Así, trastocan la temporalidad de las ciudades mientras abren y resignifican espacios (como la Plaza Dignidad), abastecen con un imaginario colectivo a un sinfín de instancias de participación (como cabildos o asambleas territoriales) y, en definitiva, municiona a la revuelta con un lenguaje y participación. Esta producción y reproducción de momentos colectivos desafía directamente al mito de que debemos «rascarnos con nuestras propias uñas», pues estos han sido clave para la formación de «organización comunitaria capaz de presentar un cuerpo común, organizado, sujeto de derechos concretos», cuyo funcionamiento práctico corresponde al de contrapesos dentro de la misma revuelta, entregando herramientas a la movilización para abrir frentes colectivamente desde abajo y enfrentar el intento de clausura de estos procesos desde arriba.

Retomando el caso de «Un violador en tu camino», este tipo de acciones directas son parte de dos cuestiones fundamentales en este proceso: en primer lugar, de la dimensión generizada de la revuelta, en tanto –como señalamos más arriba–, permiten un cambio del cuerpo del sujetx constituyente, abriendo camino a parte de este «nuevo pueblo» heterogéneo, visibilizando subalternidades que cruzan, habitan o trascienden los feminismos. En segundo lugar, dotan de contenido a la ocupación de las calles e interpelan la represión como respuesta a las manifestaciones. La protesta callejera comienza a ganar legitimidad popular y retomar protagonismo frente al discurso de la cooptación («estoy de acuerdo con las demandas, pero no es la forma»), dando cuenta de la necesidad de ocupar la ciudad –y su imaginario–, así como también de la necesaria autodefensa las fuerzas policiales.

Justicia y seguridad

Aún restan otros aspectos que son esenciales para la organización de nociones de igualdad y justicia que puedan utilizarse prácticamente para impulsar (y no obstruir) al proceso constituyente sin paternalismo Estatal: la intervención al orden policial (incluso dentro de la misma revuelta) y la instalación de una idea guía de derechos humanos.

Respecto del primero, en el caso de los feminismos, estos han posicionado a la funa (escrache, roche) como mecanismo de denuncia a una institucionalidad estatal que no responde y perpetúa la violencia de género. Esas denuncias tienen como soporte un estilo literario que da cuenta de los procesos de consciencia sobre los abusos y violencias que se sufren en una sociedad patriarcal, pasando en gran medida por la exteriorización de la culpa –históricamente situada en las sujetas oprimidas– a quienes son efectivamente responsables de dichas acciones. No obstante, lo que nos toca pensar ahora es cómo se pasa de dicho momento individual a una reconfiguración de nuestras relaciones sociales, que evidentemente requiere respuestas y soluciones que no solo pasan por lo legal o penal, sino también por aspectos como la definición de qué violencias van a ser entendidas como violencia de género y su proporcionalidad, como instancias de reparación que vayan más allá de las sanciones a quienes cometen los agravios y como soluciones no punitivistas para dirimir los disensos que se nos presentan como violencia y habilitan la llamada «cultura de la cancelación».

En efecto, el seguimiento de ciertos estándares o patrones de conducta de forma acrítica es dañino para un feminismo con pretensiones de totalidad. Aceptar al sentido común policial  nos lleva necesariamente hacia una esencia de lo femenino que abre paso –como señala Julieta Kirkwood– a las ideologías conservadoras y auto depredadoras. En palabras de Assam Ahmad: «si ninguno de nosotros puede escapar a los roles que nos asignan los sistemas de dominación que estamos tratando de superar ¿qué esperanza hay para idear escenarios realistas para alterar el presente y construir el futuro».

Asimismo, se requiere un profundo debate sobre qué entenderemos por violencia y por justicia. Sobre todo, para abordar de manera sistemática y más compleja la discusión de la reforma policial en Chile. Así, para pensar en nociones de seguridad, tanto estatales como desde nuestras autonomías, se debe salir del chantaje moral de aquellos sectores del progresismo que abordan el problema de la seguridad desde una perspectiva aislada («condena la violencia venga de donde venga»). Finalmente, abordar una visión integral de derechos humanos se hace fundamental para el proceso venidero. Desde la revuelta de octubre tenemos un escenario que permite contrarrestar aquella noción de memoria que sistemáticamente se ha esforzado por el olvido, para que nunca más los cambios sociales sean hechos bajo el pacto de impunidad.

 


 

Sofía Esther Brito: Escritora feminista e investigadora en derecho constitucional.

Afshin Irani: Licenciado en Filosofía y estudiante del Magíster en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile. Integrante de Derechos en Común.

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