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Proceso Constituyente: ¿cimentar la salida al neoliberalismo?

El proceso constituyente se desarrolla en un Chile con la memoria fresca de las enormes movilizaciones de 2019. Pero para que pueda significar la apertura de un proceso de transformaciones sociales profundas, el debate (y la acción) deberá exceder el plano institucional.

Serie: Dossier Chile

Se ha cumplido un año de la Revuelta Social iniciada el 18 de octubre del 2019 en Chile y, a pesar de las restricciones y controles de la pandemia, la fecha fue conmemorada con masivas movilizaciones en todo el país. La revuelta es el hito fundante de un proceso constituyente inédito en la historia de Chile, que abre la posibilidad de construir un nuevo marco normativo de convivencia que supere la Constitución heredada de la cruenta dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet, desarrollada y profundizada en democracia. Este hito forma parte de un ciclo más largo de luchas, movilizaciones y demandas sociales por un cambio real y concreto, que se sintetizó en la consigna popular «No son 30 pesos, son 30 años», extendida a lo largo del país desde el 18 de Octubre (18-O) a causa del alza del pasaje del metro y la evasión encabezada por las y los estudiantes secundarios, retratada en el salto a los torniquetes.

Ante el reencuentro social en las calles, el gobierno de Sebastián Piñera respondió declarando la guerra al pueblo de Chile, reduciéndolo al relato del enemigo interno, tal como lo había hecho Pinochet a través de la bien conocida Doctrina de Seguridad Nacional impulsada por EE.UU. Esto quedó evidenciado en la frase: «Estamos en guerra ante un enemigo poderoso», que se expresó con la declaración del Estado de Excepción que entregó el control del orden público a las fuerzas armadas. No obstante, esto solamente exacerbó las protestas: la respuesta ciudadana no se hizo esperar y, a pesar de la brutal represión policial, tuvo lugar la marcha más grande desde la vuelta a la democracia, en la que se expresó con fuerza un ánimo social refundacional, basado en la dignidad y la demanda por una Nueva Constitución. Esa presión social obligó a la clase política a pactar una salida institucional a la crisis (no exenta de cuestionamientos) que estableció un itinerario de cambio constitucional a iniciarse con un plebiscito de entrada.

Algunos antecedentes del proceso constituyente

Para comprender cómo se llegó a la revuelta de octubre es fundamental  precisar que Chile fue la sala de experimentos del modelo neoliberal. A tal punto que se llegó a construir aquí, incluso, un tipo de neoliberalismo sin parangones en el mundo, distante de las propias directrices e imaginación de sus ideólogos de la escuela de Chicago. La particularidad del modelo conjugó la tradición oligárquica chilena con el conservadurismo católico y el libre mercado, lo que sólo fue posible a través de un golpe de Estado al gobierno de la Unidad Popular presidido por el presidente socialista Salvador Allende, tras una larga arremetida desestabilizadora en la que participó la CIA.

El golpe de Estado cívico-militar dio paso a un largo ciclo dictatorial que persiguió y exterminó a los sectores organizados, principalmente de la Unidad Popular. Ciclo cuyo punto cúlmine fue la consolidación de la Constitución de 1980 en tanto mecanismo irrenunciable con el que se «inició la transición» a la democracia, proceso abierto en 1988 tras el conocido plebiscito entre el SÍ y el NO, y con el referéndum de 1989 (donde se contemplaba un paquete de reformas constitucionales centradas principalmente en el traspaso de potestades desde la Junta Militar de Gobierno hacia los poderes civiles, en el reconocimiento y respeto de los derechos humanos y en el establecimiento de un quórum supra mayoritario de dos tercios para modificar los aspectos fundamentales de la Constitución).

Treinta años después de iniciado el ciclo transicional, la Constitución sigue vigente y sus principios determinaron profundas transformaciones bajo la fisonomía de un Estado Subsidiario, que implicó la privatización de servicios públicos y la mercantilización de aspectos esenciales para la vida como la salud, la educación, la previsión social y el agua; la reducción de la deliberación democrática y el mantra de la meritocracia como promesa de ascenso social. El jaguar de Latinoamérica se fue desvaneciendo a medida que estos cambios produjeron desigualdad, concentración de las riquezas en grupos empresariales y las promesas de movilidad social se tradujeron en endeudamiento para las nuevas generaciones y precariedad para las y los jubilados. Así, se abre un periodo de movilización social por la educación, las pensiones, contra la violencia de género, entre otras reivindicaciones, que se expresa en la fundación de nuevas organizaciones sociales y nuevas expresiones políticas, en un contexto creciente de crisis de legitimidad de las instituciones.

