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Foto: EFE

Entre los planes del imperio y el desafío revolucionario

En Bolivia fue derrotado un golpe de Estado. La situación recuerda al fracaso de la tentativa golpista contra Chávez en 2002, que dio impulso a una radicalización continental. Como sucedió en aquel momento con Venezuela, el curso que adopte ahora el nuevo gobierno del MAS será decisivo para el futuro de las luchas latinoamericanas.

Mi pequeña pero valiente Bolivia, mi hija predilecta, la más aparente débil de mis creaciones, pero grande en sus orígenes de lucha. (Simón Bolívar, 1825)

 

Hace un año los países andinos eran estremecidos por manifestaciones que, con distintos niveles de violencia, acorralaban los gobiernos de Colombia, Ecuador, Perú y principalmente Chile, «nave nodriza» del neoliberalismo en la región. En medio de ese ascenso, en Bolivia ocurría una situación de signo contrario: la reelección de Evo Morales como presidente del Estado Plurinacional de Bolivia. Las derechas, envalentonadas, no toleraron el mal trago: el resultado fue desconocido por la ultraderecha, que organizó numerosas protestas, al tiempo que la Organización de Estados Americanos (OEA) emitía una declaración sobre un supuesto fraude electoral. Ambas maniobras sirvieron de justificación para el alzamiento de la policía y el pronunciamiento del alto mando militar, que exigió la renuncia de Evo.

Así se concretó el golpe de Estado, que permitió a los Estados Unidos imponer una «presidenta interina», Jeanine Áñez, sacándose la espina del fracaso que resultó la autoproclamación de Juan Guaido en Venezuela (quien, por entonces, completaba once meses de fallidos intentos por desalojar el gobierno de Maduro). En menos de 48 horas, los gobiernos lacayos de EE. UU. –en particular el Grupo de Lima y la Unión Europea (UE)–, reconocieron la «legitimidad» del nuevo gobierno.

Pero el pasado domingo el pueblo boliviano, con dignidad y entereza, y después de un año de lucha contra la dura represión militar y policial, se expresó en las urnas. La derrota del gobierno de facto fue contundente: el Movimiento al Socialismo, según el cómputo oficial del Tribunal Supremo Electoral (TSE) obtuvo una ventaja de más del 26% sobre su más cercano competidor. La magnitud de la derrota del golpe de la ultraderecha, a pesar de haber demandado todo un año de luchas y expresarse a través de las elecciones, es equiparable políticamente a la derrota del golpe contra Hugo Chávez en Venezuela en abril de 2002, que dio impulso a la revolución bolivariana.

La mentira mediática imperialista

En noviembre de 2019, la internacional mediática imperialista desató una campaña para justificar el golpe y demostrar un supuesto apoyo popular a la salida de Evo. La repetida estrategia acusó al gobierno de Evo de narcoterrorista, dictatorial, corrupto, violador de las leyes y de los derechos humanos, etc. Campaña que encontró eco entre sectores de izquierda en varios países, para quienes los errores, el personalismo de Evo y, sobre todo, la búsqueda de la reelección, fueron los que permitieron el desarrollo de la agenda golpista.

Pero los resultados electorales han desmontado las campañas y los argumentos que justificaron el golpe. La llamada «revolución de las pititas», como se tituló a las violentas acciones de la ultraderecha, no pasó de ser un engaño mediático que terminó diluido pese a los libros, suplementos de periódicos e intentos por construir un relato de «liberación». Un contundente 68% en La Paz sepultó todo esfuerzo por mostrar respaldo al gobierno de Áñez. Incluso en Santa Cruz, bastión de Camacho, el MAS alcanzó un significativo 36%. El famoso «voto útil» vaticinado por expertos analistas (y que hoy, con pudor, retiran de la web sus artículos), un supuesto voto duro anti-MAS que aseguraba el triunfo de la derecha en la segunda vuelta, terminó esfumándose en medio del aplastante resultado electoral, que ni los más entusiastas masistas esperaban.

El descarado papel jugado por la OEA en el golpe de noviembre quedó totalmente evidenciado. Las 86 mesas en las que la comisión de la OEA detectó «una desviación estadística imposible» por reflejar una votación al MAS superior al 90% y que (a pesar de representar menos del 0,1% del total) constituyeron el principal argumento para considerar «irregular» el proceso electoral anterior, sucede que ahora no solo repiten el 90%, sino que exhiben cifras incluso superiores.

