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Una bandera gigante en las protestas del 25 de octubre de 2019 en Santiago. (Foto: Marcelo Hernandez / Getty Images)

Chile, de un octubre a otro

El pueblo chileno ha respaldado masivamente el «Apruebo» en el plebiscito del último domingo. Los resultados, explica Luis Thielemann, demuestran la disposición de las clases populares a conseguir sus intereses mediante la política plebeya: votos y barricadas.

Serie: Dossier Chile

Chile expresa uno de los casos más exitosos del proceso ideológico emprendido por el neoliberalismo vencedor de la década de 1990. Un proceso que, entre otras cuestiones, buscaba desterrar la comprensión clasista de los problemas sociales. Pero como el agua, la lucha de clases busca su curso, empapa todo y se hace evidente. Se trata de la sinceridad de la desigualdad brutal del país, de cómo la agonía de la mayoría empobrecida paga la farra y el lujo de la minoría más rica, y del hecho de que a eso le hayan llamado el «milagro chileno» y lo hayan vendido como modelo exitoso. Pero tanto va el cántaro explotador a la paciente agua que al final ésta se cabrea, se politiza y rompe cualquier contenedor de su propia esclavitud ultramoderna.

Uno de las comunas más pobladas y también más pobres de Santiago, Puente Alto, es gobernada hace dos décadas por un sector díscolo de la derecha chilena. Desde el año 2000 y hasta 2012, su alcalde fue Manuel José Ossandón Irarrázaval, dos apellidos que denotan el linaje oligárquico del ahora senador por el distrito de Santiago oriente, donde está Puente Alto. Desde 2012, el alcalde de la comuna es su delfín, Germán Codina. En 2016, el derechista Codina salió reelecto en el gobierno comunal con el 81% de los votos. Pero apenas un año más tarde, en 2017 y en la misma comuna, la candidata a la presidencia por el Frente Amplio, coalición electoral a la izquierda de la entonces presidenta Bachelet y que sería derrotada por Piñera, obtuvo la primera mayoría, con un 31% de los votos.

En el plebiscito del domingo 25 de octubre de 2020, en Puente Alto, votó el triple de gente que en 2016 y poco más de un tercio sobre el total de votos de la primera vuelta presidencial de 2017. De esa masiva votación, un aplastante 88% lo hizo a favor de cambiar la Constitución de Pinochet, de 1980. La cifra del «Apruebo» en Puente Alto es tres veces lo que obtuvo Codina en 2016, y también de lo que obtuvo Piñera en la segunda vuelta presidencial de enero de 2018.

Lo ocurrido en Puente Alto es parecido a lo que pasó en lugares como La Pintana o El Bosque, también comunas pobres de la zona sur de Santiago, en que la participación electoral aumentó considerablemente, y en que el «Apruebo» se encumbró también sobre el 85% del total de votos. Rompiendo con los comportamientos electorales tradicionales hasta ahora en los barrios más pobres de las grandes ciudades de Chile, la movilización electoral de ayer expresó una dirección clara a favor del cambio constitucional y una intención de mantener políticamente la ofensiva popular iniciada con la revuelta de octubre de 2019, que en esos mismos barrios tuvo sus principales bases.

A pesar de que el presidente Piñera intentó imprimir el relato de que el plebiscito era la alternativa que él había promovido en noviembre de 2019 a los partidos ante la amenaza de botarlo que imponía la revuelta en las calles (narrativa que tuvo un extraño eco en ciertas izquierdas); su intrascendencia política y su ilegitimidad de masas no le dan credibilidad a sus palabras. Tampoco ha podido reimponer respeto (nueve de los últimos doce meses Chile ha vivido bajo un estado de excepción que aún se encuentra en vigencia), y esto solo ha interiorizado la comprensión mayoritaria de que tanto la revuelta como el plebiscito son contra su gobierno.

Pero, además, el evidente rostro clasista del voto «Apruebo» y su fortaleza en los barrios más rebeldes en 2019, en cuerpos todavía agujereados por los perdigones policiales, junto al recuerdo de la declaración de guerra del presidente hacia las protestas, destruían cualquier posibilidad de tomar en serio el relato de un Piñera republicano en octubre de 2019. Para las mayorías, el plebiscito fue una conquista de las luchas callejeras del año pasado. Y no iban a dejar pasar la posibilidad de asegurar lo que, hasta ayer, no pasaba de ser una victoria simbólica de una revuelta muy costosa en vidas y estabilidad. Había que firmar la derrota de Piñera y del orden social y político de la Transición pactada con la Dictadura, y eso sucedió.