Sin respuestas sustantivas a las crecientes demandas, y ante el permanente rechazo de algunos cambios como inconstitucionales, los malestares que se incuban en el país terminan por concretarse en grandes movilizaciones inaugurando este ciclo constituyente, donde los sectores políticos carecen de conexión con la sociedad. En efecto, las personas que se vuelcan a las calles provienen de distintos estratos sociales, no responden a liderazgos específicos y no se sienten representadas por sectores políticos; al contrario: se sienten igual o más capacitados que aquellos para decidir sobre el destino de Chile, sin intermediarios. A su vez, en ese nuevo pueblo en reencuentro, las y los marginados del país se trasladan a los centros, haciendo más patente los estragos del debilitamiento del Estado y su abandono.

De ahí que el proceso constituyente no tenga solo una expresión institucional, sino también social. La masivas protestas estuvieron acompañadas de espacios autoconvocados de diálogo conocidos como «cabildos» y del surgimiento de asambleas territoriales como expresión social de un ánimo y necesidad constituyente. En el seno de los cabildos se empezó a discutir el Chile que se quiere cambiar, como un espacio y ejercicio de soberanía y, a partir de las asambleas territoriales, se fueron asentando prácticas colectivas y solidarias fundamentales para abordar los estragos económicos de la actual crisis sanitaria del COVID-19 (como ollas comunes, redes de distribución de insumos y alimentos, redes de apoyo ante la violencia de género, etc.). Otra de las consignas populares, «Hasta que la dignidad se haga costumbre», se transformó en un horizonte y práctica del día a día.

Itinerario constitucional y el plebiscito de entrada

La dimensión institucional del proceso constituyente está marcada por el acuerdo político que se concretó a través de una reforma constitucional, donde se estableció tanto un itinerario para un cambio constitucional, como los alcances y límites del proceso. En el plebiscito de entrada se harán dos consultas: la primera, respecto a si se aprueba o rechaza una nueva Constitución; la segunda, acerca del espacio que redactará el texto (una Convención Mixta, compuesta mitad por congresistas en ejercicio y mitad por votación abierta, o una Convención Constitucional –en vez de Asamblea Constituyente– cuyos integrantes deberán ser cien por ciento electos).

A su vez, el acuerdo establece un plazo de nueve a doce meses para redactar el nuevo texto en base a una hoja en blanco, que significa que el texto será escrito sin amarras a la actual Constitución; es decir que, en ausencia de acuerdos sobre algún punto, no se mantendrá el articulado del texto actual. Sin embargo, la condicionante de la derecha para ceder dicho punto fue establecer como límites el respeto a la definición de Chile como una república democrática, el respeto a los DDHH, a todos los tratados internacionales suscritos y a las sentencias judiciales ya ejecutoriadas. Cosa que ha significado un punto de conflicto, toda vez que pone en cuestión el alcance soberano del proceso. Otro aspecto crítico del acuerdo es la determinación del quórum para tomar decisiones o vetarlas, que corresponda a dos tercios de las y los constituyentes. Finalmente, se contempla un plebiscito de salida para aprobar (por sí o por no) el nuevo texto.

Dicho acuerdo ha estado precedido por otros cambios. Dada la presión del feminismo, se incorporó la paridad de las y los constituyentes de ganar la opción Convención Constitucional; se encuentran en debate los escaños reservados para los pueblos originarios y se flexibilizaron los requisitos para la participación de independientes en el proceso, pues el modelo de elección replica la elección de congresistas, que favorece la electibilidad de los partidos políticos

La pandemia del COVID-19 postergó en meses el inicio del proceso. Sin embargo, su retraso no diluyó el ánimo constituyente que se había expresado en las calles; por el contrario, las consecuencias de la pandemia agudizaron las razones para un cambio al modelo, cuya imagen patente es la de la masiva movilización del primer aniversario de la revuelta social, a una semana del plebiscito de entrada.