Los «observadores internacionales» de la UE (que se niegan a participar en las elecciones parlamentarias venezolanas del venidero diciembre argumentando falta de tiempo y de garantías) acudieron, solícitos, a unas elecciones en Bolivia con un TSE intervenido por el gobierno de facto. Guardaron silencio cuando, en medio de la votación, los exit pool empezaron a evidenciar la ventaja del MAS y también callaron cuando se desplegaron fuerzas militares para amedrentar la población, cuando se ocuparon locales del MAS y se persiguió a «observadores» no afectos al gobierno, llegando incluso a detener a una comisión oficial encabezada por un diputado argentino. Tampoco se pronunciaron cuando el TSE suspendió el conteo e hizo silencio mediático ante un ya público y notorio el triunfo del MAS.

Bolivia ha puesto en entredicho el papel de esa «observación internacional»: se trata de una observación que no mira ni ve la realidad. Solo observa que suceda lo que conviene a la estrategia imperialista.

Un golpe facturado por las trasnacionales

El papel de los EE. UU. en el golpe en Bolivia no solo se limitó al financiamiento (a través de la USAID) de los grupos conservadores y religiosos, base de la acción de la ultraderecha, desde el inicio del gobierno de Evo. A pesar de la aparente lealtad previa del alto mando militar, la mayoría de sus miembros se formaron en WHINSEC, la escuela de entrenamiento militar en Fort Benning, Georgia, conocida en el pasado como «Escuela de las Américas». Al menos seis de los conspiradores militares del golpe del noviembre son egresados de esa escuela. Todos los comandantes de la policía boliviana, factor clave en el golpe y en la represión posterior, pasaron por APALA, un programa de «seguridad multidimensional» que trabaja en construir relaciones y conexiones entre las autoridades estadounidenses y los oficiales de policía de países miembros de la OEA. En 2018, Calderón Mariscal, líder del levantamiento policial contra Morales, se desempeñó como Presidente de APALA, con sede en Washington.

El audio filtrado reportado en el sitio web de noticias boliviano La Época y en el portal El periódico CR revela la coordinación entre actuales y antiguos líderes de la policía, el ejército y la oposición para provocar el golpe. Las grabaciones muestran el papel principal en la trama del exalcalde de Cochabamba Manfred Reyes Villa, un exalumno de WHINSEC que actualmente reside en los Estados Unidos. Su actuación se dio en combinación con otros egresados de la WHINSEC: el general Siles Vasquez, el Coronel Maldonado Leoni, el Coronel Pacello Aguirre y el Coronel Cardozo Guevara. En los audios filtrados discuten planes para incendiar edificios del gobierno y para que los sindicatos proempresariales realicen huelgas. Se alude que el golpe sería apoyado por grupos evangélicos, por los presidentes de Colombia, Iván Duque, y de Brasil, Jair Bolsonaro. Mencionan también el apoyo de los senadores estadounidenses Bob Menéndez, Ted Cruz y Marco Rubio, quienes dicen tener el oído de Donald Trump en lo que respecta a la política exterior del país en el hemisferio occidental.

Pero el papel clave del alto mando militar y la comandancia policial en el golpe no oculta su objetivo económico. Al contrario del entorno latinoamericano, Bolivia fue el país con mayor crecimiento económico en la región en la última década. Al igual que Correa en Ecuador, Luis Arce, el candidato del MAS y ministro del gobierno de Evo, resultaron muchachos rebeldes egresados de la escuela económica neoliberal de Harvard: el avance económico de Bolivia se debió, fundamentalmente, a la reversión del programa neoliberal de los gobiernos previos.

Las nacionalizaciones de los primeros años significaron, en términos reales, desandar un largo camino de privatizaciones y entregas al capital privado (entre las que se contaba, incluso, el agua proveniente de los glaciales). Este cambio de dirección permitió recuperar el control sobre los recursos minerales, aunque este haya tenido lugar, principalmente, a través de la renegociación de los contratos con las empresas extranjeras, que continuaron operando. Una docena de multinacionales suscribieron nuevos contratos con la empresa estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) y, entre otras cosas, se acordó el pago de un tributo sobre el valor de la producción de entre el 50% y el 85% que previamente, en muchos casos –y por apego a la predica neoliberal de favorecer la inversión extranjera–, ni siquiera existía.