El «Rechazo»

Los resultados del bando perdedor –el «Rechazo»– también permiten obtener algunas conclusiones sobre la fuerza del movimiento popular desatado a la ofensiva desde octubre pasado. Los únicos lugares en que ganó el «Rechazo», además de la base militar en la Antártica y un pequeño pueblo nortino en la frontera con Bolivia, fueron las tres comunas más ricas de Santiago: Vitacura, Lo Barnechea y Las Condes. En esos lugares, así como en la mayoría de los distritos históricamente conservadores, bajó o se mantuvo la participación electoral respecto de los últimos años.

Allí donde la revuelta no fue importante ni movilizó a grandes sectores de la población, como en las zonas rurales o ciudades pequeñas del sur del país (en especial en La Araucanía), la participación electoral estuvo muy por debajo de los últimos comicios y, a pesar de ser zonas históricamente de derecha, venció el «Apruebo». Aunque es aventurado sacar conclusiones con los datos disponibles y sin ser experto, los bolsones de votos conservadores están notoriamente desmovilizados, y es probable que hayan tenido un grado enorme de desmoralización en los días previos al plebiscito. Aquello fue notorio en el discurso del gobierno y de las distintas vocerías y campañas del «Rechazo», llamando desesperadamente a sus bases a votar.

El pinochetismo no pudo repetir la demostración de masas de 1988. Es probable que una parte de su histórica fuerza, en tanto identidad de fondo de la derecha chilena, se haya desmovilizado por miedo al COVID-19. Pero también es notoria la derrota cultural del bando conservador. La revuelta de octubre de 2019 fue integral, no se trató de un disturbio callejero más. Puso al país de cabeza, sinceró la crisis del «país modelo» y rebarajó los naipes de las prioridades públicas. Es posible incluso imaginar que, dado el tono de la lucha social del último año, algunos entre las bases de la derecha hayan tenido miedo de ir a votar (si vieron a Piñera cambiarse de distrito electoral del centro de Santiago a la rica comuna de Las Condes, tener miedo a las funas no debe haber parecido del todo irracional).

El pinochetismo se acabó, la oligarquía más cruel del continente está desnuda de historicidad legítima, ahora solo tiene su fuerza –lo que no es poco– pero nada más.

Esto también es expresión de la imposible igualdad universal del voto. Los resultados de las elecciones tienen distinta importancia según los intereses de clase dispuestos en escena. Es cierto que las elecciones no resuelven la lucha de clases, pero también es cierto que son parte de la misma. La tradicional subvaloración del momento electoral que ha tenido la izquierda radical chilena por décadas debe terminarse ante el peso extra electoral –social, histórico, experiencial en la recomposición del movimiento popular– que tienen los resultados del domingo. El acontecimiento electoral que ocurrió el 25 de octubre, incluyendo la masiva celebración callejera en los barrios populares de distintas ciudades, nos habla de un cambio en el estado de ánimo de las clases forzado por un año de intensa lucha social. La desmoralización de buena parte de la derecha debería tener una importante consideración histórica. Tal vez, como signo de la crisis de una forma conservadora que dejó de ser fuerza política.

El «Apruebo»

La masiva participación popular a favor del «Apruebo», aplastante en las comunas urbanas donde la revuelta tuvo el apoyo masivo de la población y la violencia alcanzó una intensidad inédita, nos entrega también conclusiones de importancia política al observar algunos datos conocidos hasta ahora. El voto «Apruebo», en los barrios en que éste se encumbró por sobre el 80%, se nutrió principalmente del voto de las mujeres, de los y las obreras jóvenes, de la abrumadora mayoría de los sin trabajo y de los estudiantes (en ambos casos, 9 de cada 10 votantes). El «Apruebo» fue especialmente bajo entre los jubilados, los y las dueñas de casa y los protestantes, aunque en todas esas categorías salió vencedor. Es evidente que los sectores sociales más movilizados por la revuelta –jóvenes, estudiantes y trabajadores, de clases populares– fueron también los más movilizados electoralmente.

Que el voto de las mujeres haya estado más dispuesto al cambio que el voto de los hombres habla también del peso del movimiento feminista de la última década. La politización de mujeres en las luchas de los últimos años, en especial desde el mayo feminista de 2018, y su protagonismo en la revuelta pasada, son sin duda un factor en la masividad del voto de las mujeres por el «Apruebo» en relación al de los hombres. Este hecho ilumina el factor de las luchas sociales de las últimas décadas en la mayor movilización electoral de ciertos grupos.

La politización de estos sectores no empezó hace un año, sino hace por lo menos diez. Ya se indicó el caso de los estudiantes, protagonistas del origen de la revuelta. Pero, además, en casi todas las comunas en donde ha habido conflictos socioambientales en años recientes, el «Apruebo» ganó con una votación por sobre la media nacional y con tasas de participación históricas. Comunas como Freirina, Petorca o Huasco ocupan los primeros lugares en ese listado, pues sus comunidades participaron en los conflictos más radicales de la última década en la resistencia a los negocios destructivos de los territorios y sus ecosistemas.