En este proceso está en juego si se expresará la soberanía del pueblo para escribir las letras que ya se están actuando en este otro Chile, o si se tratará de una mera legitimación formal al sistema. La masividad en la votación del plebiscito será una toma de posición clara hacia el gobierno y la clase política, además de posibilitar cambiar la cancha en que cómodamente se mueven las fuerzas políticas sin sociedad, mejorando las relaciones de fuerza para que en la Constituyente se exprese el pueblo que hizo posible este proceso. El plebiscito tendrá lugar bajo estado de excepción, con toque de queda (uno absurdo, de tres horas), con cientos de presos por protestar y con víctimas de trauma ocular por la violencia policial sin justicia ni reparación.

¿Qué está en juego en el proceso constituyente?

Si bien nos encontramos con un problema de legitimidad de origen de la Constitución actual, la razón de un cambio tiene que ver con el modelo que erigió y los consiguientes bloqueos a la democracia. Entonces, no se trata del cambio de un texto constitucional por otro, sino de la construcción de una Constitución con implicancias materiales, tanto en relación a su anclaje a la sociedad actual de Chile como en relación a los alcances de los cambios: la posibilidad de cambiar la orientación neoliberal del modelo actual, de superar ese orden político, social y económico.

Lo cierto es que la escritura y aprobación de una nueva Constitución no va a resolver cada problema de los que existen hoy en Chile, pero será la oportunidad para abrir un proceso de transformaciones que exceda al propio debate del texto. Las expectativas sociales son altas y, para no acumular frustración social, las fuerzas de cambio enfrentan el desafío de compatibilizar medidas de corto plazo, que tengan implicancias materiales inmediatas, con cambios estructurales que excedan el propio debate constitucional.

A este proceso, las fuerzas de cambio llegan fragmentadas; no  solo en la expresión institucional de la izquierda, sino que en sus expresiones sociales organizadas. El acuerdo político que se firma sin sociedad tensionó aún más al sector. De ahí que entre los desafíos y dilemas presentes esté el de alcanzar un mínimo de entendimiento para una estrategia común antineoliberal, sin la cual es imposible incidir en la Constituyente. Además, superar la dicotomía entre la calle y  la institucionalidad, comprenderlas como dos campos no excluyentes y, al contrario, mutuamente necesarios en la realidad actual de Chile para conquistar cambios. Sobredeterminar, con idealismos o purismos, las correlaciones materiales de fuerzas, significará una derrota.

La movilización social seguirá siendo una herramienta ineludible para que los cambios se mantengan abiertos y para que la resolución de los temas críticos en la convención constitucional no quede reducida a la cantidad de escaños que logren elegir las fuerzas tradicionales. También, para que la inercia tecnocrática en el progresismo chileno no reduzca el problema a la instalación de políticas públicas o a largos listados de demandas que luego no puedan cumplirse (tomando aprendizajes de otros procesos en América Latina): eso sería perder la oportunidad histórica.

Una estrategia antineoliberal para el proceso deberá identificar puntos que tengan una doble implicancia: que permitan articular intereses mayoritarios, y con ello construir fuerza, a la vez que golpeen el corazón del modelo neoliebral. La disputa por el sistema previsional actual es uno de esos puntos. En otros pasajes de la historia de Chile, tuvieron estos alcances la reforma agraria y la nacionalización del cobre.

Entonces, algunos irreductibles deberán contemplar liberar la política, democratizando  instituciones claves del modelo (como la banca, el tribunal constitucional y otros órganos determinantes en las decisiones del país que hoy están fuera de la deliberación pública). La consagración de derechos y libertades esenciales que enfrenten el principio subsidiario, el reconocimiento de la diversidad social y de los bienes comunes, la consagración de un Estado de derechos… Con estas claridades es posible enfrentar las concepciones minimalistas o maximalistas que reducen el problema a una cuestión de técnica legislativa de modelos constitucionales y  cierran el debate de antemano.

Otros dilemas  por enfrentar giran en torno a avanzar en concretar mecanismos directos de participación de la sociedad en el proceso constituyente (como cabildos y consultas), debido a que la sola elección de constituyentes no basta. Hay que construir una propuesta desde el pueblo movilizado; los términos de una alianza con otros sectores cuando se requiera construir mayorías;  la presión permanente sobre los partidos políticos para evitar la captura del proceso (por ejemplo, por medio de la conformación de listas constituyentes que excluyan a la sociedad civil, a las organizaciones sociales y comunitarias).

En suma, se trata de una disputa abierta que sólo puede resolverse favorablemente con un decidido protagonismo popular. En Chile se acunó el neoliberalismo y, en el mismo Chile, el pueblo abrió la posibilidad de superarlo.

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