Al cambiar la política impositiva, aumentaron considerablemente los ingresos del Estado. Esto permitió fuertes inversiones públicas y sociales, aumentando el nivel de vida de la población (de las más empobrecidas de la región) y creando un nivel de demanda interna que sostuvo el desarrollo productivo manufacturero, sobre todo en el sector textil (que, previamente, solo eran maquilas para las grandes firmas norteamericanas y europeas). Un vocero del FMI confesó a la BBC en 2019: «En los últimos catorce años, el crecimiento económico ha sido impulsado principalmente por el boom de las materias primas, los ingresos por aumento de impuestos, significativas inversiones públicas y alto gasto social», todos aspectos negados en los programas neoliberales. Durante el boom de las materias primas, la pobreza en Bolivia bajó del 63% al 39%, según datos del Banco Mundial. El creciente ingreso del Estado y de la población permitió un comercio floreciente y el crecimiento de la clase media. Una agresiva política monetaria revirtió la dolarización de la economía impuesta por la estrategia neoliberal de los anteriores gobiernos.

La campaña mediática burguesa e imperialista acusó la corrupción estatal como fuente de enriquecimiento de lo que llamó «la burguesía aymara», repitiendo el esquema con el que la prensa burguesa venezolana acuñó el término «boliburguesía». Así pretenden instalar la existencia de un «grupo» que rapiña los ingresos del país mientras una burguesía «trabajadora y generadora de empleo» languidece. Sin embargo, así como en Venezuela la burguesía –la de siempre– fue la beneficiaria de la política petrolera antiimperialista de Chávez, también en Bolivia la burguesía tradicional fue la mayor beneficiaria del boom.

En el campo, dominado por el latifundio, las trasnacionales Monsanto y Cargill, que controlaban hasta los puertos fluviales privatizados, habían impuesto un modelo monoproductor (soya). La «terrofagia capitalista» había desplazado a comunidades campesinas, generando choques incluso con las etnias indígenas dedicadas al tradicional cultivo de la coca (precisamente, de donde surgió la figura de Evo Morales). El nuevo ingreso estatal impulsó la tecnificación y la optimización, logrando diversificación productiva y nuevos mercados para la exportación hacia los países vecinos y permitiendo el crecimiento de la ganadería, la producción de azúcar, de arroz, etc. A partir de 2014, Bolivia logró convertirse en el segundo país productor y exportador mundial de quinua. Pero, a diferencia de Venezuela, no se atacó la propiedad de la tierra: el latifundio, el mismo que ha sido base de sustentación de la ultraderecha, fue el mayor beneficiario de la diversificación y tecnificación de la producción agrícola.

El boom de las materias primas llevó a Bolivia a ser el cuarto productor mundial de estaño, el tercer productor de antimonio, el octavo de plomo, el noveno de plata, el décimo de zinc y el vigésimo de oro. Pero será el litio, base para el desarrollo de acumuladores o baterías (claves en el desarrollo de energías alternativas), el que la convertirá en un preciado botín de guerra en la geopolítica imperialista. En asociación con capitales europeos y chinos, Bolivia desarrollaba un extenso programa gubernamental de construcción de diferentes plantas hidroeléctricas, termoeléctricas, geotérmicas, fotovoltaicas y eólicas. No en vano, la propaganda imperialista ocultaba el crecimiento económico boliviano, que en otro país hubiesen catalogado de «milagro»: la certificación de sus reservas minerales la colocaron en la mira de las trasnacionales de los commodities. Las revistas neoliberales especializadas en energías alternativas, células fotovoltaicas y otros similares señalaban a Chile, y no a Bolivia, como el país puntal para el desarrollo de la industria energética alternativa, a pesar de que era en Bolivia donde estaban las reservas de litio y, ya para 2018, la capacidad tecnológica y de producción duplicaban la de Chile.