No parece tener mayor apoyo la dicotomía planteada por algunos grupos entre la persistencia de la protesta callejera y el avance electoral y en las instituciones de la mayoría movilizada en la revuelta. Es más: se corresponde con una tradición de la región, un abyecto aprendizaje histórico y reafirmado en la experiencia actual, según la cual los explotados conquistan sus derechos con una combinación de lucha callejera y movilización electoral. En ese sentido, los resultados del domingo en los barrios más movilizados por la revuelta demuestran el desarrollo de la disposición de una importante franja de las clases populares a conseguir sus intereses con política plebeya: votos y barricadas.

¿Y ahora qué?

Pero si bien la heroica capacidad de resistencia en la lucha callejera (así como su disciplinada capacidad táctica para contener la violencia) han demostrado un notorio desarrollo hasta límites sobrehumanos en el último año, la parte que le corresponde a las fuerzas institucionales sigue al debe. Lejos del desarrollo político de una aguda punta de la mayoría expresada en las calles y en las urnas, hasta el domingo los partidos de izquierda chilena seguían observando a la sociedad con las anteojeras del período de la transición.

Como si no hubiese mediado el rabo de nube popular de 2019, seguían imaginando que existía una «otra mitad» de Chile que no adhería a la revuelta y a la cual le guardaba un respeto bien parecido al miedo (algo racional en un país cuya izquierda fue prácticamente exterminada hace menos de cincuenta años, y en donde quienes lo hicieron obtuvieron el apoyo en las urnas de más de cuatro de cada diez chilenos en 1988). Hasta ese momento, se mostraba como una mera propuesta alternativa democrática a la dictatorial constitución pinochetista; sin atreverse a tomar con firmeza el programa de demandas planteado explícitamente por las mayorías en revuelta hace un año. Pero los resultados del domingo obligan a cambiar de perspectiva.

El domingo se acabó la liga que unía al campo popular. La izquierda ya no podrá seguir simplemente convocando al «Apruebo» para sostener su unidad con las mayorías en rebelión constituyente. Llegó la hora de levantar un programa que le permita distinguirse de la clase política de la transición, convocar a la mayoría aplastante del domingo a superar la mera negación del pinochetismo y pasar a la afirmación de una nueva sociedad. A pesar de todos los llamados a un programa de unidad antineoliberal de la izquierda chilena, que permita referenciar en una fuerte alternativa electoral institucional al movimiento popular, se llega a este punto con el vacío. Es el vacío de la victoria, un abismo estratégico para la izquierda.

Lo que imponen las mayorías movilizadas el domingo 25 de octubre de 2020, que multiplicaron por cinco a los que hace un año repletaron el centro de Santiago en medio de la revuelta, está en cada calle de la ciudad. Hay un programa resonando en cada barrio de la periferia y asomando en cada rincón del centro de la ciudad, incluso en los barrios de los ricos. Debe tener una propuesta no solo para la Constitución, sino para convertir la mayoría en revuelta en poder en las instituciones, a través de la veintena de elecciones que tendrá Chile en dos años. Ya no puede existir el chantaje de una imaginaria «otra mitad» del país reacia a los cambios. Debe escucharse el ineludible mandato de una mayoría joven, diversa pero anclada en el lado popular de la lucha de clases, por un país que supere el neoliberalismo.

Tal vez sirva volver a mirar el caso de Puente Alto y la contradicción de una comuna que masivamente vota por el cambio social y mantiene elevados niveles de lucha callejera, pero sigue votando por alcaldes conservadores. Si ponemos la mirada al ras de piso, entre las calles de la periferia de Santiago y otras grandes ciudades se desdibuja la incoherencia que yace en el eje ideológico. Emerge otra coherencia, básica pero honesta, dada por un voto dispuesto a movilizarse por su propio interés en tanto trabajadores pobres, a la vez que se muestra indiferente a la racionalidad de la política formal de la agonizante Transición.

La periferia de las ciudades chilenas se ven habitadas por monstruos de este claroscuro, que han logrado satisfacer una parte suficiente de un todavía fragmentario interés popular. Es el desarrollo político de las franjas más explotadas de las ciudades chilenas el que demanda una política que le responda. El camino recorrido, desde la revuelta salvaje a una aplastante mayoría electoral, hace urgente la necesidad de una gran izquierda a la altura de la disputa secular ya abierta y en marcha. Una izquierda para tiempos que no son de revolución, sino de reconquistar el derecho a la política plebeya.

Achicarle la cancha a los más ricos, agrandar el radio de acción y el poder del pueblo organizado y construir paulatinamente una subjetividad de las clases trabajadoras que supere el capitalismo. Esa promesa, suspendida con sangre, de la izquierda chilena en 1973, constituye su desafío de cara al siglo XXI.

 

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