El Grupo Tesla, la trasnacional norteamericana con mayor dominio en ese sector y con fuertes inversiones en Chile, no ocultó su apoyo al golpe de Estado, con claro interés en el control de la principal reserva mundial de litio. Apareció desde la primera semana reclamando derechos, como contraprestación a su apoyo al éxito golpista.

En el ojo del huracán

De todo esto se debe extraer una clara lección: proteger las inversiones extranjeras y garantizar las ganancias del capital, no atentar contra la propiedad privada en los medios de producción y aceptar el latifundio, no otorga garantía de estabilidad política alguna.

En el concierto neoliberal mundial, a Bolivia se le asigna el lugar de un simple proveedor de materias primas; interesa muy poco su desarrollo económico, y menos bajo un gobierno independiente. Por eso la agresión imperialista. Pero la clave del éxito del MAS en el reciente proceso electoral  no se basa en una estrategia electoral asertiva ni en el crecimiento económico previo. Obviamente, ambos constituyen factores importantes. El hecho de que, en menos de un año, el gobierno de facto haya pulverizado el crecimiento económico, llevando el 4,2% de crecimiento del PIB previsto por la CEPAL para 2020 a un 0,6% (siete veces menos) demuestra, una vez más, el desastre que significa para nuestros países el modelo neoliberal subordinado a la metrópoli imperialista.

Pero el triunfo electoral es, sobre todo, expresión de la batalla emprendida por el pueblo boliviano, desde el primer día, contra el golpe militar de la ultraderecha. El gobierno de Evo representó la lucha centenaria de las etnias que componen la población boliviana por la emancipación del dominio blanco y racista, que les impuso la condición de excluidos y extraños en su propia tierra. El Estado Plurinacional de Bolivia representa, para el pueblo boliviano, una bandera más importante que un punto en el crecimiento del PIB y en los datos macroeconómicos. El pueblo boliviano se niega a volver a ser un nadie en su propia tierra y defiende el derecho a expresarse, a ser escuchado, a ser razón de gobierno. A pesar de las tensiones que hubiesen podido surgir en el último tiempo, nadie puede negar que el gobierno de Evo Morales expresaba ese sentimiento por la emancipación de las etnias indígenas bolivianas.

El terror a que ese proceso desatado en Bolivia desembocara en una revolución que, además de la emancipación étnica, cuestionara el dominio de la tierra y los medios de producción en manos de la burguesía blanca es lo que ha movilizado a la ultraderecha, a la burguesía y a la clase media racista al golpe de Estado. Y es que estos son sectores que se consideran poseedores de derechos históricos, de herencia y hasta religiosos para apropiarse de las riquezas de Bolivia y someter a su pueblo. Esa es la base del odio a Evo, sobre el que el imperialismo ha montado su ofensiva. A pesar de que el gobierno de Evo no tuvo intención de afectar decisivamente el dominio del capital, la creciente movilización del pueblo ponía en peligro la sobrevivencia futura del capitalismo al mantener la llama encendida de la revolución indígena.

Fue por eso que el primer objetivo del gobierno de Áñez fue aplastar al movimiento popular. Las quemas de wiphalas, las manifestaciones antiétnicas, los ataques a las comunidades, perseguían el objetivo de imponer el terror a la población, de aplastar el movimiento popular. Hasta que la respuesta a la masacre en Senkata extendió a todo el país las movilizaciones, los cortes de ruta y los enfrentamientos con los cuerpos policiales, dejando abierta una situación insurreccional. Las elecciones, tantas veces postergadas, surgen como una válvula para descomprimir la situación provocada por el gobierno de ultraderecha.

El MAS, después de la desbandada en noviembre que dejó sin dirección a la heroica resistencia popular contra el golpe, logró recomponerse alrededor del Parlamento, donde pudo reconstruir la mayoría. La resistencia creciente del pueblo impidió que se consolidara un gobierno fascista. A pesar de las aspiraciones de la burguesía blanca y los intentos de inhabilitación política, debieron aceptar la existencia del MAS y de un Parlamento en oposición. Pero la posición del MAS respecto a la movilización popular fue ambivalente. La mayoría de los dirigentes sindicales, de los movimientos sociales y de las organizaciones campesinas e indígenas, que han dado la lucha contra el golpe, son militantes del MAS. Pero también ha habido voceros que cuestionaron «los lineamientos insurreccionales provenientes del exterior» (en referencia velada a Evo) o se han pronunciado por «una salida institucional y pacífica a la crisis». Esa posición ambigua del MAS permitió al gobierno de Áñez sobrevivir a la situación insurreccional y encontrar en las elecciones una salida a la crisis. Pero, sin ninguna duda, si existieron las elecciones fue gracias a la creciente movilización popular.

Revisando todos los análisis previos, los resultados fueron sorpresivos. Para muchos, la votación del MAS tenía un tope: «el techo de Evo», lo llamaron muchos, refiriéndose al 47% alcanzado hace un año; al que había que descontarle los efectos del golpe, la campaña mediática e incluso el rechazo al candidato, que para unos era «un pupilo de Evo» y para otros «no representa las bases gremiales del MAS». Se vaticinaba una caída electoral del MAS, se decía que no podría jamás repetir la votación de hace un año y que, aun superando la primera vuelta, tendría pocas chances de triunfar en una segunda, donde se impondría el «voto útil». El MAS, se decía, debía aceptar las reglas del juego «de la nueva realidad democrática de Bolivia».

Por eso muchos vieron en la primera vuelta un mero trámite para definir el candidato presidencial de la derecha, y hasta la prensa internacional dio poca cobertura a una elección que se suponía que se definiría posteriormente. La masiva asistencia a los centros de votación y los resultados de los exit pool, sin embargo, ya desde la mañana crearon la alarma. El despliegue policial y militar y el «encierro» del TSE puso en el orden del día la posibilidad de un fraude. Pero los resultados electorales no son expresión exclusiva de la influencia electoral del MAS, sino del movimiento popular antigolpista que, correctamente, y a pesar de la crítica al MAS e incluso al gobierno de Evo, privilegió como norte la derrota del golpismo. Es la movilización popular antigolpista la que gana las elecciones y derrota la estrategia imperialista e, incluso, la posibilidad de fraude.

El hecho de que, a pesar del silencio del TSE, la principal cadena radial se atreviera a anunciar resultados y que Jeanine Áñez y Luis Almagro reconocieran, sin anuncio oficial, el triunfo de Arce, llama la atención. Esos dos no van ni al baño sin pedir permiso a EE. UU. El propio subsecretario del Departamento de Estado se sumó, más tarde, al reconocimiento de Arce. La mediática imperialista resalta hoy las cualidades de Arce como autor del «milagro económico» y los analistas destacan su «inteligente estrategia electoral» al deslindarse de Evo y del «autocratismo indígena», sin dejar de advertir que los resultados obligan a una unidad nacional para recomponer un país dividido.

Hablan de una nueva etapa para el MAS. No parecen ser los mismos analistas que hace una semana vaticinaban su caída definitiva. La estrategia imperialista dio un vuelco de ciento ochenta grados a partir de los resultados electorales. Es obvio que un intento de desconocer los resultados, que un intento de fraude, podía vigorizar la insurrección del pueblo boliviano y generaría un escándalo internacional contraproducente en la recta final de las elecciones de EE. UU.

Ahora la presión está dirigida a convertir a Arce en la versión boliviana del ecuatoriano traidor Lenín Moreno. Pero, a diferencia del Ecuador de entonces, en Bolivia hay un movimiento social en ascenso que no se detiene. La ultraderecha de Camacho tampoco va a detenerse, como lo viene demostrando. Para la clase media blanca, los resultados electorales son una burla: no le es posible aceptar que una población «indígena, bruta y analfabeta», le imponga a la población «pensante», a los «escogidos de Dios», el regreso a la amenaza comunista.

El camachismo y la amenaza de imponer un bloqueo como al que se somete a Venezuela, cerrando los mercados para el gas y el litio, son parte de la presión para imponer al nuevo gobierno una política de reconciliación, de unidad nacional, de armonía política, de pacificación del país, para la que dentro del MAS hay adeptos. En esta situación, forzar un curso de moderación en el MAS es la herramienta que le queda disponible al imperialismo para detener la creciente movilización popular. Y Arce, como todo el MAS, deberá decidir si repite la traición de Lenín Moreno en Ecuador o se suma al pueblo en la calle para enfrentar la amenaza imperialista. No hay espacio para la duda.

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